No te asustes Bichito, mi amor, le dice la niña Agustina a ese niño más pequeño que tiene abrazado, que a fin de cuentas toda esta ceremonia es para protegerte y curarte. ¿Como cuando Aquiles, Tina?, le pregunta el niño, medio repuesto ya del pánico, Sí, Bichi Bichito, como cuando a Aquiles el Colérico, y él la interrumpe para contradecirla, Me gusta más cuando decimos Aquiles, el cubierto de vello color azafrán, De acuerdo, cuando a Aquiles, el de vello color azafrán, lo bañan en aguas del Éstige para hacerlo invulnerable, Me gusta más cuando decimos en aguas del Río Infernal, Es lo mismo, Bichito, quiere decir lo mismo, lo que importa es no olvidar que como lo agarran del talón, ese punto le queda vulnerable y por ahí pueden herirlo, No Tina, no pueden porque después, de grande, Aquiles el Colérico vuelve al Río Infernal a sumergir el pie débil y de ahí en más anda blindado de cuerpo entero. Porque al Bichi siempre se la monta el padre, se la tiene jurada pese a que es el menor, en cambio a Joaco no, Joaco es mi otro hermano, el mayor de nosotros tres, y a él mi padre ni le pega ni desaprueba lo que hace, ni siquiera cuando llaman a casa del Liceo Masculino a dar quejas de él porque organizó un incendio en el cuarto de herramientas o le hizo maldades al perro del celador, y al enterarse el padre lo lleva a su estudio y allí lo regaña pero sin ganas, o con ganas de lo contrario, de hacerle ver que en el fondo le gusta que su hijo mayor sea indisciplinado, que tenga fama de crack en fútbol y que saque buenas notas, Mientras seas uno de los mejores de tu clase tienen que aguantarse que de vez en cuando te salgas con la tuya, le dice Carlos Vicente Londoño a su hijo mayor, Joaquín Londoño, que desafortunadamente no lleva su mismo nombre pero sí su mismísimo espíritu, y el hijo lo mira confiado; De nosotros tres, dice Agustina, mi hermano Joaco es el único que no sufre de terrores, porque se da cuenta de que esos ojos amarillos que tiene mi padre, esas cejas pobladas que se juntan en la mitad, esa nariz grande y esa forma rara en que el índice se le estira hasta hacerse más largo que el dedo del medio, todos esos rasgos de mi padre son exactamente iguales a los suyos, por eso padre e hijo sonríen sin que se note, aun delante del vicerrector del Liceo Masculino que ha llamado para anunciar que a Joaco le pondrán matrícula condicional porque toma cerveza en los recreos, pero Joaco y mi padre sonríen porque saben que en el fondo los dos son idénticos, una generación después de la otra, estudiando en el mismo colegio para varones, emborrachándose en las mismas fiestas, a lo mejor hasta empezando incendios en el mismo sitio o haciendo sufrir al mismo perro viejo, ese perro cuidandero que aún no se muere y que no se va a morir porque su suerte es estar todavía ahí cuando el hijo de Joaco, el nieto del padre, nazca y crezca lo suficiente para prolongar por tres generaciones su largo tormento de perro miserable, mira Bichi, mi dulce niño pálido, no podemos culpar a mi padre por preferir al Joaco, a fin de cuentas tú y yo celebramos ceremonias que no deberíamos, ¿entiendes lo que te digo?, cometemos pecados y lo que mi padre quiere es corregirnos, que para eso están los padres. Dice Agustina, Mi papá quería que su primogénito se llamara como él, Carlos Vicente Londoño, según cuenta mi madre ése era su gran anhelo pero por andar en sus asuntos no llegó a tiempo al bautizo, o al menos de eso lo acusa mi madre y no le falta razón, porque mi padre nunca fue de los que llegan cuando uno los está esperando, así que los padrinos aprovecharon su ausencia para ponerle al ahijado no el nombre de mi padre sino el del padre de la Virgen María, es decir Joaquín, a lo mejor creyendo que así la criatura caminaría mejor protegida por este valle de lágrimas, la madrina aseguró que en el Santoral no se conoce ningún Carlos Vicente porque ése no es nombre cristiano, o acaso alguien ha oído hablar de san Carlos Vicente obispo o san Carlos Vicente mártir, así que se convencieron de que era mejor ponerle Joaquín, y desde ese momento empezó la historia de esa gran frustración de mi padre. Para lograr que la perdonara, Eugenia, la madre, le aseguraba que al segundo hijo sí le pondrían Carlos Vicente, Pero la que nací fui yo y como resulté hembra me pusieron Agustina y con eso aumentó el mucho esperar en vano a que por fin naciera el elegido que habría de llevar El Nombre, hasta que le tocó el turno de nacer al Bichi y por consenso y sin discusiones le pusieron Carlos Vicente Londoño, tal como estaba escrito y planificado en la obsesión de mi padre, pero la vida es tan tornadiza que él nunca quiso decirle así y por eso tuvimos que inventarle tanto apodo, que Bichi, que Bichito, que Charlie Bichi, que Charlie, todos nombres a medias, como de mascota. Qué culpa tienes tú, Bichi Bichito, de no parecerte a mi padre, de ser idéntico a mi madre y a mí; ella, tú y yo de piel tirando hacia lo demasiado pálido; asombroso, mi madre que se crió orgullosa de ser aria y justo se fue a casar con uno que medio la desdeñaba por desteñida y por pobre; blanquiñosos nos dice mi padre cuando nos ve en vestido de baño en la piscina de la finca Gai Repos, en Sasaima, y antes de que el Bichi vuelva a preguntarle qué quiere decir Gai Repos, Agustina le repite Quiere decir alegre descanso en alguna de las lenguas europeas que sabía hablar el abuelo Portulinus, que fue quien primero llegó a Sasaima, compró esa finca y la bautizó; eso te lo he explicado mil veces y con ésta van mil y una pero tú nada que aterrizas, qué problema contigo, Bichi Bichito, a veces pienso que tiene razón mi padre cuando dice que eres un niño que vive en las nubes y que de allá no hay quién te baje.
Nunca le ha perdonado a Agustina que viva conmigo, dice Aguilar refiriéndose a Eugenia, su suegra, a quien no conoce y probablemente no va a conocer nunca. Antes del delirio, cuando Agustina aún no suplantaba la realidad, o al menos no tan sistemáticamente, Aguilar no se preocupaba por preguntarle sobre su pasado, su familia, sus recuerdos buenos o malos, en parte porque su oficio de profesor lo mantenía asfixiado de trabajo y en parte, valga la verdad, porque no le interesaba gran cosa, Me sentía unido a la Agustina que vivía conmigo aquí y ahora pero no tanto a la que pertenecía a otros tiempos y a otras gentes, y hoy, cuando sería decisivo reconstruir el rompecabezas de su memoria, Aguilar llora sobre las preguntas que no le hizo, extraña esos interminables relatos suyos, que encontraron en él oídos sordos, acerca de peleas con los padres o con pasados amores, Me arrepiento y me culpo por todo aquello que no quise ver cuando ella intentó mostrármelo porque preferí seguir leyendo, porque no tenía tiempo, porque no le concedí importancia o por la flojera que me daba escuchar historias ajenas, mejor dicho historias de su familia, que me aburrían sobremanera. Esa gente se ha negado a tratarme porque les parezco un manteco, la misma Agustina me confesó alguna vez que ésa es la palabra que usan para referirse a mí, un manteco, o sea un clasemedia impresentable, un profesor de mediopelo, y eso que aún no saben que desde hace un tiempo ando sin trabajo; Agustina le contó que además enumeran otros inconvenientes, como que no se ha divorciado de su primera esposa, que no habla idiomas, que es comunista, que no gana suficiente, que parece vestido por sus enemigos. Es cosa más que sabida que entre esa gente y la mía se levanta una muralla de desprecio, dice Aguilar, pero lo extraño, lo verdaderamente intrigante es que la clase a la que pertenece Agustina no sólo excluye a las otras clases sino que además se purga a sí misma, se va deshaciendo de una parte de sus propios integrantes, aquellos que por razones sutiles no acaban de cumplir con los requisitos, como Agustina, como la tía Sofi; me pregunto si la condena de ellas se decidió desde el momento en que nacieron o si fue consecuencia de sus actos, si fue el pecado original u otro cometido por el camino el que les valió la expulsión del paraíso y la privación de los privilegios, Agustina entre sus muchas faltas incurrió en una capital que fue meterse conmigo, porque el punto número uno del reglamento interno que rige a sus gentes es no andar codeándose con los inferiores y mucho menos metiéndose entre la cama con ellos, aunque claro, Agustina ya estaba desterrada cuando optó por mi compañía, así que quién sabe qué otros crímenes habrá cometido antes. Dice Aguilar que no quiere hablar más de la suegra porque le fastidia el tema, pero sólo por trazar un perfil del personaje se anima a contar que a raíz de esta crisis de Agustina les hizo la llamada telefónica más absurda, Mi suegra llama muy rara vez a nuestra casa y cuelga si soy yo quien le contesta, pero el otro día se dignó hablarme por primera vez en los tres años que llevo viviendo con su hija, y eso sólo porque Agustina se agitó muchísimo cuando supo que era su madre y se negó a pasarle al teléfono, No quiero hablar con ella porque su voz me enferma, repetía y repetía hasta que entró en uno de esos estados límites de ansiedad, así que a Eugenia no le quedó más remedio que hablar conmigo pero sin decirme nunca por el nombre, haciendo malabares con el idioma para evitar la alusión a mi vínculo con Agustina y usando un tono impersonal como si yo fuera el telefonista o el enfermero, es decir como si yo no fuera nadie y ella estuviera dejando un mensaje en el contestador, así fue como anunció que de ese momento en adelante se haría cargo de Agustina, Mire, señor, lo que mi hija necesita es descanso, me dijo, o no me dijo sino que le dijo a ese Nn que tenía al otro lado de la línea, le advierto que hoy mismo me llevo a Agustina para un spa en Virginia, Cómo así que un spa en Virginia, señora, de qué me está hablando, le reviró Aguilar, y como junto a él Agustina gritaba que la voz de su madre la enfermaba, él tenía dificultades para escuchar a su suegra, que le estaba enumerando los tratamientos reconstituyentes que recibiría su hija en uno de los mejores spas del mundo, baños termales, terapia floral, masaje con algas hasta que Aguilar la paró en seco, Oiga, señora, el problema es sumamente serio, Agustina está mal, está en un estado de agitación incontrolable y usted me viene con que pretende llevársela a hacer meditación zen, Y quién es usted, señor, para decirme a mí qué es lo que le conviene a mi hija, al menos tenga la cortesía de preguntarle a ella si quiere o no quiere, Agustina, pregunta tu madre si quieres ir con ella a unos baños de aguas termales en Virginia, escúchela usted misma, señora, Agustina está diciendo que lo único que quiere es que colguemos ya el teléfono. Pero Eugenia, que parecía no oír o no querer oír, le comunicó a Aguilar que fuera como fuera la decisión estaba tomada y que su hija debía esperarla abajo, en la portería del edificio, pasaporte en mano y listo el maletín de viaje porque pasaría a recogerla dos horas más tarde para salir de viaje, Y como no tendré dónde parquear y ese barrio es tan peligroso, dígale por favor a mi hija que no me haga esperar, Pues no señora, Agustina no va a salir de esta casa por ningún motivo, así que bien pueda, vaya usted sola a que le pongan algas en Virginia, le dije y enseguida me arrepentí, mejor hubiera sido soltarle un no rotundo pero educado, me dejé ver el cobre, pensé, esta mujer cree que yo soy un patán y le acabo de demostrar que está en lo cierto. Molesto por haberme equivocado, perdí por un momento el hilo de la conversación y cuando me di cuenta Eugenia ya iba en Usted no sabe lo que esa muchacha me ha hecho sufrir, siempre ha sido sumamente desconsiderada conmigo, y Aguilar no podía creer lo que estaba escuchando, ahora resultaba que la víctima era Eugenia y que en realidad no estaba llamando a ofrecer su ayuda sino a presentar un memorial de agravios, y pese a que era la primera vez que la madre de Agustina y él cruzaban palabra, terminaron peleándose por teléfono con desenvoltura de viejos contendientes y lo que empezó siendo un intercambio breve y seco, en el que se sopesa cada palabra para no rebasar lo estrictamente impersonal, terminó de parte y parte en un diálogo de folletín, con atropellado intercambio de frases mal construidas, peor pensadas y tan llenas de mutuos reclamos que aquello resultó de una repugnante intimidad, O al menos así lo sentí yo, dice Aguilar, fue como si un desconocido pisara sin querer a otro por la calle y los dos suspendieran toda actividad para dedicar la tarde a escupirse a la cara, yo le reclamaba Lo que usted quiere no es curar a su hija, señora, sino separarla de mí, y ella me gritaba Usted me quitó a mi hija, señor, en un tono decididamente cursi del cual debe arrepentirse todavía, porque el patetismo se da por descontado en un pequeñoburgués como yo pero resulta imperdonable en una gran señora como ella, y es que para colmo yo a ella le sostenía el señora y ella a mí no me bajaba el señor, yo volaba de los nervios y supongo que ella también porque la voz le sonaba muy entrecortada, hasta que Aguilar le dijo que no cuatro o cinco veces seguidas, No no no, no señora, Agustina no sale de aquí, y entonces Eugenia le colgó el teléfono sin despedirse y hasta el sol de hoy.
Siendo músico de profesión, el abuelo Portulinus organizó su economía dando clases de piano a las hijas de las familias acomodadas del pueblo de Sasaima, entre ellas a Blanca Mendoza, una muchacha menuda que según se hizo evidente desde la primera lección, para pianista no prometía por su escaso oído y sus manos gruesas, y en efecto Portulinus nunca logró enseñarle ni siquiera las escalas musicales, pero en cambio terminó casándose con ella pese a que la doblaba en edad, y si lo hizo fue en parte por amor y en parte por compromiso, porque la dejó preñada en un acto irreflexivo y desconsiderado que se consumó a escondidas de los padres de ella y probablemente en contra de la voluntad de ella misma, comienzo de pésimo augurio para cualquier matrimonio, pero a la larga más que el augurio terminó pesando el manejo que el hombre le dio a su destino, y veinte largos años de fidelidad conyugal inquebrantable demostraron que si el abuelo Portulinus se había casado con esa niña que era entonces la abuela Blanca, lo había hecho más por amor que por compromiso. Además de cobrar por las lecciones de piano, Portulinus componía por encargo, para matrimonios, serenatas y festejos, ciertas tonadas regionales como bambucos y pasillos que según el decir de su esposa, pese a lo alemán le salían cadenciosos y andinos, y que llegaban al corazón de las gentes aunque en sus letras mencionaran veranos azules, nieves de antaño, bosques de pino, tonos ocres del otoño y otras añoranzas igualmente desconocidas en la ecuatorial Sasaima, donde nadie ponía en duda que Nicolás Portulinus fuera un hombre bueno, y si bien eran registradas ciertas rarezas de su carácter, se las pasaba por alto porque se le atribuían a su condición de forastero. Pero lo cierto es que a ratos, como por rachas, el abuelo Portulinus sufría alteraciones del ánimo más o menos severas y durante meses abandonaba las lecciones, dejaba de tocar y de componer y sólo rugía, o farfullaba, al parecer atormentado por ruidos que no provenían de este mundo, o al menos de eso se quejaba ante su mujer. Blanca, mi dulce Blanca, tu solo nombre despeja mis tinieblas, le decía cuando ella lo sacaba al campo para sosegarlo, corría de la mano de ella y luego tropezaba y salía rodando, como un niño gordo, por los altos y olorosos pastizales del verano, si bien se comprende que no era éste el verano de Sasaima, que allí no hay sino una sola y misma estación continuada durante los 365 días del año, sino aquel otro verano, tan distante ya, el que perdura en la dolida memoria de un extranjero.