Y aquí le tenéis. ¿Alguien sabe de alguna compañía cinematográfica británica que pueda hacerle un hueco? Pero sólo películas históricas, por favor. No se atrevería a poner las manos sobre algo más moderno que una ballesta.
—¿Os he hablado —dijo Harry Purvis en tono humilde— de aquella vez que evité la evacuación del sur de Inglaterra?
—No —respondió Charles Willis— o, si lo hiciste, me quedé dormido.
—Bueno, os lo contaré —continuó Harry cuando vio que se habían reunido suficiente número de personas como para formar un auditorio respetable—. Ocurrió hace dos años en la Fundación de Investigaciones Atómicas, cerca de Clobham. Todos la conoceréis, supongo. Pero no creo haber mencionado que trabajé allí durante algún tiempo, en una misión especial de la que no puedo hablar.
—¡Hombre, qué novedad! —dijo John Wyndham, sin obtener el menor resultado.
—Era un sábado por la tarde —prosiguió Harry—. Un día maraviIloso al final de la primavera. Nos hallábamos unos seis científicos en el bar «El Cisne Negro», y las ventanas estaban abiertas, por lo que podíamos ver las laderas de la colina de Clobham y, más allá, a unas treinta millas de distancia, Upchester. Había tanta luz que podíamos divisar las agujas de la catedral de Upchester en el horizonte. No podía pedirse un día más espléndido. El personal de la Fundación se llevaba muy bien con los clientes habituales del bar, aunque en un principio no parecían muy contentos de tenernos tan cerca. Aparte de la naturaleza de nuestro trabajo, creían que los científicos formamos una raza diferente, sin necesidades humanas. Tras ganarles a los dardos un par de veces, e invitarles unas copas, cambiaron de opinión. Pero siempre nos estaban tomando el pelo, preguntándonos qué nueva explosión preparábamos.
Aquella tarde deberíamos haber estado presentes más científicos, pero en la División de Radioisótopos tenían un trabajo urgente, por lo que nos encontrábamos en inferioridad de condiciones. Stanley Charnbers, el dueño, notó la ausencia de algunas caras conocidas.
«¿Qué les ha pasado a sus compañeros?», preguntó a mi jefe, el doctor French.
«Están trabajando en casa», —contestó French. Llamábamos «casa» a la Fundación para que pareciera más familiar y menos aterradora». «Teníamos que terminar unas cosillas a toda prisa. Vendrán más tarde».
«Unos de estos días», dijo Stan con seriedad, «usted y sus amigos van a dejar escapar algo que no podrán volver a encerrar. Y entonces, ¿a dónde iremos a parar nosotros?»
«Por lo menos, a la Luna», contestó el doctor French. Mucho me temo que fuera una respuesta un tanto irresponsable, pero siempre pierde la paciencia con preguntas tan tontas como aquélla.
Stan Chambers miró por encima de su hombro, como midiendo la distancia que le separaba de Globham.
Creo que estaba calculando si tendría tiempo de llegar al sótano, o si merecería la pena intentarlo.
«Acerca de esos…isótopos que envían a los hospitales», dijo alguien con precaución. «Estuve en el hospital de Santo Tomás la semana pasada, y vi cómo los transportaban en una caja de seguridad, que debía pesar una tonelada. Me dio escalofrío pensar lo que ocurriría si se les escapaba de las manos.»
«Calculamos el otro día», dijo el doctor French, visiblemente molesto por la interrupción de su juego de dardos, «que había suficiente uranio en Clobham como para hacer explotar el Mar del Norte.»
Fue una tontería que dijera eso, porque además no es verdad. Pero no podía regañar a mi propio jefe, ¿no?
El hombre que había hecho estas preguntas estaba sentado en el hueco bajo la ventana; observé que miraba en dirección a la carretera con expresión preocupada.
«Lo transportan en camiones desde la Fundación ¿verdad?» preguntó impaciente.
«Sí; algunos isótopos duran muy poco, por lo que tienen que llegar a su destino rápidamente.»
«Mire, al pie de la colina hay un camión que parece tener dificultades. ¿Es uno de los suyos?»
El lugar en el que estaba el tablero de dardos quedó desierto porque todos se precipitaron a la ventana. Cuando pude asomarme, vi un camión grande, lleno de embalajes, bajando la colina a toda velocidad a una distancia aproximada de un cuarto de milla. De vez en cuando rebotaba contra el seto; era evidente que los frenos habían fallado y el conductor había perdido el control. Por suerte no se acercaba ningún coche en dirección contraria; de otro modo, no se habría podido evitar un accidente. Sin embargo, parecía más que probable que aún ocurriera.
Entonces el camión llegó a una curva, se salió de la carretera y atravesó el seto. Fue dando bandazos durante cincuenta yardas disminuyendo la velocidad y traqueteando violentamente sobre el áspero terreno. Casi se había parado cuando se topó con una zanja y, lentamente volcó sobre un flanco. Segundos más tarde pudimos escuchar un sonido de madera resquebrajándose, producido por los embalajes al caer al suelo.
«Se acabó», dijo alguien con un suspiro de alivio. «Hizo bien en desviarse hacia el seto. Supongo que el conductor se encontrará aturdido, pero no herido.»
A continuación vimos algo asombroso. Se abrió la puerta de la cabina, y el conductor saltó al suelo. Incluso desde tal distancia, podíamos darnos cuenta de que estaba muy agitado, aunque dadas las circunstancias, nos pareció lo más natural del mundo. Pero, contrariamente a lo que esperábamos, no se sentó para tranquilizarse. Por el contrario, echó a correr a través del descampado, como alma que lleva el diablo.
Lo contemplamos con la boca abierta y con cierta aprensión mientras se alejaba colina abajo. Se produjo un silencio lúgubre en el bar, sólo interrumpido por el tic-tac del reloj que Stan mantenía adelantado exactamente diez minutos. Entonces, alguien dijo: «¿Creéis que hacemos bien quedándonos aquí? Quiero decir…estamos a sólo media milla… » La gente empezó a alejarse con indecisión de la ventana. El doctor French emitió una risita nerviosa.
«No sabemos si
es
uno de nuestros camiones», dijo. «Además, les estaba tomando el pelo hace un momento. Es totalmente imposible que los isótopos exploten. Tendrá miedo de que se incendie el depósito de gasolina».
«¡Ah! ¿si?» intervino Stan. «Y entonces ¿por qué sigue corriendo? Ya casi ha bajado la colina.»
«¡Ya sé!» exclamó Charlie Evans, de la Sección de Instrumental. «Transporta explosivos y pensará que van a estallar.»
Yo tenía que desmentir aquello. «No hay ningún signo de incendio, así que, ¿por qué se preocupa? Y si transportara explosivos, llevaría una bandera roja o algo así.»
«Espere un momento», dijo Stan. «Voy a buscar unos prismáticos.»
Nadie se movió hasta que volvió con ellos; nadie, excepto aquella figurita en la falda de la colina, que para entonces ya había desaparecido entre los árboles sin disminuir la velocidad.
Stan estuvo mirando con los prismáticos durante una eternidad. Al final, los bajó con un gruñido de desilusión…
«No se ve mucho», dijo. «El camión está en mala posición. Las cajas se han desperdigado por todas partes…algunas se han roto. A ver qué le parece a usted.»
French miró duramente un largo rato, y después me pasó los prismáticos. Eran de un modelo muy anticuado y no servían para mucho. Por un momento me pareció que las cajas estaban rodeadas de una extraña bruma, pero pensé que aquello no tenía sentido. Lo atribuí a la mala calidad de las lentes.
Y ahí se habría acabado el asunto si no hubieran aparecido dos ciclistas. Subían la colina con visible esfuerzo en un tándem y, cuando Ilegaron a la brecha del seto, desmontaron rápidamente para ver lo que ocurría. El camión era visible desde la carretera, y se dirigieron hacia él cogidos de la mano. La chica parecía indecisa, y el hombre le decía que no se preocupara. Podíamos imaginar su conversación; era un espectáculo enternecedor.
No duró mucho. Llegaron a unas cuantas yardas del camión…y salieron corriendo a gran velocidad en direcciones opuestas. Ninguno de los dos se volvió para mirar al otro, y observé que corrían de una forma muy peculiar.
Stan, que había recuperado los prismáticos, los bajó con manos temblorosas.
«¡A los coches!», gritó.
«Pero… » empezó a decir el doctor French.
Stan le hizo callar con una mirada. «Malditos científicos», dijo, al tiempo que cerraba la caja (incluso en un momento como aquél no olvidaba su deber). «Ya sabía yo que esto pasaría tarde o temprano.»
Y segundos más tarde, había desaparecido, así como la mayoría de sus clientes. No se detuvieron ni para preguntarnos si queríamos ir con ellos.
«¡Esto es ridículo!», exclamó French. «Antes de que sepamos de que se trata, esos imbéciles habrán provocado tal pánico que será difícil poner remedio.»
Sabía lo que quería decir. Alguien se lo diría a la policía; desviarían los coches que viajaran en dirección a Clobham; las líneas telefónicas quedarían bloqueadas con cientos de llamadas… sería como el horror de «La guerra de los mundos» de Orson Welles en 1938.
Quizá penséis que estoy exagerando, pero nunca debe subestimarse el poder del pánico. Y, recordad que la gente tenía miedo de la Fundación y casi esperaba que ocurriera algo así.
Incluso no me importa deciros que, por entonces, nosotros mismos empezábamos a sentirnos incómodos.
Eramos incapaces de comprender lo que ocurría en el camión volcado, y no hay nada que un científico deteste más que no saber a que atenerse.
Mientras tanto, me había apoderado de los prismáticos de Stan y estudiaba la situación detenidamente. Una teoría empezó a formarse en mi mente. Había un…halo sobre las cajas. Seguí mirando hasta que los ojos empezaron a escocerme, y le dije al doctor French: «Creo que ya sé de qué se trata. ¿Por qué no telefonea a la oficina de Correos de Clobham para tratar de anticiparse a Stan e impedir que extienda cualquier rumor, si es que ya ha llegado allí? Diga que todo está bajo control, que no hay nada de qué preocuparse. Mientras usted hace eso, yo voy a acercarme al camión para comprobar mi teoría.»
Debo decir que nadie se ofreció a acompañarme. Aunque empecé a andar con mucha confianza, al cabo de un rato me sentía un poco menos seguro de mí mismo. Recordé un incidente que siempre me ha parecido una de las bromas más irónicas de la historia, y empecé a preguntarme si no estaría ocurriendo algo parecido. Había una vez una isla volcánica en el Lejano Este, con una población de cincuenta mil habitantes. Nadie se preocupaba por el volcán, que había permanecido inactivo durante cien años. Pero un día empezaron las erupciones. Al principio eran pequeñas, pero su intensidad aumentó en cuestión de horas. Cundió el pánico, y la gente intentó apiñarse en los pocos botes disponibles para alcanzar el continente.
Pero se encontraba al frente de la isla un comandante que estaba decidido a mantener el orden a toda costa.
Publicó proclamas asegurando que no existía peligro alguno, y envió tropas a que ocupasen los barcos para que no hubiera pérdida de vidas en los intentos de abandonar la isla en embarcaciones sobrecargadas. Su personalidad era tan fuerte, y su valor tan ejemplar, que consiguió calmar a la multitud, y aquellos que intentaban escapar volvieron avergonzados a sus casas y se sentaron a esperar que se restableciera la normalidad. Cuando el volcán voló por los aires un par de horas más tarde, llevándose consigo la isla entera, no quedó ni un solo superviviente…
Al llegar al camión, me vi a mí mismo desempeñando un papel similar a aquel comandante. Después de todo, a veces es muy aconsejable quedarse y encarar el peligro, pero otras, lo más sensato es poner pies en polvorosa. Pero ya era demasiado tarde para volver y, hasta cierto punto, estaba seguro de la certeza de mi teoría.
—No sigas —interrumpió George Whitley, que siempre que podía intentaba estropear los relatos de Harry—. Era gas.
A Harry no pareció molestarle en absoluto que se le adelantaran.
—Es una sugerencia muy ingeniosa. Yo también lo pensé, lo que demuestra que, de vez en cuando, todos pecamos de tontos.
Había llegado a unos cincuenta pies del camión cuando me paré en seco y, a pesar de ser un día cálido, un escalofrío muy desagradable me recorrió la espina dorsal. Porque tenía ante mis ojos algo que hacía añicos mi teoría del gas, sin dejar nada en su lugar.
Una masa negra y movediza se retorcía sobre la superficie de una de las cajas. Por un momento quise creer que se trataba de un líquido oscuro que rezumaba de un recipiente roto. Pero es una propiedad muy característica de los líquidos el no poder desafiar a la gravedad. Aquello sí podía y, además, estaba vivo. Desde donde me encontraba parecía el pseudópodo de una amiba gigante cambiando de forma y grosor, y se movía hacia adelante y hacia atrás sobre el borde de una caja rota.
En pocos segundos acudieron a mi mente todo tipo de fantasías propias de Edgar Allan Poe. Pero recordé mi deber como ciudadano y mi dignidad de científico. Me dirigí hacia
aquello
, aunque sin demasiada prisa.
Olfateé con cautela, como si la teoría del gas aún estuviera en mi mente. Pero fueron mis oídos y no mi olfato, quienes me dieron la respuesta, cuando me rodeó aquella masa siniestra y escurridiza. Había escuchado aquel sonido millones de veces, pero nunca con tanta intensidad como entonces. Me senté —a cierta distancia— y empecé a reír hasta no poder más. Después me levanté y me dirigí al bar.
«Y bien», dijo el doctor French con ansiedad, «¿de qué se trata? Stan está esperando al teléfono; le pillamos en la encrucijada. Pero no volverá hasta que le digamos lo que ocurre.»
«Dígale a Stan», contesté, «que envíe al apicultor del pueblo, y que él también venga. Va a tener mucho trabajo.»
«¿A
quién
?» preguntó French. Abrió la boca con asombro. «Dios mío! No me diga que…»
«Exactamente», contesté mientras inspeccionaba tras la barra, por si acaso Stan tenía escondida alguna botella interesante. «Empiezan a tranquilizarse, pero me imagino que aún están muy fastidiadas. No las conté, pero debe haber medio millón de abejas ahí abajo intentando volver a sus colmenas rotas.»
¿Han observado alguna vez cómo, en una habitación en la que se encuentran reunidas veinte o treinta personas charlando animadamente, llega un momento en el que todo el mundo guarda silencio repentinamente?. Se crea una especie de vacío vibrante que parece engullir todos los sonidos. No sé cómo afectará a otras personas, pero a mi me produce una sensación de frialdad que me domina por completo. Ni que decir tiene que el fenómeno está sujeto a las leyes de la probabilidad, pero, por alguna razón, parece algo más que una simple coincidencia en las pausas de las conversaciones. Es como si todos estuvieran pendientes de escuchar algo, aunque no sepan el qué. En estos momentos recuerdo aquellos versos: