—¡Hola, señores! —dijo Harry—. Os presento a mi amigo Solly Blumberg. El mejor técnico de efectos especiales que hay en Hollywood.
—Seamos precisos, Harry —replicó el señor Blumberg tristemente, con voz de perro apaleado—. Que
había
en Hollywood.
Harry hizo un gesto como de no darle importancia.
—Mejor me lo pones. Solly ha venido aquí para ofrecer su talento a la industria cinematográfica británica.
—¿Existe realmente una industria cinematográfica británica? —preguntó Solly con ansiedad—. En el estudio nadie estaba muy seguro sobre el particular.
—Claro que sí. Y está en muy buenas condiciones. El Gobierno establece unos impuestos tales que la lleva constantemente a la bancarrota, y después la saca a flote con enormes subvenciones. Así hacemos las cosas en este país.
—¡Eh, Drew! ¿Dónde está el libro de visitantes? Solly lo ha pasado muy mal últimamente y necesita animarse.
No me pareció que, aparte de su mirada perruna, el señor Blumberg tuviera aspecto de haber sufrido muchas penurias. Iba impecablemente vestido, con un traje de Hart Schaffner & Marx. Llevaba las puntas del cuello de la camisa abotonadas en alguna parte invisible del pecho y era de agradecerse porque así quedaba oculta parte de la corbata, aunque no lo suficiente. Me pregunté qué podría ocurrirle. Rogué para que no se tratara de actividades antiamericanas otra vez; eso provocaría al rojillo de la casa, que en esos momentos se encontraba en un rincón estudiando apaciblemente el tablero de ajedrez.
Todos mascullamos algo, tratando de mostrar comprensión, y John dijo mordazmente: —A lo mejor le haría bien desahogarse. Sería agradable oír hablar aquí a otra persona, por una vez.
—No seas tan modesto, John —atajó Harry rápidamente—.
Yo
no me he cansado de oírte todavía. Además dudo mucho que Solly quiera recordarlo. ¿Verdad amigo?
—No —dijo el señor Blumberg—. Cuéntaselo tu.
(—Sabía que acabaría así —me susurró John con un suspiro.)
—¿Por dónde empiezo? —preguntó Harry—. ¿Cuando Lillian Ross fue a entrevistarte?
—Por cualquier parte menos
esa
—gimió Solly—. En realidad todo empezó cuando estábamos rodando la primera serie de «El Capitán Zoom».
—¿El Capitán Zoom? —preguntó alguien en tono amenazador—. Esas son palabras muy fuertes en este lugar. ¡No me diga que usted es el responsable de esa porquería innombrable!
—¡Venga, chicos! —dijo Harry haciendo lo posible para calmar los ánimos—. No seáis tan severos. No podemos aplicar nuestros propios haremos críticos a todo el mundo. La gente tiene que ganarse la vida. Además, a millones de niños les
gusta
el capitán Zoom. No querréis romper sus corazoncitos, ¡estando tan cerca la Navidad…!
—¡Si realmente les gusta el capitán Zoom, les rompería el cuello!
—¡Qué sentimientos tan extemporáneos! Debes disculpar a algunos de mis compatriotas, Solly. Veamos, ¿cómo se llamaba la primera serie?
—«El Capitán Zoom y la amenaza marciana». —Sí, eso es. Me pregunto por qué Marte siempre nos está amenazando. Supongo que todo empezó con un tal Wells. No me extrañaría que un día nos viéramos envueltos en un juicio interplanetario por difamación, a no ser que pudiéramos probar que los marcianos nos han tratado con igual descortesía.
—Me alegra deciros que no he visto «La amenaza marciana» (—Yo sí la vi —se quejó alguien al fondo—. Todavía estoy intentando olvidarlo). Pero no nos interesa el argumento en sí. Lo escribieron tres hombres en un bar del boulevard Wilshire. Nadie sabe con certeza si «La amenaza» quedó así porque los guionistas estaban siempre borrachos, o si tenían que mantenerse borrachos para enfrentarse a «La amenaza». No os preocupéis si resulta confuso. Solly tenía a su cargo únicamente los efectos especiales que el director necesitaba.
En primer lugar, tuvo que construir Marte. Para hacerlo, pasó media hora en compañía de
La conquista del espacio
y diseñó un boceto que los carpinteros convirtieron en una naranja madura flotando en el vacío, rodeada de un número inverosímil de estrellas.
Eso
fue fácil, pero las ciudades marcianas llevaron un poco más de trabajo. Tratad de imaginaros una arquitectura totalmente diferente a la que conocemos, pero que guardara cierta lógica. Dudo que sea posible, y si lo fuera, estoy seguro de que alguien ya lo habría puesto en práctica aquí, en la Tierra. Lo que se construyó finalmente era una cosa vagamente bizantina con toques de Frank Lloyd Wright. El hecho de que las puertas no condujeran a ninguna parte no importaba en absoluto, con tal de que quedara suficiente espacio en el escenario para la esgrima y todas las acrobacias que el guión requería.
Sí, esgrima. Era aquella una civilización que poseía energía atómica, rayos mortales, naves espaciales, televisión y otras comodidades modernas semejantes, pero cuando se trataba de un enfrentamiento entre el capitán Zoom y el malvado emperador Klugg, el reloj volvía atrás un par de siglos. Se veía a muchos soldados empuñando pistolas de rayos de aspecto mortal, pero nunca las utilizaban. Bueno, casi nunca. A veces, una lluvia de chispas perseguía al capitán Zoom y le chamuscaba los pantalones, pero eso era todo. Supongo que, como los rayos no se movían a una velocidad superior a la de la luz, él siempre se les adelantaba.
Sin embargo, aquellos rifles ornamentales dieron muchos quebraderos de cabeza. Es curioso que Hollywood se tome innumerables molestias por detalles nimios en películas que son una auténtica porquería. El director de «El Capitán Zoom» tenía debilidad por los rifles de rayos. Solly diseñó el modelo Mark I, que parecía una mezcla de bazuka y trabuco. Se sentía muy satisfecho con él, así como el director… durante un día. Poco después, el «genio» entró hecho una furia en el estudio, blandiendo un engendro espantoso de plástico morado, lleno de botones, lentes y palancas.
«Mira esto, Solly», bufó. «Junior lo trajo del supermercado; lo regalan con los paquetes de Crunch, uno por cada diez cajas. ¡Es mucho mejor que el nuestro! ¡Y, además,
funciona
!»
Movió una palanca y un delgado chorro de agua cruzó el escenario y desapareció tras la nave espacial del capitán Zoom, donde rápidamente apagó un cigarrillo que no tenía por qué estar encendido. Un tramoyista emergió de una esclusa de aire muy enfadado, vio quién le había empapado, y se retiró inmediatamente, murmurando algo sobre el sindicato.
Solly examinó el rifle con consternación pero con el espíritu crítico propio de un experto. En efecto, era mucho más impresionante que cualquiera de sus producciones. Se retiró a su oficina, prometiendo estudiar qué posibilidades ofrecía.
El modelo Mark II llevaba todo tipo de artilugios, incluyendo una pantalla de televisión. Si el capitán Zoom se encontraba ante un monstruo en plena embestida, todo lo que tenía que hacer era poner en funcionamiento el aparato, esperar a que los tubos se calentaran, comprobar el selector de canal, ajustar el sonido, enfocar, manipular los mandos de línea y pantalla… y apretar el gatillo. Afortunadamente, era un hombre de reflejos rápidos.
El director quedó encantado y ordenó la inmediata fabricación del Mark II. Se construyó otro modelo ligeramente distinto, el Mark IIa, para la diabólica corte del emperador Klugg. Ambas partes no podían poseer las mismas armas, por supuesto. Ya os dije que los miembros de la Productora Pandemic eran el esmero personificado.
Todo marchó bien durante los primeros ataques, e incluso después. Mientras los actores —si es que puede utilizarse tal palabra— estaban en escena, apuntaban con los rifles y apretaban el gatillo como si realmente ocurriera algo. Pero los encargados de poner en negativo los fogonazos y las chispas eran dos hombrecillos encerrados en un cuarto oscuro, tan bien protegido como el fuerte Knox. Aunque hicieron un buen trabajo, al poco tiempo la conciencia artística del director comenzó a sentir escrúpulos.
«Solly», dijo, mientras jugueteaba con el horror plástico que había llegado a manos de Júnior por gentileza de Crunch, «el suculento cereal que no tiene desperdicio». «Solly, quiero un rifle capaz de
hacer
algo».
Solly se agachó a tiempo y el proyectil pasó sobre su cabeza, yendo a bautizar una fotografía de Louella Parsons. «¡No estarás pensando en volver a filmarlo todo!», dijo en un gemido.
«Nooo», replicó el director con evidente desgana. «Tendremos que usar lo que tenemos. Pero, por alguna razón, no parece real». Cogió el guión que estaba en su mesa, y momentos más tarde se le iluminó el rostro.
«La próxima semana empezamos el episodio 54, Esclavos de los Hombre-babosa. Como los hombres-babosa necesitan armas, quiero que hagas esto…»
Solly tuvo muchos problemas con el Mark III. (Espero no haberme saltado ninguno.) No consistía solamente en diseñar un rifle totalmente nuevo, sino que debía «hacer algo». Era un reto para el ingenio de Solly; sin embargo, y parafraseando al profesor Toynbee, se trataba de un reto que provocaba la respuesta adecuada.
Introdujo ciertos mecanismos de ingeniería en el Mark III. Por fortuna, Solly conocía a un técnico muy habilidoso que ya le había ayudado anteriormente en ocasiones similares, y que, en realidad, era el cerebro del artilugio. («¡Desde luego que lo era!», exclamó el señor Blumberg lúgubremente.) Consistía en utilizar un chorro de aire, producido por un pequeño ventilador muy potente, y después rociar con un polvo muy fino. Cuando todo estuvo montado, lanzaba unos destellos impresionantes, y emitía un ruido aún más impresionante. Asustaba tanto a los actores, que desempeñaban sus papeles de un modo más realista.
El director estaba encantado; esta vez, la satisfacción le duró tres días, al cabo de los cuales le asaltó una duda.
«Solly», dijo, «esos malditos rifles son
demasiado
buenos. Los hombres-babosa pueden dar sopas con honda al capitán Zoom. Tendremos que proporcionarle algo mejor.»
En este momento Solly comprendió lo que ocurría. Se había comprometido en una carrera de armamentos.
Vamos a ver; esto nos lleva al Mark IV, ¿no es así? ¿Cómo funcionaba? Ah, ya recuerdo. Era un quemador de oxiacetileno, al que se le inyectaban varias sustancias químicas que producían unas llamas maravillosas. Debería haber mencionado que, desde el episodio 50, «Destrucción en Deimos», el estudio había abandonado las producciones en blanco y negro por el Murkicolor, con lo que se abrían grandes posibilidades. Inyectando cobre, estroncio o bario, podía obtenerse cualquier color.
Si creéis que el director estaba satisfecho por entonces, no conocéis Hollywood. Algunos cínicos se reirán al ver el lema «
Ars Gratia Artis
» en las pantallas, pero me parece que esta actitud no se corresponde con los hechos reales.
¿Acaso viejos fósiles como Miguel Angel, Rembrandt o Tiziano, emplearon tanto tiempo, esfuerzo y dinero en busca de la perfección como lo hacía la Productora Pandemic? Yo creo que no.
No pretendo describir todas las Marks que Solly y su ingenioso amigo el ingeniero fabricaron durante el rodaje de la serie. Había una que disparaba un chorro de anillos de humo de colores. Otra que consistía en un generador de alta frecuencia que producía chispas enormes pero inofensivas. Había también un rayo
curvado
producido por un surtidor de agua en el que se reflejaba la luz de forma muy espectacular. Y, finalmente, el Mark 12.
—El Mark 13 —corrigió el señor Blumberg.
—¡Claro, que tonto soy! Qué otro número podía haber sido. El Mark 13 no era un arma portátil, aunque las anteriores lo eran gracias a un considerable esfuerzo de la imaginación. Se trataba de un aparato diabólico que instalarían en Fobos para conquistar la Tierra. A pesar de que Solly me lo ha explicado alguna vez, sus complicados principios científicos escapan a mi corta inteligencia. Además, ¿quién soy yo para intentar compararme con los brillantes creadores del «Capitán Zoom»? Lo único que puedo hacer es contaros lo que se suponía que el rayo haría, no cómo lo hizo. Debía provocar una reacción en cadena en la atmósfera de nuestro infortunado planeta, favoreciendo la combinación del nitrógeno y el oxígeno del aire, con efectos muy nocivos para la vida terrestre.
No sé si sentirlo o, por el contrario, alegrarme de que Solly dejara todos los detalles del fabuloso Mark 13 a su ayudante. Aunque le he interrogado con cierta insistencia, todo lo que puede decirme es que el aparato tenía una altura aproximada de seis pies y el aspecto de un híbrido entre el telescopio de doscientas pulgadas y un cañón antiaéreo. No os dice mucho ¿verdad?
También me dijo que aquella bestia contenía multitud de tubos de radio, así como un imán imponente. Debía producir un arco eléctrico, tan impresionante como inofensivo, que el imán distorsionaría en miles de formas diferentes.
Eso
es lo que el inventor dijo, y, a pesar de todo, no encuentro ninguna razón para no creerle.
Por una de esas circunstancias que resultan providenciales, Solly no se encontraba en el estudio cuando probaron al Mark 13. Muy a su pesar tuvo que marcharse a Méjico aquel día. ¡Qué suerte tuviste, Solly! Esperaba una conferencia de uno de sus amigos aquella tarde, y cuando la recibió, las noticias no fueron las que él había supuesto.
El Mark 13 había sido un éxito, para decirlo delicadamente. Nadie sabía con exactitud lo que había ocurrido, pero de puro milagro no hubo pérdida de vidas humanas y los bomberos pudieron salvar los estudios contiguos. Parecía increíble, pero los hechos eran incontrovertibles. Se suponía que el Mark 13 era un rayo mortal falso, pero resultó ser uno auténtico.
Algo
había salido del proyector y atravesado la pared del estudio como si no estuviera allí. Y, en efecto, así ocurrió unos segundos más tarde. Sólo quedaba un boquete enorme, cuyos bordes empezaron a arder. Y, a continuación, se cayó el techo…
A menos que Solly convenciese al F.B.I de que se trataba de un error, sería mejor que permaneciese al otro lado de la frontera. Ahora mismo hay gente del Pentágono y la Comisión de Energía Atómica investigando las ruinas…
¿Qué habríais hecho de haber estado en el lugar de Solly? Era inocente, pero no podía probarlo. Quizá habría vuelto para encarar la tempestad si no hubiera recordado que en cierta ocasión contrató a un hombre partidario de Henry Wallace
[2]
en las elecciones del 48.
Eso
podía complicar las cosas aún más y, por otra parte, empezaba a cansarse del capitán Zoom.