Siempre la misma diatriba escrita por todas las paredes. En todas esas casas de veraneo. Escrita en una enorme espiral que empieza en el techo y gira hacia el suelo, dando vueltas y más vueltas de forma que uno tiene que ponerse en el centro de la habitación y girar para leerla hasta que se marea. Hasta que uno tiene ganas de vomitar. Bajo la luz de la linternita del llavero, lee: «... moriréis a pesar de todo vuestro estatus...».
—Mire —dice ella—. Ahí tiene su cocina, justo donde pensaba usted. —Da un paso atrás y le da la linternita.
Todos los contratistas firman su trabajo, dice Misty. Marcan su territorio. Los carpinteros que hacen los acabados escriben en el subsuelo antes de poner el parquet de madera noble o el asiento de la moqueta. Escriben en las paredes antes de empapelar o embaldosar. Eso es lo que hay dentro de las paredes de todo el mundo, ese registro de imágenes, oraciones y nombres. Fechas. Una cápsula temporal. O peor, se pueden encontrar tuberías de plomo, amianto, moho venenoso, cables en mal estado. Tumores cerebrales. Bombas de relojería.
La prueba de que ninguna inversión te pertenece para siempre.
Lo que realmente no quieres saber pero tampoco te atreves a olvidar.
Con la cara pegada al agujero, Ángel Delaporte lee:
—«... quiero a mi mujer y a mi hija...». —Lee—: «... no voy a ver cómo los parásitos indeseables hacéis bajar a mi familia más y más por la escala...».
Se apoya en la pared, con la cara pegada al agujero, y dice:
—Esta caligrafía es fascinante. Mire cómo escribe las tes en «puta» y «estatus»: la linea superior es tan larga que llega hasta el final de la palabra. Eso quiere decir que en el fondo es un hombre muy cariñoso y protector. —Dice—: ¿Ve la eme de «mataré»? El hecho de que la primera pierna sea tan larga indica que le preocupa algo.
Embutiendo la cara en el agujero, Ángel Delaporte lee:
—«... la isla de Waytansea matará a todos los hijos de Dios si así conseguimos salvar a los nuestros...».
Dice que el hecho de que las íes mayúsculas sean finas y acaben en punta demuestra que Peter tiene una mente brillante pero que su madre le provoca un miedo mortal.
Las llaves le tintinean cuando mete la línternita en el agujero. Enfoca a su alrededor y dice:
—«... he bailado con vuestro cepillo de dientes metido en...».
Aparta la cara de la pared y dice:
—Sí, sí que es mi cocina. —Se bebe lo que le queda de vino, agitándolo ruidosamente dentro de las mejillas. Se lo traga y dice—: Ya sabía yo que tenía una cocina en esta casa.
La pobre Misty dice que lo siente. Que abrirá de nuevo el umbral. Probablemente el señor Delaporte quiera hacerse una limpieza bucal esta tarde. Eso y tal vez ponerse la vacuna del tétanos. Y tal vez también algo de gamaglobulina.
El señor Delaporte toca con el dedo una mancha grande y mojada que hay junto al agujero de la pared. Se lleva el vaso de vino a la boca, lo mira con ojos bizcos y lo encuentra vacío. Toca la mancha mojada del papel de pared azul. Luego pone cara de asco, se seca el dedo en el costado del albornoz y dice:
—Espero que el señor Wilmot tenga un buen seguro y bastantes ahorros.
—El señor Wilmot lleva varios días inconsciente en el hospital.
Delaporte se saca un paquete de cigarrillos del bolsillo del albornoz, lo agita hasta sacar uno y dice:
—¿Así que ahora lleva usted su empresa de reformas?
Y Misty intenta reírse.
—Yo soy la gorda asquerosa —dice.
Y el hombre, el señor Delaporte, dice: —¿Cómo?
—Soy la mujer de Peter Wilmot. Misty Marie Wilmot, la mismísima puta monstruosa y malhumorada en carne y hueso. Y ella le dice:
—Estaba trabajando en el hotel Waytansea cuando usted ha llamado esta mañana.
Ángel Delaporte asiente y mira su vaso vacío de vino. El vaso húmedo de sudor y manchado de huellas dactilares. Sostiene el vaso de vino vacío en alto delante de la mujer y dice:
—Si quiere le pongo una copa.
El hombre mira el punto de la pared de su comedor donde ella ha apoyado la cara y donde ha dejado que una lágrima se le escapara y le manchara el papel a rayas azules. Una huella mojada del ojo, con las patas de gallo alrededor, el
orbicularis oculi
entre rejas. Sin soltar el cigarrillo apagado, coge con la otra mano el cinturón del albornoz de tela de toalla y restriega la mancha de la lágrima.
—Le voy a regalar un libro. Se llama Grafología. Ya sabe, el análisis de la caligrafía.
Y Misty, que realmente se había creído que la casa de los Wilmot, los dieciséis acres en Birch Street, significaban que vivirían felices y comerían perdices, dice:
—¿No querrá alquilar una casa para el verano? —Mira su vaso de vino y dice—: Una casa grande y vieja de piedra. Está en la isla, no en el continente.
Y Ángel Delaporte la mira por encima del hombro. Mira las caderas de Misty, luego le mira los pechos enfundados en el uniforme de color rosa y por fin la cara. Frunce los ojos, niega un poco con la cabeza y dice:
—No se preocupe, no tiene el pelo tan gris.
El hombre tiene las mejillas y las sienes, los alrededores de los ojos, todas embadurnadas de polvo de escayola.
Y Misty, tu mujer, extiende la mano hacia él, con los dedos abiertos. Con la palma hacia arriba, y la piel roja e irritada, ella le dice:
—Eh, si no se cree que soy quien digo —dice—, puede olerme la mano.
Tu pobre mujer va corriendo del comedor a la sala de música, recogiendo candelabros de plata, relojitos dorados de repisa y porcelanas de Dresde y metiéndolo todo en una funda de almohada. Después de trabajar el turno del desayuno, Misty Marie Wilmot está desvalijando la enorme casa de los Wilmot en Birch Street. Como si fuera una maldita ladrona en su propia casa, va haciéndose con todas las pitilleras de plata, los pastilleros y las cajitas de rapé. De las repisas de las chimeneas y las mesillas de noche va recogiendo los saleros y los adornos de marfil tallado. Lleva a cuestas la funda de almohada, pesada y repleta de salseras bañadas en bronce y de fuentes de porcelana pintadas a mano, repiqueteando.
Todavía tiene puesto el uniforme de plástico rosa, con manchas de sudor debajo de cada brazo. La identificación que lleva sujeta con un alfiler al pecho permite que todos los forasteros del hotel la llamen Misty. A tu pobre mujer. Tiene exactamente el mismo trabajo de mierda de camarera en un restaurante que tenía su madre.
Fueron infelices y comieron perdices.
Después se va corriendo a casa a hacer las maletas. Lleva a cuestas un llavero tan ruidoso como una cadena de ancla. Un manojo de llaves que parece un racimo de uvas de hierro. Hay llaves largas y cortas. Elegantes llaves maestras llenas de muescas. Llaves de acero y de latón. Algunas son llaves de barril, huecas como el cañón de una pistola. Otras son tan grandes como pistolas, la clase de pistolas que una mujer cabreada podría esconderse en la liga y usar para matar a un marido idiota.
Misty va probando llaves en las distintas cerraduras, a ver si giran. Prueba en las puertas de los armarios y las vitrinas. Va probando una llave detrás de otra, introducir y girar. Meter y dar la vuelta. Cada vez que se abre una cerradura, ella vacía dentro la funda de almohada, los relojes dorados de repisa, los servilleteros de plata y las compotas de cristal emplomado. Luego vuelve a cerrar con llave.
Hoy es día de mudanza. Vuelve a ser el día más largo del año.
Se supone que todo el mundo está haciendo las maletas en la gran casa de East Birch Street, pero no. Tu hija baja las escaleras con un total de cero prendas de ropa para ponerse durante el resto de su vida. La chiflada de tu madre sigue limpiando. Está en alguna parte de la casa, arrastrando la vieja aspiradora, a cuatro patas, recogiendo hilos y pelusas de las alfombras y metiéndolas en la boca de la aspiradora. Como si a alguien le importara una mierda el aspecto de las alfombras. Como si la familia Wilmot fuera a seguir viviendo aquí.
Tu pobre mujer, esa tonta que vino hace un millón de años de algún poblado de caravanas de Georgia, no sabe por dónde empezar.
No es que la familia Wilmot no se esperara esto. Uno no se despierta un buen día y descubre que se ha agotado el fondo fiduciario. Que a la familia no le queda ni un centavo.
Solamente es mediodía y ya está intentando acabarse la segunda copa. La segunda nunca es tan buena como la primera. La primera siempre es perfecta. Un pequeño respiro. Un detallito para hacerle compañía. Solamente faltan cuatro horas para que el inquilino venga a buscar las llaves. El señor Delaporte. Para que tengan que marcharse.
Ni siquiera es una copa de verdad. Es un vaso de vino, y solamente ha dado un trago, dos como mucho. Con todo, ayuda el mero hecho de tenerlo cerca. El mero hecho de saber que el vaso sigue medio lleno. Es un alivio.
Después de la segunda copa se tomará un par de aspirinas. Otro par de copas, otro par de aspirinas y así pasará el día de hoy.
En la mansión de los Wilmot en East Birch Street, dentro mismo de la entrada, uno encuentra algo que parecen pintadas. Tu mujer está llevando a cuestas la funda de almohada llena del botín del saqueo cuando las ve: unas palabras garabateadas en la parte de dentro de la puerta. Marcas a lápiz, nombres y fechas sobre la pintura blanca. Las rayitas oscuras empiezan a la altura de la rodilla y junto a cada una de ellas hay un nombre y un número.
Tabbi, cinco años.
Tabbi, que ahora tiene trece años y tiene rítides cantales laterales alrededor de los ojos de tanto llorar.
O: Peter, siete años.
O sea, tú a los siete años. El pequeño Peter Wilmot.
Algunos garabatos dicen: Grace, seis años, ocho años, doce años. Van hasta Grace, diecisiete años. Grace, la de los carrillos colgantes de grasa submental y las bandas platismales alrededor del cuello.
¿Te resulta familiar?
¿Algo de esto te suena?
Las marcas a lápiz, como los topes de las mareas. Los años, 1795... 1850... 1979... 2003. Los lápices antiguos eran barras finas de cera mezcladas con azufre y envueltas en cordel para que no se te ensuciaran las manos. Antes de eso solamente había muescas e iniciales talladas en la dura madera y la pintura blanca de la puerta.
Hay más nombres en el interior de la puerta que no reconocerías. Herbert, Caroline, Edna, muchos desconocidos que vivieron aquí, que crecieron y se marcharon. Primero bebés, luego niños, adolescentes, adultos y por fin muertos. Parientes carnales tuyos, familia tuya, pero desconocidos. Tu legado. Desaparecido pero no del todo. Olvidado pero dejado aquí para que alguien lo descubra.
Tu pobre mujer está de pie delante de la puerta, mirando por última vez los nombres y las fechas. Su nombre no está entre ellos. Pobre Misty Marie, de familia inculta y pobre, con las manos irritadas y el cuero cabelludo rosado que se le ve por entre el pelo.
Y ella que pensaba que tanta historia y tanta tradición la mantendrían a salvo. Que la protegerían para siempre.
Esta no es una situación típica. Ella no es una borracha. En caso de que alguien necesite una aclaración, lo que pasa es que está sufriendo mucho estrés. Tiene cuarenta y un putos años y se acaba de quedar sin marido. No tiene título universitario. No tiene verdadera experiencia laboral, a menos que uno cuente limpiar el baño, colgar arándanos del árbol de Navidad... Lo único que tiene es una hija y una suegra a las que mantener. Es mediodía y le quedan cuatro horas para recoger todo lo que haya de valor en la casa. Empezando por la plata, los cuadros, la porcelana. Todo lo que no se pueda confiar a un inquilino.
Tu hija, Tabitha, baja las escaleras. Tiene doce años y lo único que lleva es un maletín y una caja de zapatos cerrada con gomas. Ni la ropa de invierno ni las botas. Solamente ha empaquetado media docena de vestidos de verano, unos vaqueros y el bañador. Unas sandalias y las zapatillas de tenis que lleva puestas.
Tu mujer está cogiendo la maqueta vieja y pinchuda de un barco, con las velas amarillas y rígidas y las jarcias delicadas como telas de araña, y dice:
—Tabbi, ya sabes que no vamos a volver.
Tabitha se queda de pie en el pasillo principal y se encoge de hombros:
—La abuelita dice que sí.
«Abuelita» es como llama a Grace Wilmot. Su abuela, tu madre.
Tu mujer, tu hija y tu madre. Las tres mujeres de tu vida.
Tu mujer mete una tostadora de plata de ley en su funda de almohada y grita:
—¡Grace!
El único ruido que hay en la casa es el rugido de la aspiradora procedente de las profundidades de la gran mansión. Del salón o tal vez del solario.
Tu mujer arrastra la funda de almohada hasta el comedor. Agarra un platillo de cristal y grita:
—¡Grace, tenemos que hablar! ¡Ahora!
En la parte de dentro de la puerta, el nombre «Peter» asciende hasta donde tu mujer recuerda, más alto de lo que sus labios pueden alcanzar cuando se pone de puntillas con sus zapatos negros de tacón alto. Y a esa altura pone: «Peter, dieciocho años».
Los otros nombres, Weston y Dorothy y Alice, están medio borrados. Las huellas de dedos los han emborronado, pero nadie ha pintado encima de ellos. Reliquias. Inmortales. El patrimonio que está a punto de abandonar.
Tu mujer intenta hacer girar una llave en la cerradura de un armario, echa la cabeza hacía atrás y grita:
—¡Grace!
Tabbi dice:
—¿Qué pasa?
—Es esta maldita llave —dice Misty—. No funciona.
Y Tabbi dice:
—Déjame ver —dice—. Relájate, mamá. Esta es la llave que da cuerda al reloj del abuelo.
Y en alguna parte el rugido de la aspiradora enmudece. Fuera, en la calle, pasa un coche, lento y silencioso, con el conductor inclinado sobre el volante. Con las gafas de sol sobre la frente, estirando el cuello y buscando un lugar para aparcar. A un lado de su coche hay pintada la inscripción: «Silber International: Más allá de los límites de ser usted».
Salen volando servilletas de papel y vasos de plástico de la playa al ritmo de los bajos profundos y la palabra «putas acompasada a la música de baile».
Grace Wilmot está de pie junto a la puerta principal. Huele a loción de limón y a cera abrillantadora. El pelo gris y pulimentado le queda un poco por debajo de la marca de su altura a los quince años. Prueba de que está encogiendo. Se puede coger un lápiz y hacer una marca detrás de la parte trasera de su cabeza. Se puede escribir: «Grace, setenta y dos años».