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Authors: James Lowder

Cruzada (38 page)

BOOK: Cruzada
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—Me engañaron con la promesa del dinero que obtendría si participaba en esta estúpida cruzada. —Se dio una palmada en la frente con la mano mugrienta—. Y, lo que es peor, me dejé convencer por el palabrerío de Azoun sobre nuestra responsabilidad con el resto de Faerun.

También Jan el flechero se había preguntado varias veces durante los últimos dos días si era sensato haberse aventurado tan lejos de su casa para luchar contra un enemigo desconocido. Y nada lo había hecho dudar tanto como la muerte de algunos de sus amigos en la primera batalla. Aún recordaba los rostros, que lo miraban como si no pudieran creer que estaban muertos. Por suerte, Kiri Matatrolls había resultado ilesa, pero varios soldados con los que Jan había trabado amistad, habían muerto el día anterior. Sin embargo, estas muertes no le habían hecho cambiar su opinión sobre la cruzada.

—¿Por qué no te largas de una vez? —siseó Jan al tiempo que descargaba un hachazo contra el poste de madera—. El ejército estará mejor sin ti, cobarde.

Yugar soltó una risotada, esta vez lo bastante sonora como para llamar la atención de los más cercanos. El mercenario cormyta no hizo caso de las miradas de los camaradas y recogió la espada que tenía a sus pies.

—En las Tierras de Piedra me conocen por Yugar el Bravo —proclamó orgulloso. Blandió la espada de una manera un poco torpe para después amenazar a Jan—. Pide disculpas o no vivirás para ver a los tuiganos otra vez.

Algo estalló dentro del flechero. Sin pensar, Jan apartó de un manotazo la espada del mercenario y le propinó un puñetazo en la mandíbula. Yugar cayó de espaldas sobre el poste. Mientras la espada volaba por el aire, el flechero se adelantó de un salto y apoyó un pie sobre el hundido pecho del muchacho.

—Los fanfarrones como tú se mofan de todo aquello que dejamos…, de todo aquello a lo que renuncié para unirme a la cruzada —dijo Jan, pisando con fuerza el pecho de Yugar.

—¡Quita el pie! —chilló el mercenario, impotente, mientras intentaba sujetar la pierna de Jan.

Con la rapidez del rayo, el flechero desenfundó la daga que llevaba sujeta al cinto y se la mostró al soldado caído.

—Estoy aquí porque creo en la causa de Azoun, mercenario, no por el dinero que me puedan dar por matar a los tuiganos. —Acercó la daga al rostro de Yugar—. No te vuelvas a burlar del rey o de la cruzada, porque no te lo permitiré.

Jan apartó el pie, y Yugar rodó sobre sí mismo para acercarse al arma. Miró a Jan, y después se levantó poco a poco y recogió la espada. Por un instante, el flechero pensó que el muchacho intentaría atacarlo, pero un grito airado resolvió el dilema.

—Os pondré a los dos desnudos y sin armas delante de la próxima carga de los tuiganos si no volvéis al trabajo ahora mismo —gritó el general Brunthar Elventree.

Jan enfundó la daga, arrancó la hachuela clavada en el poste y reanudó su trabajo. El fiero hombre de Los Valles al mando de los arqueros de la Alianza se acercó a Jan.

—¿Hay algún problema, soldado? —gruñó Brunthar, señalando a Yugar—. ¿Lo ha confundido con un bárbaro?

Jan miró al general Elventree. Una venda ancha manchada de sangre tapaba casi todo el pelo rojo del hombre de Los Valles, y la oreja derecha aparecía cubierta por un trozo de algodón. El general había perdido parte de la oreja al recibir un sablazo en la primera batalla.

—No, señor —contestó el flechero.

Brunthar entornó los párpados mientras observaba a Jan el tiempo suficiente para hacerlo sentir incómodo.

—No toleraré más peleas entre vosotros —dijo el general. Miró a Yugar y, al ver que el mercenario no se calmaba, le señaló otro grupo de soldados—. En marcha —le ordenó—. Ayuda a esos hombres a preparar las picas.

Yugar masculló un insulto, pero se apresuró a dar media vuelta y fue a reunirse con el otro pelotón. Elventree había escuchado la ofensa y pensaba qué hacer para que el joven mercenario lamentara haberlo insultado cuando oyó una conmoción detrás de él. Pensó que había comenzado otra reyerta, pero al volverse se encontró con que Azoun y su hija venían hacia él.

El rey vestía una túnica púrpura con calzas a juego. Cojeaba de la pierna izquierda y se ayudaba con un sencillo bastón de madera oscura, pero, excepto por el bastón —y la corona de batalla cormyta que le ceñía la frente—, Azoun tenía el mismo aspecto que los soldados que se preparaban para la batalla. Por su parte, Alusair llevaba el uniforme de la guardia real.

—Su majestad —lo saludó Brunthar, con una reverencia—. Confío en que esta tarde os encontréis mejor.

Azoun asintió al tiempo que levantaba el bastón en un saludo dirigido a la tropa. El rey comprendió que el saludo formal del hombre de Los Valles era una señal de gran deferencia, y no quiso desperdiciar la ocasión de agradecer el favor.

—Nuestros sanadores cuentan con el apoyo de los dioses para realizar milagros —comentó. Echó una ojeada a las fortificaciones que erigían los arqueros de Brunthar, y añadió—: Un trabajo impresionante, general Elventree.

—Muchas gracias, su majestad —contestó el hombre de Los Valles—. Todo se ha hecho según vuestras órdenes y de la princesa.

—Pero habéis superado nuestras expectativas con la rapidez de la ejecución —señaló Alusair, que siguió el ejemplo del padre—. Esperemos que el resto de la Alianza esté tan preparada para la batalla como vuestros hombres.

—¿La reunión es al anochecer? —preguntó Brunthar, después de agradecer el cumplido con otra reverencia.

—Así es. —El rey señaló con el bastón el tramo del Camino Dorado que se extendía más allá de las líneas occidentales—. Tendrá lugar delante de la primera fila. Nos veremos allí.

Azoun y Alusair continuaron con su recorrido por las líneas, dejando a Brunthar y a los arqueros con su trabajo. Desde hacía más de una hora, el rey recorría el campo en compañía de su hija. La revista tenía la intención de permitir a las tropas comprobar con sus propios ojos que estaba recuperado y otra vez al mando de la Alianza, pero era un ejercicio doloroso porque la pierna herida se resentía por el esfuerzo.

—El general Elventree ha cambiado mucho en el último mes —comentó Azoun. Hizo una mueca mientras cruzaba una zanja—. Cuando asumió el mando de los arqueros no tenía ningún respeto por mi posición.

—¿Es ése el motivo de tus cumplidos? —inquirió la princesa.

El monarca asintió sin dejar de responder a los soldados de las tropas, que interrumpían por un momento los trabajos al verlo pasar.

—Sólo en parte —repuso Azoun—. Brunthar ha demostrado ser un buen comandante. Los señores de Los Valles no se equivocaron al seleccionarlo. —Hizo una pausa al recordar su ferviente oposición a que un general de Los Valles asumiera el mando de los arqueros.

—¿Cuáles son las otras razones?

—Espera un momento, Allie —dijo Azoun al ver que se acercaba un mensajero. Después de escuchar los últimos informes de los exploradores, continuó—: Si nos mostramos tranquilos, capaces de controlar los preparativos para la batalla, los soldados tomarán ejemplo de nuestra confianza. Si alabo a Brunthar, sus hombres sabrán que están haciendo lo que esperamos de ellos.

—Y entonces tendrán la moral bien alta para enfrentarse al enemigo —señaló la princesa, frunciendo el entrecejo—. Es lo que pensaba. Por eso le dije al general Elventree lo que le dije.

—¿Esto te preocupa? —preguntó el rey al ver la expresión de duda en el rostro de su hija.

Alusair pensó en cómo expresar la preocupación que sentía, cómo manifestarla en palabras. Por fin, se decidió por la forma más directa; era lo más acertado aunque resultara un tanto brusca.

—Da la impresión de que dijéramos una mentira.

La respuesta no sorprendió al monarca. De hecho, él también había tenido la misma impresión desde el momento en que había dejado circular los rumores sobre su «fuga» del campamento tuigano. Después de todo, los rumores tenían su parte de culpa en el desastre sufrido por la caballería en el último encuentro con los tuiganos. Sin embargo, no había llegado a ninguna conclusión al respecto, así que ahora no tenía una respuesta para el comentario de Alusair.

Padre e hija permanecieron en silencio durante un rato. Alusair lo conocía lo suficiente para saber que el rey no rehuía la cuestión sino que estaba reflexionando en ella. Habían pasado muchas horas discutiendo en el estudio de Azoun en Cormyr, y el esquema siempre era el mismo; Alusair planteaba una pregunta difícil y el monarca, en lugar de dar una respuesta apresurada o pasar a otra cosa, reflexionaba sobre la cuestión, paseándose de arriba abajo y deteniéndose de vez en cuando para consultar algún libro.

Esta vez el escenario alrededor de Alusair y Azoun no tenía nada que ver con aquel estudio. Caminaban entre los grupos de arqueros dedicados a la preparación de las empalizadas. Las tropas sacaban punta a los postes, que medían entre dos metros y medio y tres metros, y después los clavaban en el suelo. La princesa nunca había participado en una carga de caballería que se hubiera visto enfrentada a este tipo de defensas, pero estaba segura de que debía de ser terrible cargar contra el enemigo, para encontrarse con una hilera de postes aguzados que apuntaban al jinete o a su cabalgadura. Se estremeció de sólo pensar en las consecuencias.

Al cabo de unos minutos, en los que el rey respondió distraído a los saludos y reverencias de las tropas, se alejaron de las empalizadas para caminar por el Camino Dorado. El sol comenzaba a hundirse por el oeste, y unos cuantos comandantes de la Alianza ya se encontraban en el punto de reunión.

—No engaño a las tropas cuando las aliento, porque creo que pueden…, que podemos ganar —contestó el rey. Se detuvo a mirar a los soldados que se afanaban con los postes y a los que instalaban barricadas más pequeñas delante de la primera línea de defensa—. Tengo mis dudas, pero no puedo ni debo compartirlas con los soldados. Necesitan un líder, no un agorero.

—Farl me contó lo de lord Harcourt —dijo Alusair, después de una pausa, pero se arrepintió de haber sacado el tema al ver la expresión de dolor en el rostro del rey—. Quizá no sea éste el momento más oportuno para hablar de ello —se disculpó.

—¿Si no lo es ahora, cuándo? —exclamó el rey, con un tono demasiado brusco. Se volvió con toda la rapidez que le permitió la pierna herida y se dirigió hacia la reunión—. No sé qué decir sobre Harcourt y los nobles —reconoció sin dejar de caminar.

—Quizá tendrías que haber cortado de raíz los rumores sobre los tuiganos —replicó Alusair con la misma franqueza.

La princesa no le había dicho nada que la conciencia de Azoun no le hubiera repetido mil veces. Cuando se lo comentó a Alusair, ella asintió y esta vez fue su turno de callarse. Por un momento, pareció que la conversación se había acabado. Sin embargo, cuando llegaron a la carretera, Azoun apoyó una mano sobre el brazo de la hija.

—Anoche, mientras estabas al mando del ejército, ¿cómo tomabas las decisiones? —le preguntó.

—Hice aquello que creía correcto. —Alusair vio que el rey asentía como si no hubiese esperado otra respuesta.

—Así fue como decidí dejar que circularan los rumores sobre mis hazañas en el campamento tuigano —señaló Azoun—. Después de escuchar a mis consejeros llegué a la conclusión de que por el bien del ejército no debía aplacar su entusiasmo.

—Entonces no tomaste en cuenta la voz de tu consejero más valioso —afirmó la princesa. Señaló el pecho del rey—. No escuchaste a tu corazón. No hiciste aquello que tu conciencia te señalaba como lo más correcto.

Azoun notó cómo crecía la tensión entre ellos. Inspiró con fuerza e intentó responder con la mayor calma posible.

—Miles de vidas dependen de mis decisiones, Allie. Tú no sabes…

—Sí lo sé —lo interrumpió la princesa—. Cuando no sabía que estarías en condiciones de reasumir el mando, creí que tendría que dirigir el ejército en la próxima batalla. Sentí la presión.

En aquel momento apareció Farl Bloodaxe, que los saludó con una reverencia. A diferencia de la mayoría de los soldados, el general se había quitado la armadura y vestía una vez más los pantalones oscuros y la camisa blanca de mangas anchas que le daban un aspecto de pirata.

—Con vuestro permiso, alteza, princesa. Os esperan para comenzar la reunión.

Azoun agradeció la interrupción. La brecha que lo había separado de su hija durante tanto tiempo estaba cerrada, pero todavía quedaban muchas cosas en las que sus opiniones eran divergentes.

—Gracias, Farl —dijo el rey—. Ahora mismo vamos.

Azoun recordó las palabras que Farl le había dicho la noche anterior a la primera batalla. «Los soldados están aquí porque comparten vuestras creencias, y los que de verdad son cruzados no vacilarán en dar la vida por la causa que representáis… pero no lo harán por una mentira.» El rey miró a su hija y la cogió de la mano.

—Quizá tengas razón, Allie —reconoció—. Al menos, me ha dado algo en que pensar.

Padre e hija se abrazaron como una muestra de que la diferencia de opiniones no había afectado la reconciliación, y se encaminaron juntos a la reunión.

Azoun y Alusair encontraron a los tres generales supervivientes —Farl, Brunthar y, aunque parecía increíble, Vangerdahast— enzarzados en una animada discusión con Torg y Vrakk. Los comandantes estaban sentados en taburetes alrededor de una hoguera pequeña. El monarca saludó con gran alegría al anciano consejero. Ver a su amigo de toda la vida le restituyó el ánimo.

Pero Azoun no tardó en descubrir que Vangerdahast no estaba recuperado del todo del mal que lo había atacado en la zona muerta para la magia. La luz mortecina de la hoguera era suficiente para mostrar la palidez en el rostro del hechicero. Además, tenía un temblor en la mano izquierda que intentaba disimular ocultándola en la manga de la túnica marrón. Al ver la mirada del rey, frunció el entrecejo.

—Le comentaba a los generales —dijo el hechicero, irritado— que las zonas muertas para la magia parecen haber borrado los efectos de los hechizos y pócimas que me habían permitido disfrutar hasta ahora de un vigor de una persona mucho más joven aunque tenga ochenta años. —Miró a Azoun ceñudo—. Pero eso no me incapacita para seguir al mando de los magos de guerra.

—Tienes toda la razón, Vangy —replicó Azoun con un esfuerzo por mantener el entusiasmo. No dudaba que el hechicero real podía ejercer el mando de los magos, pero lo afligía ver a Vangerdahast enfermo.

—Esto es una pérdida de tiempo, alteza —protestó Torg, tan malhumorado como siempre. Azoun era consciente de que la mera presencia del comandante orco era suficiente para inquietar al Señor de Hierro. La posición del enano en el círculo, en el lado opuesto a Vrakk, era un dato muy claro.

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