Las soberbias heroínas de Austen —en particular Emma y Elizabeth— se acercan al esplendor de la Rosalinda de
Como les guste
. Integran ingenio y voluntad y esa integración es su arma triunfal.
Como dijo William Hazlitt, releer viejos libros es la forma suprema de placer literario y nos instruye en lo más profundo de nuestros anhelos. En un tiempo yo releía
Los papeles de Pickwick
dos veces al año, consumiendo en el proceso varios ejemplares. Si eso era evasión, me alegraba evadirme, aunque ninguno de los pickwickianos me daba la dicha de identificarme. Por lo general, el mundo dickensiano de caricaturas y grotescos no invita al lector (ni lo tienta) a reunirse con los personajes, que comparten más con los feroces dibujos de Ben Jonson y Tobías Smollett que con las mujeres y hombres de Shakespeare. Sin embargo, hay en Dickens figuras complejamente introvertidas, en primer lugar la Esther Summerson de
Casa desolada
y el Pip de
Grandes esperanzas
. Pip, el personaje más introvertido de Dickens, se presta particularmente a mis fines en este libro. Comprender todos los matices de Pip es haber leído
Grandes esperanzas
bien, y es una buena introducción a la buena lectura de novelas.
Hay sólo tres novelas de Dickens con narradores en primera persona:
Grandes esperanzas
(Pip),
David Copperfield
y
Casa desolada
(Esther Summerson), donde Dickens no siempre recuerda que debe dejar el trabajo a quien le corresponde. Rara vez los amantes de Dickens cuentan
Grandes esperanzas
entre sus mejores novelas; no ha entrado en la mitología popular como
Oliver Twist
y el propio Dickens prefería
Copperfield
, mientras muchos críticos (yo entre ellos) votarían por
Casa desolada
. A la manera de
Historia de dos ciudades
, no obstante,
Grandes esperanzas
constituye un gran entretenimiento público. Se sitúa junto a
Orgullo y prejuicio
y
Emma
, de Jane Austen, y a una docena de obras de Shakespeare entre las obras que sobrevivirán sin duda a la actual Era de la Información, y no simplemente en forma de película o serie televisiva. Seguiremos leyendo
Grandes esperanzas
como seguiremos leyendo
Hamlet
y
Macbeth
:
Siendo el apellido de mi padre Pirrip, y mi nombre Philip, mi lengua de niño no podía hacer con ambas palabras nada más largo ni más explícito que Pip. De modo pues que Pip me llamaba a mí mismo, y acabaron por llamarme Pip.
El sentido que tiene Pip de su patetismo es incesante; empieza por su apodo y no termina ni cuando está en compañía de su ahijado, el pequeño Pip, en el momento en que la novela alcanza su original (y mejor) final:
Me encontraba en Inglaterra, en Londres, e iba paseando con el pequeño Pip por Piccadilly, cuando un criado corrió tras de mí para preguntarme si no podía retroceder hasta un carruaje donde una dama quería hablar conmigo. Era un carruaje tirado por un pony, que conducía la señora; y la señora y yo nos miramos tristemente.
—Sé que he cambiado mucho; pero pensé que te gustaría estrechar la mano de Estella, Pip. ¡Alza a ese niño precioso y déjame darle un beso! (Habrá supuesto, pienso, que el niño era mi hijo.)
Más tarde me alegré mucho de haber tenido aquel encuentro; pues con su rostro y su voz, y con su mano también, ella me dio la certeza de que el sufrimiento había sido más fuerte que las enseñanzas de la señorita Havisham, y le había dado un corazón capaz de comprender cómo era mi corazón en un tiempo.
Dickens no es un novelista shakesperiano; es más profundamente afín a la comedia de humores de Ben Jonson. Los novelistas shakesperianos —Jane Austen y Dostoievski, Goethe y Stendhal, Philip Roth y Cormac McCarthy (entre muchos otros)— se transfieren a personajes que cambian; Pip se va oscureciendo sin desarrollarse. No obstante, en
Grandes esperanzas
, Dickens manipula
Hamlet
, parodiándola primero y luego invirtiendo la venganza en el perdón universal de Pip. Magwitch, el padre sustituto del héroe y progenitor real de Estella, vuelve como en
Hamlet
vuelve el fantasma del padre, aunque sin convertir a Pip en
Hamlet
.
Al contrario que Freud, no tengo ninguna seguridad de que se pueda tener un sentimiento
inconsciente
de culpa; Hamlet y Pip son muy conscientes de una angustia de contaminación. A medida que la obra avanza, Hamlet tiene sobradas razones para ser culpable: es brutal con Ofelia, no se arrepiente de haber matado a Polonio y envía gratuitamente a Rosenkrantz y Guildernstern a una muerte inmerecida. No puede decirse que algo de esto le moleste; su enfermedad no es psíquica sino metafísica y aparece muy en primer plano. Claro está que Pip es otro asunto, pero su narración nunca explica del todo la convicción de ser culpable. Siendo
Grandes esperanzas
mucho más un romance (esto es, el relato de acontecimientos y personajes fuera de lo común, derivado de los romances medievales) que una novela realista, pienso que debemos tomar la complicidad de Pip en una culpa sin nombre como cosa
dada
, una de las condiciones que el libro requiere para arrancar y mantenerse en marcha. Lo que importa es que el lector ama a Pip y confía en él, un muchacho de muy buena voluntad, y acepta su espíritu oscuro como un elemento gótico del romance. Kafka, que aprendió mucho de Dickens, debió de encontrar en Pip un acicate para la terrible fórmula que aparece en el relato «En la colonia penitenciaria» y reza: «La culpa nunca es materia de duda». A mí no me parece que Pip (ni Hamlet) sea uno de esos «masoquistas morales» de Freud que no pueden soportar la felicidad ni el éxito. Casado con una Estella no echada a perder por la señorita Havisham, Pip habría sido feliz. A Hamlet, el gran carismático, no es fácil visualizarlo ocupando el trono danés con la reina Ofelia a su lado. El príncipe de Dinamarca es un esteta y un insatisfecho, y algo en él no cesará nunca de buscar otro «asesinato de Gonzago» para revisarlo en una obrita titulada «La ratonera». Pip, eterno huérfano, está al final muy satisfecho de haber sido apadrinado por los benignos Gargery y pasearse con su ahijado el pequeño Pip. El revisado final de Dickens, con el posible casamiento con Estella, no tolera conjeturas. ¿Va a interpretar Pip el papel de Drummle, el sádico marido de ella, y pegarle regularmente? Si algo recuerdo de los afectos de Pip, no es su trunca pasión por Estella; ni siquiera el profundo cariño que siente por Joe Gargery. Lo que arde en mi recuerdo es la calidad de su amor final por Magwitch, más padre suyo que de Estella, y la larga constancia del amor que Magwitch manifiesta por Pip.
¿Cómo leer
Grandes esperanzas
? Con los elementos más profundos que uno encuentre en sus miedos, expectativas y afectos: como si uno pudiera ser niño otra vez. A eso nos invita Dickens, y hacerlo posible es acaso su mayor don. Grandes esperanzas no nos lleva al reino de lo Sublime, como las obras de Shakespeare o Cervantes. Lo que quiere es devolvernos al origen, por doloroso y culpable que pueda ser. El llamado de la novela a nuestra necesidad infantil de amor y restablecimiento de la identidad es casi irresistible. Por qué debemos leerla es casi evidente: para volver a casa, para curarnos del dolor.
Raskolnikov, un estudiante resentido, juega con la terrible fantasía de matar a una vieja avarienta y usurera que lo explota. La fantasmagoría se vuelve realidad con el asesinato, no sólo de la vieja sino también de su hermanastra. Una vez cometido el crimen, el destino de Raskolnikov lo lleva a encontrarse con los tres personajes capitales de la novela. La primera es Sonia, una muchacha angelical y piadosa que se sacrifica como prostituta para mantener a sus míseros hermanos. Otro es Porfiri Petróvich, un perspicaz juez de instrucción que es el paciente némesis de Raskolnikov. El más fascinante es Svidrigáilov, monumento al solipsismo nihilista y la lujuria fría.
En los intrincados movimientos de la trama, Raskolnikov se enamora de Sonia, poco a poco se da cuenta de que Porfiri lo sabe culpable y cada vez más descubre en el brillante Svidrigáilov su propio potencial de degradación. El lector llega a comprender que Raskolnikov está profundamente dividido entre el impulso de arrepentirse y la convicción de que su ser napoleónico necesita expresarse con plenitud. También en Dostoievski hay una división sutil, ya que Raskolnikov no se desploma en el arrepentimiento hasta el epílogo de la novela.
Ciento treinta años después de su publicación,
Crimen y castigo
sigue siendo la mejor novela de asesinato que se ha escrito. Hay que leerla —y poco cuesta, absorbente como es— porque, como Shakespeare, nos altera la conciencia. Aunque muchos rechacen el nihilismo de las grandes tragedias shakesperianas de sangre —
Hamlet
,
Otelo
,
El rey Lear
,
Macbeth
—, esas obras son el origen innegable de los grandes nihilistas de Dostoievski: el Svidrigáilov de
Crimen y castigo
, el Stavroguin de
Los demonios
y el padre de
Los hermanos Karamazov
. Nunca sabremos en qué creía (o de qué descreía) realmente Shakespeare; sabemos en cambio que Dostoievski se hizo clerical reaccionario a un extremo casi inconcebible. En cuanto a
Crimen y castigo
en particular, deberíamos seguir el adagio de D. H. Lawrence: Confía en el relato, no en el narrador.
Dostoievski creía en un cristianismo aún por venir: un tiempo en que todos nos amemos sin egoísmo y nos sacrifiquemos por los otros como lo hace Sonia en
Crimen y castrigo
. En esa fase cristiana, más allá de la civilización como la conocemos ahora, ¿podrían escribirse novelas? Es de presumir que no las necesitaríamos. Tolstoi, que quería que Dostoievski fuera el Harriet Beecher Stowe de Rusia, insistía en valorar
La cabaña del tío Tom
por encima de El rey Lear.
Dostoievski, esencialmente un trágico —no un moralista épico— no estaba de acuerdo con Tolstoi. A veces cavilo que a los veintitrés años Dostoievski dejó el ejército ruso para seguir la carrera literaria y Rodión Raskolnikov tiene la misma edad el espantoso verano en que, para agrandar la visión napoleónica de su yo, mata gratuitamente a dos mujeres. Hay una afinidad sumergida entre la negativa de Raskolnikov a desviarse de su autoestima y la búsqueda heroica de Dostoievski en pos de la escritura de ficciones eternas, búsqueda que culmina en Los hermanos Karamazov. Raskolnikov acaba por arrepentirse (en el poco convincente «Epílogo» de la novela) al rendirse por completo a la magdaleniana Sonia —esperanza de ascenso, a lo Lázaro, de la muerte a la salvación. Pero, como su recalcitrante carácter trágico está ligado inextricablemente a la pulsión heroica de Dostoievski por componer grandes tragedias, es improbable que su tardía humildad cristiana persuada al lector. Dostoievski es soberbio en los comienzos y asombroso en los desarrollos medios, pero extrañamente débil en los finales; cuando uno esperaría que el temperamento apocalíptico debería hacerlo experto en cuestiones últimas.
Los lectores abiertos a la oscuridad de la experiencia en
Crimen y castigo
podrán ponderar bien, no sólo la escisión de Raskolnikov, sino la fisura abierta en Dostoievski; y acaso concluyan que si éste es reacio a transformar completamente a Raskolnikov en un ser redimido es por una recalcitrancia de orden más dramático que moral —religioso. Las obras que presentan nihilistas abrumadores como Svidrigáilov o Yago no se condicen con el final feliz. Cuando yo pienso en
Crimen y castigo
, en seguida me viene a la mente Svidrigáilov, y la explicación que da al apretar el gatillo suicida me produce un escalofrío: «En marcha hacia América». Éste es el post— nihilista (con el mero nihilismo no alcanzaría) que dice a Raskolnikov que la eternidad existe; es como la mugrienta casa de baños del campo ruso, infestada de arañas. Después de haberlo visto enfrentarse con la cosa auténtica en Svidrigáilov, encarnación de la Vía a la Miseria, podemos perdonar a Raskolnikov cuando anhela una visión más consoladora, crea en ella o no.
A mi parecer hay una afinidad real entre Raskolnikov y el asesino Macbeth, como la hay entre Svidrigáilov y el Edmund de
El rey Lear
, otro sensualista frío. Nacido en 1821, Dostoievski asocia más abiertamente al perturbador Svidrigáilov con Lord Byron, a quien popularizara en Rusia el poeta nacional Pushkin —antecesor asimismo de Dostoievski y Turguéniev en la simpatía por Shakespeare. La lascivia criminal de Svidrigáilov, excitada en particular por las niñitas, es una degradación de las inclinaciones de Edmund y de Byron. Sin embargo Raskolnikov— aunque por demás alarmante —está muy lejos de Svidrigáilov, del mismo modo que el asesino pero comprensivo Macbeth es más un villano— héroe que un par de Edmund y Yago.
Dostoievski emula a Shakespeare al identificar la imaginación del lector con Raskolnikov; de modo parecido nos usurpa la imaginación Macbeth. Porfiri, el juez de instrucción que brillantemente tortura a Raskolnikov con la incertidumbre, se presenta como cristiano, pero está claro que disgusta a Dostoievski, que considera al némesis de Raskolnikov como un «mecanicista» influido por Occidente, un manipulador de la ya torturada psicología del protagonista. Sonia se encuentra espiritualmente más allá del lector, en la dimensión trascendente, mientras que el siniestro Svidrigáilov lo excede en el modo demónico. No tenemos más refugio que la conciencia de Raskolnikov, tal como tenemos que viajar con Macbeth al corazón de sus tinieblas. Puede que
nosotros
no matemos ancianas ni monarcas paternales, pero puesto que somos en parte Raskolnikov o Macbeth, acaso en ciertas circunstancias lo haríamos. Como Shakespeare, Dostoievski nos hace cómplices de los asesinatos de su villano-héroe. Tanto
Macbeth
como
Crimen y castigo
son tragedias auténticamente aterradoras que no nos purgan de la piedad, no digamos ya del miedo. Invirtiendo la sociomédica idea aristotélica de la catarsis, según la cual la tragedia nos libera de emociones que no conducen al bien público, Shakespeare y Dostoievski ejercen sobre nosotros designios más oscuros.
Es por esta participación en el carácter sublime de Macbeth que
Crimen y castigo
trasciende el efecto de deprimirnos, aun si nos conduce por un insalubre verano de San Petersburgo durante el cual una fantasmagoría de pesadilla se vuelve realidad. Cada muro que miramos parece de un amarillo detestable, y el horror de la metrópoli moderna es retratado con una intensidad que rivaliza con Baudelaire o con Dickens en sus momentos menos afables. Empezamos a sentir que en el San Petersburgo de Raskolnikov, como en la embrujada Escocia de Macbeth, también nosotros podríamos cometer crímenes.