Déjame que te cuente... (17 page)

BOOK: Déjame que te cuente...
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—Piadosas para con uno mismo —le conté.

—Qué bueno, Demián. Nunca lo había pensado así. Me parece una idea poderosa —premió el gordo—. Las mentiras “piadosas” siempre son sospechosas y abren interrogantes, a veces complicados desde el punto de vista moral y filosófico. Uno de los planteos éticos más trascendentes que conozco es el dilema socrático del hombre y el esclavo.

La última vez que llegó a mí, lo mencionó Lea en un grupo de parejas que coordinábamos juntos. Cuando la escuché, resonó dentro de mí y recordé vagamente haber leído alguna vez la historia, restándole importancia. Sin embargo, al ver la discusión planteada entre quienes escuchaban y asistir a mis propios procesos interiores, me di cuenta de que tenía una cosa más que agradecerle a Lea aparte de su amistad…

El relato es bien simple:

Voy paseando por un camino solitario, disfruto del aire, del sol, de los pájaros y del placer de que mis pies me lleven por donde ellos quieran.

A un costado del camino, encuentro un esclavo durmiendo. Me acerco y descubro que está soñando, de sus palabras y gestos adivino… sé lo que sueña: El esclavo está soñando que es libre. La expresión de su cara refleja paz y serenidad. Me pregunto… ¿Debo despertarlo y mostrarle que sólo es un sueño, y que sepa que sigue siendo un esclavo? ¿O debo dejarlo dormir todo el tiempo que pueda, disfrutando aunque sea en sueños, de su realidad fantaseada?

—¿Cuál es la respuesta correcta?… —agregó Jorge.

Me encogí de hombros.

—No hay respuesta correcta —siguió Jorge—. Cada uno debe encontrar la propia respuesta, y no hay lugar afuera donde buscarla.

—Yo creo que me quedaría paralizado frente al esclavo, sin saber qué hacer —dije.

—Voy a darte una ayudita, que por lo menos en algún caso te puede servir, mientras estás paralizado acércate al esclavo y míralo. Si el esclavo soy yo, no lo dudes: ¡DESPIÉRTAME!

LA ESPOSA DEL CIEGO

Ese día venía vindicativo.

—Parece que dijeras que no hay problema en la mentira, pero mentir está mal. Eso es lo que nos enseñaron.

—¿Estás seguro, Demi? ¿Será cierto que nos enseñaron a no mentir? Yo no estoy tan seguro… Imagínate esta escena (sucede todos los días, en todas las casas de todas las ciudades).

El niño acaba de ser descubierto en una mentira.

El padre comprensivo y moderno, sabe que no es importante ESA mentira sino el concepto moral del mentir, así que… el padre deja de hacer lo que está haciendo y se sienta con su hijo para explicarle en lenguaje sencillo, porqué tiene que decir siempre la verdad… pase lo que pase y caiga quien cai…

Suena el teléfono.

El hijo, que está tratando de hacer buena letra, dice: —¡Yo voy! —y corre a atender.

Al rato, regresa.

—Es el corredor de seguros, papi.

—¡Uf! ¿justo ahora? Dile que no estoy.

—¿Nos enseñan a no mentir?

No creo. Nos dicen que no hay que mentir, eso sí.

Pero… nuestros padres, nuestros maestros, nuestros sacerdotes, nuestros gobernantes, ¿nos enseñan que no hay que mentir?

Jorge hizo una pausa, cebó un mate y siguió: —Parece que entráramos en otro campo, el campo personal y subjetivo de qué le pasa a cada uno frente a la mentira. Y, en todo caso, por qué estaría mal mentir. Miles de veces hemos visto juntos que la sociedad en que vivimos detesta los individuos impredecibles. Esto significa una pérdida de control que complica las reglas de juego de la convivencia, por lo menos en el sistema tal como está estructurado. En este sistema, mentir está mal porque si mientes nunca voy a poder saber a ciencia cierta, qué piensas, qué haces, ni qué te pasa. Para conservar el control de la situación yo, como todos, necesitamos hechos verdaderos y si mis sentidos no alcanzan a informarme, necesito de la información que me des, necesito creer que lo que me dices es cierto.

—Pero si no puedo confiar en lo que me dicen los demás —argumenté— tampoco puedo vivir.

—Nadie puede prohibirte que confíes, Demián. Lo que cuestiono es que pretendas prohibirle al otro que mienta.

—Pero, Jorge, si cada uno dijera lo que se le canta, todo se volvería un horror. Si todos mienten y nadie puede creer en nadie, la situación se transforma en un caos.

—Es una posibilidad —dijo el gordo— pero no es la única. Hay otra posibilidad que es la que a mí me gusta pensar como más probable. Dijimos que uno miente porque juzgándose a sí mismo, teme el juicio de los demás. Dijimos también que el que miente ya se condenó.

Pero imagínate un mundo en libertad, un mundo de permisos inconmensurables, un mundo donde nada tenga que ser prohibido, inconveniente ni obligatorio…

En un mundo así, nadie se condenaría, ni se juzgaría, ni esperaría juicios críticos de los demás. Y entonces, quizás suceda que con la libertad de mentir o no mentir, con el permiso de decir la verdad u ocultarla, quizás suceda que todos a la vez dejemos de mentir y el universo se transforme por fin en un espacio confiable y relajado…

Esa también es una posibilidad, Demián.

—¿Estás seguro de que esa es una posibilidad?

—No, no estoy seguro. Pero hay tantas cosas de las cuales estoy seguro, que prefiero creer con seguridad en esta, que aunque no lo es, por lo menos tiene la ventaja de ser deseable.

—A ti cualquier colectivo te lleva.

—No sé si me lleva, pero si tiene el número que yo espero, yo subo.

— Dime, gordo, si es verdad que tu sueño es posible, ¿por qué el mundo no se decide a transitar ese espacio “relajado y confiable”, como tú dices?

—Porque primero, Demi, tiene que vencer el miedo.

—¿Qué miedo?

—El miedo a la verdad. Algún día te contaré el cuento de la tiendita de la verdad.

—¿Por qué no hoy?

—Porque hoy es el día de otro cuento…

Había en un pueblo un señor, que tenía una rara enfermedad en los ojos.

El hombre había estado ciego los últimos treinta años de su vida.

Un día llegó al pueblo un famoso médico a quien se consultó por su caso.

El doctor aseguró que operando al hombre, podía devolverle la vista.

Su esposa (que se sentía vieja y fea) se opuso…

LA EJECUCIÓN

—Pero entonces, la sinceridad no tiene valor para ti —protesté.

—Claro que la tiene, Demián. Lo que pasa es que me niego a instituirla por decreto.

—¿Y cómo se va a dar ese mundo deseado por ti y por mí?

—Andando el tiempo y andando la vida, te va a pasar, te está pasando ya, que te vas a encontrar con otros y con otras con quienes eres tan libre que no necesitas mentir. Te vas a encontrar con algunos a quienes podrás permitirles tanto que sean como son, que jamás se les ocurrirá mentirte. Esos son tus verdaderos amigos, cuídalos —sentenció Jorge—. Y si esos amigos y tú se dan cuenta de que con ustedes empieza un nuevo orden…

— Dime, ¿para ti la franqueza es patrimonio exclusivo de la amistad?

—Sí. Pero cuidado, que la franqueza es una cosa y la sinceridad es otra.

—¿Otra más?

—¡Otra!

—¿A ver?

—Franqueza viene de franco, de abierto. Recuerda la idea de “libre paso”. Ser franco significa: No hay ningún espacio oculto en mi interior al cual esté vedado el ingreso. No existe ningún rincón de mi pensamiento, sentimiento o recuerdo que no conozca o que yo quisiera mantener reservado. La sinceridad es mucho menos. La sinceridad para mí es: “Todo lo que te digo es cierto, por lo menos cierto para mí” (es decir “No te miento”, como dirías tú).

—O sea que se puede ser sincero y no ser franco.

—Absolutamente. La franqueza, Demián, es una relación sibarítica, como el Amor (así con mayúscula) un sentimiento reservado para pocos, muy pocos.

—Pero Jorge, si esto es cierto, yo puedo tener espacios de mí que te son vedados, sin dejar por eso de ser sincero. Es como decir que ocultar no es mentir.

—Por lo menos para mí, ocultar no es mentir. Claro, siempre y cuando no mientas para ocultar.

—Ejemplo, “please”.

DIALOGO EN UNA PAREJA:

—¿Qué te pasa?

—Nada…

(Sí, algo le pasa y él sabe que algo le pasa, aunque no sepa qué.

Está mintiendo.)

OTRO CASO:

—¿Qué te pasa?

—No sé…

(Sí, algo le pasa y él sí sabe que le pasa, entonces está mintiendo.)

UNO MAS:

—¿Qué te pasa?

—No te quiero contestar ahora.

(Será más jodido, pero este oculta y es sincero.) —Pero, Jorge, en los primeros dos ejemplos mi pareja me lo banca o me comprende. En el último, me manda a la mierda.

—Bueno, quizás sea hora de replantearte qué clase de pareja tienes, que comprende y banca cuando mientes y castiga cuando eres sincero.

—¿Siempre tienes una respuesta?

—¡Sí! Todos tenemos siempre una respuesta. Aunque esta sea a veces el silencio, otras la confusión y otras la fuga.

—Me tienes podrido.

—A mí también me tengo podrido.

—A ver, gordo, déjame hacer un resumen.

—Dale.

—Tú dices que no avalas la postura de clasificar el mentir como malo. Dices que esta es una decisión de cada uno en cada momento.

—Y en cada relación —agregó Jorge.

—Y en cada relación —asentí—. Sostienes además que mentir no es ocultar.

—No, sostengo que ocultar no es mentir. Que no es lo mismo.

—Verdad. Y dices también que la sinceridad hay que reservarla para los amigos y la franqueza para “los elegidos”. ¿Eso?

—Sí. Más o menos.

—Bien, entonces que yo crea en lo que dices, siempre va a depender de la relación entre tú y yo. De mi confianza o de mi amor.

—Por supuesto. De eso y de tus ganas.

—¿Qué ganas?

—¿Te cuento un cuento?

En un lejano país había un señor feudal, cuyo poderío sólo era equiparable a su crueldad.

En su territorio imperaba su ley y a los campesinos les estaba prohibido hasta mencionar su nombre. El pueblo vivía oprimido por los alguaciles que él designaba y agobiado por los recaudadores de impuestos, que les quitaban las pocas monedas que podían obtener vendiendo sus cosechas, sus vinos o sus trabajos manuales.

Nolav, que así se llamaba el señor, tenía un poderoso ejército del que cada tanto surgían algunos jóvenes oficiales que intentaban algún motín para derrocarlo… Pero el Tirano doblegaba todos esos intentos a sangre y fuego.

El sacerdote del pueblo era tan bondadoso, como malvado el gobernante. Un hombre respetuoso de su fe y que dedicaba su vida a ayudar a otros y a enseñar lo mucho que sabía.

Vivían con él en su casa 15 a 20 discípulos, que seguían su camino y aprendían de cada gesto y de cada palabra de su maestro.

Un día, después de la oración matinal, reunió a sus discípulos y les dijo:

—Hijos míos, debemos ayudar a nuestro pueblo. Ellos podrían luchar por su libertad, pero el Señor de la Tierra les ha hecho creer que tiene demasiado poder para que los hombres y mujeres se animen a enfrentarlo. El miedo por Nolav ha crecido con ellos y a menos que hagamos algo, morirán esclavos.

—Lo que tú digas será hecho —contestaron al unísono.

—¿Aunque cueste la vida de ustedes? —preguntó.

—¿Qué es la vida si uno, pudiendo ayudar a su hermano, no lo hace? —contestó uno de los discípulos que hablaba como vocero de todos.

Llegó el día quinto del tercer mes. Ese día se festejaba en el palacio el cumpleaños del amo. Y por única vez en el año, el Señor de la Tierra paseaba en su carruaje y por el pueblo.

Rodeado por una fuerte custodia y ataviado con trajes bordados en oro y piedras preciosas, Nolav empezó su paseo esa mañana.

Había un bando que ordenaba que todos los campesinos debían postrarse ante el paso del carruaje real, en señal de respeto.

Para sorpresa de todos, a pocas cuadras del palacio el carruaje pasó por una calle y uno de los súbditos permaneció de pie a su paso. Los guardias lo detuvieron inmediatamente y lo llevaron ante el Señor.

—¿No sabes que debes inclinarte?

—Lo sé, Alteza.

—E igual no lo hiciste.

—No lo hice.

—¿Sabes que te puedo condenar a muerte?

—Eso espero, Alteza.

Nolav se sorprendió de la respuesta, pero no se intimidó.

—Bien, si esta es la forma en que quieres morir, al atardecer el verdugo se ocupará de tu cabeza.

—Gracias, mi señor —dijo el joven y se arrodilló sonriente.

De entre la multitud, alguien gritó.

—Mi Señor, mi Señor, ¿puedo hablar?

El dictador le permitió acercarse.

—Dime.

—Permitidme mi señor que sea yo y no él, el que muera el día de hoy.

—¿Estás pidiendo ser ejecutado en su lugar?

—Sí Señor, por favor, siempre os fui fiel. Permitídmelo, por favor.

El amo se sorprendió y preguntó al condenado: —¿Es tu familiar?

—Jamás lo vi en mi vida. No le permitas reemplazarme, la falta es mía y es mi cabeza la que debe rodar.

—No, Alteza, la mía.

—No, la mía.

—La mía.

—Silencio —gritó el Señor— puedo complaceros a los dos.

Ambos serán decapitados.

—Bien, Majestad, pero por ser el primer condenado creo que tengo derecho de ser el primero.

—No, Señor ese privilegio me pertenece a mí, que ni siquiera he ofendido a su Alteza.

—Basta ya, ¿qué es esto? —gritó Nolav—. Callaos y os concederé el privilegio de ser ejecutados a la vez, hay más de un verdugo en esta tierra.

Una voz se alzó entre la multitud.

—En ese caso, Señor, yo también quiero estar en la lista.

—Y yo, Señor.

—Y yo.

¡El Señor feudal estaba atónito!

No entendía qué estaba pasando.

Y si había algo que ponía de mal humor al dictador era que sucediera algo sin que él pudiera entenderlo.

Cinco jóvenes sanos pidiendo ser decapitados era algo incomprensible.

Entrecerró los ojos para reflexionar.

En pocos segundos tomó una decisión. No quería que sus súbditos pensaran que le temblaba el pulso.

¡Serían cinco los verdugos!

Pero cuando abrió los ojos y miró a la gente reunida, ya no eran cinco sino más de diez las voces de los que reclamaban ser ejecutados y las manos seguían levantándose.

Esto era demasiado para el poderoso Señor Feudal.

—¡Basta! —gritó— se suspenden todas las ejecuciones hasta que yo decida quiénes van a morir y cuándo.

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