Dios Vuelve en Una Harley (10 page)

BOOK: Dios Vuelve en Una Harley
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¿Algunos? ¿Cuántos? ¿Dónde puedo encontrar a uno? —de repente estaba emocionada. Tenía que encontrar a uno. El tiempo iba corriendo.

—Para el carro —Joe soltó una risita—. Tengo que admitir que hay más mujeres que hombres que entienden el concepto del verdadero amor. Las mujeres son más perceptivas en ese aspecto. Pero también existen algunos hombres que lo comprenden.

—¿Y quiénes son? —pregunté con entusiasmo.

Joe meneó la cabeza divertido. Volvió a colocarse el plato delante y empezó a devorar la hamburguesa ya fría. Comerme mi bocata frío era lo último que me apetecía, pero había aprendido que no había que azuzar a Joe cuando estaba a punto de enseñarme algo.

—Están en todas partes —respondió por fin.

—¿Podrías ser más concreto? —rogué—. ¿Hay alguno en este restaurante ahora mismo? —me moría de curiosidad y empecé a inspeccionar a los clientes que formaban la pequeña y despreocupada comunidad playera.

—Pues… —respondió sin levantar la vista de su hamburguesa.

—Y bien, ¿quién es?, ¿cómo le abordo? —estaba impaciente por recuperar el tiempo perdido.

Joe se limpió con delicadeza las comisuras de su boca bien perfilada con la punta de la servilleta, mientras yo me subía por las paredes de impaciencia.

—No tienes que abordarle —respondió finalmente—. Es más complicado que eso.

—Pues entonces, ¿cómo puedo conocerle?

—Atrayéndole. Es mucho más efectivo que abordarle.

—Pero me hiciste tirar mi ropa más seductora —gimoteé. Odio mis gemidos.

—Ésa no es la manera —sonrió con presunción mientras continuaba comiendo aquella maldita hamburguesa—.

Tu ego se está interponiendo otra vez.

Demonios. Tenía razón, como siempre. ¿Es que no iba a aprender nunca?

—Está bien. Si no puedo estimular sus hormonas, ¿a qué recurro para que se fije en mí?

Antes de que acabara de formular la pregunta comprendí la respuesta, pero Joe se adelantó.

—Tienes que actuar de corazón —dijo—. Sé tú misma, sin más. Utiliza tu verdadera personalidad. Empieza por las cosas con las que de verdad disfrutas, hazlas cada día, varias veces al día si te apetece. Ponte la ropa con la que te sientes más a gusto, sé más tú misma. Escucha la clase de música que de verdad te conmueve.

Confía en que tu cuerpo te diga qué comer en vez de seguir una dieta demencial. Finalmente, un hombre de espíritu comprensivo captará todas las vibraciones que emanan de tu espíritu rebosante y ¡BAM!… ahí lo tendrás, no se sabe cómo, en la puerta de tu casa. Es así de simple.

—Pero y él, ¿cómo me encuentra? —no podía dejarlo todo al azar.

—Eso lo tiene que discurrir él. No te hace falta dedicar tu tiempo a aprender lo que necesitan otras especies para sobrevivir. Limítate a concentrarte en tu propia supervi vencia y el resto encontrará el lugar que le corresponde. —Captó mi mirada titubeante y añadió—: Te lo prometo.

Aquella noche, cuando por fin me deslicé entre las sábanas, todo lo que Joe me había enseñado daba vueltas en mi cabeza. No quería olvidar ni el más mínimo detalle de nuestra lección del día, así que decidí poner por escrito en mi diario la esencia de nuestra conversación. No quería confiar a mi memoria algo tan importante.

Salté de la cama y me senté ante la mesa, encajada en un rincón de mi reducido dormitorio. Mientras el océano entonaba su arrullo consolador desde el otro lado de la ventana y la luna vertía un resplandor iridiscente sobre el papel, escribí:

RENUNCIA AL EGO. MUÉSTRATE TAL Y COMO ERES. Y NO PIERDAS DE VISTA LO QUE SUCEDE.

7

En los días siguientes sucedió una cosa curiosa. Observé que empezaba a disfrutar con mi trabajo. Incluso me descubrí sonriendo de tanto en tanto, algo que me desconcertó a mí más que a nadie. En el pasado, mi profesión había constituido un estímulo unas veces y otras un gran incentivo, pero por lo que recordaba nunca había disfrutado con ella. Creía que la diversión estaba reñida con el deber. Pero desde el momento en que reduje mi jornada laboral (por no hablar de mis ingresos) no me sentía tan consumida por el trabajo como antes. Mi profesión se había convertido en una parcela más de mi nueva y cada vez más interesante vida. O quizás era yo la que me iba volviendo más interesante.

Aprender a renunciar al amor propio en mi vida cotidiana resultó ser la lección más importante. No sabía muy bien cómo, pero me había quitado la venda y el mundo que me rodeaba se convirtió en un lugar fascinante.

Había dejado de considerar mi aspecto físico o mi imagen como el centro del universo. En su lugar, empecé a sentir curiosidad por lo que encontraba la gente que inspeccionaba la playa con detectores de metal. Examinaba las capturas de los pescadores y reparé en el modo en que las gaviotas abren almejas para dejarlas caer más tarde sobre las rocas. En lugar de leer revistas para mujeres con interminables artículos sobre cómo estar bella y sexy, leía diarios y me interesaba por los acontecimientos mundiales. Me sentía bella y sexy simplemente por el hecho de existir. Y lo más sorprendente de todo: era capaz de pasar por delante de un espejo sin necesidad de comprobar que iba bien arreglada. No necesitaba hacerme más reproches. Estaba demasiado ocupada buscando maneras de disfrutar.

Uno de mis últimos descubrimientos fue la música de saxofón de un músico local llamado Jim Ma Guire. Oí por casualidad su último CD, no demasiado conocido, mientras curioseaba en una tienda de música del paseo marítimo durante mi abundante y recién adquirido tiempo libre. Mi intención era comprar algo de rock suave, al estilo Kenny Loggins o Carly Simon, pero las notas arrebatadoras de aquel saxofón viajaron por el aire a través de los altavoces y me hipnotizaron. Algo de aquella música me llegó hasta el fondo del corazón y lo derritió. Me entraron deseos de bailar y fluir como un arroyo escondido en la montaña.

Estoy segura de que cuando le pregunté a la joven dependienta dónde podía encontrar aquel CD que estaba sonando, me clasificó al instante como una vieja carroza o una chiflada. No me importaba lo más mínimo. Ese tipo de cosas habían dejado de molestarme desde que había aprendido a dejar a un lado mi ego. No me preocupaba cómo me clasificaban los demás, y aquélla era una sensación maravillosa. Me moría de ganas por regresar a casa para poder estar a mis anchas y bailar en privado al ritmo de la música. Ni siquiera me importaba si la canción que había oído era la única que valía la pena de todo el CD.

De camino a casa, me detuve en la tienda de comestibles al recordar que mi frigorífico estaba prácticamente vacío. Me divertía constatar lo poco meticulosa que me había vuelto últimamente. En los viejos tiempos, antes de que Joe reavivara mi existencia, trabajaba cuarenta horas a la semana y había asignado la tarde del lunes para hacer la compra y la del jueves para poner la lavadora. Jamás hubiera permitido que el frigorífico se quedara vacío o que la ropa sucia se acumulara, pero ese tipo de cosas habían sido relegadas a un segundo plano. Pasaba menos tiempo en el hospital o dedicada a las tareas domésticas y ocupaba las horas en descubrir el mundo que me rodeaba. A veces, me quedaba pasmada al darme cuenta de que me había olvidado de comer, algo que antes ni siquiera hubiera soñado.

Cerré la puerta de una patada cuando entré en mi pequeña casa de la playa con los brazos llenos de bolsas de comida. Primero de todo, saqué el compact de Jim Ma Guire y me apresuré a ponerlo, antes incluso de guardar el yogur helado. Estaba claro que sabía cuáles eran mis prioridades. Me deslicé suavemente sobre las puntas de los pies siguiendo el compás de aquella melodía relajante, mientras cogía una ensalada variada ya preparada que había comprado. Nunca antes había sido una entusiasta de las verduras pero, por algún motivo, se me estaban despertando todo tipo de extraños apetitos. En circunstancias normales, me preparaba ensaladas sólo cuando había decidido castigarme por sobrepasar en algunos kilos mi peso ideal, pero en aquel instante me apetecía de verdad una ensalada. Nunca antes me había sucedido pero, por cómo me quedaban mis pantalones de deporte Racer Red, daba la impresión de que había perdido algún kilito sin ni siquiera darme cuenta. Y eso sí que resultaba insólito en mí.

Encendí dos velas con aroma a vainilla que había comprado en la tienda y me serví una copa de Chardonnay, que no llegué a beber. Cerré los ojos, entrelacé ambos brazos alrededor de mi cuerpo y me embebí de la música de Jim Ma Guire en lugar del vino. Me mecí a discreción al principio, meneándome y bailando al ritmo de la melodía que afluía como el sol de verano a las cavernas sombrías de mi corazón.

Estaba completamente entregada al placer de mi propia compañía y, cuando Jim Ma Guire llevó su instrumento hasta una aguda nota casi imposible, pasé formando remolinos junto al sofá cama… y fui a parar a un par de brazos bronceados y musculosos.

—Joe —murmuré, con los ojos aún cerrados, en absoluto sorprendida de encontrármelo bailando conmigo en la sala. No entendía cómo podía saber que era él sin verlo, pero eso era lo que menos importaba en aquel instante.

No dijo nada. Simplemente me atrajo hacia él sin perder el compás y colocó su barbilla firme sobre mi cabeza. Mi oído estaba otra vez apoyado en su pecho musculoso, como la primera vez que lo conocí y, una vez más, oí las olas del mar en vez del latido del corazón. Observé a hurtadillas los brazos robustos y varoniles que me sostenían y experimenté una arrolladora sensación de bienestar, como si estuviera protegida de cualquier peligro posible.

Me apretó aún más contra él hasta que fuimos una sola persona. Mis pies eran sus pies. Nos dejamos arrastrar lánguidamente y en perfecta sincronía con la dulce tonada de Jim Ma Guire que se desvanecía. No tenía ni idea de cómo adivinaba en cada momento qué pasos dar pero ya sabía por experiencia que era mejor no hacer preguntas. Cuando Joe estaba cerca, cualquier cosa era posible.

—Todo es posible en todo momento —murmuró Joe en mi oído con un susurro aterciopelado— y en ningún momento dejo de estar a tu lado. Sólo que a veces no eres consciente de mi compañía.

No hacía falta que le contestara. De hecho, no hacía falta nada. Me permití fundirme en él y formar una sola cosa con este… este… Ser. Nos deslizamos siguiendo la música y, cuando las últimas e inolvidables notas de saxo quedaron suspendidas en el aire para luego alejarse flotando al finalizar la pieza, mi corazón rebosaba emoción. Sabía que esto iba en contra de las normas pero estaba enamorada de este hombre. Desesperada e irremediablemente enamorada de él.

Joe me guió sin hablar hasta mi sofá afelpado de color crema y nos hundimos en su blando abrazo, con mi cabeza aún apoyada en su hombro fuerte y protector. A mis ojos afloraron las lágrimas, que se derramaron desenfrenadas por mi rostro. Eran lágrimas de una emoción inexpresable; pero no eran tristes, eran lágrimas de dicha. Me apresuré a hundir el rostro en su pecho, turbada por mi falta de dominio y avergonzada de mis emociones incontrolables.

—Lo siento —era todo lo que podía ofrecer como explicación después de aquella reacción infantil.

Unos dedos gráciles acariciaron y exploraron mi cabello y un tierno beso se abrió paso entre mis bucles.

—Nunca te disculpes por ser tal y como eres. Por mostrar lo que de verdad sientes —dijo con el rostro escondido en mi pelo, y sentí el calor de su aliento en el cuero cabelludo.

Santo cielo, ¿cómo había sucedido esto? ¿Cómo podía estar enamorándome de Dios? Debía de ir en contra de algún precepto básico. Pero era asunto mío. Probablemente tendría que hacer frente a un período de tiempo considerable en el infierno por ello, pero no importaba. ¿Cómo era posible que un amor así fuera algo malo?

Me separé un poco y dejé ver mi rostro surcado por las lágrimas:

—Te quiero, Joe —dije en un susurro—. Y eso va en contra de todas las leyes que habíamos acordado —admití llena de congoja.

Joe me estudió en silencio durante un largo momento y luego aquellos insondables ojos castaños se iluminaron con un brillo divertido antes de decirme con perfecto acento de «Chersy»:

—Claro, ¿y qué?

Me quedé atónita. Había esperado un sermón y en su lugar encontraba luz verde para seguir adelante.

Empecé a decir algo pero Joe se apresuró a colocar su dedo sobre la pequeña cavidad encima de mi labio para que callara.

—Christine —pronunció con dulzura y ojos brillantes—. ¿No te das cuenta? Es perfectamente lógico que me quieras. Es tu interpretación de ese sentimiento la que está errada. Pero el sentimiento en sí lleva la dirección prevista.

Me quedé mirándole sin expresión. Como era habitual, estaba fuera de juego.

—Creo que tal vez tendrías que ponerme en una clase para alumnos atrasados —dije, exasperada por mi incapacidad para entender las cosas que Joe intentaba enseñarme con tanta paciencia.

La risa de Joe sonó tan fluida como la música de saxofón de fondo.

—Eres tremendamente dura contigo misma, ¿no crees?

—Pero no lo capto, Joe —protesté—. Pensaba que habíamos acordado que no me correspondía albergar ninguna esperanza de ese tipo respecto a ti. Y ahora voy y lo echo todo a perder al permitirme ese amor loco por ti.

Tomó mi rostro entre aquellas manos grandes y delicadas, y con esa insondable mirada caoba suya atrajo mis ojos como si de imanes se tratara. Pensé que quizá por una vez era yo quien oía sus pensamientos pues no veía que sus labios se movieran, en cambio oía su voz tan clara como el graznido de una gaviota cuando el aire sopla en la dirección adecuada.

—No van por ahí los tiros, Christine. Lo que sientes por mí es auténtico. Muy auténtico. Pero le das una designación errónea.

—¿Cuál?

—Amor romántico.

—¿Y qué es en realidad?

—Es amor genuino. Amor en su forma más pura. Esa clase de amor que tan sólo quiere expresarse, que no pide nada a cambio. La clase de amor que has estado buscando a lo largo de toda tu vida.

Tenía razón, cómo no. ¿Es que nunca se equivocaba? Era exactamente el tipo de amor que me había descrito aquel día, mientras comíamos. Ahora me estaba ofreciendo un ejemplo. Estaba claro que no era ningún delito querer a Joe de esa manera. No pedía nada a cambio, aparte de la oportunidad de expresar los sentimientos que él descubría y provocaba en mí. No pasaba nada por amarle de esa forma. De hecho, era lo más natural del mundo si te parabas a pensarlo. Al fin y al cabo, él era yo y yo era él. Nuestras almas estaban entrelazadas y el resultado lógico de esa especial conexión que nos unía era esa clase de amor altruista.

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