Read Dios Vuelve en Una Harley Online
Authors: Joan Brady
—Mis amigos me llaman Joe —se presentó, esbozando una afable sonrisa.
Me pareció una forma singular de presentarse. ¿Por qué no decir simplemente «me llamo Joe»? Pero, por otro lado, ya empezaba a intuir que nada que se refiriera a este hombre era normal y corriente.
—Soy Christine —confesé apocada. —Ya sé.
En circunstancias normales, y teniendo en cuenta el ambiente predatorio que se vive en esta ciudad de veraneo, llena de todo tipo de corazones solitarios en busca de ligues para una noche, hubiera dado por supuesto que no era más que un benny con labia. Sin embargo, algo me decía que no iban por ahí los tiros. Se le veía demasiado sereno para ser un benny y demasiado sofisticado para ser un «desenterrador de almejas».
Por algún motivo, yo intuía que no le hacía falta recurrir a su labia para ser convincente. No lo necesitaba. Todo lo que decía rezumaba autenticidad.
—¿Y por qué alguien con un mínimo de sentido común iba a aparcar una hermosa moto como ésta en la arena? —pregunté, intentando desviar la atención de mí. Me esforzaba por sonar confiada y serena como él pero sin conseguirlo del todo.
—Aún no estoy seguro de que estés lista para saber eso —dijo con suavidad, a través de aquella sonrisa permanente.
Vale, entonces sí que me enfadé, aparte de sentirme un poco amedrentada. Por supuesto, fue el enfado lo que elegí mostrar.
—Mira, Joe —dije en tono muy sarcástico—. La verdad, no me importa nada cómo has llegado hasta aquí. Sólo intentaba ser agradable y darte palique, eso es todo. Me sobra por completo este numerito del «tipo misterioso» que me estás montando.
Me giré teatralmente sobre los talones desnudos y emprendí airada el regreso por la arena en dirección a la seguridad del paseo entarimado.
Su voz se transmitió otra vez por el aire pegajoso, tan dulce y suave como antes, y sus palabras fueron a aterrizar en mi corazón además de mis oídos.
—Todavía sigues siendo la muchachita asustada que tiene que demostrar a todo el mundo lo dura que es, ¿no es así, Christine? ¿Aún te asusta que alguien pueda entrever lo vulnerable que puedes llegar a ser?
Quise creer que en aquellas palabras había sarcasmo u hostilidad, pero sólo sentí verdad en ellas; una verdad que penetró en mí y que por un momento me convirtió en una temblorosa medusa. Me paré en seco allí mismo, aunque continué de espaldas a él. ¿Quién era este tipo?
—Sal de las sombras —me invitó con tono afable—. Ya has pasado demasiado tiempo escondida en ellas.
Sentí unas ganas irresistibles de llorar. ¿Cómo era posible que otra persona supiera aquello que sólo yo conocía: que he pasado la vida viviendo muy por debajo de mis posibilidades, temerosa de salir a la luz, temerosa de crecer plenamente? ¿Cómo era posible que este hombre supiera todo esto, y qué demonios le importaba a él?
Resolví al instante que por mucho que él creyera conocerme, era imposible que sus intenciones fueran buenas. ¿Cómo iban a serlo viniendo de un hombre? Volví a echarle otra ojeada con el único propósito de alejarme de él. Por mi mente pasaron como un rayo todas las historias truculentas acerca de mujeres atacadas en la oscuridad de la noche, y el poco juicio que me quedaba me aconsejó que saliera corriendo a toda velocidad. No obstante, algo en mi corazón me arrastraba hacia él. Mis pies empezaron a caminar en su dirección sin pedirle permiso al cerebro.
—Eso está mejor —afirmó con una mueca.
—No entiendo— murmuré yo a través de mi garganta encogida y con ojos rebosantes de lágrimas—. ¿Quién eres y cómo sabes tanto sobre mí? —el tono suplicante que detecté en mi voz me resultó odioso.
—Llegarás a entenderlo todo —sonrió—. Responderé a todas tus preguntas, incluso a las que aún no estás preparada para plantear ahora. No tengas miedo. Estoy aquí sólo para ayudarte.
Su voz me tenía hipnotizada aunque algo en mi interior me recriminaba por creerle. Sentía la necesidad de seguir interpretando el papel de dura.
—¿Qué te hace pensar que necesito ayuda? ¿Cómo puedes saber tú o, para el caso, cualquier otro, lo que necesito? —no me había gustado su actitud prepotente.
—Perdona mi actitud prepotente —sonrió un poco avergonzado—. No era mi intención mostrarme así. Mira, la cuestión es que nadie más podría ofrecerte la clase de ayuda que voy a ofrecerte o enseñarte el tipo de lecciones que yo voy a darte. Nadie más se imaginaría siquiera cuánto te queda por aprender. Tu actuación es realmente buena.
Aquello hizo que me sintiera un poco mejor y un poco peor al mismo tiempo. Pese a estar terriblemente confundida, lo sorprendente era no sentir ningún tipo de miedo. Este hombre transmitía una bondad y humildad a la que era imposible permanecer insensible, incluso siendo una cínica amargada y resentida como yo. Había algo en torno a él que me hacía sentir segura. Muy en el fondo algo me decía que este hombre no estaba ahí para hacerme daño; no había la más remota posibilidad de que fuera capaz de ello.
Continuó en voz baja y tranquilizadora.
—Necesitas confiar en mí, Christine. Sé que la confianza no surge en ti con facilidad; no es de sorprender, teniendo en cuenta las heridas casi fatales sufridas por tu corazón a lo largo de los años. Pero si no me brindas tu confianza, aunque sólo sea el equivalente a un grano de mostaza, no podré hacer gran cosa por ti.
La referencia bíblica no me pasó por alto y me pregunté si sería alguna especie de fanático religioso que se creía Dios o algo parecido.
Se rió entre dientes con jovialidad, casi como si yo hubiera expresado en voz alta mis pensamientos, pero estaba segura de no haberlo hecho. Me contó cosas sobre mi infancia que nadie, excepto yo, podía saber.
Describió con detalles vívidos el temor que me inspiraba la hermana May Michael, mi maestra de segundo grado en la escuela parroquial. Sabía cuánto había rezado una noche, después de perder los deberes, para que sufriera un ataque al corazón y se muriera a la mañana siguiente. Lo describió con detalles espeluznantes, igual que todos los traumas a lo largo de mi espinoso paso por la adolescencia. Estaba enterado de las dos veces que había experimentado con drogas y sabía que ahora me gustaba relajarme con una copa de Chardonnay antes de irme a la cama por la noche. Habló de todas mis neuróticas y destructivas relaciones con los hombres en el pasado y de la amargura que habían dejado en mi afligido corazón. Conocía mi relación sentimental con Michael Stein y también la forma en que mi corazón había saltado en mil pedazos aquella misma noche cuando vislumbré la inequívoca alianza de oro.
Conocía cada uno de los detalles de mi vida, cada defecto de mi carácter, cada rezo que había pronunciado y todos y cada uno de los deseos de mi corazón. Cuando parecía que por fin había acabado de contar la historia de mi vida con detalles que incluso yo había olvidado, noté el calor de las lágrimas que brotaban de mis ojos. Ya no me sentía tan dura.
—¿Quién eres? —volví a preguntar en un susurro lleno de desconcierto.
Al principio no dijo nada. De los bolsillos de sus vaqueros emergieron unas manos graciosas que enjugaron las lágrimas de mi cara con enorme ternura.
—Soy el «Dios» del que has estado huyendo durante todos estos años —empleó el pulgar para enjugar una lágrima más grande de lo normal que intentaba escurrirse cara abajo—. Hay gente a la que todo lo relacionado con «Dios» le desalienta sobremanera —sonrió—, y prefieren utilizar palabras como «Poder Supremo» o «Fuerza Universal». Elige la que más te guste. Incluso puedes inventarte un nombre si quieres. Lo que te vaya mejor.
—Pensaba que te llamabas Joe —dije entre lágrimas.
—Así es. Al menos ése es el nombre que he elegido para este viaje. Lo tomé del hombre que la mayoría de gente considera mi padre terrenal. Ya sabes, José de Nazaret. Aunque intento dejar a un lado lo de Nazaret.
Suele crear desconcierto entre la gente.
—Estoy terriblemente confundida —dije enfurruñada. No había que olvidar que era una atea declarada y que en mi vida se habían sucedido demasiadas penas, heridas y tragedias como para creer en la existencia de un Dios, especialmente un Dios bondadoso e indulgente. Mis creencias no iban por ahí.
—No pasa nada —me consoló Joe mientras ponía su dedo índice en la pequeña cavidad encima de mi labio superior—. No es más que una reacción natural, pero te acostumbrarás. Al fin y al cabo, llevas demasiados años corriendo en dirección contraria.
—¿Por qué insistes en lo mismo? —volví a la carga—. Si realmente fueras algún Ser Místico o Fuerza Universal, sabrías que te recé durante mucho tiempo. Y que tú no me escuchaste —añadí.
—¿Entonces cómo estaría enterado de todo lo que te he descrito, y especialmente de las plegarias que acabo de mencionarte?
Me quedé mirando su cara apacible y bondadosa sin decir palabra.
—Son muchas las cosas a las que tienes que responder —contesté.
Sonrió con gesto paciente y asintió.
—Eso, todos. Estamos siempre evolucionando, mejorando, cada vez más cerca de las auténticas verdades.
Incluso yo —admitió.
—¿Incluso tú? —no acababa de entender aquello. ¿Cómo era posible que esta supuesta Persona Divina o Ser Místico, o lo que fuera, aún buscara respuestas y verdades supremas?
—Sé lo que estás pensando —me dijo—, pero no hay nadie perfecto. La perfección es un espejismo, una manera de elevar tu objetivo.
—Puedes leerme el pensamiento, ¿no es cierto? —pregunté.
—Prefiero decir que oigo lo que estás pensando.
—Pues ahora oye esto —en mi voz volvía a detectarse el deje desafiante de antes—. Quiero saber por qué dejaste sin respuesta tantas de mis plegarias. Quiero saber por qué has hecho tan difícil la vida de tanta gente, ya sabes, hambre, enfermedades y todo eso. Y aún más, ¿por qué estableciste un montón de reglas que no hay manera de seguir en el noventa por ciento de los casos y luego nos vendes el cuento de la culpabilidad cuando infringimos esas reglas? —ya estaba embalada, no podía parar.
—Te refieres a los Diez Mandamientos, supongo —dijo con una expresión apenada en su rostro encantador.
—¡Puedes apostar los huevos a que sí! —hacía muchísimo tiempo que deseaba blasfemar delante de Dios y la espera había merecido la pena. La satisfacción fue inmensa. Animada por la ausencia de réplica, continué—: Esos mandamientos eran bastante estrictos, ¿no crees? No daban margen a flaquezas humanas ni a circunstancias atenuantes. Ya sabes, esas ocasiones en las que una persona se ve obligada como mínimo a modificar las normas.
Lo había soltado y, una vez dicho, me sentí mejor, mucho mejor, aunque no recibiera ninguna respuesta.
Eran preguntas que me habían consumido por dentro durante tanto tiempo que sólo la oportunidad de darles rienda suelta ya era suficiente.
Joe tenía la mirada perdida en el cielo nocturno y las manos apretujadas en el fondo de los bolsillos de los vaqueros.
—Va a ser un poco más complicado de lo que creía —pensó en voz alta.
Durante unos breves momentos ninguno de los dos habló. Yo estaba pensando que él no parecía sentir la necesidad de responder a ninguna de mis preguntas o de defenderse de las dramáticas acusaciones que le había lanzado. Entonces sucedió algo sumamente extraño. Las olas del océano dejaron de avanzar en dirección a la orilla y la gente en el paseo se quedó callada e inmóvil. Alguien le dio al mando del brillo lunar y Joe y yo quedamos bañados por un foco resplandeciente de luz.
Por primera vez durante nuestro encuentro, me sentí asustada de verdad.
—No entiendo qué está pasando —dije al tiempo que me acercaba más a Joe y su Harley.
—Es sencillo —contestó él—. Te estoy preparando para vivir. Me refiero a vivir de verdad, sin reservas. —Volvió a la luna el rostro de trazos perfectos y continuó casi abstraído—: Tienes razón en lo de los Diez Mandamientos. Era un recién llegado en el campo de la Fuerza Universal cuando se me ocurrió esa idea. Se me pasó por alto que estaba siendo algo inflexible. Con franqueza, no comprendí que una lista de mandamientos no puede servir de guía para todo el mundo. Nos encontramos en niveles diferentes de desarrollo y evolución, y lo que sirve para una persona evidentemente no tiene por qué servir para todo: los demás. Pero entonces aún no lo había descubierto.
Se giró de perfil y me percaté de que sus ojos adquirían el mismo color oscuro y sombrío que el océano iluminado por la luna. Si antes lo había puesto en duda, en aquel momento sabía con toda certeza que este hombre estaba en directa conexión con el universo.
—Éste es el motivo de mi regreso —continuó—. Quiero entrar otra vez en contacto con todo el mundo y dar a cada uno su lista personal de mandamientos. Ya me entiendes, pautas que funcionen para el individuo, no para la masa.
Colocó sus elegantes y delgadas manos sobre mis hombros y fijó su mirada en la mía.
—Y ahora te ha llegado el turno a ti, Christine. Por eso estoy aquí. Siento mucho que te haya tocado tan tarde, pero estoy seguro de que entiendes el volumen de trabajo que esto implica.
Permanecí allí parada como una estatua, incapaz de responder a lo que estaba oyendo. Incluso empecé a preguntarme si alguien, sin yo darme cuenta, no me habría introducido en la bebida alguna sustancia, que en esos momentos me hacía alucinar.
—Ha llegado la hora, Christine, de que empieces una nueva vida. Soy ese «Dios» que a veces crees que no existe. Soy el «Dios» que piensas que te juzga y te castiga. Pero no me conoces… aunque la culpa básicamente es mía. Tal vez no siempre supe revelar mi presencia, pero debes creerme, Christine: soy el Dios que te vio crecer y caer en la desesperanza. Intenté ayudarte muchas veces, pero en vez de confiar en mí y aceptar mi ayuda, escogiste cabrearte y ponerte a la defensiva. Puedo entenderlo, pero espero que tú a tu vez entiendas que nunca he dejado de quererte ni te he abandonado.
La tierra continuaba detenida y en silencio, como si aguardara educadamente mi respuesta. Pero yo aún no había acabado con todas mis recriminaciones. Hablar no costaba nada:
—Entonces, ¿por qué ahora? ¿Por qué no te presentaste en todas esas ocasiones en que tanto te necesitaba?
¿Por qué apareces precisamente ahora? Ahora que ya ha dejado de importarme todo. Ahora que no estoy en crisis. Ahora que he aprendido a vivir sin ti. —En ese instante me vino a la cabeza un terrible pensamiento ¿Voy a morir quizás?
Su rostro se iluminó de regocijo al contestarme: