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Authors: Katharine Ashe

Tags: #Histórico, #Romántico

Cuando un hombre se enamora (6 page)

BOOK: Cuando un hombre se enamora
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—Venid —llamó a sus perros, que lo siguieron fuera por la puerta principal.

En ese momento el posadero entró en la estancia con una fuente humeante en las manos.

—¡Huevos para mis lores y mis señoras! —anunció, exultante.

—Sólo hay un lord, y se ha ido —dijo Emily, aceptando un plato mientras miraba de reojo a su compañero de mesa. Yale comía con avidez.

—Si necesitan algo más —dijo el posadero— no duden en pedirlo a la señora Milch o a mí mismo.

—Señor Milch —dijo Kitty—, ¿hay alguna iglesia cerca del pueblo?

—En el pueblo mismo, milady —respondió el posadero, y se marchó.

Kitty se sentó muy derecha y las manos totalmente quietas. Estaba siendo una boba. En pocos minutos, un lord escocés a quien apenas le entendía una palabra y que no se molestó en excusarse ante la presencia de damas, la hizo sonrojarse, temblar y perder el habla. Conocida por todo el mundo por su actitud fría que ocultaba un corazón en el que ardía el deseo de venganza, ahora se comportaba como una tonta.

—Kitty, ¿has traído algún libro?

—Oh, sí —dijo ella, volviendo a la realidad.

—Me he leído todos los que he traído, y el señor Milch dice que no tiene ninguno aquí, excepto las Sagradas Escrituras. No tendré nada para leer cuando haya acabado
Ricardo
III
.

—Sólo tengo algunas novelas y el tratado de comercio con las Indias Orientales, pero me dijiste que no te interesa.

—Blackwood creo que tendrá algo que sea del agrado de una dama —intervino Yale, cogiendo el volumen de Shakespeare. Y tras hojearlo, añadió—: Siempre lo mismo. Poesía y cosas así.

«
¿Poesía?
», pensó Kitty.

Emily le arrebató el libro de las manos y espetó:

—Yo disfruto de la mayoría de los libros, señor Yale. No sólo de aquellos que les gustan a las damas.

Él hizo un ademán despectivo esbozando una sonrisa. Emily apretó los labios, con las mandíbulas inusualmente tensas.

Kitty miró a uno y a otro.

—Oh, Dios…

La sonrisa del señor Yale se agrandó.

—Me atrevería a decir…

—Vosotros ya os conocíais.

—Lo vi en una ocasión —dijo Emily sin apartar la mirada del libro—. Pero lo encontré desabrido. Es muy superficial. Basta con ver su chaleco —añadió, señalándolo.

Yale se llevó una mano al pecho.

—Milady baila con la gracia de un cisne.

Kitty frunció el entrecejo.

—Su chaleco es negro, Emily… Marie.

—¿Sabes cuántas libras gastó en ese retal de brocado de seda, Kitty?

—Doce —intervino Yale.

—Gracias, señor, me ha sido de gran ayuda —Kitty miró la prenda ofensiva—. ¿Ha dicho doce libras?

Él sonrió con expresión jovial. Por lo visto, el precio del chaleco no significaba nada para él, al contrario, al parecer, que el rencor que reflejaba la mirada de Emily.

—Ay, Dios —Kitty se levantó—. Esto no es nada propicio, dadas nuestras circunstancias.

—Las coincidencias a menudo no lo son —apuntó él.

Las coincidencias…

—¿Eso significa que se ha perdido todo vestigio de civilización? —dijo Kitty.

—No existe nada que pueda llamarse civilización —afirmó Emily—. Es sólo vanidad y codicia encubierta de arrogancia imperial.

Kitty dejó la servilleta sobre la mesa y subió la escalera hacia su habitación, se encerró en esta y no volvió a salir hasta el deshielo. Parecía el acto más sensato.

Capítulo 4

Lejos de las comodidades de Mayfair, una diminuta criatura marrón corría por los tablones del suelo de la habitación de Kitty en la claridad del mediodía. Kitty dejó el libro que estaba leyendo, se acercó con cautela hasta la puerta y la cerró; sin embargo, todavía quedaba un hueco de un palmo por debajo.

Lord Blackwood y Yale estaban sentados delante del fuego, en unos sillones raídos. El conde, que se había echado el abrigo sobre los hombros, permanecía con las largas piernas estiradas y las manos cruzadas sobre el regazo. Tenía los ojos cerrados, como si durmiera. Yale, por su parte, jugueteaba con un mazo de cartas. El chico del establo se hallaba sentado en el suelo, junto a un perro que apoyaba la cabeza en sus rodillas.

Kitty bajó la escalera.

—Vaya, parecéis todos muy satisfechos.

Lord Blackwood abrió los ojos y miró alrededor con expresión perezosa. Kitty se sintió molesta.

Tenía que encontrar cuanto antes algo en lo que ocuparse, lejos de aquel hombre. Pero la posada era odiosamente pequeña. De pronto se le ocurrió que la cocina podía servir. Él no entraría allí y las tripas de ella no se quejarían tanto. Aprendería a hornear pan, quizás un postre navideño, cualquier cosa en la que ocuparse al menos hasta Pascua, o hasta que él se fuera definitivamente.

Yale se puso de pie e hizo una reverencia.

—¿Le apetece jugar, lady Katherine? —dijo, señalando la baraja.

—Gracias, pero no, los juegos de cartas me aburren —respondió ella. Hacía tres años que había abandonado su incesante búsqueda de la ruina de Lambert. Los juegos de engaños ya no le interesaban. Sólo jugaba cuando su madre se lo pedía.

—Ah, entonces los rústicos pasatiempos del país bastarán, cualesquiera que sean. Pero sé que tiene una mano excelente.

—¿A qué se refiere, señor?

—Blackwood me lo dijo.

«
¿En serio?
», pensó ella.

—¿Y le cree?

—Para nada. Jamás —respondió Yale, con suavidad.

—Es casi un elogio —Kitty dirigió una mirada al escocés—. ¿Ha ganado, milord?

—Al acabar de comer, los jovenzuelos hablan mucho así, sin sentido —no la miraba, y Kitty no podía evitar sentirse nerviosa.

Lord Blackwood jugaba a las cartas casi tan a menudo como su madre, pero Kitty nunca se había enfrentado a él en la mesa de juego. Ella se relacionaba con políticos y literatos, hombres y mujeres más interesados en conversaciones sustanciosas que en rumores, una clase de gente, en definitiva, bastante distinta de aquella con cuya compañía el conde escocés disfrutaba. No lo había visto desde la noche del baile de disfraces, hacía tres años. No obstante, él la había reconocido de inmediato el día anterior.

—Aquí el señor me ha dejado sacar a pasear a su perra, señora —el chico del establo mostró una boca llena de dientes cuadrados y prominentes.

A Kitty le alegró su intervención.

—¿Hasta dónde has podido llegar con este tiempo?

—Hasta el río, ida y vuelta. Fue un gran paseo. Es un animal muy rápido.

—No lo dudo. Ned, ¿donde está el ama?

—La iré a buscar, señora —el chico se puso de pie y corrió hacia la cocina. El perro suspiró y apoyó el hocico en el suelo.

Kitty fue hacia la ventana. Desde su habitación había visto nevar de nuevo y había contemplado el paisaje con esperanza y a la vez con inquietud. Cuanto más tiempo estuviera lejos de Londres, más oportunidades tendría lord Chamberlayne de cortejar a su madre. Y la ausencia de Emily de su casa podía hacer que su pretendiente se sintiera frustrado. A Kitty la situación no acababa de gustarle.

—Estaremos atrapados aquí durante días y nuestros sirvientes perdidos quién sabe dónde —murmuró.

—Habrán encontrado dónde ponerse a cubierto, muchacha —comentó en escocés—. No se preocupe.

Kitty se preguntó cómo podía ser que su piel percibiera la mirada de él.

Se volvió hacia él, con una expresión resuelta en el rostro.

—Tal vez sólo esté preocupada por mi equipaje. No tengo más que este vestido.

Él la miró de arriba abajo.

—En usted, milady, todo es encantador —intervino Yale.

—Gracias. ¿También usted ha perdido a sus sirvientes?

—No nos acompaña sirviente alguno. Esta vez viajamos ligeros, a caballo.

Kitty no pudo evitar mirar de nuevo al conde. Se sentía atraída por él como el gato por la leche.

Pero no había leche.

Ni gato.

Como polilla nocturna por la llama.

Aquello no podía seguir. A los veinticinco años había disfrutado de la compañía de hombres poderosos y de alto rango, había bailado y cenado con ellos. Presentada en sociedad a los diecinueve y todavía soltera, rara vez había flirteado, sino que había conservado la mente fría y una actitud distante. Algunos persistieron en sus atenciones, a pesar de todo, pero ella fue disuadiéndolos uno tras otro. El peligro residía en la intimidad, como Kitty había aprendido desde tierna edad. Ahora había momentos en que una vertiginosa curiosidad se apoderaba de ella, pero debían terminarse. Debía cortarlo de raíz.

Él la miraba fijamente, sin intentar disimular.

—Lord Blackwood, ¿no puede evitar mirarme de ese modo?

Él sacudió la cabeza y la miró de arriba abajo una vez más, deteniéndose en esta ocasión en su cintura. Kitty sintió que le faltaba el aliento. Él frunció el ceño con aire de perplejidad.

Ella sabía que no debía preguntar por qué la miraba de ese modo. De pronto él levantó la vista hasta su rostro y una sonrisa burlona se dibujó en sus labios.

—¿Puedo mirarla de alguna manera que no la ofenda?

Yale sonrió.

La mirada del conde empezó a descender de nuevo.

—Es el vestido.

—¿Qué le ocurre a mi vestido? —era uno de los vestidos más finos que jamás había tenido, cosido con diminutas cuentas y con delicados bordados en el cuello y los puños, todo en el más bello tono verde que se pueda imaginar—. ¿Hay algo malo en él?

Él enarcó una oscura ceja.

—¿No cree que es un poco ceñido?

Kitty sintió que le ardían las mejillas y se le humedecían las manos.

—Pues yo creo que se adapta muy bien a mi físico —por un instante pensó en volverse y abandonar la estancia. No debía alentar la impertinencia de aquel hombre. Y tampoco podía dejar de mirarlo a los ojos—. ¿Qué sabe usted de vestidos de damas, milord?

Él se encogió de hombros, con gesto rudo, y permaneció en silencio.

—Nada —dijo ella—. Claro.

—Que se puede meter una chica en él.

Kitty notó que se ruborizaba. La había llamado «chica». Nadie la había llamado así en años. Ella era Katherine Savege, la solterona temible sobre la que se chismorreaba en salones y columnas de sociedad. Todos se preguntaban por qué su hermano, el conde de Savege, no la había casado con uno de los pocos pretendientes que se habían atrevido a insistir pese a su proverbial mal carácter. No había duda que era por la dote.

Cuestionaban el que su madre no hubiera insistido en ello. Y especulaban una y otra vez: que había ignorado las costumbres por pura vanidad; que prefería los salones y las reuniones de carácter político a las alegrías del cuarto de los niños; que era la amante secreta de un hombre importante.

Sólo algunas de todas aquellas acusaciones la afectaron. Un cuarto de los niños nunca iba a significar un motivo de alegría para ella, al menos según el médico al que Lambert la había llevado para que la visitase tras muchos meses sin lograr que concibiera, y antes de que él le mostrara en el parque a la hija que había tenido con una antigua amante.

Y jamás sería la amante de ningún hombre, luego de ver a su madre sufrir la indignidad de ser un segundo plato en la vida de su esposo, tras la confirmación de que este tenía una querida.

Ella escudriñaba al conde. Debía reconocer que se trataba de un hombre desconcertante. Demasiado incluso para su presunto carácter y sus hábitos.

Estaba equivocado. Ella no era una chica. Una mujer que ha enviado a un hombre al exilio no puede llamarse así. Una mujer que ha utilizado su cuerpo para vengarse y que ha mentido una y otra vez para llevar a cabo su venganza no tiene nada de inocente.

—Aquí está, señora —anunció Ned, canturreando.

La señora Milch puso una bandeja de comida en la mesa.

—He encontrado algo de queso —las bolsas grises debajo de sus ojos parecían alargarle la estrecha cara cuando hablaba—. Y tenemos un barril de cerveza y sopa de nabos. No es lo que alguien perteneciente a la alta sociedad espera, pero…

—Estoy segura de que será suficiente. Señora Milch, un huésped al que no he invitado ha visitado mi habitación. Uno muy pequeño.

—Otra vez esos ratones —Ned sacudió la cabeza—. La gata se fue a hurgar en la basura y la nieve la ha mantenido lejos. Ahora mismo debe de estar bien acurrucada en la herrería.

—Ve a buscar la escoba, chico —le ordenó el ama.

—Sí, señora.

—Deje que descanse —lord Blackwood se puso en pie—. Ha trabajado mucho por hoy. Los perros echarán a ese intruso —hizo una señal y los lebreles irlandeses lo siguieron por la escalera.

—He abierto una senda hasta el camino, señora, y otra hasta el establo —dijo Ned—. Lord Blackwood me ayudó —miró melancólicamente a los perros, que ya subían la escalera detrás de su dueño.

En el rellano, el conde se detuvo e hizo un gesto dirigido tanto a Kitty como a los perros. Ella no tuvo más remedio que seguirlo.

En el pasillo había cuatro puertas, además de otra más pequeña que conducía al ático. Ella se acercó a la correspondiente a su habitación.

—¿Es verdad que ayudó a Ned a quitar la nieve con la pala esta mañana, milord?

—Sí —él estaba justo detrás de ella, más cerca de lo que debía—. Un hombre tiene que tener ocupadas las manos cuando no hay nada mejor que hacer.

Era muy alto, pensó Kitty, y muy pronto volvería a tener las manos ocupadas con algo útil. De pronto, sintió que su imaginación se desbocaba.

—Podría haber jugado a cartas con el señor Yale —dijo.

—Sin dinero de por medio, no lo haría.

—Vaya.

—Si la bolsa lo permite, claro.

—Ah. Debería recordarlo en caso de que no me pueda resistir a su oferta de juego —cerró los dedos en torno al pomo de la puerta. Creyó sentir el calor de su cuerpo en su espalda.

—Bien, abra la puerta, muchacha —dijo tranquilamente él en escocés, junto a su hombro—. ¿O prefiere esperar abajo?

Ella contuvo la respiración y abrió la puerta.

—Sospecho que el ratón debió de irse hace ya mucho.

Los perros pasaron por su lado. El más grande, que a Kitty le llegaba a la cintura, se dirigió hacia la chimenea, olisqueó las cenizas y estornudó. El otro dio unos pasos en dirección a la ventana y olfateó el suelo debajo de esta. Lord Blackwood se cruzó de brazos y permaneció apoyado contra el marco de la puerta.

Mientras se secaba sutilmente las palmas de las manos en la falda, Kitty se obligó a mirarlo. Lord Blackwood permanecía con la vista fija en el suelo, con la mandíbula extrañamente tensa.

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