La siguiente hora transcurrió en medio de una actividad febril. Los sudorosos miembros de la tripulación iban y venían cargados con maletas y fardos, mientras el doctor Romano permanecía sentado felizmente en medio de la confusión que había provocado, con una sonrisa beatífica en su cara arrugada y vieja. George y el profesor McKenzie hicieron un aparte para arreglar las cuestiones legales, y volvieron con un documento que el doctor Romano firmó sin apenas mirarlo.
Empezaron a aparecer cosas inesperadas procedentes del
Sea Spray
, tales como un maravilloso visón mutante y una maravillosa rubia no–mutante.
—Hola, Sylvia —dijo cortésmente el doctor Romano—. Me temo que encontrarás estas habitaciones un poco más estrechas. El profesor no me dijo que estuvieras a bordo. No importa, nosotros tampoco lo mencionaremos. No constará en el contrato, haremos un… digamos, un acuerdo entre caballeros. Sería una lástima preocupar a la señora McKenzie.
—¡No sé a qué se refiere usted! —exclamó Sylvia de mal humor—. Alguien tiene que mecanografiar las cosas del profesor.
—Y tú lo haces realmente mal, querida —dijo McKenzie, ayudándola a subir a bordo con auténtica galantería sureña. Harry no tuvo más remedio que admirar su serenidad en una situación tan vergonzosa; no sabía si, de estar él en su lugar, lo habría hecho tan bien. Pero deseó tener la oportunidad de comprobarlo.
Por fin disminuyó el caos; el aluvión de cajas y bultos se convirtió en un débil chorro. El doctor Romano estrechó la mano a todos, dio las gracias a George y a Harry por su colaboración, recorrió a grandes zancadas el puente del
Sea Spray
y, diez minutos más tarde, se hallaba a medio camino del horizonte.
Harry se preguntaba si no sería hora de que ellos también se marcharan —aparte de todo, porque ni siquiera habían tenido oportunidad de explicar al profesor McKenzie por qué estaban allí—, cuando de pronto, el radioteléfono empezó a sonar. Era el doctor Romano quien llamaba.
—Habrá olvidado su cepillo de dientes, supongo —dijo George. Pero no se trataba de algo tan trivial. Afortunadamente, el altavoz estaba enchufado, y resultaba casi obligatorio que escucharan la conversación, sin necesidad de hacer esos esfuerzos que tanto avergüenzan a un caballero.
—Escucha, Scott —dijo el doctor Romano—. Creo que te debo una explicación.
—Si me has estafado, te haré pagar hasta el último centavo.
—No, no se trata de eso. Te presioné un poco, pero todo lo que dije es cierto. No te enfades demasiado conmigo; has conseguido una ganga. Pasará algún tiempo, sin embargo, hasta que rinda algún beneficio, y antes tendrás que invertir unos cuantos millones. Verás, el rendimiento debe incrementarse en una cantidad tres veces mayor antes de que sea comercialmente ventajoso; la barra de uranio me costó doscientos mil dólares. No vayas a pegarte un tiro; puede conseguirse, estoy completamente seguro. El doctor Kendall es el hombre adecuado; él realizó el trabajo esencial; quítaselo a mis socios y contrátalo por mucho que te cueste. Eres testarudo y sé que acabarás el asunto ahora que está en tus manos. Por eso quería que lo tuvieras tú. También es por una cuestión de justicia poética; podrás reparar, en parte, el daño que has hecho a la tierra. Lo peor que podría ocurrir es que te convirtieses en billonario, pero eso no se puede evitar.
Espera un momento, no cuelgues. Yo habría terminado el trabajo si hubiera tenido tiempo, pero tardaría al menos otros tres años. Y los médicos dicen que sólo me quedan seis meses; no estaba bromeando al decirte que tenía prisa. Me alegra que hayamos cerrado el trato sin tener que habértelo dicho, pero créeme, hubiera utilizado esa arma si la hubiera necesitado. Sólo otra cosa más; cuando el proceso empiece a funcionar, ponle mi nombre, por favor. Eso es todo. Es una tontería que me vuelvas a llamar, porque no contestaré. Y sé que no puedes alcanzarme.
El profesor McKenzie no se inmutó.
—Me lo imaginaba —dijo sin dirigirse a nadie en particular. Después se sentó, sacó una regla de cálculo de aspecto complicado, y se olvidó del mundo. Apenas levantó la vista cuando George y Harry, sintiéndose fuera de lugar, se despidieron cortésmente y desaparecieron.
—Como muchas otras cosas que ocurren hoy en día —concluyó Harry Purvis— todavía no conozco el resultado final de este encuentro. Me imagino que el profesor McKenzie habrá encontrado algunas dificultades o a estas alturas habríamos oído algo sobre el proceso. Pero no me cabe la menor duda de que, tarde o temprano, lo perfeccionará, así que preparaos a vender vuestras acciones mineras…
Con respecto al doctor Romano, no estaba bromeando, aunque los médicos se equivocaron un poco en el diagnóstico. Duró un año entero, y supongo que el
Sea Spray
ayudó a que así fuera. Su cuerpo descansa en el Pacífico, y creo que al viejo le habría gustado. Ya os he dicho que era un ecologista fanático, y es muy divertido pensar que, incluso ahora, algún átomo suyo puede estar atravesando su criba molecular…
Observo algunas miradas incrédulas, pero es un hecho. Si se llena un vaso con agua, se tira al océano, se mezcla bien y después se llena un vaso con agua del mar, aún quedarán restos de moléculas del agua del primer vaso. Así que —emitió una risita horripilante— es sólo cuestión de tiempo el que tanto el doctor Romano como todos nosotros aportemos algo a la criba. Y con esto, caballeros, me despido de todos ustedes deseándoles muy buenas noches.
Muy pocos clientes de «El Ciervo Blanco» admitirían que los relatos de Harry Purvis sean
ciertos
, pero todos estarán de acuerdo en que algunos son más verosímiles que otros. Y en cualquier escala de probabilidades, el asunto de la orquídea indecisa ocuparía un lugar muy bajo.
No recuerdo qué táctica ingeniosa utilizó Harry para iniciar su relato; puede que algún aficionado a las orquídeas trajera su último engendro al bar y eso le proporcionara una buena excusa. No importa. Recuerdo la historia que, al fin y al cabo, es lo que cuenta.
Esta vez la aventura no estaba relacionada con ninguno de los numerosos parientes de Harry, y evitó explicar cómo se las había arreglado para conocer tantos detalles sórdidos. El héroe —si así puede llamársele— de esta epopeya de invernadero era un inofensivo oficinista, muy bajito, llamado Hércules Keating. Y si piensan que
ésta
es la parte más inverosímil del relato, esperen a lo que sigue.
Hércules no es un nombre que pueda llevarse con facilidad en la mayoría de los casos, y si a ello añadimos una estatura de cuatro pies y nueve pulgadas y el aspecto de necesitar un año de gimnasia incluso para poder parecer un alfeñique de noventa y siete libras, puede ser realmente vergonzoso. Quizá esto ayude a explicar el hecho de que Hércules tuviera muy poca vida social y que sus amigos fueran las macetas de un invernadero situado en la parte trasera de su jardín. Era de gustos sencillos y necesitaba poco dinero para vivir, gracias a lo cual había llegado a conseguir una colección de orquídeas y cactus realmente notable. Disfrutaba de muy buena reputación entre los cactófilos y a menudo recibía paquetes que olían a tierra y a selvas tropicales desde los lugares más remotos del globo.
A Hércules sólo le quedaba un pariente con vida, la tía Henrietta, y sería difícil encontrar dos personas más dispares. Se trataba de una mujer imponente, de seis pies de altura, que usaba trajes de «tweed» de hechura un tanto hombruna, conducía un Jaguar imprudentemente y fumaba puros, uno tras otro. Sus padres habían querido un chico, y nunca llegaron a convencerse de que su deseo no se hubiera cumplido. Henrietta se ganaba la vida —y ganaba bastante— con la crianza de perros de diferentes tamaños y razas. A menudo paseaba con dos de sus últimas adquisiciones, que no eran precisamente el tipo de canes portátiles que caben en el bolso de una dama. Las perreras Keating se especializaban en grandes daneses, alsacianos, san bernardos…
Henrietta consideraba a los hombres, con razón, como el sexo débil y, por tanto, no se había casado. Pero por alguna razón extraña, se tomaba un interés de tía (sí, esa es la palabra adecuada) por Hércules, y le visitaba casi todos los fines de semana. Mantenían una relación muy curiosa; es posible que Hércules contribuyera a reforzar los sentimientos de superioridad de Henrietta. Si se le tomaba como un ejemplar típico del sexo masculino, habría que reconocer que se trataba de una especie realmente despreciable. Pero si éste era el motivo de la actitud de Henrietta, no era consciente de ello y parecía profesarle a su sobrino auténtico cariño. Mostraba hacia él una actitud protectora, pero amable.
Como era de esperar, su comportamiento no ayudaba precisamente a paliar el complejo de inferioridad de Hércules. Al principio, toleraba a su tía; después empezó a temer sus visitas, su voz atronadora y sus apretones de manos, capaces de romper los huesos a cualquiera y, al final, acabó por odiarla. Llegó un momento en que el odio se convirtió en el sentimiento dominante de su vida, por encima, incluso, del amor a sus orquídeas. Pero no se atrevía a mostrarlo, consciente de que si la tía Henrietta lo descubría, sería capaz de partirle en dos y arrojar los trozos a su manada de lobos.
No había forma alguna de que Hércules pudiera expresar sus sentimientos reprimidos. Tenía que mostrarse amable con la tía Henrietta, aunque sintiera deseos de asesinarla. Y se sentía así muy a menudo, pero sabía que nunca lo haría. Hasta que un día…
Según el vendedor, la orquídea provenía de «algún lugar de la región amazónica», dirección un tanto vaga. Cuando Hércules la vio por primera vez no le pareció demasiado atrayente, a pesar de gustarle tanto las orquídeas. Una raíz informe, del tamaño aproximado del puño de un hombre; eso era todo. Exhalaba un perfume como de putrefacción, un olor inconfundible a carroña. Hércules no estaba seguro de que pudiera crecer y así se lo dijo al vendedor, con la esperanza de adquirirla por un precio módico. La llevó a su casa sin mucho entusiasmo.
La planta no dio muestras de crecimiento durante el primer mes, pero Hércules no se preocupó por eso. Un día, apareció un minúsculo brote verde que empezó a trepar hacia la luz. Después, el avance fue rápido. Se desarrolló un tallo grueso y carnoso, tan grande como el antebrazo de un hombre, de un color verde virulento. Cerca de la parte superior del tallo, una serie de protuberancias muy curiosas rodeaban la planta; por lo demás, carecía totalmente de forma. Hércules parecía muy interesado; tenía la seguridad de haber descubierto una especie completamente nueva.
La velocidad de crecimiento era fantástica; pronto excedió a Hércules en altura, aunque esto no signifique mucho. Las protuberancias se desarrollaban, dando la impresión de que en cualquier momento la orquídea haría eclosión.
Hércules esperaba con ansiedad, sabiendo que algunas flores tienen una vida muy corta, y pasaba el mayor tiempo posible en el invernadero. A pesar de la vigilancia, la transformación ocurrió una noche mientras dormía.
Por la mañana, la orquídea apareció rodeada de ocho zarcillos que colgaban casi hasta llegar al suelo. Debían haberse desarrollado en el interior de la planta y brotado con una velocidad inusitada para el mundo vegetal. Hércules se quedó mirando el fenómeno con incredulidad, y se fue a trabajar muy pensativo.
Aquella noche, mientras regaba la planta y comprobaba el estado de la tierra, observó un hecho aún más extraño. Los zarcillos aumentaban de grosor y no estaban completamente inmóviles. Mostraban una tendencia, ligera pero inconfundible, a vibrar, como si poseyeran vida propia. A pesar de su interés y entusiasmo, Hércules encontró esta circunstancia más que inquietante.
Días más tarde, ya no le quedaba la menor duda. Cuando se aproximaba a la orquídea, los zarcillos se inclinaban hacia él de una forma muy alarmante. La impresión de que tenía hambre era tan fuerte que Hércules empezó a sentirse muy incómodo, y una idea comenzó a rondarle la cabeza. Hubo de pasar algún tiempo antes de que recordara de qué se trataba; entonces se dijo a sí mismo: «¡Por supuesto! ¡Qué tonto soy!», y se dirigió a la biblioteca local. Allí pasó media hora muy provechosa, releyendo un librito escrito por un tal H. G. Wells, titulado «La floración de la orquídea extraña».
«¡Dios mío!», pensó Hércules cuando hubo terminado el relato. Hasta el momento no había apreciado en su planta ningún aroma soporífero capaz de subyugar a una posible víctima, pero las demás características se parecían demasiado. Hércules regresó a su casa muy agitado.
Abrió la puerta del invernadero y observó la avenida de plantas, hasta que su vista alcanzó a la reina de todas ellas. Examinó con cuidado la largura de los zarcillos —se sorprendió llamándolos tentáculos— y se acercó hasta donde le pareció una distancia prudencial. La planta daba la impresión de estar alerta y al acecho, actitudes más propias del reino animal que del vegetal. Hércules recordó la infortunada historia del doctor Frankenstein y no le pareció demasiado divertido.
¡Pero aquello era ridículo! Semejantes cosas no ocurrían en la vida real. Bueno, sólo había una forma de comprobarlo…
Hércules fue a la casa y volvió a los pocos minutos con una escoba, en cuyo extremo había colocado un trozo de carne cruda. Sintiéndose como un idiota, avanzó hacia la orquídea del mismo modo que un domador de leones se acercaría a una de sus fieras a la hora de comer.
No pasó nada al principio. Pero un instante después, dos zarcillos se retorcieron bruscamente. Empezaron a contraerse hacia delante y hacia atrás, como si la planta estuviera tomando una decisión. De improviso, se movieron a tal velocidad, que prácticamente se hicieron invisibles. Se enroscaron alrededor de la carne y Hércules notó un estirón en el extremo de la escoba. La carne desapareció en un momento; la orquídea la sostenía contra su pecho —si es que puede utilizarse tal metáfora.
—¡Por las barbas del Profeta!— gritó Hércules, que no se permitía muy a menudo semejante lenguaje.
La orquídea no volvió a mostrar signos de vida durante veinticuatro horas. Estaba esperando a que la carne estuviera un poco pasada y desarrollando, al mismo tiempo, su aparato digestivo. Al día siguiente, una red de lo que parecían raíces cortas cubría la carne, aún visible. Por la noche, la carne había desaparecido. La planta había probado el sabor de la sangre.
Las emociones de Hércules mientras observaba a su favorita eran muy confusas. A veces, casi le producía pesadillas, y vislumbraba todo tipo de horribles acontecimientos. La orquídea era por entonces muy grande y si él se colocaba al alcance de sus garras, no tendría escapatoria. Pero no correría el menor riesgo. Había instalado un sistema de tuberías para regarla a una distancia conveniente, y en cuanto al alimento menos ortodoxo, se limitaba a arrojarlo al alcance de sus tentáculos. Comía una libra de carne cruda al día, pero Hércules pensaba con desasosiego que sería capaz de engullir mayores cantidades si tuviera la oportunidad de hacerlo. El sentimiento de triunfo por haber conseguido semejante maravilla botánica superaba sus escrúpulos naturales. Cuando quisiera, podría convertirse en el cultivador de orquídeas más famoso del mundo. Era muy propio de sus cortas luces el que no se le ocurriera pensar que otras personas, aparte de los aficionados a las orquídeas, pudieran interesarse por su mascota.