Dios en una harley: el regreso (3 page)

BOOK: Dios en una harley: el regreso
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Aunque, quizá, fuera que nunca había mirado bien.

Con esos pensamientos, escudriñé mi entorno y, aunque sea duro, tengo que admitir que hasta me sentía inadecuada en un ambiente como aquél. Localicé a una mujer exageradamente obesa que tomaba una barra de chocolate tamaño familiar de la estantería de dulces y la escondía rápidamente entre los artículos «sanos» del carro cuando vio que la miraba, como si yo tuviera derecho a decir algo sobre la adicción a los dulces.

Seguí avanzando y vi a una pareja de jóvenes tatuados y de aspecto descuidado al final del pasillo del pan.

Ajenos a la mujer mayor que escogía entre las barras de pan, justo a su lado, los jóvenes se abrazaban y actuaban como si estuvieran en un parque oscuro y romántico.

Pensé que las magdalenas de mi lista podían esperar.

Decididamente, hay algo en aquellas horas de la madrugada que aporta un elemento ecléctico al supermercado. Los clientes suelen ser de los que se mueven a contracorriente de la sociedad. A veces juego a adivinar las enfermedades latentes que plagan las diversas vidas de estos compradores nocturnos: esquizofrenia, alcoholemia, drogadicción, soledad, diabetes, depresión y cosas así. Parece que nunca dejo de ser enfermera. Me gustaría parar de hacer eso, pero la fuerza de la costumbre me impide resistir la imperiosa necesidad de evaluar y tratar los problemas de todo el mundo (excepto los míos, claro).

Como colofón vi a dos chicas en minifalda y con botas de piel examinando el pasillo de «productos femeninos». Se veía de una hora lejos que iban colocadas, pero aquella vez me sorprendió una repentina sensación de envidia. «Qué bonito debe de ser evadirse y escapar de las realidades de la vida», pensé. Sin embargo, casi a la vez, Christine Moore Ma Guire, enfermera y madre de dos hijos, emergió del rincón más profundo y disciplinado de mi mente para hacerme entrar en razón y me obligó a continuar mi excursión por los pasillos.

Aparte de la absurdidad de la hora y las excentricidades de la clientela, el único problema real de hacer la compra de noche es que no tienes acceso a ciertos productos. El establecimiento aprovecha la tranquilidad para rellenar las estanterías y suele cerrar grandes áreas para ello. Eso obliga a clientes atrevidos y a veces desesperados como yo a escurrirse entre conos y superar varias barricadas para alcanzar los productos que necesitan.

Me tranquilizó ver que la sección de «ayudas a la digestión» todavía estaba abierta, aunque había un montón de cajas de cartón apiladas delante de los productos. Entré con el carro y comencé a buscar un antiácido. No era para mí, sino para la perra. Sí, para la perra. Tiene problemas intestinales, y, aunque la medicina es cara y yo soy la única que se acuerda de dársela, he aprendido de la peor manera que no puedo olvidar administrarle su dosis.

Eso me recordó que necesitaba quitamanchas para las moquetas.

Me saqué el omnipresente lápiz de detrás de la oreja y añadí «quitamanchas» a la lista. Entonces me ocurrió algo curioso. Tuve la sensación inequívoca de que había alguien detrás de mí. Me volví, pero no vi a nadie. Me encogí de hombros, agarré la botella de antiácido y la metí en el carro. De nuevo, se produjo la extraña sensación de que alguien invadía mi espacio y, esta vez, llegué a pensar que había oído pasos, pero cuando me volví, el pasillo estaba desierto por completo.

Me pareció muy raro, porque Jim siempre me decía que era la persona menos observadora que conocía, y debo admitir que seguramente tiene razón. Normalmente, estoy tan concentrada en lo que estoy haciendo que adquiero una especie de visión de túnel. Una vez, Jim llegó a casa con un ojo morado como consecuencia de una pelea que había comenzado mientras él tocaba con su banda. A la mañana siguiente, pasaron tres horas antes de que reparara en el morado que tenía debajo del ojo derecho.

¿Era posible entonces que notara algo que no estaba allí? No tenía sentido. Entonces se me ocurrió una terrible idea. En una reciente sesión de seguridad personal que nos habían dado en el hospital, un detective de Bradley Beach nos instruyó sobre las agresiones sexuales y nos explicó que las enfermeras a menudo son blanco de ese tipo de delitos. Dijo que nuestra tendencia a ayudar y educar solía hacernos vulnerables a esa clase de ataques. Me planteé si estaba enviando algún tipo de «onda de enfermera» hacia cualquier chalado que pudiera estar al acecho en aquellos pasillos desiertos. O eso, o estaba más cerca de la locura de lo que pensaba.

No tenía tiempo para ataques de nervios, así que volví a examinar las estanterías. Me acordé de que la oreja izquierda de la perra volvía a oler raro y pensé que, sin ninguna duda, sería otra infección de hongos. Me imaginé otra visita al veterinario, que simplemente no me podía permitir, y traté de dar con un remedio casero eficaz. De repente, vi un tubo de crema vaginal fungicida en el siguiente estante. Convencida de que un hongo es un hongo, estaba a punto de dejar caer el tubo en el carro cuando un golpe seco al final del pasillo me heló la sangre y me paralizó momentáneamente.

Cuando me atreví a mirar, vi a un anciano tendido en el suelo, cerca de la caja, con los brazos y las piernas extendidos. Un pequeño grupo de espectadores atónitos se había congregado alrededor del hombre, que permanecía inmóvil y sin dar señales de vida sobre el suelo de linóleo recién fregado. Casi con una curiosidad morbosa, los espectadores observaban su rostro cetrino como si esperaran algún tipo de recuperación espontánea y milagrosa. Entonces una mujer frágil y presa del pánico se dejó caer de rodillas al lado del hombre. Le tomó una de las manos abotargadas entre las suyas y comenzó a alternar gritos al hombre para que se levantara y al grupo de gente para que alguien la ayudara.

—Soy enfermera —me oí anunciar, mientras me abría paso entre el grupo de mirones. Me arrodillé al lado de la mujer histérica, que ya estaba inclinada sobre el cuerpo del hombre—. ¿Cómo se llama? —pregunté, poniéndole los dedos en el cuello para encontrar el pulso carótido.

—Harry —espetó la mujercilla arrugada, apartándose de él—. Es mi Harry.

Agarré al viejo Harry por los hombros y lo sacudí con fuerza.

—¡Harry! ¡Harry! ¿Está bien? —grité, tal como indican los libros de primeros auxilios y, por primera vez en la vida, no me sentí ridicula. Aquello no era una sesión de prácticas con un maniquí de plástico llamado «Annie»; aquello era real.

Harry no respondió y su pulso tampoco. Puse la oreja cerca de la nariz y la boca, y observé si el pecho mostraba algún signo de respiración. Nada.

—Bien. ¡Que alguien llame a una ambulancia! —grité a varios pares de zapatos que ocupaban mi campo de visión. Sabía que tenía que insuflarle dos bocanadas rápidas de aire antes de comenzar las compresiones en el pecho, pero cuando miré los labios azules y sin vida, con saliva emergiendo de ellos, vacilé.

Por alguna estúpida razón, distinguí unas zapatillas blancas de deporte de la marca Nike entre todas las sandalias y zuecos que me rodeaban. Señalé las Nike blancas con una mano, mientras le desabrochaba el cuello de la camisa a Harry con la otra.

—Tú. ¡Tráeme una gasa! —le pedí, sin dignarme a mirarlo a la cara—. Están en el pasillo dieciséis. ¡Rápido!

Las zapatillas no se movieron. —No creo que tenga que preocuparse por un poco de saliva —dijo con calma el propietario de las Nike—. Conozco a ese hombre y no padece ninguna enfermedad contagiosa.

¡No podía creer lo que estaba oyendo! Hubiera querido hacer trizas a ese tipo con algún comentario sarcástico, pero mi máxima prioridad en aquel momento era hacerme cargo del viejo Harry. Los comentarios irónicos tendrían que esperar.

Alguien me tendió un pañuelo limpio y perfectamente doblado, que yo coloqué sobre los labios de Harry, y procedí a la reanimación boca a boca. La ambulancia llegó en cuestión de minutos y se hizo cargo de la situación. Antes de que me diera cuenta, le habían devuelto la respiración y un color rosado bastante aceptable. El gentío se dispersó en cuanto trasladaron a Harry al hospital, con su diminuta mujer todavía aterrorizada agarrándole la mano.

La conmoción se había acabado tan rápido como había empezado y, a mí, lo único que me preocupaba era pagar la compra para poder volver a casa a tiempo de preparar el desayuno a mis hijos y llegar al trabajo a mi hora. Como veterana que soy, me deshice conscientemente de mis emociones ante la situación y no volví a pensar en lo que acababa de suceder.

Recuperé mi carro, que estaba en medio del pasillo donde lo había dejado, y me dirigí hacia la caja. Intenté comportarme con naturalidad, como si enfrentarme a la muerte fuese algo ordinario, cosa que en mi caso era cierta. Me puse en la cola detrás de una atractiva joven con el pelo largo y sedoso. La parte de arriba de un biquini le resaltaba con gracia sus pechos morenos y bien formados. Por lo que parecía, había salido a primera hora de la mañana para comprar una revista, un ramo de flores frescas y medio litro de helado, lujos que yo ya no me permitía.

Me fascinó el efecto que su presencia produjo en el cajero y en el muchacho que empaquetaba la compra.

Ambos comenzaron a desvivirse por hablar con ella, mientras el resto de los clientes, menos agraciados, esperábamos nuestro turno. El chico que empaquetaba introdujo los artículos de la joven en una bolsa de plástico con sumo cuidado y luego se ofreció para llevarle la bolsa al coche. Ella le concedió el privilegio gentilmente.

Avancé en la cola y comencé a vaciar el contenido de mi carro en la caja. Como era de esperar, mi compra, mucho más cuantiosa y voluminosa, fue empaquetada en bolsas con impresionante diligencia. Aparentemente, salvarle la vida a alguien no contaba tanto como ser joven y guapa. «Qué poder tienen las mujeres jóvenes», pensé. Lo malo es que la mayoría de ellas no se da cuenta hasta que es demasiado tarde.

De repente, deseé tener otra oportunidad de ser joven. Quería volver a ser Christine Moore, una chica que quizá no fuera despampanante, pero que era feliz, vital y llena de energía.

La echaba de menos.

Mis pensamientos fueron interrumpidos por la oferta desganada del cajero de llevarme las bolsas al coche.

En un ataque de independencia y dignidad, decliné la oferta. Y el chico que empaquetaba pareció bastante aliviado.

Esta vez, cuando las puertas automáticas se abrieron, descubrieron un cielo cubierto con un manto malva. El amanecer era húmedo y caluroso, y el sol todavía no había salido, pero los que hacían footing sí. Vi a unos cuantos que atravesaban el aparcamiento, corriendo con la gracia propia de los atletas entrenados, perturbando la quietud del aire con su pesada respiración.

Me tomé un momento antes de sumergirme en la paz y la tranquilidad del encanto del amanecer. Intenté capturar la calma que me rodeaba para poder recurrir a ella más tarde, cuando me viera obligada a cambiar de marcha y avanzar a toda máquina por el caos de la febril unidad de ortopedia durante el turno de día.

De nuevo me invadió aquella sensación tan curiosa.

Escudriñé el aparcamiento a fondo antes de aventurarme a seguir adelante, pero como en las otras ocasiones, no vi nada extraño. Desconcertada, empujé el carrito de la compra hacia mi Toyota y lo apoyé con cuidado en el parachoques trasero, culpándome por ser tan paranoica. Abrí el maletero y, con una apremiante sensación, comencé a cargar las bolsas en el interior lo más rápido posible.

No sé cómo, la última bolsa me resbaló de las manos y todo su contenido se esparció por el suelo. Seis yogures comenzaron a rodar en diferentes direcciones y yo me agaché para recoger los dos que se metían debajo del coche. Rocé el asfalto con los dedos al atrapar los dos yogures renegados y, de repente, lo que vi detrás de ellos me paró el corazón.

Unas zapatillas Nike completamente blancas permanecían firmemente plantadas a unos centímetros de mis manos y me oí emitir un pequeño grito de susto. No cabía ninguna duda de que las zapatillas iban unidas a la misma persona que se había negado a darme las gasas unos minutos antes.

El corazón me martilleaba el pecho, mientras levantaba la vista por los vaqueros, el cinturón de piel y la camiseta blanca hasta posarla en un par de ojos marrones, oscuros y profundos, que me parecieron magníficos y familiares.

Erguí los hombros y lo miré de frente a la luz del alba. Ninguno de los dos intentó moverse. Entonces, plácidamente, él extendió su enorme y bonita mano hacia mí, mientras se fijaba en mi expresión de sorpresa.

La curva de sus labios se expandió en una amable sonrisa, pero no dijo nada.

—Joe —susurré con voz ronca—. ¿Dónde demonios te habías metido?

TRES

Quizá sea mejor que me explique. Nunca he hablado con nadie de esto, pero creo que ya va siendo hora.

Podría decirse que Joe es, bueno, un ser más evolucionado que el resto de nosotros. Lo conocí hará poco más de diez años, cuando descubrí que el novio con el que había estado tres años y durante los cuales nunca pareció querer comprometerse, el doctor Michael Stein, se había casado con otra poco después de haber roto conmigo. Yo no lo sabía porque me había largado inmediatamente a la Costa Oeste para sanar mis heridas y tratar de empezar de nuevo. Dejé muy claro a mis amigos y a mi familia que no quería volver a oír el nombre de Michael ni saber nada de él nunca más. Unos años después, cuando ya pensaba que lo había superado por completo, volví a Nueva Jersey, y en la cafetería del hospital tropecé con una versión de él más atractiva, con más éxito y mucho más aposentada. Aquella noche perdí la cabeza imaginando un reencuentro romántico antes de fijarme en el anillo de matrimonio en su mano izquierda. El mazazo definitivo fue descubrir que su esposa había sido una colega mía a la que jamás tuve especial cariño.

El resumen de la historia es que, cuando acabé mi turno aquella noche, bajé a la playa a llorar y me encontré con un hombre guapísimo, montado en una Harley-Davidson. Era Joe. Ah, y otra cosa: Joe resultó ser Dios. No es ninguna broma. Al principio, yo tampoco me lo creí, pero es cierto. Hizo de todo para demostrármelo, incluyendo cambiarme la vida, enseñarme a ser feliz de nuevo y encontrar marido.

Vamos, que hizo unos cuantos milagros. Me dijo que podía llamarle como quisiera y me sugirió una lista de nombres entre los que figuraban «Fuerza Universal», «Dios», «Poder Supremo», «Joe» y cosas por el estilo.

Como soy lo que podría describirse como una «víctima de la escuela católica», le dije que prefería llamarle simplemente «Joe», porque sonaba mucho menos intimidante que los demás nombres. Él estuvo de acuerdo.

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