Déjame que te cuente... (12 page)

BOOK: Déjame que te cuente...
8.17Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Claro.

—Esto es, este problema empieza cuando no tienes problemas.

—¿Cómo?

—Claro, cuando todo mejora.

—¡Y… sí!

— Dime, Demián, ¿cómo te suena esto de admitir que tienes un problema que empieza “cuando todo mejora”?

—Me siento un estúpido.

—Lo que es, es —me dijo el gordo—. Hace mucho que no te cuento un cuento de un rey.

—Verdad.

—Había una vez un rey, digamos “clásico”.

—¿Qué es un rey “clásico”?

—Un rey “clásico” en un cuento, es un rey muy poderoso, que tiene una gran fortuna, un hermoso palacio, grandes manjares a su disposición, hermosas esposas, y acceso a todo lo que se le ocurra. Y a pesar de todo eso, no es feliz.

—Ah…

—Y cuanto más clásico el cuento, más infeliz el rey.

—Y este rey ¿cuán “clásico” era?

—Muy clásico.

—¡Pobre!

Había una vez un rey muy triste que tenía un sirviente, que como todo sirviente de rey triste, era muy feliz.

Todas las mañanas llegaba a traer el desayuno y despertar al rey contando y tarareando alegres canciones de juglares. Una gran sonrisa se dibujaba en su distendida cara y su actitud para con la vida era siempre serena y alegre.

Un día, el rey lo mandó a llamar.

—Paje —le dijo— ¿cuál es el secreto?

—¿Qué secreto, Majestad?

—¿Cuál es el secreto de tu alegría?

—No hay ningún secreto, Alteza.

—No me mientas, paje. He mandado a cortar cabezas por ofensas menores que una mentira.

—No le miento, Alteza, no guardo ningún secreto.

—¿Por qué estás siempre alegre y feliz? ¿eh? ¿por qué?

—Majestad, no tengo razones para estar triste. Su alteza me honra permitiéndome atenderlo. Tengo mi esposa y mis hijos viviendo en la casa que la corte nos ha asignado, somos vestidos y alimentados y además su Alteza me premia de vez en cuando con algunas monedas para darnos algunos gustos, ¿cómo no estar feliz?

—Si no me dices ya mismo el secreto, te haré decapitar —dijo el rey—. Nadie puede ser feliz por esas razones que has dado.

—Pero, Majestad, no hay secreto. Nada me gustaría más que complacerlo, pero no hay nada que yo esté ocultando…

—Vete, ¡vete antes de que llame al verdugo!

El sirviente sonrió, hizo una reverencia y salió de la habitación.

El rey estaba como loco. No consiguió explicarse cómo el paje estaba feliz viviendo de prestado, usando ropa usada y alimentándose de las sobras de los cortesanos.

Cuando se calmó, llamó al más sabio de sus asesores y le contó su conversación de la mañana.

—¿Por qué él es feliz?

—Ah, Majestad, lo que sucede es que él está fuera del círculo.

—¿Fuera del círculo?

—Así es.

—¿Y eso es lo que lo hace feliz?

—No, Majestad, eso es lo que no lo hace infeliz.

—A ver si entiendo, estar en el círculo te hace infeliz.

—Así es.

—Y él no está.

—Así es.

—¿Y cómo salió?

—¡Nunca entró!

¿Qué círculo es ese?

—El círculo del 99.

—Verdaderamente, no te entiendo nada.

—La única manera para que entendieras, sería mostrártelo en los hechos.

—¿Cómo?

—Haciendo entrar a tu paje en el círculo.

—Eso, obliguémoslo a entrar.

—No, Alteza, nadie puede obligar a nadie a entrar en el círculo.

—Entonces habrá que engañarlo.

—No hace falta, Su Majestad. Si le damos la oportunidad, él entrará solito, solito.

—¿Pero él no se dará cuenta de que eso es su infelicidad?

—Sí, se dará cuenta.

—Entonces no entrará.

—No lo podrá evitar.

—¿Dices que él se dará cuenta de la infelicidad que le causará entrar en ese ridículo círculo, y de todos modos entrará en él y no podrá salir?

—Tal cual. Majestad, ¿estás dispuesto a perder un excelente sirviente para poder entender la estructura del círculo?

—Sí.

—Bien, esta noche te pasaré a buscar. Debes tener preparada una bolsa de cuero con 99 monedas de oro, ni una más ni una menos. ¡99!

—¿Qué más? ¿Llevo guardias por si acaso?

—Nada más que la bolsa de cuero. Majestad, hasta la noche.

—Hasta la noche.

Así fue. Esa noche, el sabio pasó a buscar al rey.

Juntos se escurrieron hasta los patios del palacio y se ocultaron junto a la casa del paje. Allí esperaron el alba.

Cuando dentro de la casa se encendió la primera vela, el hombre sabio agarró la bolsa y le pinchó un papel que decía:

ESTE TESORO ES TUYO. ES EL PREMIO POR SER UN BUEN HOMBRE. DISFRÚTALO Y NO CUENTES A NADIE CÓMO LO ENCONTRASTE.

Luego ató la bolsa con el papel en la puerta del sirviente, golpeó y volvió a esconderse.

Cuando el paje salió, el sabio y el rey espiaban desde atrás de unas matas lo que sucedía.

El sirviente vio la bolsa, leyó el papel, agitó la bolsa y al escuchar el sonido metálico se estremeció, apretó la bolsa contra el pecho, miró hacia todos lados y entró en su casa.

Desde afuera escucharon la tranca de la puerta, y se arrimaron a la ventana para ver la escena.

El sirviente había tirado todo lo que había sobre la mesa y dejado sólo la vela. Se había sentado y había vaciado el contenido en la mesa.

Sus ojos no podían creer lo que veían.

¡Era una montaña de monedas de oro!

Él, que nunca había tocado una de estas monedas, tenía hoy una montaña de ellas para él.

El paje las tocaba y amontonaba, las acariciaba y hacía brillar la luz de la vela sobre ellas. Las juntaba y desparramaba, hacía pilas de monedas.

Así, jugando y jugando empezó a hacer pilas de 10

monedas:

Una pila de diez, dos pilas de diez, tres pilas, cuatro, cinco, seis… y mientras sumaba 10, 20, 30, 40, 50, 60… hasta que formó la última pila:

9 monedas!

Su mirada recorrió la mesa primero, buscando una moneda más. Luego el piso y finalmente la bolsa.

“No puede ser”, pensó. Puso la última pila al lado de las otras y confirmó que era más baja.

—Me robaron —gritó— me robaron, malditos!

Una vez más buscó en la mesa, en el piso, en la bolsa, en sus ropas, vació sus bolsillos, corrió los muebles, pero no encontró lo que buscaba.

Sobre la mesa, como burlándose de él, una montañita resplandeciente le recordaba que había 99 monedas de oro “sólo 99”.

“99 monedas. Es mucho dinero”, pensó.

Pero me falta una moneda.

Noventa y nueve no es un número completo —pensaba—.

Cien es un número completo pero noventa y nueve, no.

El rey y su asesor miraban por la ventana. La cara del paje ya no era la misma, estaba con el ceño fruncido y los rasgos tiesos, los ojos se habían vuelto pequeños y arrugados y la boca mostraba un horrible rictus, por el que asomaban sus dientes.

El sirviente guardó las monedas en la bolsa y mirando para todos lados para ver si alguien de la casa lo veía, escondió la bolsa entre la leña. Luego tomó papel y pluma y se sentó a hacer cálculos.

¿Cuánto tiempo tendría que ahorrar el sirviente para comprar su moneda número cien?

Todo el tiempo hablaba solo, en voz alta.

Estaba dispuesto a trabajar duro hasta conseguirla.

Después quizás no necesitara trabajar más.

Con cien monedas de oro, un hombre puede dejar de trabajar.

Con cien monedas un hombre es rico.

Con cien monedas se puede vivir tranquilo.

Sacó el cálculo. Si trabajaba y ahorraba su salario y algún dinero extra que recibía, en once o doce años juntaría lo necesario.

“Doce años es mucho tiempo”, pensó.

Quizás pudiera pedirle a su esposa que buscara trabajo en el pueblo por un tiempo. Y él mismo, después de todo, él terminaba su tarea en palacio a las cinco de la tarde, podría trabajar hasta la noche y recibir alguna paga extra por ello.

Sacó las cuentas: sumando su trabajo en el pueblo y el de su esposa, en siete años reuniría el dinero.

¡Era demasiado tiempo!

Quizás pudiera llevar al pueblo lo que quedaba de comida todas las noches y venderlo por unas monedas. De hecho, cuanto menos comieran, más comida habría para vender…

Vender…

Vender…

Estaba haciendo calor. ¿Para qué tanta ropa de invierno?

¿Para qué más de un par de zapatos?

Era un sacrificio, pero en cuatro años de sacrificios llegaría a su moneda cien.

El rey y el sabio, volvieron al palacio.

El paje había entrado en el círculo del 99…

…Durante los siguientes meses, el sirviente siguió sus planes tal como se le ocurrieron aquella noche.

Una mañana, el paje entró a la alcoba real golpeando las puertas, refunfuñando y de pocas pulgas.

—¿Qué te pasa? —preguntó el rey de buen modo.

—Nada me pasa, nada me pasa.

—Antes, no hace mucho, reías y cantabas todo el tiempo.

—Hago mi trabajo, ¿no? ¿Qué querría su Alteza, que fuera su bufón y su juglar también?

No pasó mucho tiempo antes de que el rey despidiera al sirviente.

No era agradable tener un paje que estuviera siempre de mal humor.

—Y hoy cuando hablamos, me acordaba de ese cuento del rey y el sirviente.

Tú y yo y todos nosotros hemos sido educados en esta estúpida ideología: Siempre nos falta algo para estar completos, y sólo completos se puede gozar de lo que se tiene.

Por lo tanto, nos enseñaron, la felicidad deberá esperar a completar lo que falta…

Y como siempre nos falta algo, la idea retoma el comienzo y nunca se puede gozar de la vida…

Pero que pasaría si la iluminación llegara a nuestras vidas y nos diéramos cuenta, así, de golpe que nuestras 99 monedas son el cien por cien del tesoro, que no nos falta nada, que nadie se quedó con lo nuestro, que nada tiene de más redondo cien que noventa y nueve que esta es sólo una trampa, una zanahoria puesta frente a nosotros para que seamos estúpidos, para que jalemos del carro, cansados, malhumorados, infelices o resignados. Una trampa para que nunca dejemos de empujar y que todo siga igual… …eternamente igual!…Cuántas cosas cambiarían si pudiésemos disfrutar de nuestros tesoros tal como están.

—Pero ojo, Demián, reconocer en 99 un tesoro no quiere decir abandonar los objetivos. No quiere decir conformarse con cualquier cosa.

Porque aceptar es una cosa y resignarse es otra.

Pero eso es parte de otro cuento.

EL CENTAURO

Estuve pensando toda la semana en el cuento del círculo del 99.

Alguna pieza se había acomodado, pero al hacerlo había dejado fuera de su lugar a unas cuantas otras.

Cuando llegué a sesión, todavía no sabía muy bien qué estaba pasando, así que decidí no hablar del tema.

Me fui por las ramas toda la sesión, hablamos sobre el tiempo, las vacaciones, los autos y las minas.

Cuando faltaba poco para terminar mi hora, le dije a Jorge que sentía que había desperdiciado mi sesión, que no le había sacado el jugo.

— Acuérdate, Demián, del hachero que no afilaba el hacha.

Quizás una sesión livianita y hasta frívola sea una manera de afilarse.

—Con ese criterio también podría no haber venido.

—Tú eres muy especial.

—Sí, claro, y tú también.

—¡Sí, pero tú más!

—Bueno, acepto. Volviendo al asunto de venir o no.

Cuando yo estudiaba medicina, tenía un profesor que dictaba obstetricia. Era muy agradable y siempre dedicaba una media hora después de la clase para contestar preguntas.

—Profesor, ¿cuál es el mejor método anticonceptivo? —preguntó un día, una de las estudiantes.

—Mire, señorita, el método anticonceptivo ideal debería ser económicamente accesible, de fácil aplicación y de absoluta seguridad… —empezó a contestar el profesor.

—Pero, ¿hay algún método infalible? —preguntó el rubio pintón de la tercera fila.

—Lo más seguro, accesible económicamente y sencillo de aplicar —contestó el profesor— es “El método del vaso de agua fría”.

—¿Cómo es? —preguntamos varios, incluida la dueña de la pregunta.

—Cuando su pareja los reclama para intercambio sexual, ustedes deben tomar 2 o 3 vasos de agua bien fría, seguidos, bebidos de a sorbos pequeños.

—¿Antes o después del acto?

—Ni antes ni después —dijo el profe— “En vez de…”

Lo mejor para poder sacarle el jugo a terapia cuando estás en estos días “cruzados”, Demi, podría ser, por ejemplo, irte al cine que te gusta o encontrarte con un amigo, o dormir un par de horitas.

Como decía mi profe: Ni antes ni después, “En vez de…”

Aquello que te hace bien es terapéutico.

—Claro, pero para eso habría que tomar una decisión, yo creo que la dificultad empieza justamente cuando hay que elegir.

El gordo me miró con cara de asco y yo le adiviné su comentario.

—No, Jorge, no estoy diciendo que preferiría no poder elegir ni estoy renegando de la libertad que tengo…

—Lo que pasa es que no quieres lidiar con la indecisión.

—Claro que no. No quiero.

—Sin embargo, ya deberías saber que, a pesar de que los humanos somos una integridad, llevamos en nosotros diferentes partes… algunas más crecidas, algunas menos… algunas más esclarecidas, otras más oscuras… algunas con unas necesidades y otras con otras.

—Entonces no se puede decir nunca nada —protesté.

—Eso también es riesgoso… —dijo el gordo y se acomodó en un almohadón en el piso.

Yo agarré también un almohadón y me dispuse a escuchar otro cuento en ese día.

El gordo siguió.

—Cuando mi hija tenía cinco años, mi esposa y yo comprábamos asiduamente libros de cuentos que después leíamos para ella y para su hermano antes de dormir. En uno de esos libros infantiles leímos juntos un cuento que se llamaba: El Centauro. Te voy a contar ese cuento porque hoy me parece que fue escrito para ti.

Había una vez un centauro, que, como todos los centauros, era mitad hombre y mitad caballo.

Una tarde, mientras paseaba por el prado sintió hambre.

—¿Qué comeré? —pensó— ¿Una hamburguesa o un fardo de alfalfa, un fardo de alfalfa o una hamburguesa?

…Y como no pudo decidirse, se quedó sin comer.

—¿Dónde dormiré? —pensó— ¿En el establo o en un hotel, en un hotel o en el establo?

…Y como no pudo decidirse, se quedó sin dormir.

BOOK: Déjame que te cuente...
8.17Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Thumped by Megan McCafferty
DarkWalker by John Urbancik
Conqueror by Stephen Baxter
Taking the Fall by Monday, Laney
Star Wars: Scourge by Jeff Grubb
Death Falls by Todd Ritter