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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

Déjame entrar (24 page)

BOOK: Déjame entrar
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Su madre le siguió. Demasiado pronto, le pareció. Ella podía quedarse llorando si quería, toda la noche. Llegó a su altura y pasó con cuidado su brazo por debajo del de Tommy. Él lo dejó estar. Caminaron el uno al lado del otro contemplando el pantano de Råcksta que había empezado a helarse. Si el frío continuaba se podría patinar allí en unos días.

Un pensamiento machacaba todo el tiempo la cabeza de Tommy como un terco riff de guitarra.

La muerte es la muerte. La muerte es la muerte. La muerte es la muerte.

Su madre tembló, se apretó contra él.

—Es terrible.

—¿Te parece?

—Sí, Staffan me contó una cosa horrible.

Staffan. ¿Es que no podía ni siquiera ahora dejar de hablar de…?

—Ah, ¿sí?

—¿Has oído lo del incendio en una casa de Ängby? La mujer que…

—Sí.

—Staffan me contó que le habían hecho la autopsia. A mí me parece que eso es tan desagradable. Que hagan esas cosas.

—Sí, sí, claro.

Un pato caminaba por la frágil capa de hielo hacia el agujero que se formaba en el hielo junto a uno de los desagües a un lado del lago. Los pequeños peces que se podían pescar allí en verano olían a desagüe.

—¿De dónde viene ese desagüe? —Preguntó Tommy—. ¿Viene del crematorio?

—No sé. ¿No quieres escucharme? ¿Te parece desagradable?

—No, no.

Y entonces ella empezó a contárselo mientras iban por el bosque hacia casa. Después de un rato, Tommy comenzó a interesarse, a hacer preguntas que su madre no podía responder; ella sólo sabía lo que Staffan le había contado. Bueno, Tommy hacía tantas preguntas y parecía tan interesado que Yvonne se arrepintió de habérselo comentado siquiera.

Más tarde, por la noche, Tommy se encontraba sentado en una caja en el refugio, dándole vueltas a la pequeña escultura del tirador de pistola. La colocó encima de las tres cajas que contenían los radiocasetes, como un trofeo. Coronando la obra.

¡Mangado a un… policía!

Cerró cuidadosamente el refugio con la cadena y el candado, puso la llave en el escondite y se sentó pensando en lo que su madre le había contado. Después de un rato oyó pasos sigilosos que se acercaban al trastero. Una voz baja que decía:

—¿Tommy?

Se levantó de la butaca, fue hasta la puerta y la abrió con rapidez. Allí estaba Oskar y parecía nervioso, con un billete en la mano.

—Toma. Tu dinero.

Tommy cogió el billete de cincuenta coronas y estrujándolo se lo metió en el bolsillo, sonrió a Oskar.

—¿Te vas a hacer cliente de aquí o qué? Entra.

—No, tengo que…

—Entra, digo. Te quiero preguntar una cosa.

Oskar se sentó en el sofá agarrándose las manos. Tommy se desplomó en la butaca mirándolo.

—Oskar. Tú eres un chico espabilado.

Oskar se encogió tímidamente de hombros.

—¿Sabes la casa que ardió en Ängby? ¿La vieja que salió al jardín y se quemó?

—Sí, lo he leído.

—Me lo imaginaba. ¿Han escrito algo de la autopsia?

—No que yo sepa.

—No. Pero se la hicieron. Le hicieron la autopsia. ¿Y sabes qué? No encontraron humo en sus pulmones. ¿Sabes lo que eso significa?

Oskar pensó.

—Que no respiraba.

—Sí. ¿Y cuándo se deja de respirar? Cuando se está muerto, ¿no?

—Sí —Oskar se animó—. He leído sobre eso. Precisamente. Por eso hacen la autopsia a los que han ardido. Para descartar que… alguien haya provocado el fuego para ocultar que ha matado al que había dentro. En el fuego. Leí en… sí, fue en la revista
Hemmets Journal
, que un tío en Inglaterra que había matado a su mujer y sabía esto pues había… antes de iniciar el fuego había puesto un tubo en la garganta de ella y…

—Bueno, bueno. Tú sabes. Bien. Pero aquí no había humo en los pulmones aunque la mujer había salido al jardín y había estado allí dando vueltas un rato antes de morir. ¿Cómo puede ser eso?

—Contendría la respiración. No, claro. Eso no se puede, lo he leído en algún sitio. Por eso la gente siempre…

—Vale, vale. Explícamelo entonces.

Oskar apoyó la cabeza en las manos, pensando. Luego dijo:

—O han tenido algún fallo o ella estaba de pie y corriendo aunque estaba muerta.

Tommy asintió:

—Justo. ¿Y sabes qué? No creo que esos tíos cometan ese tipo de fallos. ¿Tú qué crees?

—No, pero…

—La muerte es la muerte.

—Sí.

Tommy tiró de un hilo de la butaca, hizo una bolita con los dedos y la lanzó.

—Sí. A uno le gustaría creerlo.

Tercera Parte - La nieve fundiéndose en la piel

Y después de haber puesto su mano en la mía,

con un rostro alegre que me reanimó,

me introdujo en las cosas secretas.

Dante Alighieri
, La Divina Comedia, Infierno, Canto III

—No soy una sábana. Soy un fantasma DE VERDAD. BUU… BUU…

¡Tienes que asustarte!

—Pero no me asusto.

Nationalteatern
, Col rellena y calzoncillos

Jueves 5 de Noviembre

Morgan tenía frío en los pies. La helada que cayó más o menos al mismo tiempo que el submarino encallara no había hecho más que empeorar durante la última semana. Le gustaban sus viejas botas camperas, pero no se podía poner calcetines de lana con ellas. Además tenía un agujero en una de las suelas. Claro que podía comprarse alguna birria china por cien coronas, pero para eso prefería pasar frío.

Eran las nueve y media de la mañana y volvía a casa desde el metro. Había estado en el desguace de Ulvsunda para ver si podía echarles una mano que valiera unos cientos de coronas, pero el negocio iba mal. Tampoco este año habría botas de invierno. Se había tomado un café con los chicos en la oficina, abarrotada de catálogos de piezas de recambio y calendarios de tías, y vuelta a casa en el metro.

Larry salió del edificio; parecía, como de costumbre, alguien que tuviera una pena de muerte colgando sobre él.

—¿Qué pasa tío? —gritó Morgan.

Larry saludó fríamente con la cabeza, como si desde que se despertara aquella mañana hubiera sabido que Morgan iba a estar ahí; se acercó a saludarle:

—Hola. ¿Qué tal?

—Los pies congelados, el coche en el desguace, sin trabajo y de camino a casa para tomarme un plato de sopa de sobre. ¿Y tú?

Larry seguía andando en dirección a la calle Björnsonsgatan, a lo largo del parque.

—Sí, pensaba bajar al hospital a saludar a Herbert. ¿Te vienes?

—¿Está mejor de la cabeza?

—No, creo que sigue como antes.

—Entonces no voy. Me pongo malo con esos desvaríos. La última vez creía que yo era su madre, quería que le contara un cuento.

—¿Lo hiciste?

—Claro que lo hice. Ricitos de oro y los tres ositos. Pero no. Hoy no estoy de humor para eso.

Siguieron caminando. Cuando Morgan se dio cuenta de que Larry tenía un par de guantes gruesos, fue consciente de que tenía frío en las manos y se las metió con cierto malestar en los estrechos bolsillos de los vaqueros. Ante ellos apareció el puente bajo el que Jocke había desaparecido.

Quizá para evitar hablar de
ello
Larry dijo:

—¿Has visto el periódico esta mañana? Ahora dice Fälldin, el primer ministro, que los rusos tienen armas
nucleares
a bordo de ese submarino.

—¿Y qué se creía antes que tenían? ¿Tirachinas?

—No, pero… pero es que ya lleva ahí una semana. Imagínate si hubiera explotado.

—No te preocupes. Saben lo que hacen, los rusos.

—Pero resulta que no soy comunista.

—Ni yo tampoco.

—No, no. ¿A quién votaste la última vez? ¿A los liberales?

—No soy partidario de Moscú, eso desde luego.

Ya habían tenido esa conversación antes. Ahora la repetían para evitar ver, para evitar pensar en
aquello
cuando se acercaban al túnel. A pesar de todo, sus voces se apagaron al entrar en él y se detuvieron. Los dos pensaron que el otro se había detenido primero. Los dos miraron los montones de hojas convertidos ahora en montones de nieve y que sugerían formas que hicieron que ambos se sintieran mal. Larry meneó la cabeza.

—¿Qué cojones vamos a hacer?

Morgan hundió aún más las manos en los bolsillos y golpeó el suelo con los pies para que le entraran en calor.

—Sólo Gösta puede hacer algo.

Los dos miraron hacia el piso donde vivía Gösta. Sin cortinas, con los cristales sucios.

Larry ofreció el paquete de tabaco a Morgan. Éste cogió un cigarro y Larry cogió un cigarro, sacó fuego para los dos. Se quedaron callados fumando, mirando los montones de nieve. Después de un rato fueron interrumpidos en sus pensamientos por voces jóvenes.

Un grupo de niños con patines y cascos en las manos venían de la escuela dirigidos por un hombre con aspecto de militar. Los chicos marchaban a una distancia de un metro los unos de los otros, casi al compás. En el túnel pasaron al lado de Morgan y de Larry. Morgan saludó con la cabeza a uno de los chicos que conocía de su patio.

—¿Vais a la guerra o qué?

El chico meneó la cabeza, iba a decir algo pero no hizo más que seguir trotando, por miedo a salirse de la fila. Siguieron bajando hacia el hospital; tendrían un día de actividades al aire libre o algo así. Morgan apagó el cigarro con el pie, se puso la mano en la boca haciendo bocina y gritó:

—¡Ataque aéreo! ¡Todos a cubierto!

Larry, escandalizado, apagó su cigarro.

—Dios mío. Que haya todavía gente así. Exigirá hasta que las cazadoras cuelguen firmes en el pasillo. ¿Entonces no te vienes?

—No. No lo soporto. Pero date prisa, puede que llegues a formar filas.

—Hasta luego.

—Hasta luego.

Se separaron bajo el puente. Larry desapareció con pasos lentos en la misma dirección que los niños y Morgan subió por las escaleras. Tenía frío en todo el cuerpo. Pese a todo, la jodida sopa de sobre no iba a estar nada mal, y menos si la mezclaba con leche.

Oskar iba con la señorita. Necesitaba hablar con alguien y la señorita fue la única que se le ocurrió. Sin embargo se habría cambiado de grupo si hubiera podido. Jonny y Micke no iban nunca en el grupo de paseo los días de actividades al aire libre, pero hoy sí. Se habían cuchicheado algo al oído por la mañana, mirándole.

Así que Oskar iba con la señorita. No sabía ni él mismo si era por ir protegido o por poder hablar con un adulto.

Había estado saliendo con Eli los últimos cinco días. Se veían todas las tardes, fuera. Oskar le decía a su madre que estaba con Johan.

La noche anterior Eli había llegado de nuevo a su ventana. Habían estado despiertos mucho tiempo, contando historias primero uno y luego el otro. Después se habían dormido abrazados y por la mañana Eli ya no estaba.

En el bolsillo de los pantalones de Oskar, al lado de la vieja nota, manoseada y rota de tanto leerla, había ahora una nueva que había encontrado en su escritorio por la mañana cuando se estaba preparando para ir a la escuela:

Huir es vivir; quedarse, la muerte.

Tuya, Eli.

Sabía que era de
Romeo y Julieta
. Eli le contó que lo que le escribió en la primera nota también estaba sacado de allí y Oskar había cogido el libro de la biblioteca de la escuela. Le había gustado bastante, a pesar de que no conocía un montón de palabras.
Su manto de vestal es verde y enfermizo
. ¿Entendería Eli aquello?

Jonny, Micke y las chicas iban veinte metros por detrás de Oskar y la señorita. Pasaron por el parque de China, donde algunos niños de la guardería se deslizaban con los trineos cortando el aire con sus gritos. Oskar dio una patada a un terrón de nieve y dijo en voz baja:

—¿Marie-Louise?

—Sí.

—¿Cómo sabe uno que ama a alguien?

—¡Huy! Bueno…

La señorita hundió las manos en los bolsillos de su trenca y miró al cielo. Oskar se preguntó si estaría pensando en el hombre que había venido a buscarla un par de veces a la escuela. A Oskar no le había gustado nada su aspecto. El tipo parecía de mucho cuidado.

—Eso es diferente, pero… me atrevería a decir que es cuando uno sabe… o, en todo caso, está muy convencido de que quiere estar siempre con esa persona.

—Como si no pudiera vivir sin ella.

—Eso. Precisamente. Dos que no pueden vivir el uno sin el otro… Eso es, sin duda, amor.

—Como Romeo y Julieta.

—Sí, y cuanto mayores son las dificultades… ¿La has visto?

—Leído.

La señorita lo miró sonriendo con una sonrisa que a Oskar siempre le había gustado, pero que justo en aquel momento no le hizo mucha gracia. Y dijo rápidamente:

—¿Y si son dos chicos?

—Entonces son amigos. Es también una forma de amor. A no ser que te refieras a… sí, los chicos también pueden amarse entre sí,
de esa manera.

—¿Y cómo hacen entonces?

La señorita bajó un poco la voz.

—Bueno, no hay nada malo en ello, pero… si quieres que hablemos de eso podemos hacerlo en otro momento.

Caminaron unos metros en silencio, llegaron a la cuesta que bajaba hasta la Ensenada del Molino. La Cuesta del Fantasma. La señorita aspiró profundamente el aire frío del bosque de abetos. Luego dijo:

—Uno establece un pacto. Independientemente de que se trate de chicos o de chicas, se establece una especie de pacto en el que… somos tú y yo, como si dijéramos. Uno lo sabe.

Oskar asintió. Oyó acercarse las voces de las chicas. Enseguida iban a rodear a la señorita, como solían hacer. Se acercó a ella de manera que sus cazadoras se rozaron y le dijo:

—¿Puede uno ser… chico y chica al mismo tiempo? ¿O ni chico ni chica?

—No. Las personas, no. Hay algunos animales que…

Michelle se les acercó corriendo, gritando con voz chillona:

—¡Señorita! ¡Jonny me ha echado nieve en la cabeza!

Se encontraban a mitad de la cuesta. Al poco tiempo llegaron hasta ellos todas las chicas y contaron lo que Jonny y Micke les habían hecho.

Oskar aminoró la marcha, se quedó unos pasos detrás. Se dio la vuelta. Jonny y Micke estaban en lo alto de la cuesta. Hicieron señas a Oskar. Él no les respondió. En vez de eso cogió una rama fuerte de la cuneta y le fue quitando las ramas pequeñas mientras andaba.

Pasó delante de la Casa del Fantasma que daba nombre a la cuesta. Un enorme almacén con las paredes de chapa ondulada que parecía un total despropósito allí, entre los árboles más bajos. En la pared que daba a la cuesta alguien había hecho una pintada con letras mayúsculas:

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