Déjame que te cuente... (19 page)

BOOK: Déjame que te cuente...
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Le prometió que ella hablaría con ese hombre para arreglar el asunto.

Sin embargo, al día siguiente un emisario del juez llegó con una citación para Zumi y para Ling por el robo de diecisiete monedas de una bolsa.

¡Diecisiete!

Ante el juez, el hijo del anciano declaró bajo juramento que le había desaparecido de su escritorio una bolsa de cuero.

—Fue el mismo día que Ling estuvo a pedir trabajo —declaró Cheng— … y al día siguiente, apareció este ladronzuelo diciendo que había “encontrado” esa bolsa y preguntando “si alguien la había perdido”. ¡Qué descaro!

—Continúe señor Cheng —dijo el juez.

—Por supuesto que le dije que la bolsa era mía y cuando me la devolvió de inmediato revisé el contenido y confirmé lo que sospechaba: faltaban monedas. ¡Diecisiete monedas de plata!

El juez escuchó atentamente el relato y luego dirigió su mirada al muchacho que, avergonzado por la situación, no se animaba a hablar.

—¿Qué tienes para decir, Ling? La acusación que aquí se te hace es muy seria —preguntó el juez.

—Señor juez, yo no robé nada. Encontré esa bolsa en la calle. Yo no sabía que el dueño era el señor Cheng. Es cierto que abrí la bolsa y es cierto también que gasté parte de ellas en comida y juguetes para mis hermanos, pero fueron sólo dos las monedas y no diecisiete —el joven sollozaba—. ¿Cómo podría haber tomado diecisiete monedas de la bolsa si no tenía más que quince cuando la encontré? Yo tomé sólo dos monedas, señor juez, sólo dos.

—Veamos —dijo el juez— ¿Cuántas monedas tenía la bolsa cuando el joven la devolvió?

—Trece —contestó el demandante.

—Trece —asintió Ling.

—¿Y cuántas monedas tenía la bolsa cuando te faltó? —preguntó el juez.

—Treinta, Su Señoría —contestó el hombre.

—No. No —interrumpió Ling—. Sólo tenía quince monedas. Lo juro. Lo juro.

—¿Jurarías tú —interrogó al dueño del arrozal— que la bolsa tenía treinta monedas de plata cuando estaba en tu escritorio?

—Claro, señor juez —confirmó—, ¡lo juro!

Zumi levantó su mano tímidamente y el juez le hizo señas para que hablara.

—Señor Juez —dijo Zumi—. Mi hijo es un niño aún y reconozco que ha cometido más de un error en esta situación.

Sin embargo, hay algo que puedo asegurar, Ling no miente. Si él dice que gastó sólo dos monedas, esto es verdad. Y si dice que la bolsa tenía sólo quince monedas cuando él la encontró, esa debe ser la verdad. Quizás, señor, alguien encontró la bolsa antes de que…

—Alto, señora —interrumpió el juez—. Es mi tarea y no la tuya decidir qué pasó y administrar justicia. Querías hablar y se te permitió, ahora siéntate y aguarda mi fallo.

—Eso Señoría, el fallo, queremos justicia —dijo el demandante.

El juez hizo una seña a su ayudante para que hiciera sonar el gong. Esto quería decir que el juez iba a dar su veredicto.

—Demandante y demandado, pese a que al principio la situación era confusa, ahora se ha tornado clara —empezó el juez—. No tengo razón para dudar de la palabra del señor Cheng cuando jura que le faltó una bolsa con treinta monedas de plata…

El hombre sonrió malvadamente mirando a Ling y a Zumi.

—Sin embargo, el joven Ling asegura haber encontrado una bolsa con quince monedas —siguió el juez— y tampoco tengo razón para dudar de su palabra…

Un silencio se produjo en la sala, y el juez siguió.

—Por lo tanto, es evidente para este tribunal que la bolsa encontrada y devuelta, NO ES la que perdió el señor Cheng y por lo tanto, no corresponde ningún reclamo a la familia de Lien-tzu. No obstante, se dejará archivado el reclamo del demandante a quien deberá entregársele cualquier bolsa que sea encontrada y devuelta en los próximos días y cuyo contenido de origen fuera de treinta monedas de plata.

El juez sonrió y se encontró con los ojos agradecidos de Ling.

—Y en cuanto a esta otra bolsa, jovencito…

—Sí, Señoría —balbuceó el joven—. Me doy cuenta de mi responsabilidad y estoy dispuesto a pagar mi error.

—¡Cállate!… En cuanto a la bolsa de las quince monedas, decía, debo admitir que nadie ha reclamado todavía y que dadas las circunstancias —dijo, mirando de reojo al señor Cheng— creo que es poco probable que alguien la reclame… Por lo tanto, entiendo que la bolsa podría ser declarada propiedad de quien la encontrara. ¡Y ya que tú la encontraste… Es tuya!

—Pero, Señoría… —empezó a decir Cheng.

—Señoría… —intentó empezar Ling.

—Señor juez… —quiso decir Zumi.

—¡Silencio! —ordenó el juez— ¡Cosa juzgada! Fuera todos…

El juez se levantó y salió con rapidez del recinto, mientras el ayudante volvía a hacer sonar el gong…

LA TIENDA DE LA VERDAD

— Dime, Jorge, existe en casi toda la gente la idea de que todo el mundo necesita terapia, yo sé que tú no estás de acuerdo, y creo que ni siquiera consideras necesaria la terapia indiscriminada. Pero ahora me pregunto: ¿Cualquiera se puede beneficiar de transitar un proceso terapéutico?

—Sí.

—¿Cualquiera?

—Digámoslo así: a cualquiera que quiera beneficiarse, podría serle útil.

—Pero, ¿por qué alguien podría no querer beneficiarse?

—Anthony de Mello cuenta un cuentito maravilloso que me parece que podría ayudarnos en esta búsqueda: El hombre caminaba paseando por aquellas pequeñas callecitas de la ciudad provinciana. Tenía tiempo y entonces se detenía algunos instantes en cada vidriera, en cada negocio, en cada plaza. Al dar vuelta una esquina se encontró de pronto frente a un modesto local cuya marquesina estaba en blanco, intrigado se acercó a la vidriera y arrimó la cara al cristal para poder mirar dentro del oscuro escaparate… en el interior, solamente se veía un atril que sostenía un cartelito escrito a mano que anunciaba:

Tienda de la verdad

El hombre estaba sorprendido. Pensó que era un nombre de fantasía, pero no pudo imaginar qué vendían.

Entró.

Se acercó a la señorita que estaba en el primer mostrador y preguntó:

—Perdón, ¿esta es la tienda de la verdad?

—Sí, señor, ¿qué tipo de verdad anda buscando: verdad parcial, verdad relativa, verdad estadística, verdad completa?

Así que aquí vendían verdad. Nunca se había imaginado que esto era posible, llegar a un lugar y llevarse la verdad, era maravilloso.

—Verdad completa —contestó el hombre sin dudarlo.

“Estoy tan cansado de mentiras y de falsificaciones”, pensó, “no quiero más generalizaciones ni justificaciones, engaños ni defraudaciones”.

—¡Verdad plena! —ratificó.

—Bien, señor, sígame.

La señorita acompañó al cliente a otro sector y señalando a un vendedor de rostro adusto, le dijo: —El señor lo va a atender.

El vendedor se acercó y esperó que el hombre hablara.

—Vengo a comprar la verdad completa.

—Ahá, perdón, ¿el señor sabe el precio?

—No, ¿cuál es? —contestó rutinariamente. En realidad, él sabía que estaba dispuesto a pagar lo que fuera por toda la verdad.

—Si usted se la lleva —dijo el vendedor— el precio es que nunca más podrá estar en paz.

Un frío corrió por la espalda del hombre, nunca se había imaginado que el precio fuera tan grande.

—Gra… gracias, disculpe… —balbuceó.

Se dio vuelta y salió del negocio mirando el piso.

Se sintió un poco triste al darse cuenta de que todavía no estaba preparado para la verdad absoluta, de que todavía necesitaba algunas mentiras donde encontrar descanso, algunos mitos e idealizaciones en los cuales refugiarse, algunas justificaciones para no tener que enfrentarse consigo mismo.

“Quizás más adelante”, pensó…

—Demián, no necesariamente lo que para mí es beneficioso, lo es también para otro. Puede suceder y es justo que así sea que alguien crea que el precio de cierto beneficio sea demasiado costoso. Es válido que cada uno decida qué precio quiere pagar a cambio de lo que recibe, y es lógico que cada uno elija el momento para recibir lo que el mundo le ofrece, sea la verdad o cualquier otro “beneficio”.

Yo no encontraba nada para decir.

Y Jorge agregó:

—Hay un viejo proverbio árabe que dice:

“PARA PODER DESCARGAR UN CARGAMENTO DE HALVÁ LO MÁS IMPORTANTE ES TENER RECIPIENTES DONDE GUARDAR EL HALVÁ”.

Con la sabiduría y con la verdad pasa lo mismo que con el Halvá…

PREGUNTAS

La sesión había empezado en esa onda insoportable, que se daba cada vez que yo llegaba al consultorio y no sabía de qué quería hablar y no hablaba. O sabía de qué quería hablar y no lo hacía. O me daba cuenta de que hubiera sido mejor no ir, pero ya estaba. O el gordo tampoco tenía ganas de hablar y no ayudaba, o sí tenía ganas de ayudar y se callaba…

Esas eran sesiones silenciosas.

Sesiones densas.

Sesiones pesadas.

—Ayer escribí algo —le dije al gordo, por fin.

—¿Sí?…

Breve respuesta, pensé.

—Sí —contesté, más breve aún.

—¿Y?… —preguntó.

Otra vez me cagó, pensé.

—Se llama PREGUNTAS, pero no son preguntas.

—¿Y qué quieres hacer con tus preguntas que no son preguntas?

—Me gustaría leerlas aquí, contigo. No las releí desde que las escribí, anoche. Yo sé que no estoy buscando las respuestas, así que no quiero que contestes. Quiero que escuches. Quiero decir: son planteos, no son preguntas.

—Entiendo… —dijo el gordo y se dispuso a escuchar.

Difícil, ¿no?

¿Casi imposible?

¿O quizás… francamente imposible?…

¿Cómo se vive siendo diferente?

¿Qué sentido tiene vivir atormentado?

¿Se puede vivir de otra manera siendo lúcido o al menos esclarecido?

¿Si así no fuera, para qué trabajo conmigo mismo?

¿Para qué terapia?

¿Cuál es la función de un terapeuta: desadaptar a la gente que supuestamente lo va a ver porque sufre?

¿Y yo qué hago en esta búsqueda?

¿Entonces lo que hago es un canje de un sufrimiento por otro, que ni siquiera tiene el consuelo de ser compartido por casi todos?

¿Qué es la psicoterapia? ¿una enorme fábrica de frustraciones “para exquisitos”?

¿Algo así como una secta de sádicos, inventores de sofisticados métodos de tortura refinados y exclusivos?

¿Será cierto que es mejor sufrir mucho una realidad que disfrutar la ignorancia del universo fabulado?

¿Para qué se puede utilizar la conciencia plena de la soledad y el compromiso existencial con uno mismo?

¿Qué ventaja, por favor, qué ventaja es habituarse a no esperar nada de nadie?

¿Si el mundo tangible es basura, si las personas reales son caca, si las auténticas situaciones de nuestras vida son un sorete, será sanarse embadunarse de excrementos y nadar entre los desperdicios de la humanidad?

¿No tendrán razón las religiones que consuelan allá lo que no se obtiene acá?

¿No tendrán también razón cuando depositan todo el laburo en un Dios todopoderoso, que ya se va a ocupar de nosotros si nos portamos bien?

¿No es mucho más fácil portarme bien que ser yo mismo?

¿No es acaso mucho más útil y sencillo aceptar el concepto sobre el bien y el mal, que todos aceptan como cierto?

¿O por lo menos, no será mejor hacer como todos que funcionan como si acordaran con él a pie juntillas?

¿No tendrán razón los brujos, magos, manosantas y hechiceros cuando quieren sanarnos con la magia de nuestra fe?

¿No estarán en lo cierto quienes apuestan a la capacidad ilimitada de ejercer control con nuestra mente sobre todo hecho o situación en el afuera?

¿No será cierto que en realidad nada existe fuera de mí, y mi vida es sólo una pequeña pesadilla de cosas, personas y hechos inventados por mi creativa imaginación?

¿Quién puede creer que esto que sucede es la única posibilidad?

¿Y si es así, cuál es la ventaja de saber más sobre esta posibilidad?

¿Qué obligación tiene el otro de entenderme?

¿Qué obligación de aceptarme?

¿Qué obligación de escucharme?

¿Qué obligación de aprobarme?

¿Qué obligación de no mentirme?

¿Qué obligación tiene de tenerme en cuenta?

¿Qué obligación tiene de quererme como yo lo quiero?

¿Qué obligación tiene de quererme cuanto yo lo quiero?

¿Qué obligación tiene algún otro de quererme?

¿Qué obligación tiene de respetarme?

¿Qué obligación tiene el otro de enterarse de que yo existo?

¿Y sin ningún otro se entera de que yo existo, yo aquí para qué existo?

¿Y si mi existencia no tiene sentido sin otro, cómo no sacrificar cualquier cosa, sí, CUALQUIER COSA para que el sentido permanezca a mi alcance?

¿…Y si el camino desde el parto hasta el ataúd es solitario, para qué engañarnos haciendo de cuenta que podemos encontrar compañía?

El gordo carraspeó…

—Qué nochecita la de anoche…, ¿eh?

—Sí… —dije— negra. Muy negra…

Mi terapeuta alargó los brazos y me hizo señas para que me sentara en su falda.

Cuando lo hice, Jorge me abrazó, como yo sospecho que se abraza a un niño…

Yo sentí el calorcito y el amor del gordo y allí me quedé todo lo que restaba de la sesión, en silencio… pensando.

EL PLANTADOR DE DÁTILES

—Mira, todo lo que tú enseñas parece muy cierto y por supuesto me encantaría pensar que es posible vivir así… Sin embargo, la verdad es que creo que tu modelo de vida no es más que un hermoso planteo teórico, inaplicable a la realidad cotidiana.

—No creo…

—¡Claro! Tú no crees porque para ti debe ser más fácil que para los demás. Tú creaste una forma de vivir a tu alrededor y entonces ahora es sencillo, pero yo y casi todos, vivimos en un mundo común y normal. Nosotros jamás llegaríamos a hacer todo lo que hace falta hacer, para llegar a disfrutarlo.

—La verdad, Demián, es que yo vengo de ese mismo mundo real del que vienes tú, que yo habito este mismo planeta cotidiano que habitamos todos y que convivo con la misma gente común y normal que tú conoces… Admito que vivo un poco mejor que la mayoría de las personas que conozco, pero te quiero dejar en claro dos cosas: la primera es que el costo no fue pequeño.

Construir este “entorno” como lo llamas tú, demandó mucha energía y dedicación, mucho dolor y sobre todo muchas pérdidas. La segunda es que esto fue un proceso, quiero decir que cambiar lo que había para cambiar, conseguir que no se desmorone lo que había que preservar y recorrer los caminos que había que explorar, demandó un tiempo. No fue algo que pasó solo, ni que sucedió de un día para otro…

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