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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

Déjame entrar (51 page)

BOOK: Déjame entrar
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Las
pupilas. Ése es el aspecto que tienen cuando uno…

Sus pupilas no eran redondas. Las tenía alargadas en sentido vertical, estiradas en punta. Hizo una mueca cuando un hilillo frío de dolor se deshizo en su nuca, se echó la mano y se frotó.

Virginia parpadeó. Abrió los ojos de nuevo. Y estaba allí.

Lacke abrió la boca como un tonto, se siguió frotando la nuca con la mano de forma mecánica.

Un crujido como de madera cuando Virginia le preguntó:

—¿Te duele?

Lacke retiró la mano de la nuca, como si lo hubieran sorprendido haciendo algo feo.

—No, yo sólo… creía que estabas…

—Estoy atada.

—Sí… peleaste un poco antes. Espera, voy a… —Lacke metió la mano entre dos barras de la cama, empezó a aflojar los cinturones.

—No.

—¿Qué?

—Déjalo como está.

Lacke vaciló con la correa entre los dedos.

—¿Vas a pelear más, o qué?

Virginia cerró un poco los ojos.

—Déjalo como está.

Lacke soltó el cinturón, no sabía qué hacer con las manos privadas de su tarea. Sin levantarse, girando las rodillas, arrimó, con un nuevo latigazo de dolor en la nuca como consecuencia, la pequeña butaca a la cama y se subió torpemente a ella.

Virginia asintió casi imperceptiblemente.

—¿Has llamado a Lena?

—No. Puedo…

—Bien.

—¿No quieres que…?

—No.

Entre los dos se hizo el silencio. Un silencio que es especial de los hospitales y que se deriva de la propia situación —uno en la cama, herido o enfermo, y el otro sano al lado— que en realidad lo explica todo. Las palabras se vuelven pequeñas, superficiales. Sólo se puede decir lo más importante. Se estuvieron mirando un rato. Se dijeron lo que se podían haber dicho, sin palabras. Después Virginia volvió la cabeza, se quedó mirando al techo.

—Tienes que ayudarme.

—Lo que haga falta.

Virginia se humedeció los labios, tomó aliento y soltó el aire con un suspiro tan profundo y tan largo que parecía que expulsara reservas ocultas en su cuerpo. Después deslizó su mirada sobre el cuerpo de Lacke. Escrutando, como si estuviera dando el último adiós al cadáver de un ser querido y quisiera grabar su imagen en la memoria. Se frotó los labios y por fin consiguió pronunciar las palabras.

—Soy vampira.

Las comisuras de los labios de Lacke quisieron dibujar una mueca de burla; la boca, algún comentario que allanara la situación, preferiblemente algo cómico. Pero las comisuras no se movieron y el comentario se esfumó, no llegó nunca hasta los labios. En vez de eso le salió sólo un «no».

Se llevó la mano a la nuca para cambiar de posición, la inmovilidad que convertía todas las palabras en verdades. Virginia habló con calma, contenida.

—Me fui a por Gösta. Para matarlo. Si no hubiera pasado… lo que pasó, lo habría hecho. Y luego… hubiera bebido su sangre. Lo habría hecho. Era mi intención. Con todo. ¿Entiendes?

La mirada de Lacke vagaba por las paredes de la habitación como si buscara un mosquito, la causa del doloroso, silbante sonido que en silencio cosquilleaba en su cerebro haciéndole imposible pensar. Se paró finalmente en los tubos fluorescentes del techo.

—Putos tubos, qué manera de zumbar.

Virginia miró el tubo, y dijo:

—No soporto la luz. No puedo comer nada. Tengo unos pensamientos terribles. Voy a hacer daño a la gente. A ti. No quiero vivir.

Por fin algo concreto, algo a lo que se podía contestar.

—No digas eso —dijo Lacke—. ¿Me oyes? No digas eso. ¿Lo oyes?

—No entiendes.

—No, claro que no lo entiendo. Pero tú no te vas a morir, joder. ¿Lo sabes? Ahora estás aquí ingresada, hablas, estás… es normal.

Lacke se levantó de la butaca, dio unos pasos al tuntún extendiendo la mano.

—Es que no puedes… no puedes decir eso.

—Lacke. ¿Lacke?

—Sí.

—Lo sabes. Sabes que es verdad. ¿No es así?

—¿El qué?

—Lo que te estoy diciendo.

Lacke resopló, sacudió la cabeza mientras se daba palmadas en el cuerpo, en los bolsillos.

—Tengo que fumarme un cigarro. Esto…

Buscó el arrugado paquete, el encendedor. Consiguió sacar el último pitillo, se lo puso en la boca. Después se dio cuenta de dónde estaba. Se guardó el cigarro.

—Joder, me echarán de aquí de cabeza si…

—Abre la ventana.

—Quieres decir que me tire yo solo.

Virginia sonrió. Lacke se acercó a la ventana, la abrió de par en par y sacó el cuerpo todo lo que pudo.

La enfermera con la que había hablado seguro que podía notar el humo a diez kilómetros. Encendió el cigarrillo y dio una calada profunda, esforzándose por echar el humo de manera que no entrara por la ventana, mientras contemplaba las estrellas. Detrás de él, Virginia comenzó a hablar de nuevo:

—Fue ese niño. Me contagió. Y luego… no ha hecho más que crecer. Sé dónde está. En el corazón. En todo el corazón. Como el cáncer. No puedo controlarlo.

Lacke expulsó un poco de humo. Su voz retumbó entre los altos edificios de alrededor.

—No dices más que tonterías. Tú eres… normal.

—Me esfuerzo. Y, además, ahora me han puesto sangre. Pero me puedo debilitar. En cualquier momento me puedo debilitar. Y entonces, él toma el control. Lo sé. Me ha pasado. —Virginia respiró profundamente unas cuantas veces, continuó—: Tú estás ahí. Te veo. Y quiero… morderte.

Lacke no sabía si era la contractura de su nuca u otra cosa lo que se deslizaba por su espalda. Se sintió de pronto desprotegido. Rápidamente apagó el pitillo contra la pared y lanzó la colilla con los dedos dibujando un arco. Se volvió hacia dentro, hacia la habitación.

—Esto es una locura.

—Sí. Pero es así.

Lacke se cruzó de brazos. Con una sonrisa grave preguntó:

—Entonces ¿qué quieres que haga?

—Quiero que… destroces mi corazón.

—¿Qué dices? ¿Cómo?

—Como quieras.

Lacke alzó los ojos.

—¿Pero tú te oyes? ¿Cómo suena? Es una locura. ¿Cómo? ¿Voy a… clavarte una estaca, o qué?

—Sí.

—No, no, no. Puedes ir olvidándote de eso, ya lo sabes. Tendrás que buscarte algo mejor.

Lacke se reía meneando la cabeza. Virginia lo miraba mientras iba de un lado a otro de la habitación, todavía con los brazos cruzados. Después ella, sosegada, asintió:

—De acuerdo.

Él se le acercó, tomó su mano. Era ridículo que la tuviera… sujeta. Apenas tenía espacio para cogérsela entre las suyas. La mano de su amiga era cálida, acariciaba la suya. Con la que tenía libre le rozó la mejilla.

—¿No quieres que te quite estos cinturones?

—No. Puede… venir.

—Te vas a poner bien. Todo esto se va a arreglar. Yo sólo te tengo a ti. ¿Quieres que te cuente un secreto?

Sin soltar la mano de Virginia, se sentó en la butaca y empezó a contárselo. Todo. Los sellos, el león, Noruega, el dinero. La casita que iban a tener. Pintada del tradicional color rojo de Falun. Explayándose en imaginaciones acerca de cómo iba a ser el jardín, qué flores iban a plantar y cómo podrían sacar fuera una mesa pequeña, hacer un cenador en el que se pudieran sentar y…

En algún momento en medio de todo empezaron a caer lágrimas de los ojos de Virginia. Perlas silenciosas y transparentes que le corrieron por las mejillas y mojaron el almohadón. Sin hipidos, sólo lágrimas que caían, ¿joyas de tristeza… o de alegría?

Lacke se calló. Virginia apretó su mano con fuerza.

Después Lacke salió al pasillo, consiguió con una buena dosis de persuasión y una buena dosis de ruegos hacer que el personal pusiera una cama extra en la habitación. Lacke la movió de manera que quedó justo al lado de la de Virginia. Luego apagó la luz, se quitó la ropa y se metió bajo las tiesas sábanas, buscó y encontró la mano de ella.

Estuvieron así, en silencio, mucho tiempo. Luego vinieron las palabras:

—Lacke. Te quiero.

Y Lacke no contestó. Dejó que las palabras flotaran en el aire. Que se inflamaran y crecieran hasta convertirse en una manta grande y roja que planeara sobre la habitación, se posara sobre él y lo mantuviera caliente toda la noche.

4.23, lunes por la mañana, plaza de Islandstorget.

Algunas personas próximas a la calle Björnsonsgatan son despertadas por unos fuertes gritos. Alguien llama a la policía creyendo que es un bebé el que grita. Cuando la policía llega al lugar, diez minutos más tarde, los gritos han dejado de oírse. Registran la zona y encuentran varios gatos muertos. Algunos aparecen con las extremidades separadas del cuerpo. La policía anota el nombre y el número de teléfono de los gatos que llevan collar con la intención de ponerse en contacto con sus dueños. Llaman a los servicios de limpieza del ayuntamiento para que despejen la zona.

Media hora hasta la salida del sol.

Eli está sentado en el sofá del cuarto de estar. Ha permanecido en casa toda la noche, la madrugada. Ha empaquetado lo que se puede empaquetar.

Mañana por la tarde, tan pronto como oscurezca, irá a una cabina, pedirá un taxi. Desconoce a qué número tiene que llamar, pero probablemente eso es algo que todo el mundo sabe. No tiene más que preguntar. Cuando llegue el taxi cargará sus tres cajas en el maletero y le pedirá al taxista que le lleve…

¿Adónde?

Eli cierra los ojos, intenta imaginarse un lugar en el que le gustaría estar.

Como siempre, lo primero que aparece es la imagen de la casita en donde vivía con sus padres, sus hermanos. Pero ha desaparecido. En las afueras de Norrköping, en el lugar donde estaba, hay ahora una rotonda. El arroyo en el que su madre aclaraba la ropa se ha secado, se ha convertido en una hondonada al lado del arcén.

Eli tiene mucho dinero. Podría pedirle al taxista que condujera a cualquier sitio, tan lejos como la oscuridad se lo permitiera. Hacia el norte. Hacia el sur. Sentarse en el asiento de atrás y decirle que condujera hacia el norte por dos mil coronas. Luego bajarse del taxi. Empezar de nuevo. Encontrar a alguien que…

Eli echa la cabeza para atrás, gritando hacia el techo:

—¡No quiero!

Las polvorientas telarañas se balancean un poco con el aire que expulsa al gritar. El sonido se ahoga en la habitación cerrada. Eli se lleva las manos a la cara, apretando las yemas de los dedos contra los párpados. Siente en el cuerpo la proximidad del amanecer como un desasosiego. Susurra:

—Dios. ¿Dios? ¿Por qué no puedo yo tener nada? ¿Por qué no puedo…?

Lleva años repitiendo la misma pregunta.

¿Por qué no puedo vivir? Porque deberías estar muerto.

Solamente una vez desde que se contagió había encontrado a otra persona portadora. Una mujer mayor. Igual de cínica y de estropeada que el hombre de la peluca. Pero Eli tuvo entonces respuesta a una pregunta que le había tenido preocupado.

—¿Somos muchos?

La mujer, meneando la cabeza, dijo con fingida tristeza:

—No. Somos muy pocos, muy pocos.

—¿Por qué?

—¿Por qué? Pues porque la mayoría se suicida, claro. Eso te lo puedes imaginar. Tan
duuuro
de sobrellevar, huy, huy, huy —agitó las manos y añadió con voz chillona—: Ooooh, yo no
puedo
tener muertos sobre mi conciencia.

—¿Podemos morir?

—Pues claro. Basta con prendernos fuego nosotros mismos. O dejar que la gente lo haga; lo hacen encantados, siempre lo han hecho. O… —la mujer alargó su dedo índice, lo presionó con fuerza en el pecho de Eli, por encima del corazón—: Ahí. Es ahí donde está, ¿no es cierto? Pero ahora, querido, se me ha ocurrido una buena idea…

Y Eli había podido huir de aquella buena idea. Como antes. Como después.

Se puso la mano sobre el corazón, sintió sus lentos latidos. Quizá fuera porque era un niño. Quizá por eso no había acabado con todo. Los remordimientos de conciencia, menores que las ganas de vivir.

Eli se levantó del sofá. Håkan no vendría aquella noche. Pero antes de acostarse tenía que ir a ver a Tommy. Ver que se había recuperado. Que no se había contagiado. Por Oskar, quería ir a comprobar si Tommy se encontraba bien.

Apagó todas las luces y salió de casa.

Abajo, en el portal de Tommy, no tuvo más que empujar la puerta del sótano; hacía tiempo, cuando estuvo allí abajo con Oskar, había metido una pelotilla de papel en la cerradura para que el pestillo no se bloqueara al cerrar la puerta. Entró en el pasillo del sótano y la puerta se abatió tras él con un golpe sordo.

Se paró, escuchó. Nada.

No se oía la respiración de alguien dormido; sólo ese persistente olor a disolvente, pegamento. Recorrió el pasillo con paso rápido hasta llegar al trastero, abrió la puerta.

Vacío.

Veinte minutos hasta el amanecer.

Tommy había pasado la noche en una modorra de sueños, despertares, pesadillas. No sabía cuánto tiempo había transcurrido cuando empezó a despertarse de verdad. La luz de la bombilla pelada del sótano era siempre la misma. Podía ser el amanecer, por la mañana temprano, de día. A lo mejor había empezado ya la escuela. Le daba igual.

La boca le sabía a pegamento. Recién despertado miró a su alrededor. Encima de su pecho había dos billetes. De mil. Dobló el brazo para cogerlos, sintió que le tiraba. Tenía una tirita grande pegada en el pliegue del codo, en el centro de la tirita había una mancha pequeña de sangre que la había traspasado.

Era… algo más…

Se dio la vuelta en el sofá, buscó a lo largo debajo de los cojines y encontró el rollo que había perdido durante la noche. Otras tres mil. Extendió los billetes, los juntó con los del pecho, sopesó cuánto era, los frotó. Cinco mil. Todo lo que podía desear

Se miró la tirita, se rio. Joder qué bien pagado, sólo por tumbarse y cerrar los ojos.

Joder qué bien pagado, sólo por tumbarse y cerrar los ojos
. ¿Cómo era eso? Lo había dicho alguien, alguien…

Sí, eso era. La hermana de Tobbe, ¿cómo se llamaba…?, ¿Ingela? Iba de puta, le había dicho Tobbe. Que le pagaban quinientas coronas por eso, y el comentario de Tobbe fue:

—Joder qué bien pagado, sólo por…

Sólo por tumbarse y cerrar los ojos.

Tommy apretó los billetes que tenía en la mano, los aplastó hasta hacer con ellos una bola. Ella había pagado por, y había bebido de, su sangre. Una enfermedad, había dicho. ¿Pero qué puta enfermedad era ésa? Nunca había oído hablar de algo semejante. Y si uno tenía una cosa así, entonces uno se iba al hospital, allí le darían… Pero, joder, no se bajaba uno al sótano con cinco mil y…

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