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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Relato

Diario. Una novela (6 page)

BOOK: Diario. Una novela
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No importaba que fueran gordas o delgadas, jóvenes o viejas: Peter se pasaba el día entero con su jersey azul roñoso, paseando lánguidamente por el campus y flirteando con todas las estudiantes. El siniestro Peter Wilmot. Las amigas de Misty lo señalaron un día, a él y a su jersey deshilachado en los codos y por detrás.

Tu jersey.

Las costuras se habían roto y había agujeros abiertos por detrás debajo de los cuales se veía la camiseta negra de Peter.

Tu camiseta negra.

La única diferencia entre Peter y un enfermo mental en régimen abierto con acceso limitado al jabón eran las joyas. O quizá no. No eran más que viejos broches y collares roñosos de estrás. Con sus cristales de estrás y sus perlas falsas incrustadas, eran montones viejos y rasposos de cristales de colores que colgaban sobre el pecho del jersey de Peter. Algunos días era un molinete enorme de esmeraldas falsas. Otros días era un copo de nieve a base de rubíes y diamantes de cristal astillado, con las partes metálicas reverdecidas por efecto del sudor.

De tu sudor.

Una chatarra de joyas.

Para que conste en acta, la primera vez que Misty vio a Peter fue en una exposición de alumnos de primero en que ella y unas amigas suyas estaban mirando una pintura de una casa de piedra de superficie rugosa. Por un lado la casa daba a un enorme recinto de cristal, un invernadero lleno de palmeras. A través de las ventanas se veía un piano. Y a un hombre leyendo un libro. Un pequeño paraíso privado. Sus amigas estaban diciendo que era muy bonito, que los colores estaban muy bien y todo eso. Y de pronto alguien dijo:

—No os giréis ahora, pero viene hacia aquí Peter De Flor En Flor.

Misty dijo:

—Peter ¿qué?

Y alguien dijo:

—Peter Wilmot.

Y otra persona dijo:

—No lo miréis.

Todas sus amigas le dijeron: Misty, no le des cuerda. Siempre que Peter entraba en la sala, todas las mujeres recordaban una razón para marcharse. No es que apestara pero aún así una intentaba escurrir el bulto. No iba mirando los pechos pero la mayoría de las mujeres se cruzaban de brazos. Cuando veía hablar a una mujer con Peter Wilmot, veía que el músculo frontalis le levantaba la frente y se la arrugaba, prueba de que estaba asustada. Peter tenía los párpados superiores medio cerrados, más como si estuviera enfadado que como si intentara enamorarse.

Luego, aquella noche en la galería, las amigas de Misty se dispersaron.

Y ella se quedó allí, a solas con Peter, con su pelo grasiento, su jersey y sus viejas joyas roñosas. Y Peter apoyó el peso del cuerpo en los talones, con los brazos en jarras, miró el cuadro y dijo:

—¿Y bien?

Sin mirarla, le dijo:

—¿Vas a ser una gallina y te vas a escapar con tus amiguitas?

Dijo aquello sacando pecho. Tenía los párpados superiores medio cerrados y proyectaba la mandíbula de adelante hacia atrás. Los dientes le rechinaban. Se dio media vuelta y se dejó caer contra la pared con tanta fuerza que el cuadro que tenía al lado quedó torcido. Inclinó el cuerpo hacia atrás, con los hombros pegados a la pared y las manos en los bolsillos de los vaqueros. Cerró los ojos y respiró hondo. Soltó el aire despacio, abrió los ojos para mirarla y dijo:

—¿Y bien? ¿Qué te parece?

—¿El cuadro? —dijo Misty. La casa de piedra de superficie rugosa. Extendió el brazo y lo volvió a poner recto.

Y Peter miró de lado sin girar la cabeza. Movió los ojos para ver el cuadro que tenía al lado del hombro y dijo:

—Crecí en la casa de al lado de esa. El tipo del libro es Brett Petersen. —Y luego, en voz alta, demasiado alta, dijo—: Quiero saber si te quieres casar conmigo.

Así es como Peter le pidió matrimonio.

Así es como me pediste matrimonio. La primera vez.

Todo el mundo decía que era de la isla. De aquel museo de cera que era la isla de Waytansea, con todas aquellas viejas familias isleñas que se remontaban al Pacto del Mayflower. Aquellos viejos y elegantes árboles familiares donde todo el mundo era primo segundo. Donde hacía doscientos años que nadie tenía que comprar nada de vajilla. Comían carne en todas las comidas y todos los hijos parecían llevar las mismas viejas joyas roñosas. Sus viejas casas familiares de piedra y tejas de madera se erguían en Elm Street, Juniper Street y Hornbeam Street, erosionadas por el aire cargado de sal.

Hasta sus golden retrievers eran todos primos entre sí por culpa de la cría endogámica.

La gente decía que en la isla de Waytansea todo tenía la misma atmósfera de museo. El ferry viejo y trasnochado con capacidad para seis coches. Las tres manzanas de edificios de ladrillo rojo de Merchant Street, la tienda de comestibles, la vieja torre del reloj de la biblioteca, las tiendas. Los porches de listones blancos que daban toda la vuelta al viejo hotel Waytansea, en la actualidad cerrado. La iglesia de Waytansea, toda de granito y vidrieras de colores.

En la galería de la facultad de bellas artes, Peter llevaba un broche consistente en un círculo de cristales de estrás de color azul sucio. Dentro del mismo había un círculo de perlas falsas. Algunas de las piedras azules se habían caído y los encajes vacíos parecían mostrar sus dientes afilados. El metal era plata, pero estaba todo retorcido y se estaba volviendo negro. La punta del largo alfiler sobresalía por debajo de uno de los bordes y tenía manchones de óxido.

Peter tenía un tazón enorme de plástico lleno de cerveza con el logotipo de un equipo deportivo en el lado y dio un trago. Dijo:

—Si nunca te vas a plantear casarte conmigo, no tiene sentido que te lleve a cenar, ¿no? —Miró al techo, luego me miró a mí y dijo—: Creo que este tipo de acercamiento ahorra un montón de tiempo.

—Solamente para que conste en acta —le dijo Misty—, esa casa no existe. Me la inventé. Te dijo Misty.

Y tú dijiste: —Te acuerdas de esa casa porque sigue en tu corazón.

Y Misty dijo:

—¿Cómo coño sabes lo que tengo en el maldito corazón? Las grandes casas de piedra. El musgo de los árboles. Olas oceánicas que susurran y rompen bajo acantilados de piedra marrón. Todo eso tenía en su corazoncito de clase baja e inculto.

Tal vez porque Misty seguía allí de pie, tal vez porque tú creías que estaba gorda y se sentía sola, y porque no se había escapado, tú te miraste el broche que llevabas en el pecho y sonreiste. La miraste y dijiste:

—¿Te gusta?

Y Misty dijo:

—¿Cómo de viejo es?

Y tú dijiste:

—Viejo.

—¿Qué clase de piedras son? —dijo ella.

Y tú dijiste:

—Azules.

Solamente para que conste en acta, no fue fácil enamorarse de Peter Wilmot. De ti. Misty dijo: —¿De dónde ha salido?

Y Peter negó un poco con la cabeza y sonrió con la vista en el suelo. Se mordió el labio de abajo. Miró a su alrededor a la poca gente que quedaba en la galería, con los ojos fruncidos, y miró a Misty y dijo:

—Si te enseño algo, ¿me prometes que no te morirás de asco?

Ella miró por encima del hombro a sus amigas. Estaban junto a un cuadro colgado en la otra punta de la sala, pero no les quitaban la vista de encima.

Y Perer susurró, con el culo todavía apoyado en la pared, se inclinó hacia ella y susurró:

—Para hacer arte de verdad hay que sufrir.

Solamente para que conste en acta, Peter le preguntó una vez a Misty si sabía por qué le gustaba el arte que le gustaba. ¿Por qué una escena terrible de batalla como la del Guernica de Picasso puede ser hermosa mientras que una pintura de dos unicornios besándose en un jardín floral puede ser una mierda?

¿Acaso alguien sabe por qué le gusta algo?

¿Por qué la gente hace lo que hace?

Allí en la galería, con sus amigas espiándola, uno de los cuadros tenía que ser de Peter, así que Misty dijo:

—Vale, enséñame una obra de arte de verdad.

Y Peter dio un trago de cerveza y le pasó la taza de plástico. Dijo:

—Recuerda que lo has prometido.

Se levantó con las dos manos el borde raído del jersey y estiró de él hacia arriba. Fue como levantar el telón de un teatro. Como un desvelamiento. El jersey reveló su vientre flaco con un poco de pelo en el medio. Luego el ombligo. El pelo se extendió a los lados alrededor de dos pezones rosados que empezaron a asomar.

El jersey se detuvo, con la cara de Peter escondida tras el mismo y un pezón estirado hasta casi desprenderse del pecho, rojo y lleno de costras, pegado al interior del viejo jersey.

—Mira —dijo la voz de Peter desde detrás—, el alfiler del broche me atraviesa el pezón.

Alguien soltó un chillido y Misty se dio la vuelta para mirar a sus amigas. La taza de plástico se le cayó de la mano y chocó contra el suelo en medio de una explosión de cerveza.

Peter se bajó el jersey y dijo:

—Me lo prometiste.

Había sido ella. La aguja oxidada estaba clavada por debajo de un borde del pezón, se hundía hasta el fondo y sobresalía por el otro lado. La piel de alrededor estaba manchada de sangre. El pelo estaba pringado de sangre seca. Había sido Misty. La que había chillado.

—Cada día hago un agujero distinto —dijo Peter. Se agachó para recoger la taza y dijo—: Es para sentir un dolor nuevo cada día.

Ahora que se fijaba, el jersey alrededor del broche estaba negro y acartonado por la sangre. Con todo, aquello era la facultad de bellas artes. Había visto cosas peores. O tal vez no.

—Eh —dijo Misty—, estás loco. —Sin más razón, tal vez por el horror, soltó una risotada y dijo—: En serio. Eres vomitivo. —Tenía los pies enfundados en sandalias, pegajosos y salpicados de cerveza.

¿Quién sabe por qué nos gusta lo que nos gusta?

Y Peter dijo:

—¿Has oído hablar de la pintora Maura Kincaid? —Retorció el broche cuya aguja le atravesaba el pecho para hacerlo brillar bajo la luz blanca de la galería. Para que sangrara—. ¿O de la Escuela de Pintoras de Waytansea?

¿Por qué hacemos lo que hacemos?

Misty volvió a mirar a sus amigas y las amigas la miraron a ella, con las cejas levantadas, listas para acudir al rescate.

Ella miró a Peter y dijo:

—Me llamo Misty. —Y le ofreció la mano.

Y lentamente, y sin dejar de mirarla, Peter extendió el brazo y abrió el cierre del broche. La cara se le contrajo de dolor y todos los músculos se le tensaron un segundo. Sus ojos parecieron cerrarse de tantas arrugas que le salieron cuando se sacó la larga aguja del jersey.

Cuando se la sacó del pecho.

De tu pecho. Manchada de tu sangre. Cerró otra vez la aguja y le puso el broche en la palma de la mano.

Y dijo:

—Entonces, ¿te quieres casar conmigo?

Lo dijo como un desafío, como si estuviera buscando pelea, como si le tirara un guante a los pies. Como un reto. Un duelo. La recorrió entera con la mirada: el pelo, los pechos, las piernas, los brazos y las manos, como si Misty Kleinman fuera el resto de su vida.

Querido Peter, ¿notas esto?

Y la pequeña idiota del poblado de caravanas cogió el broche.

3 DE JULIO

Ángel le dice que cierre el puño. Le dice:

—Estira el dedo índice como si fueras a hurgarte la nariz.

Le coge la mano a Misty, con el dedo estirado, y se la sostiene de forma que la yema del dedo roce la pintura negra de la pared. Le mueve el dedo para que vaya siguiendo el rastro de pintura negra en espray, los fragmentos de frases y garabatos, los goterones y las manchas, y Ángel dice:

—¿Notas algo?

Solamente para que conste en acta, son un hombre y una mujer muy juntos en una habitación a oscuras. Se han metido por un agujero en la pared y la propietaria está esperando fuera. Para que quede claro que esto es el futuro, Ángel lleva unos pantalones de cuero marrón ajustados que huelen igual que el betún. Igual que los asientos de cuero de los coches. Igual que te huele la cartera empapada de sudor después de que la hayas llevado en el bolsillo de atrás mientras conducías durante un día caluroso de verano. Ese olor que antes Misty fingía odiar, así es como los pantalones de cuero de Ángel huelen ahora que están pegados a ella.

De vez en cuando la propietaria que está fuera le da una patada a la pared y grita:

—¿Quieren decirme qué están haciendo los dos ahí dentro?

El parte de hoy anuncia calor y sol con algunas nubes dispersas y ha llamado una propietaria desde Pleasant Beach para decir que le ha desaparecido el rincón del desayuno y que alguien tendría que venir a verlo enseguida. Misty ha llamado a Ángel Delaporte y él ha ido a buscarla a la llegada del ferry para ir los dos juncos en coche. Se ha traído su cámara, y una bolsa llena de lentes y película.

Ángel, tal vez te acuerdes, vive en Ocean Park. Una pista: le emparedaste la cocina. Dice que la forma en que escribes las emes, con el primer montículo más grande que el segundo, demuestra que valoras tu propia opinión por encima de la opinión pública. Que tu forma de trazar las haches minúsculas, con el trazo final retrocediendo por debajo del montículo, muestra que no estás dispuesto a comprometerte. Es grafología, una ciencia seria, dice Ángel. Después de ver las pintadas de su cocina desaparecida pidió ver las de otras casas.

Solamente para que conste en acta, Ángel dice que la forma en que escribes las ges minúscula— y las ies griegas, con el rabito inferior hacia la izquierda, quiere decir que estás muy...

Y Misty le contesta que en eso tiene razón.

Ángel y ella han ido en coche a Pleasant Beach y una mujer les ha abierto la puerta de su casa. Se los ha quedado mirando, con la cabeza tan inclinada hacia atrás que se miraba también la nariz, con la barbilla proyectada hacia delante y los labios fuertemente apretados, con los músculos de las esquinas de la mandíbula, los músculos maseteros, cerrados como pequeños puños, y ha dicho:

¿Es que Peter Wilmot es demasiado perezoso para venir a dar la cara?

El pequeño músculo que le iba del labio inferior a la barbilla, el
mentalis
, estaba tan tenso que parecía que su barbilla tuviera un millón de granitos. Y les ha dicho:

—Mi marido lleva haciendo gárgaras desde esta mañana.

El
mentalis
, el
corrugator
, todos esos pequeños músculos de la cara, son las primeras cosas que te enseñan en la clase de anatomía de la facultad de bellas artes. Después ya puedes distinguir una sonrisa falsa porque los músculos
risorius
y
platysma
tiran del labio interior hacia abajo y hacia afuera, tensándolo y dejando al descubierto los dientes de abajo.

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