—El almirante vino y me rescató de los edificios biológicos de Ryoval —dijo con voz sonora la mujerona. Suspiró, como recordando algo dulce y hermoso—. Al escapar, destruimos por completo los bancos genéticos de Ryoval. Una colección de tejidos de cien años de edad… convertida en humo, literalmente. —Al sonreír se le vieron los grandes colmillos.
—La Casa Ryoval perdió un cincuenta por ciento de sus entradas en una noche, según estimación del barón Fell —agregó Thorne—. Por lo menos.
Mark lanzó un silbido.
—Eso explica perfectamente la razón por la que vosotros creéis que la gente del barón Ryoval debe de estar buscando al almirante Naismith.
—Mark —dijo Thorne con desesperación—, si Ryoval encuentra ahora a Miles antes que nosotros, lo va a revivir para matarlo otra vez. Y otra. Y otra. Por eso insistimos tanto en que hicieras de Miles cuando nos íbamos de Jackson's Whole. Ryoval no tiene motivos para vengarse del clon, sólo el almirante.
—Comprendo. Muchas gracias. Ah, ¿y qué le pasó al doctor Canaba, si se puede saber?
—Llegó a salvo —dijo Quinn—. Tiene un nuevo nombre, un hogar, un laboratorio y un salario suficiente. Un nuevo y leal súbdito del Imperio.
—Mmm. Eso me lleva a las conexiones. Esto no es ni nuevo ni secreto aunque todavía no sé cómo interpretarlo. SegImp tampoco sabe qué hacer con la información, aunque el resultado es que ya mandaron a dos agentes a revisar el Grupo Durona. Me refiero a que la baronesa Lotus Bharaputra, esposa del barón, es una clon Durona.
La mano de Taura le subió a los labios, con garras y todo.
—¡Esa chica!
—Sí, esa chica, exactamente. Yo me preguntaba por qué me daba escalofríos. La había visto antes, en otra encarnación. La clon de otra clon.
»La baronesa es una de las hijas o hermanas o lo que quiera uno llamarla de una de las clones más antiguas de Azucena Durona. No se vendió barata, por cierto. Es una renegada pero el soborno que recibió fue uno de los más grandes de la historia jacksoniana: co-control de la Casa Bharaputra. Hace veinte años que acompaña al barón Bharaputra. Y ahora parece que está consiguiendo algo más. Los conocimientos biológicos del Grupo Durona abarcan un campo asombroso pero se niegan a hacer trasplantes de cerebros. Está escrito con claridad en el contrato de Azucena Durona con la Casa Fell. Pero la baronesa Bharaputra, que seguramente tiene más de sesenta años, piensa embarcarse en una segunda juventud, eso es evidente. A juzgar por lo que vimos.
—Mierda —dijo Quinn entre dientes.
—Así es que ésa es otra conexión cruzada —dijo Mark—. En realidad, esto está lleno de conexiones cruzadas pero eso no explica por qué el Grupo Durona escondería a Miles de
sus jefes de la Casa Fell
. Y yo creo que eso es lo que hicieron.
—Si lo tienen… —dijo Quinn, mordiéndose la mejilla.
—Si… —estuvo de acuerdo Mark—. Aunque —se le iluminó la cara de pronto—, ese secreto sí explicaría la razón por la que la crío-cámara terminó en Hegen. El Grupo Durona no la estaba escondiendo de SegImp. La escondían de otros jacksonianos.
—Casi encaja —dijo Thorne.
Mark abrió las manos y las mantuvo una frente a otra, como si estuvieran unidas por hilos invisibles.
—Sí. Casi. —Unió una con la otra—. Así que aquí estamos. Y ahí vamos. Nuestra primera misión es volver a entrar en el espacio jacksoniano por el punto de salto de la estación Fell. La capitana Quinn nos ha traído un buen equipo para fabricar identidades. Coordinad vuestras ideas con ella. Tenemos diez días para planificarlo.
El grupo se separó para estudiar sus nuevos problemas, cada uno a su manera. Bothari-Jesek y Quinn se quedaron atrás mientras Mark se levantaba y se estiraba para librarse del dolor de espalda. También le dolía la cabeza.
—Excelente análisis, Mark —dijo Quinn, a regañadientes—, si no se trata de un gran globo de aire, claro.
Bueno, bueno…
—Gracias, Quinn —dijo él, sinceramente. Él también rezaba por que no fuera una alucinación, un error elaborado.
—Sí… Mark está cambiado, creo yo —observó Bothari-Jesek—. Está… crecido.
—¿Ah, sí? —La mirada de Quinn lo recorrió de arriba a abajo—. Bueno, yo diría que sí… —El corazón de Mark quería saltar, hambriento por una migaja de aprobación—. … está más gordo.
—Vamos a trabajar —gruñó Mark.
Se acordaba de haber sabido trabalenguas, alguna vez. Hasta se acordaba de una pantalla entera con una lista de trabalenguas, palabras negras sobre azul celeste. ¿Había sido para algún curso de retórica? Desgraciadamente, aunque podía imaginarse la pantalla, no recordaba más que una de las líneas. Trató de sentarse en la cama y decirla.
—Tres tristes tigres…
idiota
… —Respiró hondo y empezó de nuevo. Otra vez. Otra. Le parecía que tenía la lengua torpe, como si se le hubiera convertido en un calcetín mojado. Le parecía terriblemente importante recuperar el control del habla. Mientras siguiera hablando como un idiota, seguirían tratándolo como tal.
Podría ser peor
. Estaba comiendo verdadera comida, no agua azucarada o papillas. Hacía dos días que se duchaba y se vestía solo. Ya no le daban camisones de enfermo. Llevaba una camisa y unos pantalones.
Como ropa de nave
. El color gris le gustó al principio y después lo preocupó porque no entendía por qué le gustaba.
—Tres. Tristes. Tigres. Comen. Trigo. En. Un. Trigal. ¡Ja! —Se recostó, silbando, triunfante. Levantó la vista y vio a la doctora Rosa en el umbral, mirándolo con una sonrisa.
Mientras recuperaba el aliento, él levantó los dedos para darle la bienvenida. Ella vino a sentarse a su cama. Llevaba la bata verde de siempre y un bolso.
—Cuervo dijo que estaba diciendo tonterías anoche —hizo notar—, pero no eran tonterías, ¿verdad? Estaba practicando.
—Su… —Él asintió—. Teno hablá. Yo mando… —Se tocó los labios, e hizo un gesto a su alrededor—. Ello hace…
—Ah, conque sí, ¿eh? —Arqueó las cejas divertida, pero sus ojos lo miraban atentamente. Cambió de posición y giró la mesa con ruedas para ponerla entre los dos—. Siéntese, mi autoritario amigo. Le he traído unos juguetes.
—Seúnda infcia —musitó él, triste, y se levantó de nuevo, ayudándose con los codos. Lo único que le seguía doliendo era el pecho. Por lo menos parecía haber terminado con los aspectos más repulsivos de su segunda infancia. ¿Una segunda adolescencia en el futuro? No, por Dios. Tal vez pudiera saltarse esa parte.
¿Por qué le tengo miedo a una adolescencia que no recuerdo?
Se rió cuando ella abrió el bolso y sacó una docena de partes de algunas armas de mano que dejó sobre la mesa.
—Prueba, ¿eh? —Empezó a elegirlas y ensamblar las armas. Bloqueador, destructor nervioso, arco de plasma y un revólver de proyectiles… un vuelta, deslizarlo, ahora el clic… uno, dos, tres, cuatro. Las puso una tras otra en una fila—. Sin células denergí… ¿eh? No me da armas a mí, peligo, ¿eh? Estas… soban… —Deslizó una docena de partes que no correspondían a un costado—. Ja. Tampa… —Sonrió con astucia.
—Nunca las apuntó hacia mí ni hacia usted mismo mientras las manejaba —observó ella, curiosa.
—¿Mmmm? No me di cuenta. —Sí, ella tenía razón. Tocó el arco de plasma, dudando.
—¿No le vino nada a la mente mientras hacía eso? —preguntó ella.
Él meneó la cabeza, frustrado de nuevo, pero de repente se alegró.
—Acodé ago sta mañan, sí. Enna dussa… —Cuando hablaba rápido, las palabras se le hacían ininteligibles, un laberinto para los labios.
—En la ducha —tradujo ella, para alentarlo—. Sí. Cuénteme. Y vaya despacio. No se preocupe.
—Despacio. Es. Muerte —enunció él claramente.
Ella parpadeo.
—Aun así. Cuénteme.
—Ah. Bueno. Creo era chico. Caballo, sí, montaba viejo oto caballo. Upa colina. Fío. Caballos… soltaban niebla así. —Respiró hondo pero eso no lo satisfizo—. Áboles. Montaña, dos, tes, llenas de áboles, todos rodeados de plástico. Todo hata una cabaña en el fondo. Abuelo
contento
… poque tubos de plástico son eficientes. —Trató de sacar esa última palabra intacta y lo logró—. Hombres también contentos.
—¿Qué están haciendo en esa escena? —preguntó ella. Parecía muy confusa—. Los hombres.
Él revivía la escena en la cabeza, el recuerdo de un recuerdo.
—Queman madera. Hacen azúcar.
—Eso no tiene sentido. El azúcar procede de vats de producción biológica, no de quemar árboles —dijo Rosa.
—Árboles —afirmó él—. Árboles marones de azúcar. —Otro recuerdo le tembló dentro, como en el agua: el viejo rompiendo algo que parecía arcilla tostada y dándoselo a probar en la boca. La sensación de los dedos marchitos, torcidos y viejos, fríos contra la mejilla, dulzura mezclada con cuero y caballos. Tembló por la tremenda impresión sensorial. Eso era real. Pero todavía no podía ponerle nombres.
El abuelo
.
—Montañas mías —agregó. La idea lo puso triste y no supo por qué.
—¿Qué?
—Son mías. —Frunció el ceño, triste.
—¿Algo más?
—No. Eso todo… —Cerró los puños y luego estiró los dedos cuidadosamente sobre la bandeja.
—¿Está seguro de que no fue un sueño de anoche?
—No.
No
. Enna
dussa
—insistió.
—Es muy extraño. Esto, lo esperaba. —Hizo un gesto hacia la armas ensambladas y empezó a meterlas otra vez en el bolso—. Eso… —la cabeza hizo un gesto hacia él y su pequeña historia —no encaja. Eso de los árboles de donde se saca el azúcar me parece cosa de sueños.
¿No encaja en qué sentido?
Una excitación desesperada lo atravesó de pronto. La cogió por la cintura breve, le atrapó la mano en la que todavía descansaba el bloqueador.
—¿No encaja qué?
¿Qué sabe?
—Nada.
—¡No nada!
—Duele —dijo ella, sin cambiar el tono.
Él la soltó instantáneamente.
—No nada —insistió—. Algo sí. ¿Qué?
Ella suspiró, terminó de guardar las armas, y se sentó a estudiarlo.
—Es cierto lo que dije de que no sabemos quién es usted. Y ahora no es menos cierto que no sabemos
cuál
es usted.
—¿Teno más de una posiblad? ¡Cuénteme!
—Usted está en… en un momento muy delicado de la recuperación. La amnesia del crío-tratamiento no es algo que se recupere de pronto. Los recuerdos vienen en pequeñas cascadas. Una típica curva de tipo campana. Al principio unos pocos, luego cada vez más, y después algunos más. Unos últimos agujeros pueden durar años. Como usted no sufrió ninguna herida craneal mi pronóstico es que terminará por recuperar su personalidad. Pero…
Un
pero
muy siniestro. Él la miró, como rogándole…
—En este estadio, a punto de recibir una cascada de recuerdos, un amnésico puede estar tan hambriento de identidad que es capaz de elegir una identidad falsa y empezar a reunir datos para construirla y apoyarla. Le puede llevar semanas o meses volver al camino correcto. En su caso, por razones especiales, creo que eso es más fácil que en otros casos, y probablemente fuera más difícil de desenredar después. Tengo que tener muchísimo cuidado en no sugerirle nada de lo que no esté absolutamente segura. Y es duro porque yo también estoy construyendo teorías en mi cabeza y son casi tan urgentes como la suya. Tengo que estar segura de que lo que usted me va dando viene de usted y no es un reflejo de alguna sugerencia mía.
—Ah. —Él se dejó caer de nuevo en la cama, terriblemente desilusionado.
—Sin embargo, hay un atajo posible —agregó ella.
Él volvió a levantarse inmediatamente.
—¿Qué es?
—Hay una droga que se llama pentarrápida. Uno de sus derivados es un sedante psiquiátrico, pero en general se usa como droga de interrogatorio. En realidad, no debería llamarse suero de la verdad, aunque los legos lo hacen.
—Yo… conozco la pentarrápida. —Enarcó las cejas. Él sabía algo sobre la pentarrápida. ¿Qué era?
—Tiene algunos efectos relajantes, y a veces, en los pacientes que vienen de la crío-terapia, puede desatar cascadas de recuerdos.
—¡Ah!
—Sin embargo, también puede ser muy embarazoso. Bajo la influencia de esa droga, la gente puede hablar con toda tranquilidad de cualquier cosa que se le cruce por la mente, incluso los pensamientos más íntimos y privados. La ética médica me exige que se lo advierta. Además, hay gente que es alérgica a la droga.
—¿Dónde… aprendió… ética médica? —le preguntó él, curioso.
Ella hizo un gesto de dolor, o de vergüenza. A él le pareció extraño.
—En Escobar —dijo y se lo quedó mirando.
—¿Dónde estamos ahora?
—De momento prefiero no decirlo.
—¿En qué sentido podía… contaminar mi memoria? —quiso saber él, indignado.
—Creo que se lo diré pronto —lo tranquilizó ella—. Pronto.
—Mmm —gruñó él.
Ella sacó un paquetito blanco del bolsillo de su bata, lo abrió, y sacó un puntito envuelto en plástico.
—Arriba el brazo. —Él obedeció, y ella le apretó el punto contra la parte inferior del brazo—. Almohadilla de prueba —explicó—. En base a mi teoría sobre su línea de trabajo, creo que usted tiene mayor probabilidad que otros de ser alérgico. Alergia inducida artificialmente.
Sacó la almohadilla: a él le picó. Miró cuidadosamente el brazo. Una manchita rosada. Ella frunció el ceño.
—¿Le pica? —preguntó insegura.
—No —mintió él, y apretó la mano derecha para no rascarse. Una droga que iba a devolverle la mente… tenía que tomarla.
Ponte blanca otra vez, ya, mierda
, le ordenó mentalmente al punto rosado.
—Parece un poco sensible —musitó ella—. Ligeramente.
—
Pofavoooor
…
Los labios de ella hicieron un gesto de duda.
—Bueno… ¿Qué podemos perder? Ya vuelvo.
Salió y volvió con dos hiposprays, que puso sobre la bandeja.
—Ésta es la pentarrápida —señaló—, y éste, el antídoto de la pentarrápida. Tiene que decirme inmediatamente si le pica, le arde, tiene problemas para respirar o tragar o se le empieza a hinchar la lengua.
—Ya la tengo hinchada —objetó él mientras ella le subía las mangas de los brazos y apretaba el primer hipospray contra el codo—. ¿Cómo… doy cuenta?
—No va a tener dudas. Ahora recuéstese y relájese. Le dará sueño. Va a sentir como que flota. Empiece a contar de atrás adelante desde diez.