Pero lo más determinante, creo, y es una táctica que recomendaría a todo principiante, fue que el montador —en este caso la montadora— de
Jules et Jim
, Claudine Boucher, estuviese presente con su moviola durante todo el rodaje. De esta forma se iban ensamblando las escenas, a medida que de París llegaba el copión positivado en el laboratorio. Cuando aparecía algún defecto de continuidad, cuando era obvio que faltaba un plano, una mirada, una intercalación que aclarase el discurso, Claudine Boucher nos lo señalaba, y lo rodábamos para añadirlo al material, o sustituirlo. Así esta pequeña película casi alcanzó la perfección narrativa.
Richard Patterson - 1973
Este documental de largo metraje sobre Charles Chaplin significó una de las grandes decepciones de mi carrera, particularmente por la ilusión con que había abordado el rodaje. Chaplin, no hace falta insistir en el tema, es uno de los grandes genios del siglo. Este proyecto, que debía evocar su vida y su obra, se basaba principalmente en una larga conversación con Chaplin, retirado en Suiza con su familia, conversación durante la cual se intercalarían documentos y secuencias de sus películas. Peter Bogdanovich, gran conocedor de la obra de Chaplin, había preparado cuidadosamente un cuestionario. Pero al llegar a Vevey, descubrimos que Chaplin ya no era Chaplin: había perdido casi totalmente la memoria, su espíritu había dejado de habitar su cuerpo. A las preguntas no daba prácticamente respuesta: simples monosílabos, frases a duras penas inteligibles y sin el menor interés. Decepcionado, Bogdanovich decidió renunciar al proyecto.
Fue Richard Patterson quien lo retomó meses más tarde, logrando llevarlo a término. Patterson abandonó la idea imposible de la entrevista, y consiguió que se trasladaran a Suiza el actor cómico Walter Matthau y su mujer, amiga de juventud de Oona O’Neill. Así se pudo crear una atmósfera familiar y tranquilizadora, con lo que Chaplin abandonó un poco su rigidez. Logramos de esta manera captar algunos momentos emocionantes de su relación con Oona, ciertas miradas de entendimiento entre ellos que decían más que mil palabras, un paseo bajo los árboles de otoño, dos figuras que se alejaban como en el final de
Tiempos modernos
, pero ahora realmente al final del camino.
Del trabajo de Bogdanovich no quedó más que un plano, aquel junto al fuego de la chimenea en que Chaplin canturrea una melodía, un vals que le recordaba su infancia y su madre. En su búsqueda de documentos, Patterson hizo un hallazgo feliz: Oona había estado filmando los últimos años familiares con una cámara amateur. Aquellas imágenes un poco toscas y temblorosas revelaban la intimidad de un Chaplin desconocido. Patterson utilizó también escenas de sus películas que tuvieran obvias referencias autobiográficas. Todo ese material quedó armonizado en un montaje absolutamente perfecto: la película era no ya amena sino emocionante. Conoció gran difusión poco tiempo después, cuando sobrevino la muerte del genial cineasta. Todas las cadenas de televisión le rindieron homenaje transmitiendo esta su última aparición en las pantallas.
No hubo el menor problema con las escenas que se rodaron en el jardín de la residencia de Chaplin, en Vevey, las cuales no requirieron ninguna iluminación, por supuesto. En las demás, en el gran salón de la casa, hizo falta alguna luz suplementaria. La
conditio sine qua non
para rodar, era la de molestar lo menos posible: nada de cables eléctricos entrelazados y dispersos peligrosamente por el suelo, nada de luces múltiples que podían dañar la vista frágil del octogenario. Por lo tanto, pedí únicamente que se encendieran todas las lámparas propias del salón, lo cual creaba ya una base lumínica de ambiente. Por los ventanales entraba igualmente algo de luz tamizada que, si bien con distinta temperatura de color, contribuía a la atmósfera general. Encendí una sola
photo-flood
de 500 watios, cuyo haz luminoso hice rebotar sobre una pared para atenuar su efecto. Se rodó a f3.1 con el
zoom
20-120mm. de Cook Varotal, e hice luego forzar el revelado a 200 ASA. El resultado visual fue de una gran naturalidad.
Esta película, por otra parte, me permitió trabar conocimiento con el productor Bert Schneider. El que quedase satisfecho de mi pequeña participación me valió para que años más tarde me llamara para trabajar en
Days of Heaven
.
Maurice Pialat - 1973
De todos los directores con quienes he trabajado, Maurice Pialat es seguramente el que más respeta la realidad de las cosas. Es también uno de los grandes cineastas franceses actuales. Por desgracia, su cine es raramente comercial. Sus exigencias con sus colaboradores y consigo mismo son tales, que cada día le resulta más difícil llevar a cabo una obra con continuidad.
De película en película, hasta culminar precisamente en ésta, Pialat ha ido depurando su estilo, hecho de una total desnudez, en la puesta en escena. Rehúsa por sistema los trucos y recursos de eso que se da en llamar “cine”, renuncia a los movimientos de cámara —panorámica,
travellings, zooms—
en beneficio de una cámara clavada en el suelo, inmutable. Rechaza también recurrir al montaje, y sus planos tienen la duración de la escena misma. Utiliza, por lo general, un solo objetivo, el 50mm, que, como es sabido. reproduce las perspectivas de la visión humana.
Por este motivo, su cine podría hacer pensar en Bresson, apóstol también del 50mm. Pero el cine de Pialat, por el contrario, se sitúa en sus antípodas. En el trabajo de la dirección de actores, Bresson busca una estilización en el hieratismo; Pialat sólo 'queda satisfecho con la
justesse de ton
. Sus intérpretes deben hallar el tono justo de la verdad, de modo que sus personajes se confundan con la realidad. De ahí que Pialat ruede treinta e incluso cuarenta tomas de un plano, hasta que salte la chispa de vida deseada, quizá distinta de la que habían previsto el actor o el propio director. Estas y otras razones hacen que trabajar con Pialat sea agotador. Pero hay una recompensa, la certeza de saber que se ha colaborado con un artista cuya independencia y sinceridad rayan en la locura, un artista de una pureza absolutamente excepcional.
En lo que respecta al encuadre y la iluminación, nuestro encuentro fue afortunado. Cada vez que filmaba una escena sin artificio alguno, aprovechando las luces existentes —la luz “clínica” en el hospital, la luz fluorescente en la mercería, la luz de ventana en el piso superior—, Pialat se mostraba sumamente feliz. No se empleó maquillaje, por supuesto, y la película fue rodada casi enteramente en decorados naturales, voluntariamente antiestéticos, exentos además del pintoresquismo posible en un pueblo francés de la Auvernia.
El tema no podía tener menos atractivo para el público cinematográfico, que generalmente sólo busca distracción: la enfermedad, la vejez, la muerte. Durante dos horas largas Pialat mostraba, paso a paso, la destrucción progresiva, física y psicológica, de una persona, la madre del protagonista, víctima de un cáncer.
La Gueule ouverte
se mantuvo en cartel unos días. Fue vista por un escasísimo número de espectadores.
La Gueule ouverte
Barbet Schroeder - 1974
Durante años me sentí atraído por el documental sin reconstrucción, donde el autor interviene únicamente en la filmación de las escenas y en el montaje, pero sin provocar lo que ocurre frente a la cámara, al acecho —como un cazador— de que algún acontecimiento se produzca. Ese tipo de documental, el
cinéma-vérité
, dejó de interesarme en un momento dado. Me di cuenta de que era un método muy limitado; si se espera a que ocurran las cosas,
a)
pueden no ocurrir o,
b
) lo que ocurra puede no ser significativo. Por .mucho que me pase veinte domingos rodando con cámara oculta en una playa, como en mi película cubana, lo que se capta, al fin y al cabo, es sólo la superficie de las cosas. Cabe otro recurso, la técnica de la entrevista televisiva, pero tampoco me parece esto totalmente satisfactorio. Así pues, tras la experiencia de la TV escolar, empecé a sentir la necesidad de la ficción, de contar una historia, de utilizar actores. En una palabra, de hacer aquel cine que yo había rechazado.
Con
Idi Amin Dada
Barbet Schroeder me dio la oportunidad de volver al documental. Pero en este caso se trataba de un documental a medio camino de la ficción, de un reportaje donde se provocaron las situaciones y en las que el protagonista, Amin, colaboró. Esta fue la gran astucia de Schroeder: implicar al dictador en el proyecto, hacerle co-autor en una especie de autorretrato.
Idi Amin Dada
no podía rodarse más que en 16mm, porque Amin es un hombre que se desplaza mucho. El carácter portátil y miniaturizado con sonido directo del equipo de 16mm. nos convenía para no ser molestos: la consigna era la de mantenernos en un discreto segundo término. El propio Amin Dada era quien llevaba la batuta y nosotros debíamos seguirle. Se trataba de hacer una foto más funcional que estética, más inteligente que bella, porque el documento tenía un interés palpitante. Como las consideraciones estéticas podían retrasar el rodaje de ciertas escenas, teníamos que estar preparados en todo momento. Por eso quizás este documental dio la vuelta al mundo.
Disponíamos de una de esas maletas Lowell, que llevan en su interior pequeñas lámparas de cuarzo portátiles. La iluminación directa era muy cruda en los pocos interiores de la película. Sin embargo, no eché de menos mis
soft-lights
habituales, cuyo mayor volumen hubiese obstaculizado el rodaje. Amin tiene un rostro muy móvil y expresivo y de piel muy oscura. Descubrí, por casualidad como tantas otras veces, que las luces direccionales producen en personas de piel muy oscura reflejos que ayudan a la visibilidad de su cara. En la secuencia en que Amin exhorta a los médicos jóvenes, había al fondo del anfiteatro universitario una pizarra negra, que destacaba más aún sus facciones. Procuré siempre situar a Amin ante fondos no demasiado claros. Al fin y al cabo era un retrato preciso lo que estábamos tratando de hacer. En exteriores le ponía sistemáticamente de cara al sol, para que sus expresiones fueran bien visibles. Había que pedírselo, no obstante, con suma discreción, sin violentarle, pues en cualquier momento se podía romper aquel hilo tenue que nos permitía realizar la película.
En cualquier caso, el general se mostró muy cooperativo, probablemente porque es un histrión nato y le complacía sobremanera ser filmado por un equipo europeo. Por ejemplo, durante la secuencia del barco en el Nilo, cuando Amin habla a los animales, vi que era excesiva la diferencia de luminosidad entre el puente cubierto del barco en que Amin se encontraba y el exterior. Como no tenía luces de apoyo, me arriesgaba a una subexposición segura con el fondo totalmente quemado, y el fondo era importante. Tímidamente le pregunté si no le molestaría que se filmase la misma escena al descubierto. Pues bien, él mismo tomó una caja y se instaló en el techo de la embarcación. De esta forma, se rodó la entrevista sin dificultad: la imagen comprendía a la vez la figura del general, el paisaje fluvial y los animales a los que saludaba y hablaba.
Utilizamos un material clásico de reportaje: la Eclair-Coutant 16mm. y un
zoom
Angenieux. El
zoom
me permitía pasar sin interrupción de un primer plano a un plano de conjunto, podía permanecer en un punto fijo sin desplazarme, sin molestar, sin interferir el curso de los acontecimientos. En otras palabras, el empleo del
zoom
, por una vez, estaba plenamente justificado.
Como habrá podido observar el lector, no sigo reglas rígidas. Puede parecer que me contradigo de una película a otra. Lo cierto es que no existe una fórmula válida para todos los casos. El trabajo que se pretende hacer impone sus propias reglas.
Aunque gran parte de
Idi Amin
fue rodada con cámara al hombro en continuo desplazamiento, la experiencia de esta película significó para mí la destrucción de otro mito: el del reportaje cámara en mano. Es útil, qué duda cabe, pero no siempre ni en cualquier circunstancia. Raramente lo es en el caso de una entrevista con un personaje sentado. Nada puede compararse en tal ocasión con un buen trípode. Cuando se interroga a un hombre como Idi Amin, una cámara que tiembla distrae la atención. Cuanto más tranquila, más precisa es la imagen, cuanto más limpio es el sonido, mejor se transparenta la personalidad y llega al público.
El rodaje de
Idi Amin Dada
me retrotrajo a mis tiempos de Cuba. Fue un experiencia muy estimulante, rejuvenecedora. El equipo era mínimo: Schroeder, un ingeniero de sonido y yo. Pero tuve que pedir un ayudante, que llegó de París la segunda semana. Con toda mi buena voluntad me era imposible recargar la cámara, poner las luces y cables, rodar y llevar el foco, todo a la vez. Perdíamos momentos preciosos, porque yo estaba ocupado en otros quehaceres diferentes del principal, que era el de filmar. Eso no impide que la idea de un equipo reducido fuese la correcta. Porque de esta forma el dictador se manifestaba casi como si estuviese en privado. El grado de intimidad que Schroeder pudo obtener entre la cámara y Amin, no habría sido posible con un equipo convencional de varios ayudantes,
script
, eléctricos, etc. Se hubiese roto la complicidad.