Cuentos completos (159 page)

Read Cuentos completos Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
4.36Mb size Format: txt, pdf, ePub

El fiscal ahogó el resto de la pregunta con una indignada y ferviente protesta. La defensa dio por terminado su interrogatorio y el juez Shane propuso un receso para almorzar.

Robertson trituraba furioso su sándwich. La empresa no se iría a pique por una pérdida de 750.000 dólares, aunque perderlos tampoco sería beneficioso. Por otra parte, sabía que habría consecuencias mucho más perjudiciales en cuanto a las relaciones públicas.

—¿A qué viene tanta palabrería sobre cómo entró Easy en la universidad? —masculló—. ¿Qué esperan ganar?

—Una acción judicial es como una partida de ajedrez, señor Robertson —le explicó el abogado defensor—. Suele ganar quien prevé más jugadas, y mi amigo el fiscal no es un principiante. Puede ser que parezcan dañados, pero eso no es ningún problema. Su objetivo principal es adelantarse a nuestra defensa. Deben contar con que nosotros procuraremos demostrar que Easy no pudo ser culpable, dadas las leyes de la robótica.

—De acuerdo —aceptó Robertson—. Ésa es nuestra defensa. Y es absolutamente hermética.

—Lo es para un ingeniero en robótica, no necesariamente para un juez. Se están parapetando en una posición desde la cual pueden demostrar que EZ-27 no era un robot común. Era el primero de su tipo que se presentaba en público, un modelo experimental que necesitaba ser puesto a prueba; y la universidad era el único modo aceptable de ofrecer esa prueba. Eso parecería verosímil, dados los insistentes intentos del profesor Lanning para colocar el robot y la voluntad de la compañía de alquilarlo por tan poco dinero. Luego, la fiscalía argumentará que las pruebas han demostrado que Easy fue un fracaso. ¿Ahora comprende el propósito de todo lo expuesto?

—Pero EZ-27 era un modelo perfecto —argumentó Robertson—. Era el número veintisiete de la producción.

—Lo cual es desfavorable —apuntó sombríamente el abogado—. ¿Qué tenía de malo el veintiséis? Algo, evidentemente. ¿Por qué no podía haber defectos en el veintisiete también?

—No había nada malo en el veintiséis, excepto que no era lo suficientemente complejo para la tarea. Fueron los primeros cerebros positrónicos de su clase que se construyeron y procedíamos más bien al azar. ¡Pero las tres leyes eran válidas en todos ellos! Ningún robot es tan imperfecto como para que las tres leyes no sean válidas.

—El profesor Lanning me lo ha explicado, señor Robertson, y estoy dispuesto a creerle. Pero tal vez el juez no esté tan dispuesto. Dependemos de la decisión de un hombre honesto e inteligente que no sabe nada de robótica y, por lo tanto, es susceptible de ser persuadido. Por ejemplo, si usted, el profesor Lanníng o la doctora Calvin comparecieran en el estrado y dijeran que los cerebros positrónicos se construyen «al azar», como acaba de decir usted, el fiscal les haría trizas en el interrogatorio. Estaríamos perdidos. Así que conviene evitar esa expresión.

—Si Easy pudiera hablar… —gruñó Robertson.

El abogado se encogió de hombros.

—Un robot no es válido como testigo, así que no serviría de nada.

—Al menos, conoceríamos los hechos. Sabríamos cómo llegó a hacer semejante cosa.

Susan Calvin se enfureció. En sus mejillas apareció un apagado tono rojo y su voz sonó con vestigios de calor humano:

—Sabemos cómo llegó a hacerlo. ¡Se lo ordenaron! Se lo he explicado a nuestros abogados y se lo explicaré a usted ahora.

—¿Quién se lo ordenó? —preguntó Robertson, francamente perplejo, y pensando con resentimiento que nadie le contaba nunca nada y que esa gente de investigación ¡se consideraban los dueños de la compañía, por amor de Dios!

—El querellante —respondió la doctora.

—¡Santo cielo! ¿Por qué?

—Aún no sé por qué. Tal vez sólo para demandarnos, para ganar un poco de dinero —contestó la doctora, con un destello tristón en los ojos.

—¿Y por qué Easy no lo dice?

—¿No es obvio? Le han ordenado que se calle.

—¿Por qué habría de ser obvio? —preguntó Robertson de mal humor.

—Bien, es obvio para mí. La psicología robótica es mi profesión. Aunque Easy no responde a las preguntas directas sobre el asunto, pero sí a las colaterales. Midiendo la vacilación creciente de sus respuestas a medida que nos aproximamos a la pregunta central, midiendo la zona de vacío y la intensidad de los contrapotenciales configurados, es posible afirmar con precisión científica que sus problemas son resultado de la orden de no hablar, cuya fuerza se basa en la Primera Ley. En otras palabras, le han dicho que si habla causará daño a un ser humano; supuestamente, al abominable profesor Ninheimer, el querellante, quien para el robot parecerá un ser humano.

—Muy bien —dijo Robertson—, ¿y no puede usted explicarle que si no habla causará daño a toda la compañía?

—La compañía no es un ser humano y la Primera Ley de la robótica no reconoce a una empresa como una persona, al igual que ocurre con las leyes comunes. Además, sería peligroso tratar de cancelar esa inhibición. La persona que la instaló podría anularla de una forma menos peligrosa, porque las motivaciones del robot en ese aspecto se centran en esa persona. Cualquier otro sistema… —Sacudió la cabeza, casi con apasionamiento—. ¡No permitiré que le hagan daño al robot!

Lanning intervino, con el aire de quien introduce cordura en un problema.

—Me parece que sólo tenemos que demostrar que un robot es incapaz del acto del cual se acusa a Easy. Nosotros podemos lograrlo.

—Exacto —se apresuró a decir el defensor, irritado—. Sólo ustedes pueden lograrlo. Los únicos testigos capaces de dar cuenta de la condición en que se encuentra Easy y de la naturaleza del estado mental de Easy son empleados de Robots y Hombres Mecánicos. El juez no puede aceptar ese testimonio como imparcial.

—¿Cómo puede negar el testimonio de los expertos?

—Negándose a dejarse convencer. Está en su derecho como juez. Ante la posibilidad de que un hombre como el profesor Ninheímer se haya propuesto arruinar su propia reputación, aun por una suma suculenta, el juez no aceptaría los tecnicismos de sus ingenieros. A fin de cuentas, el juez es un hombre. Si tiene que escoger entre un hombre que hace algo imposible y un robot que hace algo imposible, decidirá a favor del hombre.

—Un hombre sí puede hacer algo imposible —arguyó Lanning—, porque desconocemos todas las complejidades de la mente humana y no sabemos qué es imposible en una determinada mente humana. Pero sí sabemos qué es imposible para un robot.

—Bien, veremos si podemos convencer de eso al juez —masculló el abogado.

—¡Si eso es todo lo que se le ocurre decir, no veo cómo va a conseguirlo! —vociferó Robertson.

—Ya lo veremos. Es bueno tener presentes las dificultades, pero no nos dejemos abatir. Yo también he tratado de adelantarme a algunas jugadas en nuestra partida de ajedrez. —Y añadió, señalando a la robopsicóloga con un solemne movimiento de cabeza—: Con ayuda de esta señora.

Lanning los miró a ambos y preguntó:

—¿De qué se trata?

Pero el ujier asomó la cabeza y anunció con voz ronca que el juicio iba a continuar.

Se sentaron y examinaron al hombre que había iniciado el problema.

Simon Ninheimer tenía el cabello rubio rojizo y esponjoso, y un rostro delgado y que se estrechaba en una nariz picuda y una barbilla puntiaguda. Su costumbre de titubear ante las palabras decisivas le daba el aire de un amante de la precisión absoluta. Cuando decía que «el sol sale por el…, mmm…, oriente», uno tenía la certeza de que había reflexionado seriamente sobre la posibilidad de que pudiera salir por occidente.

—¿Se opuso usted al empleo del robot EZ-27 en la universidad? —le preguntó el fiscal.

—En efecto.

—¿Por qué?

—Pensé que no comprendíamos del todo los…, mmm…, motivos de la compañía. Yo recelaba de esa urgencia para entregarnos el robot.

—¿Creía usted que era capaz de realizar las tareas para las cuales estaba diseñado?

—Sé con certeza que no lo era.

—¿Expondría usted sus razones?

Hacía ocho años que Simon Ninheimer trabajaba en un libro titulado Tensiones sociales en el viaje espacial y su resolución. El afán de precisión de Ninheimer no se limitaba sólo a sus hábitos en la conversación, y en una disciplina como la sociología, casi imprecisa por definición, eso lo dejaba sin aliento.

No tenía la sensación de haber completado su trabajo ni siquiera cuando lo vio ya en las galeradas. Todo lo contrario. Al mirar aquellas largas tiras de papel impreso, lo único que deseaba era disponer de otro modo las lineas.

Jim Baker, instructor e inminente profesor auxiliar de sociología, se encontró a Ninheimer, tres días después de que el impresor le enviara la primera tanda de galeradas, enfrascado en los papeles. Las galeradas llegaron en tres copias: una para Ninheimer, otra para Baker y una tercera, designada «original», que recibiría las correcciones finales, una combinación de las de Ninheimer y de las de Baker, tras una reunión en la que se zanjaban conflictos y desacuerdos. Así habían actuado en los diversos trabajos en que habían colaborado en los últimos tres años, y funcionaba bien.

El joven Baker tenía su copia en la mano.

—He revisado el primer capítulo y contiene algunos errores tipográficos —dijo con su voz meliflua.

—El primer capítulo siempre los tiene —replicó Ninheimer con aire distante.

—¿Quiere que los miremos ahora?

Ninheimer fijó sus graves ojos en Baker.

—No he hecho nada con las galeradas, Jim. Creo que no voy a tomarme esa molestia.

—¿Que no va a tomarse esa molestia? —preguntó Baker, confundido.

Ninheimer frunció los labios.

—He preguntado cuánto… mmm…, trabajo tiene la máquina. A fin de cuentas, se lo…, mmm…, designó como corrector de pruebas. Han fijado un calendario.

—¿La máquina? ¿Se refiere a Easy?

—Creo que ése es el estúpido nombre que le han puesto.

—Pero, profesor Ninheimer, creí que usted prefería mantenerse alejado de él.

—Al parecer soy el único. Pero quizá debiera sacar partido de esa…, mmm…, ventaja.

—Oh, vaya, parece ser que he estado perdiendo el tiempo con este primer capítulo —se lamentó el joven, con voz plañidera.

—No lo has perdido. Podemos comparar el resultado de la máquina con el tuyo, como verificación.

—Si usted quiere, pero…

—¿Sí?

—Dudo que encontremos problemas en el trabajo de Easy. Se supone que jamás ha cometido un error.

—Conque no, ¿eh? —dijo secamente Ninheimer.

Cuatro días después, Baker llevó de nuevo el primer capítulo. Esa vez era la copia de Ninheimer, recién salida del pabellón que se había construido para albergar a Easy y su equipo.

Baker estaba eufórico.

—¡Doctor Ninheimer, no sólo ha detectado los mismos errores que yo, sino varias erratas que se me habían pasado por alto! ¡Y lo hizo en doce minutos!

Ninheimer miró el fajo, con las marcas y los símbolos pulcramente anotados en los márgenes.

—No es tan completo como lo habríamos hecho tú y yo. Tendríamos que haber metido una inserción sobre el trabajo de Suzuki acerca de los efectos neurológicos de la baja gravedad.

—¿Se refiere al artículo publicado en Reseñas Sociológicas?

—Desde luego.

—Bien, no se puede esperar lo imposible. Easy no podría leerse la bibliografía en nuestro lugar.

—Me doy cuenta. De hecho, he preparado la inserción. Veré a la máquina y comprobaré si sabe…, mmm…, manejar inserciones.

—Sabrá hacerlo.

—Prefiero asegurarme.

Ninheimer tuvo que concertar una cita para ver a Easy, y sólo pudo conseguir quince minutos al atardecer.

Pero los quince minutos resultaron ser tiempo de sobra. El robot EZ-27 comprendió de inmediato cómo insertar textos.

Ninheimer se sintió incómodo al hallarse por primera vez tan cerca del robot. Casi automáticamente, como si Easy fuera humano, se sorprendió preguntándole:

—¿Eres feliz con tu trabajo?

—Muy feliz, profesor Ninheimer —respondió Easy solemnemente, y las fotocélulas que eran sus ojos relucieron con su habitual resplandor rojo.

—¿Me conoces?

—Dado que usted me presenta material adicional para incluirlo en las galeradas, deduzco que usted es el autor. El nombre del autor, por supuesto, figura en el encabezamiento de cada página de las pruebas.

—Entiendo. Así que haces…, mmm…, deducciones. Dime… —añadió el profesor, sin poder evitar la pregunta—: ¿qué piensas hasta ahora del libro?

—Me resulta grato trabajar con él.

—¿Grato? Es una palabra extraña en un…, mmm…, mecanismo sin emociones. Me han dicho que no tienes emociones.

—Las palabras del libro armonizan con mis circuitos —explicó Easy—. No inspiran contraposibilidades. Mis sendas cerebrales traducen este dato mecánico en una palabra como «grato». El contexto emocional es fortuito.

—Entiendo. ¿Por qué el libro te parece grato?

—Trata sobre seres humanos, profesor, y no sobre materia inorgánica ni símbolos matemáticos. El libro intenta entender a los seres humanos y contribuir al aumento de la felicidad humana.

—¿Y eso es lo que intentas hacer tú y por eso el libro armoniza con tus circuitos? ¿Es así?

—Así es, profesor.

Los quince minutos terminaron. Ninheimer salió y se marchó a la biblioteca de la universidad, que estaba a punto de cerrar. La obligó a permanecer abierta el tiempo suficiente para hallar un texto elemental sobre robótica. Se lo llevó a casa.

Excepto por las ocasionales inserciones de material adicional, las galeradas iban a Easy y de Easy a los editores, con escasa intervención de Ninheimer al principio y ninguna después.

—Me hace sentir inútil —se quejó Baker, con cierta turbación.

—Lo que deberías sentir es que tienes tiempo para iniciar un nuevo proyecto —masculló Ninheimer, sin apartar la vista de las notas que estaba haciendo en el último número de Extractos de Ciencias Sociales.

—No estoy habituado. Me siguen preocupando las galeradas, aunque sé que es una tontería.

—Lo es.

—El otro día tomé un par de hojas antes de que Easy las enviara a…

—¿Qué? —Ninheimer irguió un rostro iracundo. Cerró con violencia la revista—. ¿Molestaste a la máquina mientras trabajaba?

—Sólo un minuto. Todo estaba bien. Ah, modificó una palabra. Usted definía algo como «criminal», y él cambió la palabra por «cruento». Pensó que el segundo adjetivo concordaba mejor con el contexto.

Other books

Cheesecake and Teardrops by Faye Thompson
An Act of Love by Brooke Hastings
On Borrowed Time by Jenn McKinlay
The Trojan Sea by Richard Herman
Animal by Foye, K'wan