Dios en una harley: el regreso (6 page)

BOOK: Dios en una harley: el regreso
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Lamentaba no haberle hecho más preguntas a Joe. Por ejemplo, me preguntaba si todavía llevaba una Harley. No lo vi llegar ni irse, así que no lo sabía seguro, aunque esperaba que sí. Había algo en su imagen sobre esa magnífica máquina que irradiaba libertad, autenticidad y poder personal: todo aquello que Joe representaba.

Sin embargo, lo que peor me supo fue no haberle preguntado cómo podría contactar con él o cuándo lo volvería a ver, si es que iba a volver a verlo. Me pregunté si Joe me llamaría a casa, e inmediatamente comencé a preocuparme por si lo hacía. ¿Qué pensaría Jim si descolgara él el teléfono? ¿Qué le diría Joe?

¿Qué le diría yo? ¿Y por qué me sentía culpable si no había hecho nada malo?

Pasó una semana entera sin noticias de Joe. Aun así, encontraba pruebas de florecientes milagros en cosas en las que nunca habría reparado. Por ejemplo, mi ansia por comer dulces empezó a desaparecer. Cuando veía a Gracie sentada delante de la tele, devorando su regaliz rojo, no sentía ni la más mínima tentación de quedarme con unas cuantas tiras. A decir verdad, lo encontraba repulsivo, lo que no deja de ser extraño, porque era una de mis golosinas preferidas.

Entonces, por pura casualidad, encontré la vieja placa dorada que compré después de graduarme en la escuela de enfermería para llevar mi nombre en la bata. Lo consideré otro pequeño milagro, porque no sabía que todavía la conservaba. La descubrí enterrada en el fondo de un viejo joyero que le iba a dar a Gracie y a sus amigas para que jugaran. Hacía diez años que no la veía y la sostuve en la mano con nostalgia mientras leía la inscripción. «Christine Moore, E. D»., decía, y recordé con qué orgullo había lucido aquellas iniciales junto a mi nombre.

De aquellos días hasta hoy, la política y los procedimientos habían cambiado drásticamente en el Centro Médico Metropolitano, y probablemente también en los demás hospitales. Ahora las enfermeras diplomadas de nuestro hospital tienen que llevar la misma tarjeta de plástico que todos los demás, incluidos los técnicos de rayos X, los ordenanzas y hasta el servicio de limpieza. En la etiqueta figuraba el logotipo del hospital, una foto tamaño carné y sólo el nombre de pila del empleado, seguido de un pequeño eslogan que decía: «Compañeros en asistencia». Ya no se indica ni el título académico ni el puesto, todos son «compañeros en asistencia».

A mí me parecía que eso daba a los pacientes una falsa sensación de seguridad y hacía que asumieran erróneamente que todo el que participaba en su «asistencia» estaba igualmente cualificado. Algo que, por supuesto, le convenía al Centro Médico Metropolitano.

Metí rápidamente la vieja placa descolorida en un recipiente con limpiador de metales y la froté con un trapo suave hasta que le saqué brillo. Cuando fui a trabajar al día siguiente, hice algo completamente impropio de mí.

Mi coloqué la placa de oro reluciente y lucí m «E. D». con actitud desafiante. Lo increíblí del caso es que nadie, ni siquiera el auxiliar ad ministrativo amargado de mi planta, se atrevio a decirme nada: otro pequeño milagro.

A consecuencia de mi encuentro con Joe tengo que admitir que comencé a encontrar excusas para ir al Shop-Well más a menudo de lo estrictamente necesario. Me acordaba de que necesitábamos leche u olvidaba deliberadamente comprar cereales, para volver a la mañana siguiente. Pese a que sólo me llevaba uno o dos artículos cada vez, recorría todos y cada uno de los pasillos en una especie de misión de reconocimiento, con la esperanza de volver a tropezarme con Joe.

Jim cada vez estaba más preocupado por lo que a él le parecía un estado de distracción alarmante. A pesar de que estaba absolutamente impresionado con toda aquella nueva energía en mí, me percaté de sus miradas suspicaces y de las malas caras que me ponía cada vez que anunciaba que tenía que hacer otro viaje al supermercado.

También comencé a arreglarme un poco por la mañana, antes de salir hacia el Shop-Well. Tampoco es que me esforzara demasiado, pero me paraba a maquillarme y me cepillaba el pelo antes de recogerlo en una coleta. Un par de veces vi que Jim olisqueaba el aire mientras dormía, después de que yo me hubiera echado unas gotitas de perfume. Sonreí. También comencé a ponerme un pañuelo de colores en la coleta, en lugar de dejar que la goma elástica realizara sola su función. Al fin y al cabo, Joe había dicho algo de que me cuidara más, ¿no? Además, ¿cómo podía enamorarme de mí misma si me exhibía en público tal como me levantaba de la cama?

Tras la segunda semana de infructuosa búsqueda entre los pasillos del Shop-Well, donde no encontré ninguna pista de Joe, comencé a darme cuenta de lo tonta que estaba siendo. Por experiencia, sabía que si Joe quería que lo viera, no tendría ningún problema para encontrarme.

Pasó otra semana y me sentía con tanta energía que un día me llevé las zapatillas de deporte al supermercado, para así poder correr por la playa después de haber hecho la compra. Llevaba años sin correr y me avergonzaba que me vieran en el paseo entablado, donde los corredores serios iban a realizar sus ejercicios matutinos. Supuse que no sería tan humillante si evitaba el paseo entablado por el momento, por lo menos hasta que me encontrara en mejor forma.

Decidí correr por la arena mojada y compacta de la orilla, que casi nadie utiliza por miedo a arruinar las caras zapatillas de deporte con el salitre del agua. A mis zapatillas tanto les daba, porque ya les había hecho un corte para que se adaptaran a mis juanetes. Era la única forma de poder correr sin tener que soportar un dolor insufrible. Cuando era joven, no tenía que utilizar esta clase de trucos, pero tampoco estaba en tan mala forma.

Inicié mi nueva rutina esforzándome tanto como me permitieron mis músculos aletargados. Me planté delante de la orilla y realicé una tímida sesión de estiramientos. Después de esos preparativos, ya estaba lista.

La mañana era agradable y el cielo del color de los pomelos rosados. Inspiré profundamente y comencé a correr despacio. La brisa marina alimentaba una niebla fresca que flotaba sobre la cresta de las olas y me salpicaba con su refrescante humedad. Me sentía cada vez más despierta a medida que llenaba los pulmones con el aire del océano. Había decidido no medir las distancias, sólo controlaría el tiempo e intentaría correr de forma constante durante veinte minutos.

Me costó mucho más de lo que había pensado. Al cabo de sólo cinco minutos, reparé en la dolorosa existencia de ciertos músculos que no habían cobrado vida en más de una década. El sudor me empapaba la frente y me atacó el flato, pero seguí adelante, inasequible al desaliento.

Otro corredor solitario se cruzó conmigo y me saludó con la cabeza. Conseguí controlar la respiración para dar la falsa impresión de que correr no me causaba problemas. Por supuesto, justo después de que pasara, bajé la marcha y solté un gruñido.

Transcurridos los veinte minutos, me detuve de golpe y comencé a caminar en pequeños círculos, con las manos en las caderas, jadeando y sudando profusamente. Me detuve y me incliné hacia delante, intentando controlar la respiración y calmar el dolor en el costado.

No me di cuenta de que, a solo unos pasos, había un hombre de pelo largo sentado sobre una Harley-Davidson.

—No es imprescindible sufrir para perder peso —dijo una voz melodiosa.

Aunque el tono era tranquilo, me sacó de mi estado absorto y di un respingo.

—Joe —exhalé, pasmada ante aquella visión.

Tomé un poco más de aire. No estaba segura de si me había quedado sin aliento por el ejercicio o por la sorpresa de volver a verlo. Sus rasgos eran más suaves, como si lo estuviera mirando a través de la lente de una cámara especial, con la cara tan radiante como el mar centelleante y ligeramente iluminado por el resplandor rosado del cielo matinal.

—¿Qué te parece el amanecer? —me preguntó, levantando la mirada hacia el cielo incandescente que tenía a mi espalda.

Una brillante línea carmesí iluminaba el horizonte, como un preludio del sol naciente.

—Es precioso —suspiré—. Verdaderamente magnífico.

—Pues tú también, Christine —dijo simplemente. —¿Qué?

—Digo que exactamente como tú —añadió tras una breve pausa—. No te mates con el ejercicio ni con nada por el estilo. Eres preciosa en todas tus etapas, Christine… como el amanecer. Intenta disfrutar del proceso.

Estaba a punto de llorar, me ardían los ojos. Había pasado un montón de años desde la última vez que un hombre me dijo que era bonita y, hasta ese preciso momento, ni yo misma era consciente de lo mucho que había deseado que volvieran a decírmelo.

Esta vez no me paré a pensar. Corrí hacia Joe y le lancé los brazos al cuello. Él me acogió con un abrazo dulce y cálido.

—Las cosas no son tan difíciles como quieres que parezcan, Christine —me susurró al oído—. Todo es mucho más fácil de lo que parece.

. —Vale, intentaré recordarlo —le prometí, levantando la cara para ver sus ojos color caoba—. Lo que pasa es que todo me supera enseguida ¿sabes? Me preocupo por los niños, por el dinero, por Jim y por mí, y por lo que puede suceder si no consigo arreglar nuestra relación y…

—Shhhh —susurró Joe con una sonrisa, poniéndome el dedo en el hoyuelo del labio superior—. Deja que te enseñe una manera de saber cuál debe ser tu prioridad del día, ¿vale? ¿Estás preparada?

—Dime. —Tragué saliva.

—Mira el espejo —comenzó—. En serio. Es así de simple —insistió, con sus manos envolviendo mi rostro—.

Si quieres saber lo que tienes que hacer, mira el espejo y lo que veas en él será en lo que quiero que pongas especial cuidado ese día.

—Pero si siempre veo lo mismo —protesté—. A mí.

—Pues ahí está —contestó.

—Pero…

—Esa es la clave —me interrumpió—. Si quisiera que fueras contando las copas que tomó Jim la noche anterior o con quién se las tomó, en el espejo verías reflejada la cara de Jim. Pero no la ves, ¿verdad? Y eso es porque el que tiene que cuidar de Jim es Jim y la que tiene que cuidar de ti eres tú. ¿Entiendes?

—Pero…

—Pero nada —me cortó Joe, con una carcajada—. ¿Por qué siempre te cuesta tanto aceptar las lecciones más simples? Te di este cuerpo y esta vida para que hicieras lo que quisieras, pero no puse en tus manos el control de la vida de nadie más. ¿Lo comprendes?

En ese momento no dije nada. Joe tenía razón, claro. Pero es que no me imaginaba cómo iban a ir las cosas si no me mantenía alerta y no controlaba personalmente los aspectos económicos y prácticos del cuidado de la familia.

—Y, por cierto —añadió con una sonrisa maliciosa—, controlar el universo es mi trabajo; no el tuyo, ¿vale?

¿Queda claro?

Estaba asustada. Joe parecía pedirme que dejara de intentar controlar todo lo que, de todas maneras, tampoco conseguía controlar. Supongo que quería enseñarme que mis sensaciones de poder y eficiencia eran sólo una ilusión.Sin embargo, no podía parar de preguntarme qué pasaría si lo dejaba todo al azar. ¿Quién haría todo el trabajo de casa? ¿Quién prepararía la comida para los niños? ¿Quién la compraría? Y lo que era más importante aún, ¿de donde saldría el dinero?

No, me dije, Joe se había equivocado por completo en eso. Alguien tenía que asumir la responsabilidad de llevar una casa, y ese alguien tenía que ser yo. Es indiscutible que Jim es un soñador y un artista, mientras que yo soy práctica, sensata y realista. Sé hacerme con el control de la situación y lo avalan mis veinte años de enfermera. No me cabía la menor duda de que yo debía asumir el control. Abrí la boca para explicárselo, pero Joe ya había comenzado a hablar.

—¿Dónde ha quedado el romanticismo de tu vida, Christine? —me preguntó, y la pregunta me sorprendió—.

Y ya que estamos, ¿dónde está tu sentido del humor? ¿Y tu creatividad? ¿Y tus ganas de divertirte? ¿Y tu pasión?

Tenía la ligera impresión de que mi boca seguía abierta pero, aunque sea raro en mí, no salía de ella ni una palabra.

—Mira —murmuró Joe suavemente, mientras apuntaba al horizonte, detrás de mí.

Obediente, me volví y lo que vi me hizo ahogar un grito de asombro. El cielo era una mezcla indescriptible de tonos rosados y dorados, donde se recortaban bellamente las siluetas de los botes que navegaban a lo lejos.

Un regimiento de delgadas nubes del color de las llamas escoltaban al majestuoso sol de oro, que, alzado sobre el océano, derramaba una suave luz dorada sobre la playa.

—Ay, Joe —logré balbucear, incapaz de apartar los ojos de aquella espectacular vista—. Cuánta razón tienes. ¿Dónde está el romanticismo de mi vida?

Esperé su sabia respuesta. Como no llegaba, me volví y me sorprendió ver que, salvo por las huellas recientes de los neumáticos, la playa estaba completamente desierta.

CINCO

Las preguntas de Joe me obsesionaron durante unos cuantos días. No podía dejar de pensar en cómo podían redescubrirse aspectos tan intangibles como el romanticismo, la diversión, la pasión y la creatividad.

¿Por dónde esperaba que empezase? Además, cualquier persona razonable que supere los cuarenta sabe que eso son cosas que suelen desaparecer cuando se entra en la mediana edad. Si tuviera que decir algo, diría que los perdí en las mismas misteriosas y oscuras cavernas de mi mente que también se habían tragado el entusiasmo, el idealismo y la esperanza por un futuro mejor.

La supervivencia y la seguridad económica habían reemplazado insidiosamente las frivolas metas de la juventud, y quizá sea así como se supone que debe ser. Quiero decir que, cuando se tiene una familia, hay muchas más cosas por las que preocuparse que las pasiones y la diversión. Al menos, eso era lo que yo siempre había creído. Si ésa era la manera, como siempre indirecta, en que Joe me indicaba que debía tomar un nuevo rumbo, me pareció que lo mismo me podía haber pedido que sacara un conejo de una chistera.

Simple y llanamente, no podía hacerlo.

Me quedé sentada en el coche, reflexionando sobre todo eso, mientras esperaba delante de la escuela de karate a que los niños acabaran su clase. Pensaba llevarlos a casa para que cenaran rápido y Joey se pusiera con los deberes. Luego llevaría a Gracie a su clase de ballet. Pero entonces ocurrió algo extraño. Joey salió como un torbellino por la puerta de la escuela y se metió de cabeza en el coche, con una cajita de cartón llena de hierba y trozos de lechuga. Sin darme tiempo a preguntar nada, Gracie apareció con un conejito escuálido acurrucado entre sus bracitos rechonchos.

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