Dios en una harley: el regreso (10 page)

BOOK: Dios en una harley: el regreso
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—El pasado siempre parece mucho mejor en retrospectiva —dijo alguien desde la distancia y, al abrir los ojos, descubrí a Joe frente a mí—. Pero tampoco hay que querer volver atrás —añadió—, porque entonces se elimina la idea de progreso.

—Pero es que antes todo era mucho mejor —susurré, como si todavía me encontrara en medio de la ceremonia de graduación.

—No necesariamente —replicó Joe con nostalgia—. Simplemente era distinto. Y quizá más simple. Pero eso no quiere decir que fuera «mucho mejor».

—¿Dónde has estado? —solté, sin mostrar ningún interés por lo que había estado diciendo—. Te he echado de menos.

—Ya lo sé —admitió, sin que sonara presuntuoso. Siempre quise saber cómo lo conseguía.

—Quiero hacerte una pregunta —dije, recordando súbitamente la tarde que pasamos en Sandy Hook.

—Dispara.

—¿Por qué sólo me diste cuatro instrucciones en lugar de seis como la otra vez? ¿Y a qué venía todo eso de que la seguridad no existe? No lo entendí. ¿Te importaría explicarte?

A Joe le pareció divertido. Se sentó sobre la cama. Sin saber por qué, me dejé caer en el suelo y me senté a sus pies, como un niño que adora a un adulto. Por algún motivo, me sentía muy cómoda.

—Escucha con atención, Christine —comenzó Joe, mientras su voz tomaba un cariz un tanto sombrío—.

Cuanto más te desarrollas, más generales son los principios que debes recordar. Mira, a medida que las personas van creciendo y se van sintiendo más cómodas con su espiritualidad, las fronteras entre individuos empiezan a difuminarse, y eso es bueno, Christine. Ya estás muy cerca de entender que, en esencia, todos somos uno. La primera vez tuve que darte instrucciones más concretas, porque todavía no estabas preparada para comprender lo que he intentado enseñarte esta vez.

Intenté captar la magnitud de las palabras de Joe en silencio.

—¿Habrá una próxima vez? —quise saber.

—Quizá sí —dijo en un tono poco comprometido—. ¿Lo ves? A eso me refería al decir que la seguridad no existe, Christine. Existe, pero no como la mayoría de la gente la concibe. No hay que buscar la seguridad en las cosas, en el dinero o en las promesas, porque se encuentra en el corazón, en la forma de vivir cada día para hacerlo valioso, y también en los demás, ya sea ayudándoles o dejando que te ayuden. Siempre estamos en las mismas. La buena voluntad entre las personas es la máxima expresión de seguridad.

—Pero ¿qué ocurre entonces con la gente que no se ha desarrollado lo suficiente? —me interesé—. ¿Qué pasa con la gente que piensa que robar, matar y causar problemas es divertido?

—A eso es a lo que yo llamo «libre albedrío malogrado» —respondió Joe, con tristeza—. Creé el libre albedrío para incitar la buena voluntad, pero tal como has dicho, no todo el mundo piensa de la misma manera —añadió.

Fijó la vista en la ventana y miró las estrellas durante un buen rato, algo raro en él—. Y la gente me culpa por dejar que ocurran cosas malas —continuó, como si no hubiera existido ninguna pausa en el diálogo—. En realidad, la gente piensa que yo provoco las catástrofes y se preguntan qué clase de «Dios» es capaz de hacer esas cosas. La mayoría todavía no ha entendido que yo les regalé el don del libre albedrío sin pedir nada a cambio. Yo he depositado mi fe en vosotros y confío en que todos y cada uno de vosotros haréis lo que debéis, independientemente de las veces que os salgáis del camino o hagáis mal uso de vuestro don.

No supe qué decir. Me inquietaba ver a Joe tan dolido y molesto. Le miré a los ojos y me sorprendió ver que estaba conteniendo las lágrimas. De repente, lo único que quería en este mundo era consolar a aquel hombre que se había pasado toda su vida consolando y guiando a los demás.

Le puse la mano en la rodilla, como una criatura confundida que intenta consolar a su padre angustiado.

—No volveré a culparte de nada, Joe —le prometí—. Tiene que ser terrible trabajar tanto para ayudar a la gente y que luego todos acabemos dándote la espalda cuando llegan los problemas.

—Gracias, Christine —dijo bajito. Un atisbo de sonrisa le curvó los labios. Entonces me acarició la mano, se levantó y se marchó.

OCHO

Despues de que Joe se marchara, me quedé en el dormitorio, disfrutando de la paz y la tranquilidad que había dejado tras de sí. Qué ironía, para una vez que gozaba de toda la intimidad y soledad que siempre había deseado, ya no quería estar sola. Entonces se me ocurrió algo. ¿Por qué no iba al club donde tocaba Jim esa noche y le daba una sorpresa? Me sentaría bien mostrarme como una mujer activa y comprometida en lugar de la mujer desaliñada, reglamentada y mediocre en que me había convertido en los últimos años.

Saqué de mi armario una toalla rosa de baño recién lavada, de las que reservo por si vienen visitas, y la coloqué en el toallero. Después revolví el cajón superior hasta que encontré los jabones franceses que Jim me había regalado por mi cumpleaños y que nunca había tenido humor para estrenar. Bueno, pues esa noche sí estaba de humor.

Me entretuve en la ducha, todo un lujo, y disfruté con el aroma floral del jabón. Después me senté en una silla y me embadurné de crema hidratante, una excentricidad que siempre me negaba por falta de tiempo.

Me encontré con la agradable sorpresa de que todo lo que tenía en el armario me iba demasiado grande, pero decidí no preocuparme por eso. Entonces recordé que hacía unos años, en un momento en el que intentaba motivarme para perder peso, me había comprado unos vaqueros varias tallas más pequeñas. Los encontré arrinconados en el fondo del armario y me los puse. Todavía me quedaban anchos. Fue una sensación fantástica. Después escogí una camiseta malva que había encogido increíblemente al lavarla y me estremecí al comprobar que me quedaba perfecta. Añadí un cinturón brillante, unas sandalias a juego, un brazalete de plata, un toque de maquillaje y… lista para mi primera aparición en el club, después de un montón de años.

Llamé a mi vecina y le dejé mi móvil por si los niños necesitaban algo. Una vez hecho, me metamorfoseé mentalmente en una especie de versión más serena y madura de Christine Moore, a punto para pasar una magnífica noche en compañía de un músico guapo y con talento que siempre la había tenido encandilada.

El Harold's estaba animado, lleno de humo y poco iluminado. De hecho, era tal como lo recordaba. Lo único realmente distinto era…, bueno, yo. Y, por supuesto, el hecho de que a los gorilas de la entrada ni se les pasaba por la cabeza la idea de pedirme el carné. Esa parte era bien distinta, lo puedo asegurar.

Me gustaban los cambios que iba notando en mí. Mientras me abría paso hacia una silla vacía, cerca del escenario, me sentí invadida por una renovada confianza. Me encantó descubrir que entre tantos rostros suaves y tersos y tantos cuerpos perfectos, no me sentía nada intimidada ni fuera de lugar. En lugar de sentirme ridicula o amenazada por aquellas jovencitas que flirteaban descaradamente con mi marido, sentía compasión por todo lo que tendrían que pasar antes de llegar a la magnífica etapa de mi vida que finalmente había conseguido alcanzar. Bueno ¿y ahora qué? Christine Moore Ma Guire, de Neptune City, Nueva Jersey, estaba, por fin, después de tanto tiempo, en paz consigo misma.

Después de todo, quizá la vida fuese justa. La banda estaba terminando un tema que no reconocí y, con toda discreción, tomé asiento entre la multitud. Vi que el teclista le daba un codazo a Jim, y sonreí tímidamente al ver que mi marido tardaba en reaccionar al verme. Sin decir nada, Jim se sentó en el taburete del centro del escenario y las luces perdieron intensidad hasta quedar prácticamente apagadas. Tomó el saxofón y empezó a tocar una impresionante versión de un tema muy poco conocido que había escrito para mí justo antes de casarnos.

Al reconocer la intimidad de lo que Jim estaba expresando con su música, sentí que se me arrebolaban las mejillas. Era como si Jim proclamara su amor por mí ante un par de centenares de extraños y me sentí muy halagada. Sentía que brillaba bajo la pálida luz de los focos del escenario y mi corazón se hinchó de orgullo ante el increíble talento de aquel hombre con el que estaba casada.

Me di cuenta de que hacía falta ser un artista para apreciar a otro.

Los chicos de la banda se ofrecieron a recoger el equipo tras el cierre del local para que Jim y yo pudiéramos marcharnos un poco antes. Dejamos la camioneta de Jim en el aparcamiento para que sus compañeros la cargaran y volvimos a casa en mi coche, como dos enamorados en su primera cita.

Yo me subí al asiento del copiloto, contenta de ceder el volante a Jim, mientras buscaba una canción apropiada en la radio. Unas gotas pesadas y enormes comenzaron a manchar el parabrisas justo cuando entrábamos en la autopista y, para cuando llegamos al cartel de «Bienvenidos a Neptune City», los truenos rompían el silencio de la noche y los relámpagos resquebrajaban el espeso cielo nublado.

Aparcamos en el camino de entrada y corrimos bajo la lluvia para refugiarnos a oscuras en el salón. Un relámpago iluminó la sala y yo, instintivamente, escondí la cabeza en el hombro de Jim. Al minuto siguiente Jim estaba acariciándome la cara con sus manos de músico y besándome de un modo que pensé que jamás volvería a experimentar.

Entre juegos y risas, sugerí bajar el colchón de nuestra cama al salón, para ver la última tormenta del verano.

Y resultó ser una magnífica idea.

Hablamos hasta altas horas de la noche, mientras los truenos y los relámpagos salpicaban nuestras palabras y nuestros pensamientos más profundos. Había algo reconfortante en el manto de oscuridad que nos envolvía.

A decir verdad, nos hizo más fácil la comunicación, puesto que nos aportaba el refugio necesario para las dolorosas emociones que nos teñían la cara. Hacía muchísimo tiempo que no hablábamos de aquel modo y empecé a sentir que nacía entre nosotros una nueva corriente de intimidad.

Protegida por la oscuridad, encontré fuerzas para bajar todas mis defensas y pedí perdón a Jim por haber sido tan fría y controladora. Le dije que estaba comenzando a entenderme mejor a mí misma y que toda mi tensión e irritabilidad habían sido fruto de mi propia infelicidad personal. Sabía que toda mi frustración tenía muy poco, o quizá nada, que ver con su comportamiento. Le prometí que desde aquel momento, dedicaría más tiempo a mis defectos y fallos que a proyectar automáticamente mis frustraciones en él.

Cuando acabé, se hizo un largo silencio y, hasta que no volvió a brillar otro relámpago en el cielo, no vi que las lágrimas corrían por las mejillas de mi marido.

Había llegado su turno. Esa noche descubrí cosas sobre Jim que jamás hubiera descubierto a plena luz del día. Descubrí su temor ante mi desaprobación, su miedo a no cumplir con mis expectativas como marido y padre. Me sorprendió ver que él también sufría inseguridades muy similares a las mías sobre su talento, su capacidad de relacionarse y, lo más increíble, su atractivo sexual. Se disculpó por su malograda carrera artística y admitió que no podía culparme por estar resentida con el hecho de haber tenido que volver a trabajar para mantener a la familia.

—Ya no me importa tener que trabajar —le dije, y así lo sentía.

Estábamos los dos juntos, tranquilos, tumbados bajo los truenos y los relámpagos. Pensé en lo desgraciados que habíamos sido por culpa de una delincuente cargada de alevosía llamada «falta de comunicación».

—He sido tan injusta contigo, Jim —me reproché con solemnidad—. ¿Cómo has podido aguantarme? En serio. ¿Qué te impidió hacer las maletas y largarte?

Noté que su mano agarraba la mía bajo la sábana y una extraña expresión le cruzó la cara. —Yo nunca te dejaré, Christine —me dijo con una voz rota por la emoción.

—¿En serio? —insistí, incrédula—. ¿Nunca? ¿Y por qué?

Jim vaciló una fracción de segundo. —Es que hay algo que nunca te he dicho —confesó—, porque temía que pensaras que estaba loco.

—Yo nunca pensaría eso —dije, con dulzura. —Hace unos diez años, más o menos cuando te conocí —comenzó vacilante, tras estrecharme la mano—, conocí a un tipo. Bueno, no era un tipo cualquiera, ¿sabes? —añadió, e hizo una pausa—. Era Dios.

Carraspeé. No pude evitarlo. Estaba desconcertada.

—Sigue —lo animé, tratando de mantener la voz calmada.

—Bueno —continuó, lleno de coraje, a pesar de la ansiedad que lo embargaba—. Me dijo que tú eras la mujer de mi vida. Me dijo que seguramente ambos nos daríamos lecciones dolorosas, pero que tú eras la única mujer en el mundo con la que yo debía compartir el viaje de la vida. —Guardó silencio y esperó—. Eso es lo único que necesitaba saber —concluyó—. Y he estado convencido de ello desde entonces.

Se me había formado un nudo en la garganta y me había quedado sin habla. Joe había ido a buscar a Jim.

Eso es. Quién lo iba a decir, ¿verdad?

De repente, sentí que renacía la antigua atracción, aquello que no había sentido desde hacía años por mi marido. Aparentemente, el sentimiento fue mutuo, porque Jim se inclinó para besarme. Cuando lo hizo el corazón se me abrió de par en par y el amor contenido durante diez años salió a borbotones.

Luego, mientras observábamos tumbados la tormenta, Jim me contó que un productor que estaba trabajando en un nuevo programa de espectáculos nocturno había estado en el club aquella noche. Buscaba una banda que completara el cuadro anfitrión del espectáculo y, según parecía, le había gustado lo que había escuchado.

Jim y su banda tenían concertada una audición para el día siguiente en Nueva York y, si todo iba bien, les habían prometido un sueldo que bastaría para hacer realidad los sueños que Jim había aparcado muchos años atrás.

Lo irónico del caso es que eso ya no importaba. Lo que importaba en ese momento era que volvía a querer a mi marido, que teníamos dos preciosos hijos muy sanos, una casa y una maravillosa vida compartida. Por una vez, el dinero no tenía ningún sentido. Me quedé dormida en los brazos de mi marido y, al despertarnos, nuestros vínculos se habían fortalecido.

La mañana era clara y brillante. No quedaba ni rastro de la tormenta de la noche anterior.

Ese fin de semana libraba en el hospital, de modo que Jim y yo compartimos un desayuno ocioso y luego lo dejé en la estación de Belmar. Le di un beso para desearle suerte y me quedé en la plataforma hasta que su tren desapareció en la distancia, hacia el norte, hacia una bien merecida promesa de éxito.

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