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Authors: James Lowder

Cruzada (44 page)

BOOK: Cruzada
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«Les di mi palabra a esos villanos —pensó el rey—, y me han utilizado para dejar una guarnición de casi novecientos orcos en el corazón de un país aliado.»

—Supongo que no pensaréis instalar vuestro campamento en Tammar —repuso el rey—, así que coged vuestra parte de las provisiones y marchaos en cuanto se ponga el sol. Sé que vuestras tropas pueden viajar de noche.

El comandante arco aceptó la orden de buen grado, y no se ofendió cuando el rey rechazó la invitación a compartir la comida. Aunque Vrakk no tenía muchas luces, sabía muy bien que Azoun estaba muy preocupado por sus planes.

—Comunicaré a las autoridades de Thesk que los orcos permanecerán en su territorio —le advirtió Azoun mientras se despedía—. Os tomarán como invasores, Vrakk.

—Nosotros ser buenos soldados, Ak-soon, pero ser mejores asaltantes y ladrones. Thesk ser país muy grande con muchos lugares para ocultarse. —Cogió la bota del compañero y bebió un trago de vino—. Además, nosotros aprender mucho de guerra contigo. Estar seguros.

Este pensamiento no consoló a Azoun. Mientras caminaba de regreso a su pabellón, el rey se preguntó si Koja no tendría razón. A pesar de las buenas intenciones de la cruzada, había muy pocas pruebas de un resultado positivo. La ciudad de Tammar, como muchos otros pueblos y aldeas de Thesk, Ashanath y Rashemen no era más que un montón de ruinas. Nadie cultivaba los campos. El ejército tuigano estaba derrotado pero permanecía en occidente. Los pequeños grupos de bandidos serían un azote para los mercaderes y campesinos que costaría años eliminar. Y ahora los orcos. Al gobierno de Thesk no le haría ninguna gracia saber que una banda de soldados profesionales de Zhentil Keep merodeaba por el territorio.

«Salvé a Thesk de Yamun Khahan sólo para convertirlo en un refugio seguro para ladrones y asesinos», pensó Azoun, amargado, pero enseguida se reprochó el pesimismo.

—He conseguido mucho más que eso —dijo en voz alta, con la mirada puesta en el ejército de la Alianza.

Las tropas celebraban la noticia del final oficial de la guerra. Los hombres se apresuraban a desmontar el campamento, y los soldados saludaban con grandes voces el paso de Azoun. Algunos llegaron a ovacionarlo. Pero no fue la alegría de los hombres lo que hizo comprender al monarca la importancia de lo conseguido. Al mirar los rostros de los arqueros e infantes, ya no vio la mezcla de hombres de Los Valles y sembianos, cormytas y mercenarios, que había salido de Suzail varios meses atrás. Ahora tenía delante una fuerza unificada, un grupo de hombres y mujeres que habían luchado como uno solo en la defensa de Faerun.

Si estos soldados tan dispares habían sido capaces de fundirse en una causa común, ¿por qué no podía conseguir lo mismo con los países? Con esta idea tan ambiciosa en la mente, el rey llegó a su pabellón. Por un momento, pensó dar la orden para que lo desmantelaran; al fin y al cabo, el resto del ejército dormiría en el suelo para no perder tiempo durante la mañana en desmontar las tiendas. Quizá después de hablar con Alusair, decidió.

Fue a la tienda de la princesa. Alusair guardaba las escasas pertenencias en un saco de lona. El halcón que le había prestado Jad Ojosbrillantes estaba posado en una percha, con una caperuza en la cabeza, junto a la armadura de la muchacha. Cada vez que Alusair chocaba contra la armadura, el pájaro graznaba para quejarse del ruido.

—Hola, padre —dijo Alusair, al ver entrar a Azoun. Cerró el saco con un cordel y lo arrojó a un rincón—. Ya sé la noticia. Os vais mañana por la mañana.

—¿Qué quieres decir con «os vais»? —preguntó Azoun. Se sentó en el catre mientras sacudía la cabeza, incrédulo—. ¿No regresas a casa?

—Sí —contestó la princesa, que se sentó junto a su padre—. Pero no ahora.

—¿No? —exclamó el rey, que casi se ahogó al escuchar la respuesta de la princesa—. Entonces, ¿cuándo, Allie? Tu madre y tu hermana te esperan, y…

—Por favor —lo interrumpió la joven. Agachó la cabeza—. No quiero discutir. Ahora no.

Azoun sujetó las manos de Alusair al tiempo que hacía un esfuerzo por dominar la confusión que lo embargaba. En el transcurso de la cruzada, padre e hija habían superado el conflicto que los separaba. Azoun estaba orgulloso de la princesa, y pensaba que ella lo sabía.

—Está bien, Allie. Sólo dime la razón.

—Tengo que resolver unos asuntos antes de regresar a casa. Hice unas cuantas promesas a lo largo de estos años, y debo saldar algunas deudas. —Alusair rió—. Debo cumplir con las obligaciones asumidas.

—Entonces, ¿cuándo volverás a casa? —insistió el rey, que no pasó por alto la ironía de su hija.

—Dentro de unos meses. Quizás antes de que comience el invierno. Gracias por tu comprensión, padre. Es algo que debo hacer.

—Mi reacción no debe sorprenderte, Allie. Tú tienes tu vida. Yo sólo quiero que la familia vuelva a ser parte de ella. —El rey miró la bolsa junto a la puerta—. ¿Te marchas esta tarde?

La princesa asintió y dejó el catre para ocuparse de la armadura.

—Quiero llegar al bosque de Lethyr cuanto antes —respondió. Descolgó la armadura de la percha y separó los trozos—. El cacique centauro me pidió que le devolviera el halcón y el brazalete en cuanto acabara la guerra.

—Es una lata llevar un halcón en campaña —bromeó Azoun en un intento por mostrarse despreocupado—. Necesitan muchos cuidados y atenciones. Si no se los das, acaban por volverse salvajes otra vez. Entonces ya no sirven para la caza ni para explorar.

Alusair hizo unos cuantos comentarios sobre el halcón y lo hermoso que era mirar a través de los ojos del pájaro. Comenzó a colocar las piezas de la armadura en la coraza pero el rey no la dejó acabar. Volvió a sacarlas y las acomodó de otra manera.

—Si las acomodas así —le explicó Azoun—, no abultarán tanto. Tengo experiencia en estas cosas aunque ya ha pasado mucho tiempo —añadió con una sonrisa.

—No tanto como para haberlo olvidado —replicó Alusair y, tras una vacilación, abrazó a su padre.

Padre e hija conversaron durante más de una hora.

Azoun le contó cosas de los tiempos pasados con los Hombres del Rey, y la princesa le relató algunos fragmentos de sus aventuras. Rieron a placer, y durante un rato fue como si estuviesen de nuevo en Suzail, antes de que la muchacha se marchara. Muy pronto llegó el momento de la despedida.

Se dijeron adiós sin lágrimas. Alusair prometió conservar el anillo del rey para que la familia pudiera encontrarla si era necesario. Fue casi una despedida feliz, porque ambos sabían que la próxima vez que se vieran no sólo serían padre e hija, sino también amigos.

Mientras Azoun contemplaba la marcha de Alusair a lomos de uno de los pocos caballos de los que podía prescindir el ejército, llegó a la conclusión de que su mayor victoria en la cruzada nunca quedaría registrada en las crónicas de Thom. Sus descendientes sabrían que Azoun IV había devuelto la paz a Thesk con la victoria sobre los tuiganos, pero jamás se enterarían de que también había hecho la paz con su hija y consigo mismo. Después de todo, estos asuntos sentimentales no tenían lugar en las historias.

Mucho después de que la silueta de Alusair desapareciera en el horizonte, el rey continuó viendo el vuelo del halcón que la escoltaba. El pájaro, que era tan solo un punto oscuro en el cielo, mantuvo la atención de Azoun hasta que también él desapareció. Con un suspiro, el rey regresó al campamento, donde el ejército de la Alianza esperaba sus órdenes.

Epílogo

—¡Vuelo seguro! ¡Puntas como navajas!

Jan el flechero se detuvo para enjugarse el sudor de la frente. Aunque faltaba poco para el invierno, empujar el carretón a lo largo del paseo era un trabajo arduo y fatigoso. Pero no tan malo como luchar contra los tuiganos, pensó con una sonrisa. Empuñó las varas del carretón y volvió a anunciar sus productos.

—¡Vuelo seguro! ¡Puntas como navajas! ¡Comprad vuestras flechas a Jan el flechero! ¡Son las mejores!

Jan el flechero, como casi todos los soldados de la Alianza, había regresado a Suzail unos meses atrás. Lo había sorprendido encontrar que el negocio marchaba viento en popa, y se lo había agradecido al aprendiz, que había trabajado mucho y bien. Además, ahora tenía muchos más clientes. Después de todo, Jan era un héroe de guerra.

No porque hubiese hecho nada extraordinario durante la cruzada. En realidad ninguno de los clientes le preguntó a Jan sobre las batallas, y tampoco les interesaba mucho escuchar la verdad. El flechero era un héroe porque la gente de Suzail, de hecho los ciudadanos de casi todos los países que habían participado en la cruzada, habían decidido que la campaña de Azoun contra los bárbaros era una gesta heroica. Los bardos tañían los laúdes y relataban historias de los cruzados, siempre enfrentados a un número muy superior de enemigos, que se alzaban con la victoria superando todos los obstáculos.

Jan, como el resto de las tropas, era parte de la leyenda popular, basada en parte, desde luego, en la verdad, pero que cada día incorporaba más detalles fantásticos.

Una carreta entró en el paseo y Jan apartó su carretón.

—Condenados carreteros —protestó en voz baja—. Se creen con derecho a pasar por cualquier parte. —Empujó el carretón sin darse cuenta de que tenía delante a una mujer cargada con un cesto de manzanas.

La mujer mayor, con un chal grueso sobre los hombros encorvados, se volvió para reprochar al dueño del carretón, pero se calló al ver la medalla sobre el pecho de Jan.

—Perdón —murmuró y continuó su camino.

Jan sacudió la cabeza, incrédulo. La medalla de plata tenía grabado un arco y las palabras «Orden del Camino Dorado» en el borde. Se las habían dado a todos los arqueros participantes en la cruzada. Las condecoraciones de los soldados de infantería y de caballería tenían picas y caballos. Las medallas de caballería se las habían entregado a los familiares de los jinetes a título póstumo.

Los condecorados eran objeto de muchas atenciones. La deferencia de la mujer sólo era una pequeña muestra. Jan había descubierto que, gracias a la medalla, hacía más ventas, lo atendían mejor en las tabernas e incluso llamaba la atención de las muchachas solteras, aunque esto no lo preocupaba. Kiri había sobrevivido a la cruzada, y esperaban casarse en primavera.

Jan llevaba la medalla porque estaba orgulloso de los servicios prestados a Faerun. Había ido a la cruzada porque creía en la causa de Azoun, y las atenciones que recibían los cruzados lo hacían sentir todavía más orgulloso de la Alianza y de lo que ella representaba. En las tabernas se decía que el rey Azoun deseaba convertir en permanentes los vínculos forjados entre Cormyr, Sembia y Los Valles. La unión de los tres países haría imposible cualquier invasión de las Tierras Centrales.

Jan miró a la derecha. Los edificios del gobierno conocidos como «la Corte Real» se extendían a lo largo del paseo. Los recaudadores de impuestos y los funcionarios iban y venían de un edificio a otro. Pese a que las decisiones políticas que se adoptaban allí influían en la vida de todos los ciudadanos, estos edificios parecían insignificantes en comparación con el impresionante castillo que se alzaba detrás. El flechero miró el palacio y se preguntó si Azoun sería capaz de unir Faerun.

En aquel momento, Azoun se formulaba la misma pregunta. Se paseaba arriba y abajo en la torre más alta del castillo, con las manos a la espalda. La pierna izquierda le dolía pero no era nada nuevo; los dolores eran más fuertes cuando estaba a punto de llover.

El rey se acercó al tablero de ajedrez, hizo una jugada de caballo y reanudó el paseo. Para desesperación de la reina Filfaeril, jugaba mucho mejor desde el regreso de Thesk. Ahora la reina sólo ganaba tres de cada cuatro partidas.

—Espero que hayas acabado de leer el texto de Thom. Los clérigos han venido a recoger las últimas páginas —dijo una voz.

Azoun se volvió. Se trataba de Vangerdahast, que tenía un aspecto mucho más saludable. El hechicero había pasado la mayor parte de los últimos dos meses encerrado en el laboratorio dedicado a recuperar la vitalidad perdida en la zona muerta para la magia. Su rostro todavía mostraba muchas arrugas y el paso no era tan ágil como antes, pero el hechicero era una vez más el «Vangy» que Azoun conocía y estimaba.

—Claro que he terminado —respondió el rey. Recogió el montón de hojas y se las entregó a su amigo—. Si ves a Thom antes que yo, dile que las crónicas están muy bien.

El hechicero guardó las hojas en una cartera de cuero sin hacer ningún comentario. Se las entregaría a los clérigos que esperaban en el vestíbulo principal del palacio. Los clérigos, adoradores de Denier, dios de las artes, se encargarían de copiar la historia de la cruzada escrita por Thom Reaverson. En el mismo volumen incluirían las notas de Koja sobre los tuiganos y la biografía de Yamun Khahan. Había mucha gente interesada en comprar el libro, y a la vista del creciente interés por todo lo referente a la cruzada garantizaba que la demanda se mantendría durante meses.

—Sí, nuestro bardo necesita que alguien lo aliente —comentó Vangerdahast con un tono sarcástico—. Me han dicho que tiene una oferta muy buena de uno de nuestros nobles para que le escriba la historia de la familia.

Azoun no respondió al comentario del hechicero. Confiaba en que el bardo se quedaría en palacio, al menos durante un tiempo. Después de todo, Thom esperaba el regreso de Alusair para acabar el relato de las aventuras de la princesa. Estos relatos formarían parte de la historia de la casa Obarskyr.

El monarca reanudó el paseo. Vangerdahast ya se marchaba cuando Azoun se volvió hacia él.

—Gracias, Vangy —dijo el rey con un tono afectuoso—. Por cierto, ¿sabes algo de lord Mourngrym o de los demás señores de Los Valles?

—Ya vendrán, Azoun. La cruzada te ha dado tanta influencia que no tienen elección —contestó el hechicero, con un tono que al rey le pareció un poco agrio—. Si quieres saber la verdad, no sé por qué malgastas el tiempo. Nunca aceptarán la unificación. Ni tampoco Sembia. —Al ver la expresión decidida de Azoun, añadió—: Sólo es una opinión.

Desde el final de la cruzada, Vangerdahast evitaba discutir con el rey ciertos asuntos de estado, entre ellos el de la unificación de las Tierras Centrales. El éxito de la empresa contra los tuiganos había fortalecido la opinión del rey respecto a que el bien y la ley eran conceptos muy válidos para gobernar, y el hechicero pensaba que, en este tema, Azoun se había vuelto intratable. Al mismo tiempo, Vangerdahast lo respetaba más aunque considerara poco viable los planes del rey. Como a la mayoría de la gente, a Vangerdahast le costaba no respetar a alguien tan dedicado al bienestar común.

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