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Authors: James Lowder

Cruzada (43 page)

BOOK: Cruzada
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Al día siguiente de la batalla quedó claro que los tuiganos se retiraban. Los exploradores informaron que los bárbaros cubrían distancias increíbles, una cifra que no me atrevo a citar por miedo a ser tratado de mentiroso. La muerte de Yamun Khahan a manos del rey Azoun, el ilustre héroe de la cruzada…

«Te dejas llevar por el entusiasmo», se reprochó Thom. Azoun le había indicado con toda claridad que no debía ensalzar su figura por encima de la de los demás. «Sin duda me pedirá que lo tache. Más vale que lo haga ahora mismo y me evite problemas.» Tachó el párrafo con una gruesa raya de tinta negra y lo escribió de nuevo.

La muerte de Yamun Khahan a manos del rey Azoun quebró la moral de los invasores. Con la ayuda de los magos, los prisioneros dijeron que, sin el Khahan para dirigirlos, su estirpe guerrera se dispersaría a los cuatro vientos. La experiencia demostró a la Alianza que no se equivocaban.

A medida que el ejército cruzado avanzaba hacia el este, detrás de la horda en retirada, encontró muy poca resistencia. Algunos grupos de guerreros, separados de la columna principal, se enfrentaron con valentía a nuestras fuerzas, pero la mayoría de las bandas optaron por la huida. En cuanto avistaban a la Alianza, levantaban campamentos y se alejaban, espoleando a los caballos hasta el límite de sus fuerzas.

Los generales de Azoun recibieron con alegría las noticias referentes a las disputas internas que se producían en el ejército tuigano. La princesa Alusair, con la ayuda del halcón y del brazalete mágico que le había dado el cacique centauro, seguía los acontecimientos entre los bárbaros. Los hijos del Khahan parecían embarcados en una lucha fratricida con uno de los generales de la horda, Chanar Ong Kho. Cada día eran más las bandas de guerreros que se separaban del ejército para desaparecer en las llanuras de Thesk.

Por su parte, la Alianza liberaba cada día a un grupo de prisioneros hechos en la Segunda Batalla del Camino Dorado para que se reunieran con los fugitivos. «Los tuiganos son prisioneros de una guerra acabada», les dijo el rey Azoun a los generales. «No hay razón para impedirles que regresen a sus hogares, cosa que no tardaremos en hacer también nosotros.»

Thom hizo una pausa para releer la página. Aparte de la tachadura correspondiente al comentario sobre el rey, la escritura no presentaba manchones. Dejó la hoja a un lado para que se secara la tinta y cogió otra limpia.

La travesía a través de Thesk, incluso sin tener que combatir, resulta penosa para el ejército de la Alianza, y promete ser más dura cuanto más avanzamos hacia el este. Casi no hay campos cultivados como consecuencia de la invasión, y los bárbaros en la retirada han acabado con gran parte de la caza. Si bien no hay escasez de alimentos el tema es preocupante, dado que las líneas de abastecimiento son cada vez más largas y vulnerables a los ataques de otras fuerzas oscuras en la zona.

Los pueblos y aldeas a lo largo del Camino Dorado están desiertos, y la mayoría han sufrido el pillaje de los tuiganos. Algunas de las casas donde los campesinos optaron por marcharse a tiempo se mantienen en pie. En cambio, en los lugares donde se ofreció resistencia…

El bardo miró con pena el interior de la cabaña en ruinas. Era uno de los pocos edificios que quedaban en pie en las afueras de Tammar. Los bárbaros habían arrancado la paja del techo para alimentar a los caballos. Los muebles, e incluso la puerta, estaban hechos astillas. Si en la cabaña había habido más cosas, ya no quedaba ni rastro de ellas, aunque era imposible saber si se las habían llevado los legítimos dueños o los tuiganos.

Reaverson cerró los ojos por un momento. Después miró la página en blanco. El registro de los actos vandálicos lo dejaría para mejor ocasión. Un tema tan penoso merecía ser tratado en un día en que el sol no brillara con tanta fuerza y el aire no fuera tan cálido y placentero. Thom sopló la página escrita para acabar de secar la tinta, recogió las páginas acabadas, y las puso bajo el brazo.

«Iré a dar un paseo —pensó mientras acababa de guardar el recado de escribir—. Después regresaré a la ciudad para comer algo.»

El bardo cruzó el umbral dispuesto a realizar su plan. En cuanto salió de la casa en ruinas se sintió más animado y, silbando una alegre melodía, echó a andar sin rumbo fijo.

—Buenos días, maestro bardo —dijo una voz.

Thom reconoció de inmediato la voz del rey Azoun. Se volvió para responder al saludo del monarca, que estaba en compañía de Vangerdahast. La presencia de una tercera persona —un sacerdote khazari bajo y calvo que había sido capturado en la Segunda Batalla del Camino Dorado— le llamó la atención.

Koja, que así se llamaba el historiador de los tuiganos y consejero del difunto Yamun Khahan, caminaba junto al rey. El sacerdote ya no era un prisionero porque el monarca le había devuelto la libertad hacía tiempo. Koja había pedido quedarse con la Alianza, afirmando que, tras la desaparición del Khahan, eran muchos los tuiganos dispuestos a matarlo. Azoun había aceptado convencido de la sinceridad del hombre.

—Traigo una noticia interesante —anunció el rey complacido. Por la expresión en el rostro de Azoun, el bardo comprendió que también debía de ser buena.

Vangerdahast, todavía afectado por la experiencia sufrida en el campamento tuigano, caminaba a paso lento junto al rey. Su semblante, en otro tiempo lozano y saludable para un hombre de ochenta años, se veía ahora pálido y ojeroso, y le temblaban las manos. Se apoyaba con todo el peso en un bastón que dejaba una huella profunda en el suelo a cada paso.

—Por fin nos vamos a casa —dijo Vangerdahast antes de que Azoun pudiera completar su anuncio.

Por un momento, Thom no comprendió las palabras del anciano. Miró al rey boquiabierto como si esperara una confirmación.

—Pe… pero los tuiganos —tartamudeó.

Vangerdahast sonrió, un gesto que hizo desaparecer los ojos entre la piel arrugada. La sonrisa sorprendió a Thom casi tanto como la noticia, porque Vangerdahast había estado de un humor de perros desde que habían dejado de hacer efecto los hechizos de rejuvenecimiento.

—Acabo de recibir la noticia de labios de Fonjara Galth. ¿La recuerdas, Thom? ¿La bruja de Rashemen? —Thom asintió—. Sus colegas han conseguido por fin cerrar la ruta entre la Llanura de los Caballos y el oeste, la que pasa por el Lago de las Lágrimas.

—Y los brujos rojos que atacaron Rashemen en la estela de la invasión tuigana se han retirado hacia el sur, detrás de sus fronteras —añadió Azoun—. Thesk, Rashemen y los demás ejércitos locales podrán dedicar todos sus esfuerzos a perseguir a los bárbaros que queden en sus territorios.

El sacerdote khazari, que hasta el momento se había mantenido en silencio, pidió permiso al rey con una reverencia para intervenir en la conversación.

—No quiero contradeciros, majestad, pero os repito lo que dije antes: no creo que los tuiganos resulten una presa fácil. Es muy probable que la mayor parte del ejército se disperse por Thesk en lugar de regresar a la Llanura de los Caballos. Será como querer atrapar al viento.

—Pero sus familias —señaló Azoun—, sus casas…

—Son nómadas, alteza —dijo Thom, con una expresión preocupada—. Las familias y las casas no significan nada para ellos.

—Antes de que Yamun Khahan reuniera a las tribus, vivían del pillaje y los saqueos a los campamentos vecinos y de los ataques a las caravanas que atravesaban la Llanura de los Caballos. —Koja se rascó la calva mientras contemplaba los prados que rodeaban a la ciudad de Tammar—. Ésta es una tierra de pastoreo muy buena, y la población es tan escasa que no tendrán problemas para eludir a los perseguidores.

—Eso no es problema nuestro —afirmó Vangerdahast, muy serio.

Todas las miradas se dirigieron al rey, que después de una pausa acabó por asentir. Thay había renunciado a sus planes de conquista y los tuiganos se retiraban. Por lo tanto, el ejército cruzado ya podía emprender el regreso a las Tierras Centrales.

—Hemos cumplido con la responsabilidad asumida —manifestó Azoun, y los cuatro hombres se dirigieron hacia el centro de la ciudad, donde se alojaba la mayoría de las tropas.

—Majestad, ¿qué impresión os causó Yamun Khahan? —preguntó el clérigo khazari mientras caminaban.

La pregunta sorprendió al rey. Azoun recordó el breve encuentro con el Khahan, y se encogió de hombros.

—Me pareció muy inteligente —respondió, para corregir inmediatamente—: No, mejor dicho, sabio. Y dotado de un gran empuje. ¿A qué viene la pregunta?

—La primera vez que me enviaron a Quaraband, la capital tuigana, lo hice con la orden de regresar para informar a mi príncipe, para explicarle cómo era el Khahan —contestó el sacerdote—. Quemé las notas hace mucho tiempo, pero creo que intentaré escribir algo sobre Yamun Khahan. —Koja hizo una pausa, antes de añadir—: El maestro Reaverson dice que os interesa la historia. ¿Aceptaríais leer mis notas si las escribo?

—Desde luego —dijo Azoun, que se volvió para mirar a Koja, pero el khazari contemplaba el camino con una sonrisa nostálgica— Echáis de menos al Khahan, ¿no es así?

—Yo era su
anda
—replicó Koja con un tono melancólico. Después frunció el entrecejo—. No sé cómo traducir
anda
a vuestro idioma; tal vez amigo es lo más parecido. —Miró por un instante el cielo de un azul brillante—. Sin embargo, Yamun escogió por sí mismo el camino peligroso. Escogió ser un gran hombre.

Los guardias saludaron a Azoun y a los demás cuando entraron en el campamento occidental. Las tiendas y las hogueras cubrían las destrozadas calles de Tammar, esparcidas entre las casas en ruinas. Los soldados descansaban. Algunos grupos muy bullangueros entonaban canciones picarescas, y otros jugaban a los dados. La disciplina se había relajado, quizá demasiado, pero los hombres habían luchado duro desde la llegada a Thesk, y ahora se merecían un descanso.

—¿Es ésa la filosofía de vuestra tierra? —inquirió el rey mientras pasaba junto a un grupo de arqueros que se ejercitaban disparando contra un poste chamuscado—. ¿Que el hombre escoge por sí mismo la grandeza?

El sacerdote respondió sin vacilar, y Azoun captó el tono pedante en la voz de Koja. Era el mismo tono que utilizaba Vangerdahast cuando discutían de política.

—En el
Yanitsava
, el libro de las enseñanzas del Iluminado, está escrito que «algunos hombres cogen el hilo de sus vidas para tejer su propio destino». Los sacerdotes de la Montaña Roja creen que esos hombres son malvados, que no aceptan la voluntad del Iluminado, que imponen su propia voluntad al esquema del mundo.

—¿Y vos, Koja, creéis que es así?

—En un tiempo fui lama de la Montaña Roja —respondió Koja con una carcajada—, pero el tiempo pasado con los tuiganos me enseñó que soy mejor historiador que filósofo. En cualquier caso, sé algo sobre los hombres como Yamun Khahan: el mundo no soporta su presencia durante demasiado tiempo. Yamun Khahan intentó convertir al mundo en su imagen, tejer una trama que abarcaría al mundo entero. —Hizo un gesto con la mano que abarcaba al ejército acampado—. Pero el mundo tiene a otros grandes hombres para oponerse a esos planes.

—Su majestad —interrumpió Farl Bloodaxe; el general, vestido con el uniforme de los soldados cormytas, saludó al rey con una ceremoniosa reverencia—, acabo de comunicar la orden a los capitanes de infantería. Brunthar ha hecho lo mismo con los arqueros. El ejército estará listo para partir mañana a primera hora.

—Bien —dijo Azoun, que apoyó una mano sobre el hombro de Farl—. Que los hombres hagan acopio de agua fresca, y doblad el número de las compañías de intendencia. Estoy seguro de que las tropas querrán llegar a la costa lo antes posible, así que cuanto menos nos detengamos a cazar en el camino mejor.

Koja se despidió del rey para acompañar a Thom y a Vangerdahast. En cuanto se fueron, Farl se acercó al rey para comentar algo en privado.

—Tenemos un problema con los orcos, alteza. Comuniqué a Vrakk la orden de marcha, y me respondió que las tropas de Zhentil Keep no se irán.

Azoun se dirigió al campamento de los orcos en cuanto acabó de dar a Farl las últimas instrucciones sobre la carga de las carretas. Los hombres se habían acostumbrado a los soldados zhentarim, pero así y todo los orcos preferían tener un campamento aparte de los humanos. Habían demostrado su coraje en las batallas, y las tropas no habrían puesto reparos a que los orcos instalaran las tiendas con el resto de la Alianza, pero, por alguna razón desconocida, Vrakk siempre se había negado.

Al entrar en el campamento zhentarim, Azoun llegó a la conclusión de que mantener los campamentos separados era lo mejor para todos. Los orcos habían escogido la parte más destrozada de la ciudad. Las tiendas sucias y desgarradas se levantaban a unos pasos del vaciadero de basura y de las piras funerarias donde se habían incinerado los cadáveres de la población civil. El hedor era insoportable, pero a los orcos no parecía molestarlos. Descansaban en las tiendas, ocultos de la luz del sol. Sólo unos cuantos estaban despiertos, y de éstos la mayoría permanecían tendidos alrededor de las hogueras, bebiendo vino mientras preparaban la comida.

Vrakk estaba en uno de los grupos. Llevaba la armadura de cuero negra, y Azoun observó por primera vez que, si bien el campamento parecía una pocilga, se preocupaban de mantener limpias las armas y las armaduras.

—El general Bloodaxe dice que no deseáis marcharos —comentó Azoun, despreocupado. Levantó una mano cuando otro orco le ofreció una bota de vino—. No, gracias.

Vrakk le enseñó los dientes al orco con la bota, y el soldado más pequeño y de pelaje marrón se apartó al momento y se concentró en vigilar el trozo de carne que tenía puesto en el fuego.

—Los orcos no volver a casa —replicó Vrakk—. Ser nuestras órdenes.

—¿Órdenes? ¿De quién?

—De Zhentil Keep. —El tono de Vrakk reveló su sorpresa ante la ignorancia de Azoun—. Nosotros ser el nuevo destacamento. Ellos ordenarnos permanecer en Thesk.

—Las órdenes las teníais desde que salisteis del Keep, ¿verdad? —dijo el monarca, ceñudo.

Vrakk sonrió, o al menos adoptó una expresión parecida. Los dientes amarillos y cubiertos de una película de mugre brillaron al sol.

—El Keep decir nosotros permanecer con Alianza hasta irse tuiganos. Decir que Ak-soon dejar a orcos quedarse en Thesk.

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