La mujer frunció el ceño, disgustada.
—Los pacientes no salen de la crío-estasis automáticamente. No es una comida descongelada en el microondas. Les cuesta tanto como les habría costado si la herida original no los hubiera matado. Tal vez, más. Pasará un par de días antes de que podamos empezar a evaluar sus funciones neuronales superiores.
Sin embargo, sacó algo brillante y afilado del bolsillo y se movió a su alrededor, tocándolo y mirando un monitor que estaba en la pared, sobre su cabeza. Cuando la mano izquierda de él retrocedió por el pinchazo, sonrió.
Sí, y cuando mi pene salte cuando lo roce una mano, el que sonreirá seré yo
, pensó él, confuso.
Quería hablar. Quería decirle a ese tipo de azul que saltar por el agujero de gusano al infierno y se llevara su apuesta con él, pero lo único que conseguía sacar por la boca era un siseo vacío. Tembló de frustración. Tenía que funcionar, o morir. De eso, estaba seguro. Ser el mejor o que lo destruyeran. No sabía de dónde le venía esa certeza. ¿Quién iba a matarlo? No lo sabía. Ellos, un ellos sin cara. No había tiempo para descansar. Marchar o morir, ésa era la consigna.
La pareja de médicos se fue. Llevado por un oscuro miedo, intentó hacer ejercicios, moverse en la cama, pero lo único que pudo mover fue el brazo derecho. El joven volvió, atraído por los movimientos que indicaba el monitor, y le dio un sedante. La oscuridad se cerró sobre él de nuevo y sintió deseos de ponerse a gritar. Tuvo sueños muy desagradables; cualquier contenido hubiera sido bienvenido para su cerebro confuso, pero al despertar lo único que recordaba era que había sido algo horrible.
Pasó un tiempo interminable. Después, volvió la doctora para darle de comer, o algo parecido. Tocó un control para levantarle la cabeza sobre la cama, y dijo en un tono normal:
—Vamos a probar con su nuevo estómago, amigo mío.
¿Amigo? ¿Él era su amigo? Necesitaba un amigo o una amiga. De eso no había duda alguna.
—Sesenta milímetros de solución glucosa… agua y azúcar. La primera comida de su vida, por así decir. Me pregunto si tendrá suficiente músculo básico como para chupar de una pajita…
Él lo hizo después de que ella le pusiera unas gotas de líquido en los labios para que empezara. Chupar y tragar, no se podía pedir nada más básico. Pese a ello no pudo tomárselo todo.
—Está bien —dijo ella—. Su estómago todavía no ha terminado de crecer, ¿sabe? Tampoco su corazón ni sus pulmones. Azucena estaba impaciente por despertarlo. Los órganos de reemplazo son un poco pequeños para su cuerpo, es decir, van a tener que trabajar duro y no van a crecer tan deprisa como en el vat. Durante un tiempo va a tener dificultades en respirar. Pero, claro, fueron mucho más fáciles de instalar así. Más espacio para mover los codos. Eso me gustó.
Él no estaba seguro de si ella le hablaba a él o hablaba para sí misma, como hacen los solitarios con sus mascotas. Ella le sacó la taza y volvió con una vasija de agua, esponja y toallas y empezó a lavarlo, zona por zona. ¿Por qué una cirujana hacía el trabajo de una enfermera? DRA. R. DURONA, ponía el nombre en el bolsillo de la bata verde. Pero ella parecía estar examinándolo neurofisiológicamente al mismo tiempo. ¿Inspeccionando el trabajo?
—Usted fue todo un misterio, ¿sabe? Me lo mandaron en un embalaje especial. Cuervo dijo que usted era demasiado pequeño para ser soldado pero yo encontré ropa de camuflaje y red de protección antidestructor nervioso, y fragmentos de granada, cuarenta y seis… suficiente material como para estar segura de que usted no era sólo testigo de lo que pasaba. Fuera lo que fuese, esa granada tenía su nombre grabado, aunque por desgracia no con letras. —Suspiró ligeramente—. ¿Quién es usted?
No se detuvo a escuchar la respuesta; mejor así. El esfuerzo de tragar el azúcar lo había agotado de nuevo. Una pregunta igualmente pertinente era ¿Dónde estaba? y a él le molestaba que ella, que evidentemente lo sabía, no pensara en decírselo. El lugar era un local médico de alta tecnología, sin ventanas. En un planeta, no en una nave.
¿Y cómo sé eso?
Una vaga imagen de una nave pareció deshacerse en su cabeza cuando quiso tocarla.
¿Qué nave?
¿Qué planeta?
Faltaba una ventana, una gran ventana que diera sobre una ciudad con un río cortándola en dos. Y gente. Faltaba gente, que tenía derecho a estar allí aunque él no pudiera ni imaginársela. Esa mezcla de familiaridad genérica en cuanto a lo médico de la instalación y desconocimiento total en cuanto a lo particular le producía como un nudo doloroso en el estómago.
Los paños con los que ella lo lavaba estaban muy fríos y le causaban daño, pero él se alegró de librarse de aquella sustancia y de la porquería pegada a ella. Se sentía como una lagartija que acababa de dejar su piel vieja. Cuando ella terminó, habían desaparecido todos los pedazos de piel blanca. La nueva parecía muy roja, muy irritada.
Ella le pasó crema depilatoria por la cara, lo cual le parecía superfluo, y ardía como todos los diablos. El ardor le produjo cierto placer. Estaba empezando a relajarse y a disfrutar de toda aquella atención, aunque fuera una atención vergonzosamente íntima. Ella le devolvía por lo menos la dignidad de estar limpio y no parecía enemiga. Alguna clase de aliada, por lo menos a nivel somático. Le limpió la cara de crema, barba y gran cantidad de piel y lo peinó, aunque por desgracia el pelo también se le desprendía de un modo alarmante, como la piel.
—Ahí está —dijo ella, y por su tono de voz parecía insatisfecha. Levantó un gran espejo hasta su cara—. ¿Reconoce a alguien? —Él observó que lo miraba atentamente para asegurarse de que sus ojos enfocaran la imagen como correspondía.
¿Ese soy yo? Bueno… supongo que me podré acostumbrar
. La piel roja se le extendía sobre el contorno de los huesos. Una nariz saliente, un mentón agudo… los ojos grises como si estuviera con resaca, la parte blanca totalmente escarlata. El cabello negro raleaba, como en un caso avanzado de sarna. Realmente había esperado algo mucho mejor.
Trató de hablar, de preguntar. Movía la boca pero tenía la lengua demasiado inconexa para ser coherente, como los pensamientos. Sopló aire y saliva. Ni siquiera podía maldecir, y eso le hacía desear una buena maldición con más fuerza todavía. El deseo degeneró rápidamente en una especie de gruñido agudo. Ella sacó el espejo con rapidez y se quedó de pie, mirándolo con preocupación.
Tranquilo. Si seguía moviéndose así iban a darle otra dosis de sedante, y él no quería eso. Se quedó quieto, jadeando, impotente. Ella bajó la cama de nuevo, reguló la intensidad de la luz e hizo un movimiento como para irse. Él se las arregló para gemir. Funcionó: ahí estaba ella de nuevo.
—Azucena ha llamado a la crío-cámara la caja de Pandora —murmuró ella, reflexivamente—. Pero yo pensaba en el ataúd de cristal del caballero encantado. Ojalá fuera fácil como en el cuento y pudiera despertarlo con un beso.
Se inclinó, parpadeó y le tocó los labios con los suyos. Él se quedó muy quieto, entre asustado y contento. Ella se enderezó, se lo quedó mirando y suspiró.
—No creía que funcionara. Tal vez no soy la princesa indicada.
Tienes un extraño gusto en hombres, mi señora
, pensó él, medio dormido.
Qué afortunado soy
…
De pronto tuvo esperanzas en su futuro, las primeras esperanzas que sentía desde que había recuperado la conciencia. Se quedó quieto, y la dejó marchar. Seguramente volvería. Pero antes de que volviera, perdió el conocimiento; esta vez durmió, mecido por un sueño natural. No le gustó demasiado —
si muriera antes de despertar
— pero resultó beneficioso para su cuerpo dolorido y borró el dolor de su conciencia.
Lentamente recuperó el control del brazo izquierdo. Después torció la pierna izquierda. La hermosa dama volvió y le dio más agua y azúcar pero sin dulces besos como postre. Para cuando consiguió mover la pierna izquierda, ella ya había vuelto de nuevo, pero esta vez algo marchaba terriblemente mal.
La doctora Durona parecía diez años mayor y era mucho más fría. Helada. Tenía el cabello con raya al medio en dos alas suaves, cortado al nivel del mentón. Había rastros de plata en el negro ébano de su pelo. Las manos que lo ayudaron a sentarse eran más secas, más frías, más severas. Nada de caricias.
Estoy en un lazo temporal. No. Me han congelado de nuevo. No. Me lleva demasiado tiempo recuperarme y ella está enfadada conmigo porque la hago esperar. No
… La confusión le produjo un nudo en la garganta. Había perdido a la única amiga que tenía y no sabía por qué.
He destruido nuestra alegría
…
Ella le masajeó las piernas, muy profesionalmente, le dio una bata de hospital holgada y le hizo ponerse de pie. Él estuvo a punto de caer redondo. Ella lo metió otra vez en la cama y se fue.
Cuando volvió había cambiado nuevamente el peinado. Esta ver era largo y lo llevaba sujeto en la parte posterior de la cabeza en una gran cola de caballo con largas canas plateadas. Había envejecido otros diez años. ¡Mierda!
¿Qué me está pasando?
Su actitud fue más agradable que la vez anterior, pero no tan cariñosa como al principio. Lo hizo caminar a través de la habitación. Cuando volvió a meterlo en la cama estaba totalmente agotado. Apenas la vio irse, se quedó dormido.
Estaba muy angustiado cuando ella volvió una vez más en su encarnación de cabello corto y frialdad profesional. Tenía que admitirlo: era realmente eficiente para levantarlo y hacerlo moverse. Le ladraba como un sargento de instrucción pero consiguió que caminara sin ayuda. Lo llevó fuera de la habitación por primera vez: a un vestíbulo corto que terminaba en una puerta corrediza, y luego de vuelta hasta el cuarto.
Habían girado para hacer un segundo circuito cuando se abrió la puerta corrediza y entró la doctora Durona. En metamorfosis de cola de caballo. Él miró a la doctora Durona de cabello en dos alas, de pie a su lado y casi se puso a llorar.
No es justo. Me están confundiendo
. La doctora Durona caminó hasta encontrarse con la doctora Durona. Él parpadeó para sacarse el agua de los ojos y enfocó los nombres de las batas. La del cabello en alas era la Dra. C. Durona. La de cola de caballo era la Dra. B. Durona.
¿Pero dónde está mi doctora Durona? Quiero a la Dra. R
.
—Hola Crisan, ¿cómo anda? —preguntó la Dra. B.
—No tan mal —contestó la Dra. C.—. Pero creo que ya lo he agotado en esta sesión de trabajo.
—Eso me parece… —La Dra. B. se movió para atraparlo cuando él se derrumbó donde estaba. No conseguía que su boca formara las palabras que quería: le salieron como sollozos ahogados—. Quizá demasiado…
—Para nada —dijo la Dra. C. mientras lo sostenía del otro lado. Juntas lo devolvieron a la cama—. Pero me parece que en éste, la recuperación mental va a llegar después de la física. Eso no me gusta. Hay mucha presión: Azucena se está impacientando. Tiene que empezar a relacionar las cosas pronto o no va a servirnos para nada.
—Azucena nunca se impacienta —se burló la Dra. B.
—Esta vez sí —dijo la Dra. C., con amargura.
—¿Y te parece que se va a recuperar? ¿Mentalmente, quiero decir? —dijo la otra mientras lo ayudaba a acostarse de nuevo sin brusquedad.
—Nadie puede saberlo. Rosa nos garantizó la recuperación física. Un trabajo impecable. Y hay mucha actividad eléctrica en el cerebro: algo tiene que estar curándose.
—Sí, pero no es instantáneo —llegó una voz divertida desde el vestíbulo—. ¿Qué le están haciendo ustedes dos a mi pobre paciente?
Era la Dra. Durona. Otra vez. Tenía el cabello fino en un moño en la parte posterior de la cabeza. Un cabello puro y negro. Él espió el nombre con cuidado cuando ella se acercó, sonriendo.
Dra. R. Durona. Su Dra. Durona
. Gimió de alivio. No estaba seguro de poder soportar mucha más confusión: le resultaba más insoportable que el dolor físico. Le parecía que tenía los nervios mucho más destrozados que el cuerpo. Era como estar en una pesadilla, con la diferencia de que los sueños de esos tiempos eran mucho peores, con más sangre y desmembramiento, no sólo una mujer en traje verde repetida varias veces en una habitación, discutiendo con ella misma.
—T.R. quiere decir Tortura Repetida, no Terapia de Recuperación —se burló la Dra. C.
Eso lo explicaba todo…
—Vuelve a torturarlo más tarde —la invitó la Dra. R. —pero suavemente.
—¿Hasta dónde lo empujo? —La Dra. C. hablaba con seriedad, con cuidado, de pie, con la cabeza inclinada, mientras anotaba algo en su planilla—. Me están llegando pregunta urgentes de arriba, ya lo sabes.
—Sí, ya lo sé. Terapias de recuperación con no menos de cuatro horas de intermedio entre una y otra hasta que te dé otra orden. Y no le subas el pulso a más de ciento cuarenta.
—¿Tanto?
—Consecuencia inevitable de que tenga el corazón más pequeño de lo normal.
—De acuerdo, amor. —La Dra. C. cerró la planilla y se la arrojó a la Dra. R., luego salió de la habitación. La Dra. B. se fue con ella.
Su
Dra. Durona,
la
Dra. R…, acudió a su lado y le apartó el cabello de los ojos con una sonrisa.
—Va a necesitar un corte de pelo muy pronto, amigo. Y ya hay cabellos nuevos en los lugares donde no tenía nada. Ésa es una buena señal. Con todo lo que está pasando por la parte de afuera de esa cabeza, supongo que hay mucho adentro también, ¿verdad?
Sólo si se contaban los espasmos histéricos como actividad… A él se le escapó una lágrima de su último estallido de terror. Ella tocó la huella húmeda sobre la mejilla.
—Ah —dijo, preocupada, y él de pronto se sintió avergonzado.
No soy… no soy… No soy un mutante
.
¿Qué?
Ella se inclinó sobre él.
—¿Cómo se llama usted?
Él lo intentó.
—Coommm… stteee… —La lengua no le obedecía. Sabía las palabras, pero no podía hacerlas salir de los labios—. ¿Coommm… sseee… amm steee…?
—¿Está repitiendo? —Ella parecía emocionada—. Eso eso un comienzo…
—¡Nnn! ¿Coommm sseee amm steee? —Le tocó el bolsillo. Confiaba que ella no pensara que estaba intentando sobarla.
—¿Qué…? —Ella lo miró, hacia abajo—. ¿Me está preguntando
mi
nombre?
—¡Gg! ¡Gg!
—Me llamo doctora Durona.
Él gruñó y puso los ojos en blanco.
—… me llamo Rosa.