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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

Déjame entrar (10 page)

BOOK: Déjame entrar
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No, tenía que ser Lacke.

Podrían pasarlo realmente bien los dos juntos una semana allá abajo. Claro, que por otro lado, Lacke era pobre como una rata de sacristía, no tenía nunca dinero. Lo suyo era estar gorroneando cerveza y cigarrillos todas las noches. Nada que decir con respecto a Jocke, pero para un viaje a Canarias no tenía dinero.

No cabía más que rendirse a los hechos: ninguno de los colegas del chino valía gran cosa como compañero de viaje.

¿Y si viajaba solo?

Bueno, Stig Helmer lo había hecho en la película. Aunque estaba como una puta cabra. Luego conoció a Ole. Se enrolló con una
donna
y todo. No estaría mal. Hacía ya ocho años que María se había largado llevándose al perro y desde entonces no había conocido a nadie en sentido bíblico ni siquiera una vez.

¿Pero habría alguien que le quisiera? Quizá. No tenía tan mal aspecto como Larry, de todas formas. Claro que la bebida se notaba en la cara y en el cuerpo, aunque él la tuviera bajo un cierto control. Hoy, por ejemplo, no había bebido ni una gota, aunque ya eran casi las nueve. De todas formas ahora iba a ir a casa y se iba a tomar un par de gin tonics antes de bajar al chino.

Lo del viaje habría que pensarlo más despacio. Ocurriría como con todas las demás cosas que había pensado hacer durante los últimos años: nada de nada. Pero soñar era gratis.

Fue por el camino del parque, entre la calle Holbergsgatan y Blackebergsskolan. Estaba bastante oscuro, la distancia entre las farolas era de unos treinta metros y el restaurante chino lucía como un faro arriba, en lo alto, a la izquierda.

¿Y si iba y se daba un capricho aquella noche? Yendo directamente al chino y… pero no. Saldría demasiado caro. Los otros creerían que había acertado a las quinielas o algo así, pensarían que era un jodido tacaño si no pagaba una ronda. Mejor ir a casa y tomarse las primeras.

Pasó por debajo de la lavandería; su chimenea con aquel único ojo rojo y el rumor sordo de su interior.

Una noche, cuando volvía a casa bien cargado, tuvo una especie de alucinación y vio cómo la chimenea, desprendiéndose del edificio principal, empezaba a deslizarse cuesta abajo hacia él, gruñendo y chillando.

Se había acurrucado en el camino del parque con las manos en la cabeza esperando el golpe. Cuando por fin bajó los brazos la chimenea estaba donde siempre, magnífica e inmóvil.

La farola más próxima al puente, la de la calle Björnsson, estaba rota, y el camino bajo el puente, un túnel totalmente oscuro. Si hubiera estado borracho ahora habría subido por las escaleras que había al lado del puente y habría continuado por arriba, por la calle Björnsson, aunque se daba un rodeo. Joder, es que veía unas cosas tan raras en la oscuridad cuando estaba bebido. Por eso dormía con la lámpara encendida. Pero ahora iba sobrio.

Aunque, qué coño, tenía ganas de subir por las escaleras igualmente. Las alucinaciones habían empezado a mezclarse con su visión del mundo aun cuando no hubiera bebido. Se quedó parado en medio del camino diciéndose a sí mismo claramente cuál era la situación:

—Estoy empezando a volverme paranoico.

Pero ahora esto es así, ¿entiendes, Jocke? Si no te sobrepones y recorres ese pequeño trecho bajo el puente, tampoco llegarás nunca a las Canarias
.

—¿Por qué?

Pues porque siempre te echas atrás en cuanto surge el más mínimo problema. El menor contratiempo, en todas las situaciones. ¿Crees que vas a ser capaz de llamar a una agencia de viajes, renovar el pasaporte, comprar las cosas para el viaje y, sobre todo, cómo vas a atreverte a dar un paso hacia lo desconocido si no eres capaz de andar este trecho tan pequeño?

Esto será un punto a tu favor. ¿Entonces, qué? ¿Si paso ahora por debajo del puente querrá decir que voy a viajar a las Canarias, que esto tiene arreglo?

Casi creo que llamarás mañana para reservar el billete. Tenerife, Jocke. Tenerife.

Echó a andar de nuevo con la cabeza llena de playas soleadas y copas con las sombrillitas dentro. Joder, claro que iría. No iba a ir al chino esa noche, nada. Se quedaría en casa y miraría los anuncios. Ocho años. Joder, ya era hora de empezar a ponerse las pilas.

Justo cuando empezaba a pensar en las palmeras, en si habría o no palmeras en las Canarias, en si había visto alguna en la película, oyó el ruido. Una voz. Se paró justo en medio del túnel, escuchando. Se oía un gemido que venía de la pared del puente.

—Ayuda.

Sus ojos empezaban a acostumbrarse a la oscuridad, pero sólo podía distinguir un montón de hojas arremolinadas por el viento bajo el puente. Sonaba como si fuera la voz de un niño.

—¡Eh! ¿Hay alguien ahí?

—Ayúdame.

Miró alrededor. No veía a nadie. Un ruido de hojas en la oscuridad; pudo distinguir entonces un movimiento entre las hojas.

—Por favor, ayúdame.

Sintió unas ganas terribles de salir corriendo. Pero no podía hacer eso. Había un niño herido, tal vez había sido atacado por alguien…

¡El asesino!

El asesino de Vällingby había venido a Blackeberg, sólo que esta vez la víctima había sobrevivido. ¡Joder, qué mierda!

Él no quería verse envuelto en esto. Ahora que iba a ir a Tenerife y todo lo demás. Pero no podía hacer otra cosa. Dio unos pasos hacia el sitio de donde salía la voz. Las hojas sonaban bajo sus píes y entonces pudo ver el cuerpo. Estaba en posición fetal entre las hojas secas.

¡Joder, qué mierda, joder!

—¿Qué ha pasado?

—Ayúdame…

Los ojos de Jocke ya se habían adaptado a la oscuridad y pudo ver cómo el niño alargaba un brazo hacia él. El cuerpo estaba desnudo, probablemente violado. No. Cuando llegó a su lado vio que el niño no estaba desnudo, llevaba puesto un jersey de color rosa. ¿Cuántos años tendría? Diez, doce años. Puede que le hubieran dado una paliza sus «amigos». ¿O era una chica? Si era una chica, eso último era menos probable.

Se puso en cuclillas al lado de la niña, le cogió una mano.

—¿Qué te ha pasado?

—Ayúdame, levántame.

—¿Estás herida?

—Sí.

—¿Qué ha pasado?

—Levántame.

—¿No tendrás nada en la espalda?

Había trabajado en el botiquín en la mili y sabía que no había que mover a las personas con daños en la columna o en la nuca sin poner antes una sujeción.

—¿No es en la espalda?

—No. Levántame.

¿Qué cojones iba a hacer ahora? Si llevaba a la criatura a su casa la policía podría creer…

Llevaría al chico o a la chica al chino y desde allí llamarían a una ambulancia. Sí. Eso iba a hacer. El cuerpo era bastante pequeño y delgado, seguramente una niña, y aunque no se encontraba muy en forma creía que podría con ella ese trecho.

—Venga. Que te voy a llevar a un sitio desde donde podemos llamar. ¿Vale?

—Sí… gracias.

Aquel «gracias» le llegó al alma. ¿Cómo había podido dudar? ¿Qué clase de mierda era él en realidad? Bueno, menos mal que había reaccionado a tiempo y ahora iba a ayudarla. Colocó con cuidado su mano izquierda por debajo de las rodillas de la chica, la otra mano la puso bajo la nuca.

—Venga. Ahora te levanto.

—Mmm.

Apenas pesaba. Fue increíblemente fácil levantarla. Veinticinco kilos, máximo. A lo mejor estaba desnutrida. Pésima situación familiar, anorexia. Puede que hubiera sido maltratada por su padrastro o algo así. Una mierda.

La chica le puso los brazos alrededor del cuello y la mejilla en el hombro. Iba a poder con ella.

—¿Estás bien?

—Sí.

Sonrió satisfecho. Una oleada de calor le recorrió el cuerpo. Era una buena persona, a pesar de todo. Podía imaginarse la cara de los otros cuando entrara con la chica eh el restaurante. Primero se preguntarían qué demonios había hecho, y después, cada vez más impresionados:

—Bien hecho, Jocke —y cosas por el estilo.

Estaba ya dándose la vuelta para ir hacia el chino, ocupado en sus fantasías sobre una nueva vida, el impulso desde el fondo que estaba dando, cuando sintió el dolor en el cuello. ¿Qué cojones? Sintió como si le hubiera picado una avispa y quería echar la mano derecha, espantarla, ver qué era. Pero no podía soltar a la niña.

Tontamente, intentó bajar la cabeza para comprobar qué era, aunque evidentemente no podía ver en aquel ángulo. Además no podía bajar la cabeza, ya que la mandíbula de la chica se apretaba contra su barbilla. Ella aumentó la presión contra el cuello de Jocke y el dolor se hizo más fuerte. Entonces lo entendió.

—¿Qué cojones haces?

Sintió las mandíbulas de la niña clavándosele en el cuello mientras el dolor en la garganta aumentaba. Un reguero caliente le corrió pecho abajo.

—¡Suelta, cojones!

Soltó a la chica. No fue ni siquiera un pensamiento consciente, sólo un movimiento reflejo;
tenía que quitarse esa mierda del cuello.

Pero la niña no se cayó sino que se agarró a su cabeza como una lapa.

—¡Dios mío, lo fuerte que era aquel cuerpecillo! —rodeándole las caderas con las piernas.

Como una mano con cuatro dedos cerrada alrededor de una muñeca, así se agarraba a él la chica, mientras sus mandíbulas seguían triturando.

Jocke la cogió por la cabeza intentando retirarla del cuello, pero fue como intentar arrancar una rama nueva de abedul sin más ayuda que las manos. Estaba como pegada a él. Su abrazo era tan fuerte que le cortaba la respiración.

Se tambaleó hacia atrás, haciendo esfuerzos para respirar.

Las mandíbulas de la niña habían dejado de triturar, ya sólo se la oía sorber tranquilamente. Ni por un momento aflojó la presión, al contrario, se había vuelto más fuerte desde que empezó a chupar. Un crujido sordo y su pecho se llenó de dolor. Un par de costillas se le habían roto.

Le faltaba el aire para gritar. Dio puñetazos sin fuerza en la cabeza de la chica mientras se tambaleaba entre las hojas secas. El mundo le daba vueltas. Las farolas, a lo lejos, bailaban ante sus ojos como candelillas.

Perdió el equilibrio y cayó hacia atrás. El último sonido que oyó fue el de las hojas aplastadas por su cabeza. Una milésima de segundo más tarde, su cabeza chocó contra el empedrado y el mundo desapareció.

Oskar permanecía despierto en la cama mirando el papel pintado.

Su madre y él habían estado viendo Los Teleñecos, pero no se había enterado de nada. Miss Piggy estaba enfadada y la Rana Gustavo buscaba a Gonzo. Uno de los viejos gruñones se había caído por el balcón. Pero Oskar no se enteró
por qué
. Tenía la cabeza en otro sitio.

Luego mamá y él habían tomado la leche con cacao y unos bollos. Oskar sabía que habían estado hablando de algo, pero no recordaba de qué. Quizá algo acerca de pintar el banco de la cocina de azul.

Seguía mirando fijamente el papel pintado.

Toda la pared donde se apoyaba el cabecero de la cama estaba empapelada con una gran fotografía que representaba un claro en medio del bosque. Troncos gruesos y hojas verdes. Solía quedarse allí e imaginar seres entre las hojas más próximas a su cabeza. Había dos figuras que siempre distinguía inmediatamente, nada más mirar. Las otras tenía que esforzarse para verlas.

Ahora la pared significaba algo más. Al otro lado del tabique, al otro lado del bosque estaba… Eli. Oskar permanecía acostado con la mano contra la pared intentando imaginarse qué habría al otro lado. ¿Sería ésa la habitación de la chica? ¿Estaría ahora en la cama? Recordando la mejilla de Eli, acarició las hojas verdes, su piel suave.

Oyó voces al otro lado.

Dejó de acariciar el papel y trató de escuchar. Una voz clara y otra grave. Eli y su padre. Parecía que estaban discutiendo. Puso la oreja contra la pared para oír mejor. Mierda. Si hubiera tenido un vaso. No se atrevía a levantarse a buscar uno, a lo mejor acababan la discusión mientras tanto.
¿Qué dicen?

El padre de Eli parecía enfadado. La voz de la chica apenas se oía. Oskar aguzó el oído para entender lo que decían. Sólo cogió algunas palabrotas sueltas y «… terriblemente CRUEL», después se oyó como si alguien hubiera caído al suelo. ¿La había pegado? ¿Habría visto cómo Oskar le acarició la mejilla y… sería por eso?

Ahora era Eli la que hablaba. Oskar no podía entender ni una palabra de lo que decía, sólo el tono suave de su voz que subía y bajaba. ¿Hablaría así si él la hubiera pegado?
No tenía derecho
a pegarla. Oskar lo mataría si la pegaba.

Le habría gustado poder cruzar atravesando la pared, como El Rayo, el superhéroe. Desaparecer a través de la pared, cruzar el bosque y salir por el otro lado, ver lo que pasaba allí, si Eli necesitaba ayuda, consuelo, lo que fuera.

Ya no se oía nada al otro lado. Sólo el redoble de los latidos de su corazón.

Se levantó de la cama, fue hasta la mesa y sacó unas gomas que tenía en un vaso de plástico. Se llevó el vaso a la cama y puso la boca contra la pared, el culo contra la oreja.

Lo único que se oía era un lejano tableteo que no parecía de la habitación de al lado. ¿Qué
estaban haciendo
? Contuvo la respiración. De repente, un fuerte estruendo.

¡Un disparo!

El padre que había cogido una pistola y… no, era la puerta de fuera, un portazo que había hecho vibrar las paredes.

Se tiró de la cama y fue hasta la ventana. Después de unos segundos salió un hombre. El padre de Eli. Llevaba una bolsa en la mano, con paso rápido y cabreado se dirigió al arco de salida y desapareció.

¿Qué hago? ¿Le sigo? ¿Por qué?

Se fue a la cama de nuevo. No eran más que imaginaciones suyas. Eli y su padre habían discutido; Oskar y su madre también discutían a veces. Es más, su madre también se iba así si la bronca había sido especialmente dura.

Pero no a medianoche.

Su madre amenazaba a veces con irse a vivir a otro sitio cuando le parecía que Oskar era malo. Oskar sabía que ella no lo haría nunca, y su madre sabía que Oskar lo sabía. El padre de Eli a lo mejor había llevado su amenaza un paso más allá. Se marchó en mitad de la noche, con bolsa y todo.

Oskar estaba tumbado en la cama con las palmas de las manos y la frente apoyadas contra la pared.

Eli, Eli. ¿Estás ahí? ¿Te ha pegado? ¿Estás triste? Eli…

Llamaron a la puerta de Oskar y se sobresaltó. Por un momento creyó que era el padre de Eli que había venido para vérselas también con él.

Pero era su madre. Entró con sigilo en la habitación.

BOOK: Déjame entrar
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