Tanto en
Conducta impropia
como en
Nadie escuchaba
creímos bueno no disimular los falsos
raccords
. Cuando se acorta una entrevista, el público debería darse cuenta de ello, aunque eso signifique un salto por corte de la imagen en el montaje. ¿No es normal en los trabajos de investigación libresca indicar al lector que un texto no está citado por entero? Pero en el caso del documental cinematográfico eso se considera una torpeza. Y los montadores han de pasarse horas interminables para pulir ciertas transiciones, dar coherencia ficticia a un material fragmentario por naturaleza. Pienso que hay algo esencialmente deshonesto en buscar la «artístico» en un documental, sobre todo en un tema como el nuestro. Por esto preferimos que estos documentales tuviesen un estilo muy directo, sin adornos.
En aquel momento, nos poníamos como modelo el documental etnológico practicado por Jean Rouch, cuyas películas —que admiro enormemente— son sencillas, sin artificios. Para él, el sonido, el texto, son muy importantes, tanto como la imagen. Mi postura puede parecer paradójica en un director de fotografía, para quien la parte visual se supone ha de ser fundamental. Estoy convencido, sin embargo, de que la diferencia entre los documentales de ayer y los de hoy reside precisamente en la importancia que se concede a la banda sonora. Precisamente en lo que respecta a nuestros documentales la cuestión es que, antes de rodar, habíamos indicado al ingeniero de sonido y al operador que el sonido era prioritario, que para conseguir una buena colocación del micro estábamos dispuestos a sacrificar la composición de la imagen si hacía falta. Lo importante era lo que nuestro interlocutor tenía que decir. Por esta razón principalmente rodamos nuestras entrevistas en español —para conservar la espontaneidad, la riqueza original del discurso—, aunque éramos conscientes de que el uso del inglés hubiese significado un público más amplio. Me gusta el sonido directo. Me digo a veces que sería maravilloso poder escuchar, por ejemplo, al presidente Roosevelt hablando en una película. Aunque existen filmaciones donde aparece leyendo un discurso, la mayoría de los documentos de la época son mudos. ¿No es frustrante verle sentado junto a Stalin y Churchill en Yalta y no oír lo que dicen? ¿Cuál sería su tono de voz? ¿Y cómo hablaba Stalin? Todo cuanto nos queda de estos hombres son discursos. Aunque todos hemos oído a Hitler aullando ante las masas, nadie sabe cómo se expresaba en privado, cómo hablaba a los niños cuando les abrazaba ante las cámaras de los noticiarios. El sonido representa la mitad de un documento cinematográfico, si no es más.
En el cine moderno, el sonido directo permite a través de la entrevista recoger el testimonio de un hecho o de un fenómeno que no podemos ver, y lo dicho por el entrevistado deviene el único medio de visualizar el pasado, como ocurre en el documental de Marcel Ophuls
Le chagrín et la pitié
, y ocurre también en
Conducta impropia
y en
Nadie escuchaba
.
En el momento actual, se da una importancia cada vez mayor a la toma de sonido directo, mientras se tiende a suprimir la música de fondo. Me explico. Cuando hoy vemos un documental a la antigua usanza, la música nos parece casi siempre excesiva y como un elemento superfluo. Hace poco he visto un viejo documental sobre la guerra civil española, realizado inmediatamente después de la muerte de Franco. Las imágenes desfilaban al ritmo de marchas militares, melodías de Falla y —nada menos— de Chaikovsky. ¿Por qué contaminar así esos documentos visuales de archivo, originalmente silenciosos? ¿Por qué no dejar esas imágenes clásicas que hemos visto cien veces —refugiados españoles que cruzan los Pirineos, una madre que trata con sus manos de calentarle los pies helados a una niña— tal como eran? ¿Por qué una imagen sin palabras ha de tener necesariamente un acompañamiento musical, que equivale a ensuciarla? Todo eso me recuerda la música horrible que nos hacen escuchar en los aviones o en los supermercados, supuestamente pensada para neutralizar nuestro miedo o nuestro sentimiento de soledad, y que infecta la atmósfera. Ciertas películas son sometidas a un acompañamiento musical absurdo que, al no añadir nada a las imágenes, carece de toda razón de ser.
Por nuestra parte, hemos renunciado en nuestro documentales a la música de fondo que subraye los momentos de emoción. La única música que se escuchaba es la que pertenece a los extractos de otras películas que utilizamos. No hemos querido en estos casos separar el sonido de la imagen, con el fin de respetar la integridad del documento. En
Nadie escuchaba
, por ejemplo, dejamos tal cual un fragmento de un programa de la televisión cubana, donde Castro es aclamado con flores y pañuelos por los jóvenes pioneros durante su tercer congreso del partido comunista: esas imágenes iban adornadas con una música marcial que contribuía a representar a Castro como un personaje mítico. En
Conducta impropia
utilizamos un fragmento de un documental oficial sobre los acontecimientos de la embajada del Perú en 1980, que el realizador del ICAIC había acompañado de percusiones y una ridicula música sintética. Esas imágenes constituían una muestra de la información que se proporcionaba a los cubanos en estos últimos años. Y la música era, a nuestro entender, parte integrante de ese tipo de documento.
En
Conducta impropia y Nadie escuchaba
teníamos historias que contar, así que buscamos gente que fuera capaz de contarlas. He hablado antes en este libro de las razones que me alejaron de los documentales del llamado
«cinéma-vérité»
, donde hay que esperar pacientemente a que ocurran acontecimientos que, en el caso de que se dignen producirse, suelen carecer de interés. He preferido, por lo tanto, un método sancionado por el uso y tan viejo como el cine parlante: la entrevista. Dziga Vertov lo había empleado en su documental
Tres cantos a Lenin
, donde una mujer describía un accidente de trabajo acaecido en su fábrica. Es uno de los primeros ejemplos conocidos de la técnica de la entrevista. Algunos de los extraordinarios documentales producidos durante los años treinta y cuarenta por la G.P.O. inglesa, recurrían al mismo principio: mostrar una persona que se dirige al realizador y, por consiguiente, al público. Redescubrí esta técnica mientras rodábamos
Idi Amin Dada en
África. Filmamos al dictador mientras nadaba, tocaba el acordeón, daba órdenes a voz en grito a sus soldados. Pero creo que la película logra sus mejores momentos cuando la cámara, inmóvil en su trípode, «mira» a Amin mientras nos habla, como entregado a una especie de confesión pública.
Tanto en
Le chagrín et la pitié
como en
Shoah
, son raras las ilustraciones que se utilizan para apuntalar los testimonios orales. En el extremo opuesto, otra forma de documental hoy largamente empleada por los reporteros de televisión usa y abusa del material de archivo para explicitar un comentario hablado en
off
. La premisa narrativa y estética que Claude Lanzmann aplica en
Shoah
es la de mostrar únicamente a la persona entrevistada, dejando en segundo término los escenarios vacíos de lo que fueron en otro tiempo campos de exterminio.
No tuvimos las ventajas de Lanzmann, que consiguió autorización para filmar a sus testigos en Auschwitz y Treblinka. Pero pudimos mostrar, por ejemplo, imágenes de archivo, procedentes de las televisiones inglesa y francesa de la cárcel de Isla de Pinos. Cuando Sergio Bravo, el predicador protestante, habla de la inspección, de su Biblia, de cómo perdió una pierna, entonces nuestra película se parece a la de Lanzmann, en la medida en que, mientras habla el testigo, vemos hoy la prisión desierta, que sólo parece habitar invisibles ectoplasmas; la evocación de Bravo hace que la penitenciaría de Isla de Pinos aparezca luego tal como era, sacudida por gritos desesperados. No tuvimos tanta suerte en otras secuencias. Ningún periodista o investigador ha llegado a ver las
gavetas
cubanas, celdas cerradas sin ventanas del tamaño de un cajón, ni las
tapiadas
, calabozos tenebrosos. Hemos de contentarnos con el testimonio de los que fueron encerrados allí, y apelar a nuestra imaginación. La austeridad puede también erigirse en virtud.
En los Estados Unidos llaman peyorativamente a las entrevistas filmadas
talking heads
, y muchos convienen en que esas «cabezas parlantes» son mortalmente aburridas. Todo depende, sin embargo, de la personalidad del entrevistador, del entrevistado, de los temas de conversación. Muchas personas se dejan cautivar, escuchando a alguien que les cuenta una historia. Ciertas películas poseen idéntico poder de fascinación.
Le chagrín et la pitié
, por ejemplo, se compone sustancialmente de entrevistas, y nunca aburre durante sus cuatro horas y media de proyección. A este reto queríamos responder en
Conducta impropia
y
Nadie escuchaba
.
Los puristas del séptimo arte suele citar la frase falsamente atribuida a Confucio: «Una imagen vale más que mil palabras.» Yo sostengo que los términos de esta proposición pueden invertirse, para declarar que «una palabra vale más que mil imágenes». Las palabras, en efecto, son más precisas que las imágenes. Una imagen se puede interpretar de diferentes maneras, mientras que las palabras, si se emplean bien, tienen una significación clara. Eso podría explicar el hecho de que ciertos libros como la Biblia, el Corán o
El Capital
hayan tenido tan grande influencia sobre los hombres, y que ninguna película ha podido igualar siquiera.
Durante nuestras investigaciones preliminares elaboramos un cuestionario-tipo que sometimos a cada uno de nuestros testigos. Les hacíamos preguntas concretas: «¿Por qué fue usted detenido?», «¿Se le hizo a usted un juicio legal?», «¿Cuánto tiempo duró su detención?», «¿Cuáles eran sus condiciones de encarcelamiento?». Lo normal era que yo, lápiz y papel en mano, preparase las entrevistas, semanas antes del rodaje. Debíamos cerciorarnos previamente de que las personas seleccionadas tuvieran algo interesante que contar. El hecho de que fuéramos dos los realizadores, significaba una ventaja enorme. Yo transmitía a Jiménez Leal o a Ulla, según el caso, las respuestas obtenidas durante mis entrevistas preparatorias, organizadas luego para hacer, delante de la cámara, las preguntas que dieran lugar a las contestaciones más interesantes, sin perder tiempo y película virgen en temas carentes de trascendencia. Otra ventaja de esta estrategia consistía en que, al no ser interrogados dos veces por la misma persona, nuestros testigos ganaban en espontaneidad, en cuanto ignorantes de que el nuevo entrevistador conociese el contenido de sus respuestas.
Una cuestión teníamos clara desde el principio: no queríamos lágrimas, ni lloriqueos. Demasiados documentales han jugado ya esta carta. Y es muy fácil, por no decir indecente, emocionar al público con el llanto del que cuenta historias de cárcel y desesperación. Así que en cuanto los testigos se echaban a llorar, parábamos el rodaje. No es que quisiéramos reprimir la emoción, pero preferíamos apelar a la razón del espectador y no a su corazón.
No cabe duda de que la personalidad del interrogador influye en la forma de responder de los interrogados. Orlando Jiménez Leal y Jorge Ulla son personas afables, de buen humor, y eso jugó un rol no desdeñable en las entrevistas. Era importante para nosotros que nuestros testigos conservaran el dominio de sí mismos. Y queríamos que se transparentase la ironía de sus experiencias pasadas. Sonreír ante la adversidad forma parte del alma cubana. El humor es el arma secreta de este pueblo y pensamos que reírse de los absurdos que habían padecido sería la mejor revancha de estos exiliados. El humor, como ya observó Bretón, seduce la inteligencia del espectador. Una película que apele únicamente a sus sentimientos, no le dará la perspectiva necesaria para analizar lo que está viendo. La entrevistas festivas del artista travestí Caracol en
Conducta impropia y
del campesino Esturmio Mesa Schuman en
Nadie escuchaba
constituyen una buena ilustración de este punto.
Siempre hay sorpresas al filmar una entrevista, por bien preparada que esté. Algunos testigos, de maravillosa elocuencia en privado, enmudecen aterrados ante el objetivo, mientras que otros, por el contrario, empiezan a expresarse libremente sólo cuando están frente a la cámara. A nosotros no nos faltaron experiencias interesantes, por lo visto. Algunos de nuestros entrevistados consideraban que el calvario sufrido en silencio durante tantos años tenía que ser contado con precisión, con pasión incluso, ya que iba a ser registrado en película. La cámara devenía en estos casos una especie de catalizador y algunas personas nos sorprendieron —y se sorprendieron ellas mismas, según nos confesaron luego— al evocar este período de sus vidas como jamás lo habían hecho antes. Por ejemplo, Ana María Simo en
Conducta impropia
.
Muchos lamentan que estos dos documentales no se hayan rodado en Cuba. Nosotros también. La cuestión es que nosotros, en tanto que exiliados, estamos considerados oficialmente como traidores y apátridas. Con anterioridad a la filmación de estas películas, tuve que esperar diecisiete años un visado de siete días para visitar a mi familia en La Habana, pero sin autorización para vivir con ella; tuve que alojarme en un hotel. ¿Cómo, en esas condiciones, íbamos a conseguir permiso para rodar una película? Lo intentamos de todas formas, y algunos de nuestros esfuerzos, llamadas telefónicas y otras gestiones, se filmaron y constituyen c! prólogo y los títulos de crédito de
Nadie escuchaba
. Como suponíamos, nuestra petición fue rechazada. ¿Hay que lamentarlo? De darnos luz verde la administración castrista, sería lógico que nuestros entrevistados no hubiesen podido expresarse con libertad por temor a las represalias. Al anular toda forma visible de oposición, los dictadores logran a veces dar al visitante extranjero una imagen idílica de su país. Si
Conducta impropia
y
Nadie escuchaba
han podido hablar de la represión en Cuba, es justamente porque no se rodaron allí.
No obstante, irónicamente, debemos algunas reveladoras secuencias de nuestras dos películas al propio gobierno cubano. En Cayo Hueso, en Florida, a sólo noventa millas al norte de La Habana, se puede captar la televisión cubana. Y hemos incluido fragmentos de sus programas en nuestras películas: la condena a muerte de un desertor por un tribunal militar, por ejemplo. Los gobiernos totalitarios sienten predilección por ese tipo de escenas, porque dan fe de su autoridad y sirven de ejemplo, de disuasión, al pueblo. Pero vistas fuera del contexto de una sociedad represiva, tales escenas adquieren otra significación. Poseen el mismo carácter que las que yo filmé en
Idi Amin Dada
para Barbet Schroeder en 1974. Que se nos autorizase a rodar en Uganda sorprendió a muchos espectadores de esta película. Pero Amin estaba encantado de que nosotros filmáramos situaciones que a él le parecían ejemplares, incluso algunas escenas comprometedoras se filmaron por su expresa iniciativa.