Read Dios Vuelve en Una Harley Online
Authors: Joan Brady
—Difícilmente —respondió con una mueca—. Por fin vas a vivir. Voy a brindarte una paz que nunca antes habías conocido. Una paz tan hermosa y gratificante que te hará olvidar todo lo referente a tu vida anterior.
—Pues que tengas suerte —dije con sarcasmo. Advertí que un ceño casi imperceptible se dibujaba por un instante en su dulce rostro. A pesar de mi firme determinación de no preocuparme más por los sentimientos masculinos, no pude soportar verle dolido—. Mira, Joe —empecé de nuevo—, la religión no funciona conmigo. Pasé demasiado tiempo en la escuela parroquial y en la iglesia como para que quede algo de fe en mí.
Sonrió con gesto paciente.
—Conozco tus opiniones acerca de la religión y admito que lo más probable es que la culpa sea mía. Años atrás, me despisté un poco precisamente en ese asunto. Pero la gente también lió bastante el tema. Interpretaron erróneamente casi todo lo que dije y luego incluso libraron guerras para ver quién tenía razón. Se me fue totalmente de las manos —me miró con gran solemnidad—. Es por esto por lo que estoy aquí. Para intentar desenmarañar todo el embrollo.
—Pues te va a costar lo tuyo —contesté. Comprobé que el mundo seguía quieto y que seguramente continuaría así hasta que él acabara de comunicarme lo que había venido a decir. Era realmente impresionante. Nada me distraía de nuestra conversación. No tenía ni idea de cómo lo había hecho pero lo cierto es que era un instrumento de comunicación muy efectivo—. Lo que me intriga es cómo planeas llevar a término todo esto —pregunté conquistada ya del todo por él.
—A escala individual, por supuesto —respondió sin vacilar—. Piensa en ti, por ejemplo. Voy a darte tu lista de mandamientos personalizados que seguir. Mandamientos que cobrarán sentido para ti y que te guiarán a la paz más grande que hayas conocido jamás. Tengo una lista distinta para cada persona. Hay gente que necesita más y otra menos. Todo depende de en qué medida hayan complicado su existencia.
Me alegré al ver que sus ojos recuperaban el entusiasmo de antes.
—¿Cuántos has redactado para mí? —quería enterarme.
—Seis —contestó casi antes de que yo acabara la pregunta.
—Deduzco que no soy tan complicada como pensaba —comenté, intentando restar importancia a todo aquello—. No me digas que los has tallado en dos tablillas de piedra y que yo voy a tener que subir una montaña para conseguirlos…
No captó mi cinismo.
—Oh, no —dijo, completamente en serio—. Será mucho más duro que ascender una montaña. Mira, voy a quedarme una temporada contigo. Ya me entiendes, apareceré en tu vida de tanto en tanto hasta asegurarme de que los has asimilado. Observaré cómo los pones en practica y entonces podré pasar a la siguiente persona. Así es como funciona.
Su rostro era juvenil y adorable; no podía soportar la idea de decepcionarle. Ya no dudaba de su identidad.
Pese a todo mi escepticismo, sólo se me ocurría una persona que pudiera detener las olas del mar, iluminar la luna e inmovilizar a la gente que andaba por el paseo, y no se trataba de alguien de este planeta.
—¿Entonces cuánto tiempo llevas ya en esto? —pregunté—. Me refiero a dar a la gente su propia lista de mandamientos.
—Por lo visto no lo bastante. Se me ha amontonado el trabajo. Pero siempre procuro aprender, mejorar y ser más eficaz en mi cometido.
—¿Serás lo bastante eficaz ahora que ya no tengo que preocuparme de que me hagas caso? —pregunté de corazón.
—Christine, sé que cuesta entenderlo, pero fuiste tú quien te apartaste de mí —aunque el rostro seguía irradiando ternura y amabilidad, sus palabras sonaban firmes—. Baste con decir que nunca te he dejado y nunca lo voy a hacer, pase lo que pase.
Intenté digerirlo mientras me quedaba mirando embobada la motocicleta y las gastadas zapatillas blancas de baloncesto.
—¿Por qué te has acercado a mí en una Harley? –eran tantas las preguntas que quería hacerle.
—Tenía que atraer tu atención —dijo simplemente. —¿Y para qué la camiseta, la cazadora de cuero y semejante cuerpo?
Su sonrisa era amplia.
—Necesitaba una nueva imagen. Hoy en día la gente ya no se identifica con las sandalias y el pelo largo. Al menos, no desde los sesenta.
—Así que —empecé—, quiero asegurarme de que te entiendo correctamente, lo que me estás diciendo es que tú eres Dios, ¿no?
Él comprendía mi cautela. Por lo visto, no era la primera vez que le pasaba. Habló despacio, escogiendo cuidadosamente las palabras para que mi mente suspicaz y mi corazón endurecido las pudieran asimilar:
—Yo soy todo lo que es bueno, favorable y fuerte en el universo. Soy la energía que hace que las semillas se conviertan en flores y que las flores vuelvan sus bellos rostros al sol. Tal vez soy discreto y sutil, pero mi presencia no debe subestimarse. Yo soy tú y tú eres yo. Si quieres llamarme Dios, por mí, de acuerdo. Si te sientes más a gusto utilizando otro nombre, pues vale.
—Decididamente lo de «Dios» no me resulta fácil —me apresuré a contestar—. He pasado mucho tiempo cabreada con él.
—Lo sé.
—Necesito una nueva imagen de él; que no tenga que empezar necesariamente con letras mayúsculas.
—aquí me tienes.
—¿Cómo has hecho eso? Quiero decir, hablar en minúscula.
—Christine, tu mente puede llegar a entender muchas cosas maravillosas. No derroches tu capacidad concentrándote en antiguos resentimientos o pensamientos negativos. Hay mucho bueno ahí fuera que puedes aprender. Confía en mí. Créeme. Tenemos mucho que hacer pero no representará un esfuerzo, te lo prometo.
Será absolutamente maravilloso.
Aún tenía mis reticencias. Aunque mi cerebro ya había claudicado, mi corazón había perdido la capacidad de confiar en algo con tanta rapidez. Lo habían decepcionado, partido en pedazos y pisoteado en demasiadas ocasiones como para creer ciegamente en nadie. Ni siquiera en alguien que afirmaba ser, y lo cierto era que lo parecía, un Ser Místico. Seguía sin poder usar la palabra Dios». De todos los hombres que me habían fallado en la vida, Dios había sido el más culpable. La mayor decepción. Ni una sola vez había sentido que estaba de mi parte. No, aunque este tipo fuera Dios, seguía cabreada con él. Tenía que seguir con mis chistes estúpidos y desdeñosos, tan sólo para que mi corazón tuviera tiempo de ponerse a la altura de mi cerebro.
—Bien, he conocido muchos tipos que se creen Dios pero tú eres el primero que casi me convence —repliqué con una sonrisa de presunción y con treinta y siete años de sarcasmo rezumando por mi voz.
Era demasiado inteligente y sincero como para reírse de algo que no tenía gracia. Sus ojos brillaban a la luz de la luna estival con un tono marrón claro, y todo lo que se reflejaba en ellos era hermoso.
—Procura no estar tan asustada, Christine. E intenta no ser tan corrosiva. Ten confianza en ti misma. Déjate ir.
Hay una vida maravillosa ahí fuera esperando a que la disfrutes. Despréndete de toda esa rabia y permíteme mostrarte el camino.
—¿Cómo sé que en esta ocasión puedo confiar en ti? —pregunté con timidez.
Apoyó un dedo largo y grácil sobre mis labios y dijo: —Shhhhh. ¿Oyes eso?
No oía nada y se lo dije.
—Es el sonido de algunos muros que se vienen abajo. Los muros que has levantado alrededor de tu corazón.
¿Los oyes ahora? Ya has empezado a confiar un poco en mí y los muros se están derrumbando.
—No, no oigo nada —contesté con obstinación.
—Da igual —dijo sin darle trascendencia—. Mientras yo oiga que se están desmoronando, no importa si tú no eres capaz de hacerlo. Por cierto —añadió—, éste es el primero de tus mandamientos personales. «No levantes muros: aprende a traspasarlos.»
—No lo entiendo —dije—. ¿Cómo va a ayudarme eso a reencauzar mi vida?
—Dímelo tú —me sonrió con expresión paciente.
Vaya, ahora iba a hacerme sudar.
—Bien, supongo que quizás he levantado algunos muros bastante sólidos a lo largo de los años —respondí pensativa—. Ya sabes, muros que te han dejado fuera a ti.
Muros que me impiden creer en ti, aunque estés aquí mismo, delante de mí. Y también he utilizado esos muros para mantener a raya a otra mucha gente.
Joe hizo un gesto de asentimiento pero no dijo nada.
Supuse que aquello significaba que aún quería oír más.
—Y me gustan mis muros —insistí—. Me han protegido.
También han impedido que me hicieran daño.
—Y también han mantenido mucho miedo encerrado dentro —añadió—. Es por eso por lo que son tan peligrosos. Te impiden ver lo que es real.
—Vale —admití—, pero ¿qué es todo eso de traspasarlos? ¿Estás diciendo que tengo que derrumbar esos muros a los que tantos años he dedicado, hasta construirlos a la perfección?
—No —dijo—. Eso sería demasiado trabajoso. Es más sencillo saltar por encima de ellos. Ya sabes, funcionar a pesar de ellos. Es simple: ignóralos. No es tan duro como piensas. La parte difícil es aprender a no construir más. Concéntrate en superarlos por muy aterrador que a veces te resulte.
Estaba confundida. No tenía ni idea de por dónde empezar. Mis muros me habían servido de mucho y no estaba segura de querer desprenderme de ellos.
—Sé que no es fácil —susurró—, pero es la única posibilidad que tienes si quieres que tu vida cobre algún sentido.
Allí estaba, hipnotizada por este hombre que me prometía mostrarme el camino hacia la felicidad. Deseaba con desesperación creer en él pero no quería volver a sufrir un desengaño.
—Esta vez no voy a decepcionarte, Christine —susurró. Sus palabras se vertían sobre mi corazón como agua caliente sobre un bloque de hielo y provocaban pequeños riachuelos de esperanza que manaban por mis ojos.
—De acuerdo —lloriqueé—. Me rindo.
Los brazos fuertes y tiernos de Joe me mecieron contra su pecho musculoso y provocaron en mí una sensación casi primitiva de estar protegida del mundo. Lo único que oía eran sus latidos rítmicos y lentos con mi oído apoyado cerca de su corazón. Al principio mi mente de enfermera lo evaluó como el ritmo sinusal normal pero, cuanto más lo escuchaba, más sonaba como las olas que volvían a formarse una y otra vez para morir en la orilla. Joe me sonrió y de repente no quise más respuestas, pese a tener un millón de preguntas.
Una nube de serenidad y paz se había posado sobre mí y no quería que nada la perturbara.
—Siempre me ha asustado tanto la posibilidad de que no existieras —admití entre lágrimas.
—Eso es porque yo te daba miedo y lo más cómo era no creer.
—Pero no paraban de suceder cosas dolorosas en mi vida y siempre me sentía abandonada por ti —repliqué Parecía lo más lógico culparte de todo lo que salía mal.
Acarició mi pelo y alzó la vista al cielo de la noche.
—Haz un esfuerzo por comprender que cuando me culpas de las cosas, en realidad te estás culpando a ti misma. Recuerda, yo soy tú y tú eres yo. Estamos conectados para siempre y nunca te voy a abandonar, por mucho que intentes desterrarme de tu vida.
Dejó de rodearme con los brazos y cogió mi cara entre aquellas delicadas manos para obligarme a mirar dentro de sus insondables ojos castaños. Me quedé maravillada de lo que allí descubrí. Era mi propio reflejo que su vez tenía la vista clavada en mí. Y me veía hermosa, de una manera que ninguna revista de moda podría captar. Mi rostro exhibía la misma mirada serena que antes había advertido en Joe. Las tenues arrugas de viejas heridas y desengaños pasados se habían borrado y algo indefinible y hermoso emanaba de mis ojos.
Me que sin habla y él soltó una risa ahogada al comprobar mi asombro.
—Te acostumbrarás a ello —sonrió—. Se llama paz.
—Luego, cambiando de tema, añadió—: Hay una cosa más que he olvidado mencionar.
Aguardé sin saber qué era lo que estaba esperando.
—No debes comentar esto con nadie. Eso es muy importante.
—Pero creía que un tipo como tú, quiero decir, bueno, si de verdad eres Dios, bueno, pensaba que te gustaría que propagara tu palabra, para entendernos.
—Ya no. No puede decirse que eso funcionara demasiado bien la última vez. Fue como ese juego en el que alguien le transmite un mensaje al oído a la persona que tiene a su lado y para cuando llega a la última persona del círculo, el mensaje está completamente distorsionado. Pues bien, si hacemos eso a mayor escala cunde el caos, y a veces incluso se provocan guerras.
—Nunca lo había pensado —dije mientras oía cómo se reanudaba el movimiento sobre el paseo. Las olas del océano rodaban de nuevo y todo parecía volver a la normalidad. Vislumbré a lo lejos una moto de los vigilantes de la playa que se acercaba hacia nosotros y mencioné a Joe que quizá querría sacar su moto de la arena antes de ganarse una multa. Se limitó a reír, aunque yo no entendía por qué. Naturalmente, había un montón de cosas que yo no comprendía pero tenía la sensación de que estaba a punto de aprender muchísimo.
—¿Volveré a verte? —pregunté sin asomo de timidez.
Su rostro se iluminó con una sonrisa sincera.
—¿Lo ves? ¡Acabas de hacerlo!
¿Hacer el qué?
—Traspasar tu primer muro, sin tan siquiera darte cuenta. Has preguntado si volverías a verme. Sé que en circunstancias normales no harías eso con ningún hombre, aunque te estuvieras muriendo de ganas. Son muros como ésos lo que te han estado matando lentamente.
Tenía razón, cómo no, y comprobé encantada lo fácil que había sido traspasar el primer muro. Podía hacerlo, estaba segura.
—Entonces hay esperanza para mí —dije medio en broma.
—Siempre la ha habido —respondió él en serio. —Mejor que me ponga en marcha —dije yo—. Se está haciendo tarde y tengo muchas cosas en que pensar. —Te llamaré.
Se despidió mientras yo me volvía en dirección al paseo y el patrullero de la playa se aproximaba. Hasta que me hallé a salvo en el interior de mi coche, conduciendo hacia casa, no caí en la cuenta de que Joe no me había pedido el número de teléfono. Pero había dicho que iba a llamarme y necesitaba creer en él.
—Eso es lo que dicen todos —murmuró una vocecilla dentro de mi cabeza.
Transcurrieron dos semanas sin tener noticias de Joe. Me encontré rondando cerca del teléfono, a la espera de que sonara, y me rebelaba ante mí misma por tener un comportamiento tan adolescente. Aquella noche en la playa me había quedado totalmente prendada de él y, por más que lo intentaba, no podía sacármelo de la cabeza. Traté de convencerme de que estaba atravesando una de mis fases marujas y era por eso por lo que pasaba tanto tiempo en mi apartamento, limpiando y reordenando muebles. Sabía de sobra cuál era la verdadera razón de que pasara tanto tiempo en casa, sólo que no quería admitirlo. Pese a que disponía de un contestador automático probadamente eficaz, quería estar disponible en todo momento para ver a Joe otra vez, si es que se decidía a llamar.