Ella permaneció en silencio un momento. El corazón le latía a un ritmo frenético. Frunció levemente el ceño y dijo:
—No quisiera que se arriesgase.
Él sacudió la cabeza.
—No se preocupe. Habrán encontrado dónde refugiarse.
—Confío en que así sea.
—No podía esperar menos de usted.
—¿En serio? —entonces la comisura de sus labios se contrajo, su grácil frente se enrareció.
—De lo contrario no lo habría dicho, ¿verdad?
Ella lo miraba fijamente, con el entrecejo todavía fruncido. Era hielo y fuego a la vez, diamantes y plumas, un suave calor a través de una apariencia fresca.
Leam se apoyó contra el marco de la puerta. La distancia que los separaba seguía siendo prudencial. Sin embargo, aún podía sentir la piel de ella en las manos y el suave calor húmedo de su respiración en los labios.
Sin embargo, debía conservar la cordura. Su hijo lo esperaba en Alvamoor para celebrar las Navidades. Su hijo. Ahora tenía casi seis años, y tras todo ese tiempo debía de haber cambiado. Pero Leam conocía bien la cara del niño. Mejor que la suya propia.
Sin esperar una proposición de la señorita de las despedidas, cogió su abrigo y sus guantes y salió de nuevo al mundo salvaje exterior. El frío no podría arredrar a un hombre de alma bárbara y triste como él.
Kitty estaba doblando la ropa. Hacía mucho tiempo que no realizaba una tarea doméstica como esa. Siempre había vivido con su madre en la casa que su hermano tenía en la ciudad, y los eficaces sirvientes se ocupaban de todo. Sin embargo, la señora Milch había vuelto a quejarse de la falta de personal de servicio y esa tarde Kitty no se sentía con ánimos para nada más agotador.
En el establo, lord Blackwood había hablado, en un inglés perfecto, propio de un rey, con el señor Yale.
Ella lo había escuchado involuntariamente. Había abierto la puerta para que saliera de la sala una nube de humo provocada al entrar una ventolera por la chimenea. Pero permaneció allí, a pesar del tiempo gélido, para espiarlo. Por supuesto, lo habría negado, incluso ante sí misma.
Quizás él hubiese estado bromeando con el señor Yale, como un actor que modifica la voz para imitar a otro. Pero aun así había sonado como todo un caballero. Hasta el punto de que Kitty apenas fue capaz de encontrar las palabras cuando él irrumpió por la puerta.
Pero, por otra parte, ¿por qué tenía que fingir? ¿Y qué clase de seductor se echaba atrás ante una mujer tan obviamente deseosa de ser besada?
Uno distinguido, honorable. ¿Uno honorable que bromeaba con una mujer sobre el modo en que vestía?
Kitty dejó escapar un profundo suspiro.
—Dos jinetes han llegado al patio —anunció Emily—, el señor Yale y un desconocido con un baúl —libro en mano y sin dejar de mirar por la ventana, añadió—: Señora Milch, creo que va a tener otro huésped.
—Pues habrá salchicha de cordero para él también —la señora Milch hizo un montón con la ropa que Kitty había doblado y se dirigió hacia la cocina.
El posadero se encontró con Yale en la puerta.
—Bienvenido de nuevo, señor —dijo—. Veo que ha encontrado a otro viajero.
—¡Sí, en efecto! —el recién llegado, en una actitud que sugería el simple placer de haber sido valorado, sonrió, añadiendo así atractivo a un rostro de por sí cautivador. Su mirada se encontró con la de Kitty, y sus ojos azules brillaron. Se quitó el sombrero mostrando un cabello rubio rizado y muy corto, con largas patillas a la moda.
—Señora —se inclinó hacia Emily—. Qué suerte encontrar semejante compañía en un lugar como este. Jamás lo habría imaginado.
—¿De dónde viene, señor? —preguntó Emily.
—De Cheshire, señora —respondió él con otra encantadora sonrisa.
—Qué oportuno —Emily se volvió hacia Yale, que estaba quitándose el abrigo y el sombrero—. Señor Yale, ¿dónde lo encontró?
—En la taberna —Yale se acercó a la chimenea y se calentó las manos ante el fuego.
—Me temo que la última noche fue especialmente desapacible —dijo el recién llegado—. Soplaba un viento terrible, mi caballo estaba asustado. Encontré este pueblo cuando ya creía que iba a morir de frío, pero no tenía ni idea de la existencia de esta posada hasta que aquí el caballero me informó hace unos minutos —miró a Yale, luego la escalera, y enarcó las cejas—. Ah, su grupo crece admirablemente —hizo una reverencia—. Milord, es un honor.
—¿Quién sois?
La profunda voz hizo estremecerse a Kitty, que no pudo evitar mirar. Era demasiado guapo, demasiado inquietante y misterioso. Deseaba mirarlo sin cesar.
—Cox, señor. David Cox —respondió el recién llegado adoptando un tono marcial—. Soy agente de Lloyd. Seguros de transporte de última hora. De hecho, estoy relacionado con usted en cierto modo, si me permite el atrevimiento. Conocí a su hermano, James, en el Real Regimiento de Dragones Escoceses. Él era un jinete extraordinario, uno de los mejores. Usted se parece bastante a él; siempre llevaba un camafeo con los retratos de sus hermanos, al igual que yo llevo el de mi querida hermana —hizo una pausa y añadió, muy solemne—: Mis condolencias, señor. Por lo que sé estaban ustedes muy unidos.
Lord Blackwood asintió y bajó la mirada.
—Bien, señor —intervino el señor Milch alegremente—. Todas las habitaciones de arriba están ocupadas. Pero esa taberna no es lugar para un caballero refinado como usted. Si no le importa, hay una buhardilla. Tiene una chimenea, así que la encontrará apropiadamente cálida, y mi Gert ha hecho un colchón de buena lana. ¿Le resulta lo bastante tentador como para quedarse?
Cox sonrió y dijo, mirando a Kitty:
—Lo que me tienta es estar cerca de una compañía como esta.
Ella le hizo una breve reverencia.
—Señor Cox, ¿por casualidad se encontró con un carruaje en el camino, ayer u hoy?
—Pues sí, señora —respondió Cox—. Anoche, cerca de Atcham, divisé un carruaje magnífico delante de una granja, no lejos del camino. Parecía fuera de lugar, pero cualquier carruaje como ese lo estaría en medio de una tormenta —soltó una carcajada tan masculina como agradable—. ¿Algún miembro de vuestro grupo se ha perdido?
—Nuestros sirvientes, señor.
Lord Blackwood se acercó a ella y le tendió la mano al recién llegado. Cox se la estrechó.
—Es increíble que lo haya encontrado, milord. Deben de haber pasado seis años desde que tuve el placer de ser compañero de armas de su hermano.
—Siete —puntualizó el conde—. ¿Le apetece un poco de whisky antes de comer?
—Sí, gracias.
—¿Whisky? —Emily enarcó las cejas—. ¿Puedo yo también tomar uno, lord Blackwood?
—Por supuesto. Si lo desea.
«
Si lo desea
», pensó.
Ahora estaba demasiado cerca. El recuerdo de la sensación de su mano en la cara, acariciando sus labios hizo que Kitty se sintiese súbitamente débil, y al mismo tiempo presa de la pasión. Lord Blackwood acababa de acoger con agrado a Cox como si fuera uno más del grupo. Se comportaba como un rufián y de vez en cuando pronunciaba palabras que la hacían quedarse sin aliento. Era el noble más peculiar con el que jamás se había relacionado y sólo con estar cerca de ella conseguía que se le acelerara el corazón.
—Lady Katherine, ¿también querrá una copa? ¿Nos acompaña para celebrar las Navidades anticipadas? —Yale cogió copas para Emily y Cox. Kitty agradeció la oportunidad de alejarse siquiera un poco de la presencia inquietante del conde.
—Gran idea —Cox alzó su copa—. Estaremos en este pueblo hasta que la nieve se derrita, sospecho. ¡Pasaremos las vacaciones en Shropshire!
—Alguno de nosotros ya hemos pensado que pasaríamos las vacaciones en Shropshire —dijo Yale mientras ofrecía una copa medio llena a Kitty.
Ella bebió un sorbo. Quemaba, sintió que le abrasaba el pecho. Bebió otro sorbo.
—Entonces ¿no vienen ustedes todos juntos? —Cox miró con interés al grupo—. Pensaba que estas elegantes damas lo acompañaban, milord.
—Siento decepcionarlo —lord Blackwood se llevó la copa a la boca y miró directamente a Kitty.
—Lord Blackwood y el señor Yale están de camino a alguna parte, señor Cox —intervino Kitty con tono extraordinariamente comedido, considerando su nerviosismo. La mano con que sostenía la copa era bonita, fuerte y de largos dedos. Todavía podía sentir la de Blackwood sobre ella—. Lady Marie Antoine y yo nos dirigimos a la casa de los padres de ella, no muy lejos de aquí.
—Ah, entonces lamento que no hayan podido llegar a su destino, lady Marie Antoine —Cox parecía realmente contrariado—. Pero aun así deberíamos celebrar el que estemos aquí.
—¿Tiene algo en mente, señor? —Yale ganduleaba en el sofá con su copa rebosante.
—Lady Katherine y yo íbamos a hacer pan —dijo Emily—. Quizá, si encontrásemos los ingredientes, podríamos preparar un pudín en su lugar.
—¿De verdad tiene idea de cómo hacerlo? —preguntó el galés con tono irónico.
—¿Y usted?
Él la obsequió con aquella sonrisa que Kitty tan bien conocía y bebió un largo trago de whisky.
—No hay duda de que la señora Milch conocerá alguna receta —dijo Emily.
—Entonces, será un pudín —Cox parecía enormemente satisfecho con la idea. Se volvió hacia Kitty con un brillo en sus ojos profundamente azules y añadió—: ¿Qué más tenemos, milady?
—Ned toca el violín, de modo que habrá música.
El señor Milch empezó a colocar los platos en la mesa.
—¡Gert! —llamó—. ¿Dónde está el chico? Debe tocar para esta buena gente antes de la comida.
—¿El chico? —Cox enarcó una ceja—. Ocupándose de mi caballo, claro. Le di un penique para que lo hiciera.
Lord Blackwood miró a Kitty a los ojos. Torció la boca en un atisbo de sonrisa muy significativa para ella, que una vez más sintió que se quedaba sin aliento.
—Tampoco puede faltar una fogata —dijo Blackwood en escocés, como si sólo se dirigiera a ella.
—¿Una fogata? —dijo Kitty, y sintió que él le acariciaba los labios con la mirada, como lo había hecho con el dedo en la habitación—. ¿Para qué, milord?
—Los escoceses creen que en Navidad los duendes malos entran en las casas por la chimenea para raptar a los niños —intervino Yale mientras miraba fijamente las llamas—. De modo que el fuego tendrá que llegar bien alto, para que no nos invadan los duendes.
El conde sonrió sin apartar los ojos de la boca de Kitty, que volvía a sentirse aturdida y febril. Debía de ser a causa del whisky, pensó, o de las miradas que le lanzaba aquel escocés tosco y supersticioso.
—He leído que a los escoceses les gusta beber algo más que un poco en Navidad —dijo Emily mirando su copa vacía, y acto seguido la tendió hacia Yale, que se levantó y volvió a llenarla—. ¿Es eso cierto, lord Blackwood?
—Los escoceses beben siempre —intervino Yale, sentándose de nuevo.
—No somos los únicos.
—Sabios y grandes bebedores —murmuró Kitty, y antes de que pudiera controlar su lengua, añadió—: ¿A cuál de esas categorías pertenece usted, lord Blackwood?
El perro más grande del conde no se apartaba de su amo, que le acariciaba la frente con sus largos dedos.
—Eso lo dejo librado a su imaginación, muchacha —respondió en escocés.
—Lord Blackwood —dijo Emily con voz algo pastosa—. Siempre le estaré agradecida por el libro de poesía que me dejó esta mañana. Es muy triste no tener a mano los propios libros, ¿verdad? —soltó un profundo suspiro.
Yale se echó a reír. Kitty parpadeó.
«
Poesía
», pensó.
—¿Por qué? ¿Cuánto tiempo lleva aquí retenida, milady? —inquirió Cox con tono de sorpresa.
—Un día —respondió Kitty, algo confusa por efectos de la bebida y la fascinación que le producía aquel hombre.
—Sólo un día.
Leam sonrió. Lady Katherine Savege, en teoría, estaba poco acostumbrada al whisky. Así como su joven amiga. Yale ya estaba disimulando, aunque lo ocultaba bien, como siempre. En el otro lado de la sala, el propietario de la posada tocaba una giga.
En cuanto a Cox, el hombre que acababa de unirse al pequeño grupo en medio de una tormenta de nieve, seguía bebiendo. Le brillaban los ojos, que demasiado a menudo se detenían en Kitty Savege.
Vestía como un agente de seguros que se precie, con un abrigo elegantemente confeccionado y un chaleco a todas luces costoso que realzaba su atlética figura. Disfrutaba de las ventajas de una conducta encantadora, de tener buena presencia, de ser, en definitiva, la clase de hombre agradable que una chica inexperta como Fiona, la hermana joven de Leam, admiraría.
Cox se volvió hacia lady Emily y le ofreció delicados cumplidos como si ella, que aun así sonreía, les diera importancia a esas cosas. Yale masculló un comentario y Cox sonrió, sin duda contento por darse por enterado de la broma. Sin embargo, a cada instante lanzaba miradas de admiración hacia lady Katherine. Ella le devolvía las sonrisas, pero parecía estar más atenta a otras cosas, a veces a los demás, a veces a la copa de su mano, pero más a menudo a Leam.
Él lo pasaba mal al intentar eludir su mirada.
Maldito Yale. No había sido una buena idea beber esa noche, al menos para él.
Dejó la copa encima de la mesa.
—Milord, el que comparte poesía con los demás es un gran hombre —dijo Cox con tono de elogio—. Dígame, ¿a quién admira más? ¿A Byron o a Burns?
Para un hombre que había luchado toda su juventud para desterrar las escabrosas zonas fronterizas de su lengua, Leam podía reconocer a un compatriota en cada frase. Cox era de las Tierras Bajas de Escocia.
—A Esquilo.
Cox enarcó las cejas.
—Ese nombre es desconocido para mí, y eso que he viajado por América hasta hace muy poco.
«
Esos colonos nunca conocen a los últimos grandes escritores hasta que ya están anticuados
», pensó Lean, y no pudo evitar echarse a reír.
Lady Emily abrió los ojos como platos.
—¿Se refiere a Esquilo, el dramaturgo de la Grecia antigua?
Yale puso los ojos en blanco.
Leam se sintió como un tonto que intentara presumir de su sabiduría. Un tonto celoso que, por otra parte, no tenía razón alguna para sentir celos.
No le gustaba Cox. No le gustaba la forma en que lanzaba miradas con aquellos ojos de ternero a una dama de una condición social superior. Pero había quedado como un tonto, pensaba Leam de sí mismo, como un estúpido. Debía quitarle hierro al asunto y dejar que la noche siguiera su curso.