Cuando un hombre se enamora (3 page)

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Authors: Katharine Ashe

Tags: #Histórico, #Romántico

BOOK: Cuando un hombre se enamora
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—La dama no estaría alicaída si no te hubieras empeñado en retiraros juntos tan repentinamente —comentó Gray.

—No se debe discutir durante nuestra fiesta de despedida —Yale abrió los ojos, aunque nada seguro podía deducirse de ello. Hasta Leam, después de trabajar con él durante cinco años, ignoraba cuándo su amigo hablaba en serio.

La actuación de Yale, la reticencia de Constance o la insistencia de Gray no importaban. Leam lo había guardado en secreto y había vivido como un gitano. Al principio no le importó, pero ahora, a los treinta y uno, se sentía demasiado viejo para continuar con este plan.

—Supongo que esta noche no veremos a Seton —dijo Gray—. Es deplorable que se despida sin siquiera comparecer en persona.

—Jinan nunca ha formado parte totalmente del club —dijo Leam—. Tenéis suerte de que al menos haya enviado unas palabras.

—Wyn, ¿qué querías decir con el comentario sobre la guillotina? —preguntó Constance, ladeando la cabeza.

Yale lanzó una mirada desafiante a Gray.

—Quizá nuestro augusto vizconde nos lo explique. Usted tiene noticias de lo que pasa en Francia, ¿no es así, Colin?

—Dejémoslo para otro momento —el vizconde abrió una caja que había en la repisa de la chimenea y sacó un papel doblado—. El director tiene una última misión para vosotros dos.

—Ni hablar —dijo Leam con tono lapidario.

Gray enarcó una ceja.

—Ruego que primero se me deje informar de la misión.

—Ni hablar —Leam se puso a todas luces tenso—. Renuncio y no se hable más. Te lo he dicho muchas veces, Colin. Me voy a casa. Eso es todo.

—Pero los espías franceses… —murmuró Yale—. ¿Y ahora qué tenemos que hacer, largarnos a Calcuta para salvar a Inglaterra?

Los espías franceses no habían enviado a Leam a la India cinco años atrás. Lo había hecho su desesperación por abandonar Inglaterra. Y todos lo sabían.

Yale lanzó una mirada al vizconde.

—¿Va de espías esta vez, Colin?

Lord Gray le pasó el papel.

—El director y algunos miembros del Consejo del Almirantazgo así lo creen.

—Los informadores del Ministerio del Interior han identificado a ciertos elementos escoceses de las Tierras Altas, lo que representa una amenaza potencial, pues pueden filtrar información a Francia.

Constance arrugó la frente.

—Pero la guerra ya ha terminado.

—El verdadero motivo de preocupación no es un posible ataque de Francia, sino los rebeldes escoceses.

—Ah —Yale bebió un sorbo de brandy, pensativo.

—Es cierto —dijo Gray con expresión seria—. Los insurrectos escoceses pueden estar congraciándose con ciertos partidos franceses para ganar su apoyo a una rebelión.

—¿Qué podrían tener los rebeldes escoceses que a los franceses les resultara interesante?

—No demasiado, si sólo fueran chusma del norte, pero nuestro director y varios miembros del Consejo del Almirantazgo aciertan al pensar que los rebeldes están aportando información confidencial directamente de un miembro del Parlamento.

Yale silbó entre dientes.

—A menos que crean que yo soy uno de esos insurrectos —dijo Leam—, no tengo ni idea de qué tiene que ver conmigo. Será mejor dejárselo al Ministerio del Interior, al que le corresponde, o a los del Foreign Office, como debería haberse hecho hace cinco años. No me importa y nunca debería haberme importado.

—No te importó en su momento.

Leam observó la mirada fría de Gray.

—Es un trabajo honorable, Leam.

—Piensa que estás salvando al mundo tal como deseas que sea, mi noble amigo. Pero desde que terminó la guerra no somos más que palomas mensajeras glorificadas, y no me gusta nada.

El chasquido de un leño en el fuego pareció acentuar su afirmación.

—Un sinsentido simbólico —masculló Yale, que se puso de pie, se acomodó los pantalones y se dirigió hacia la puerta—. Sigo con vosotros, contad conmigo. Buenas noches a todos —añadió como si se tratase de una noche cualquiera y no de la última.

Su mirada perspicaz y cada uno de sus movimientos eran los propios de un espía. El
Club Falcon
lo había desaprovechado.

—Si hombres como tú, Leam, no continúan este trabajo, podría estallar una nueva guerra antes de lo que imaginamos —dijo el vizconde muy serio.

Yale se detuvo y apoyó un hombro contra el marco de la puerta.

Pero Leam no se sentía responsable. No había necesidad de tenerlo todo resuelto.

—Durante la guerra, al menos salvamos personas de alguna importancia para Inglaterra —sacudió la cabeza—. Ahora…

—Pues esta noche rescataste a una princesa.

—Aunque se hubiera tratado de la maldita reina. Nunca fue mi deseo ir cazando a las mujeres que huyen de otros hombres.

Se hizo el silencio, esta vez tenso. Yale por fin lo rompió diciendo con tono significativo:

—No todas las esposas huyen de sus hombres.

Leam se acercó al fuego, sintiendo las miradas de sus amigos puestas en él.

El resto del mundo veía al pobre Uilleam Blackwood como un viudo trágico. Sólo ellos tres y Jin Seton conocían la verdad.

—¿Recuerdas aquella niña italiana de trece años que encontramos, la sobrina del arzobispo?

—Justo a tu regreso de Bengala —precisó Constance—. Me hablaste de ella, Wyn —añadió con una sonrisa—. Tú y Leam la encontrasteis trabajando como camarera en un baile de disfraces, aunque todavía no te imagino disfrazado.

—No lo hice. Aunque Blackwood sí, claro. ¿Lo recuerdas, amigo?

Leam no lo había olvidado en los tres años transcurridos desde entonces. Había sido su primera misión en Londres después de la India. Pero no era esa la razón por la que nunca había olvidado aquel baile.

—Él intenta quedar fuera esta vez, Colin —dijo Constance con tranquilidad—. Pensaba que hacía eso cuando entró a formar parte del club y fue a la India a tus órdenes. Pero al final descubrió su error.

—Una última misión, Leam.

Las miradas de Leam y Gray se cruzaron.

—¿Y después?

—Nunca volveré a pedírtelo.

Yale se cruzó de brazos.

—¿Qué desea esta vez nuestro director en la sombra?

—Quiere que los dos os reunáis con Seton. Hace dos meses nuestro amigo el marino mandó decir que tenía noticias que no podía enviar por mensajero ni por correo. Sin embargo, no hemos sabido nada de él desde entonces; creemos que quizá tú sepas dónde está. ¿Lo sabes?

Leam asintió. Eran hombres cortados por diferentes patrones: a Jinan Seton y Colin Gray no se les daba bien estar localizables. Pero el marino informaba a Leam de la situación de su barco al menos una vez al mes. De modo que sabía dónde encontrarlo.

—¿Eso es todo? —dijo.

—El director también quiere la confirmación de la renuncia al club por parte de Seton.

—Así pues, ¿no hay rebeldes escoceses ni espías franceses después de todo?

Yale miró a Leam y a Gray.

—Esta vez no.

—Entonces ¿por qué los ha mencionado? —ambos se conocían desde hacía años, pero Leam no confiaba del todo en su viejo amigo. A Colin Gray sólo le importaba una cosa en la vida: la seguridad de Inglaterra. Leam no lo culpaba por ello, pero no lo entendía. Él no sentía esa lealtad incondicional hacia nada; sólo lo aparentaba.

—Esperaba que mordieras el anzuelo, pero creo que no va a ser así —dijo Gray con tono grave—. ¿Podrás hacer este último servicio?

El barco de Jin estaba amarrado en Bristol. Leam podría ir a caballo y aun así llegar a Alvamoor a tiempo para las Navidades. Le apetecía ver al marino una vez más antes de su marcha a Escocia. Además, se lo debía a Gray, el hombre que había acudido en su ayuda cinco años antes, cuando él lo necesitaba.

Asintió.

—Bien —dijo Gray, acercándose a Yale—. No te metas en líos —le advirtió.

—Ni el menor escándalo se podrá relacionar con mi nombre.

El vizconde pareció disimular una sonrisa.

—Es muy posible —se inclinó hacia Constance—. Milady —y se fue.

Sobre la alfombra que había delante de la chimenea, Hermes cambió de postura con un suspiro perezoso.

—¿Qué dices, Cons? —bromeó Yale, mirándola de arriba abajo—. ¿Me acompañas a dar un paseo a medianoche? Contigo del brazo estaré en el cielo.

—Oh, Wyn. Venga.

El joven sonrió burlonamente, se inclinó y salió detrás de Gray.

—Es incorregible —dijo Constance con una sonrisa en los labios.

—Te tiene en muy alta estima.

—Le gusta aparentar que sí, pero todavía no conozco a la chica capaz de… —Constance se volvió de repente para observar a Leam—. ¿De verdad vas a irte a Escocia? ¿Esta vez es definitivamente?

—Sí —respondió Leam en escocés.

Constance ladeó la cabeza y preguntó:

—¿Podrás ser feliz en Alvamoor?

—Es mi hogar, Constance.

—¿No estará ella siempre allí, en cierto modo?

—¿Dónde mejor que en la tierra?

Ella se estremeció casi imperceptiblemente.

—Esas palabras no son propias de ti.

—Ya lo creo que lo son —dijo él. Evidentemente, no quedaba nada del joven alocado que había sido seis años antes.

—¿No la has perdonado en todo este tiempo?

—El honrado se fía demasiado del perdón.

Constance guardó silencio un momento.

—Después iré a cenar con papá —dijo para cambiar de tema—. Él leerá el periódico mientras comemos y me dejará a mí todo el peso de la conversación.

Leam sonrió. Constance intentaba divertirle, pero quizá fuera muy tarde ya.

—Dale saludos a su excelencia.

Ella cogió su capa de la silla.

—¿Por qué no cenas con nosotros? Papá preguntaba por su sobrino favorito esta misma mañana.

—Gracias. Tengo otro compromiso —si iba a ir a Alvamoor por Navidad, debía partir cuanto antes para encontrarse con Jinan en la costa. Por supuesto, Yale lo acompañaría.

El elegante carruaje de Constance, con el penacho ducal, la esperaba delante de la puerta. Él la ayudó a subir.

Ella le apretó los dedos.

—Después de la temporada iré a Alvamoor, en verano —dijo.

—Fiona y Jamie estarán allí, al igual que yo. Hasta entonces —dijo él, y se disponía a cerrar la puerta cuando Constance le agarró la manga para impedírselo.

—Leam, ¿has pensado otra vez en el matrimonio?

—No —respondió él con un tono que sugería «nunca más».

Ella le sostuvo la mirada.

—Que tengas un viaje agradable, querido —le dijo con cariño—. Y feliz Navidad —se arropó con la capa y se acomodó sobre los cojines.

El retumbar del carruaje se oyó por toda la calle.

Leam se volvió y por un largo instante se quedó mirando la puerta del 14½ de Dover Street. Durante cinco años había puesto su vida al servicio del rey, tras aquella puerta con su picaporte en forma de ave rapaz y sus suntuosos salones de baile, así como por todos los callejones de Londres. Y por toda Gran Bretaña.

Su desesperación lo había conducido hasta un velero que partía con destino a Oriente, pero su ocupación como miembro del
Club Falcon
había conseguido distraerlo. Sí, por un tiempo estuvo entretenido.

Se volvió y echó a andar por la calle. Las farolas de gas y el sonido de sus botas marcaban su paso por la triste medianoche. Sus sentidos necesitaban el aroma del norte. Durante el solsticio de invierno la región de Lodainn mostraba cielos brillantes y cristalinos, a menos que se cargaran de nubarrones de lluvia o de intensas nevadas.

Sí, Navidad en Alvamoor. En esta ocasión, por primera vez en cinco años, se quedaría más allá del día de Reyes. De hecho, se quedaría indefinidamente.

De pronto, mientras caminaba, sintió que se le erizaban los pelos de la nuca, y supo que lo estaban vigilando. No le importó demasiado, como tantas cosas últimamente.

Capítulo 2

Quince dias después, en algun lugar del camino, en Shropshire.

—Kitty, te pido disculpas —lady Emily Vale tiró hacia delante de la capucha de su capa cubriendo sus claros y cortos cabellos y su mandíbula afilada—. La casa de mis padres está a menos de cinco kilómetros de distancia, pero con esta ventisca dudo que Pen pueda conducir el carruaje ni un metro más.

—Vamos, lo de Athena no tiene arreglo.

—Quería decírtelo: lo cambié a Marie Antoine —Emily se abotonó el cuello de la capa y apretó los labios—. En mi opinión, esas bobas que formaban el
Regimiento de Mujeres
son las que arruinaron Atenas. No tenían interés alguno en política o literatura. Todo lo que sabían de la antigua Grecia es que llevaban vestidos y tocados.

Kitty sonrió. A través de la ventanilla del carruaje y de la cortina de nieve contempló, a la escasa luz nocturna, la modesta posada. De dos plantas, la estructura tenía un viejo entoldado, una tosca puerta y cuatro ventanas delanteras horrorosamente pequeñas. El patio, de unos quince metros de lado, estaba cubierto de nieve.

Más adelante, flanqueada por edificios de madera, la calle principal, blanca y azotada por remolinos de viento, bajaba hasta el río. Excepto por el humo de las chimeneas, el único movimiento visible era la oscilante puerta de una taberna junto al muelle después de que un parroquiano entrase huyendo de la tormenta.

El establo de la posada, sin embargo, parecía lo bastante espacioso para el carruaje y su tiro. Un asno rebuznó. Al parecer, el lugar ya estaba habitado.

¿Podría servir como refugio? Poco importaba, en realidad, dónde se perdiese Kitty en Inglaterra mientras se alejara lo suficiente de Londres.

—Con esto bastará —murmuró—. Estaremos bien, ya verás.

—Supongo que la ventaja es que se encuentra tan lejos de tu madre y de su novio como de la casa de mis padres —dijo Emily.

—Quizá… —dijo Kitty, y sonrió. Douglas Westcott, lord Chamberlayne, adoraba a su madre tanto como su madre lo adoraba a él. Pero la viuda ni siquiera iba de compras sin su hija soltera. Durante años habían estado lo más unidas que una madre y una hija pueden estar.

En opinión de Kitty, sin embargo, eso no dejaba espacio suficiente para un galanteo apropiado, o para que un caballero viudo se acercara a una dama viuda con garantías de que funcionase. Y así, cuatro días antes —un plazo demasiado breve para una mujer con la que se ha estado cada día durante la última década—, y tras darle un beso en la mejilla, Kitty se puso en camino hacia Shropshire por Navidad.

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