Cómo leer y por qué (15 page)

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Authors: Harold Bloom

Tags: #Referencia, Ensayo

BOOK: Cómo leer y por qué
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8. SAMUEL TAYLOR COLERIDGE

El amigo más íntimo de Wordsworth fue Samuel Taylor Coleridge, poeta, crítico, filósofo, teólogo laico y plagiario ocasional. Su gran poema es la balada en siete partes y 625 versos titulada
Rima del Viejo Marinero
. Esta deslumbrante pesadilla sigue siendo un poema esencial y ofrece placeres que los buenos lectores acaso no encuentren en otras partes.

En su raíz está la balada popular «El judío errante», pero el Viejo Marinero de Coleridge tiene más en común con el cazador Gracchus o el médico de campo de Kafka que con el tradicional escarnecedor de Cristo. En la literatura anterior a Coleridge, los ancestros del Viejo Marinero son el Yago de Shakespeare y el Satán de Milton. Entre Coleridge y Kafka están el Cordón Pym de Poe, el Ahab de Melville y Svidrigáilov y Stavroguin, de Dostoievski. Después de Kafka vienen Gide, Camus, Borges y muchos otros, porque la fabulosa sugestión de la balada de Coleridge está en el centro de la tradición occidental del crimen gratuito, la «malignidad sin motivo» que Coleridge (erróneamente, creo yo) atribuía a Yago.

El barco en el cual sirve el Marinero es arrastrado hacia el polo sur por una tormenta, y queda atrapado en un mar de hielo. En ayuda de la nave llega un Albatros; la tripulación lo saluda y lo alimenta, y el ave hace mágicamente que el hielo se quiebre, salvando así a todos. Domesticado, el Albatros se queda en el barco, hasta que el Viejo Marinero, con total gratuidad, lo mata con su ballesta. Después de eso acompañamos al Marinero y la tripulación en un descenso al infierno.

Este grosero resumen omite nada menos que todo lo que importa poéticamente, si consideramos que Coleridge alcanza un arte inigualable:

«Y entonces vinieron juntas bruma y nieve,

y con ellas un frío portentoso:

y un hielo verde como esmeralda

nos ciñó del casco al palo mayor.

«Y entre ráfagas, los riscos nevados

despedían un fulgor agonizante

no divisábamos figura humana ni animal:

no había sino hielo por doquier.

Recibimos la soberbia fantasmagoría mediada por el poco imaginativo marinero, que, si bien ve y describe de maravilla, rara vez sabe qué está viendo. Esto es deliberado: dependemos del Marinero, un literalista a la deriva en lo que Coleridge llamó «una obra de imaginación pura». El desdichado narrador se transforma en fundamentalista de lo que hoy damos en llamar ecología:

Reza mejor quien mejor ama

todas las cosas, grandes o no,

porque el buen Dios que bien nos ama,

las ama a todas pues las hizo Él.

Tal es la moraleja en el enfoque del Marinero; puesto que está desquiciado y es un monomaniaco, no hace falta identificarlo con Coleridge. Y en esto, en realidad, tenemos el apoyo del propio autor. Cuando la señora Barbauld, celebrada
bluestocking
(o crítica feminista prematura), objetó a Coleridge que al poema le faltaba una enseñanza moral, él ofreció esta brillante respuesta:

Le dije que en mi opinión al poema le sobraba moral; y que el único o principal defecto, si puedo decirlo así, era la intromisión abierta en la lectura del sentimiento moral como principio o causa de acción en una obra de imaginación pura. No debería haber puesto más moraleja que en ese cuento de
Mil y una noches
donde un mercader está sentado junto a un pozo, comiendo dátiles, y echa las huesos a un lado, hasta que de pronto, ¡zas! aparece un genio y le dice que debe matar al susodicho porque, parece ser, uno de los huesos de dátil le ha estropeado un ojo al hijo del genio.

Bien, ese sí que es un crimen verdaderamente gratuito, y uno siente que, treinta años después de haber escrito su gran poema, Coleridge lo hubiera hecho aún más maligno. De todos modos es de una malignidad sublime, si es que leemos confiando en el relato y no en el viejo narrador. Por mucho que no matemos alba tros ni arrojemos por ahí huesos de dátil, todos iremos al infierno en la nave de la muerte:

En un candente cielo cobrizo,

a mediodía un sol sangriento,

no mas grande que la Luna,

se detenía sobre el palo mayor.

Día tras día, día tras día,

permanecíamos fijos, sin aliento,

ociosos como una nave pintada

a flote en un pintado mar.

Agua, por todas partes agua,

y un rechinar de cuadernas;

agua, por todas partes agua,

y ni una gota que beber.

El fondo mismo se pudría:

¡Cristo, quién lo hubiera pensado!

Viscosas criaturas con patas

se arrastraban por el viscoso mar.

Si comparan ustedes estas cuatro estrofas con las dos referidas al hielo esmeralda que cité antes, verán que la tripulación está claramente peor, aunque sólo en grado. Un cosmos de hielo fulgurante ya es bastante infernal, aunque le falte el lóbrego brío de: «Viscosas criaturas con patas/se arrastraban por el viscoso mar».

Propongo que el Marinero y el poema mismo ya eran entidades harto compulsivas
antes
de que él matara al amable albatros. Lo que el lector no dejará de aprehender es que desde el comienzo estamos ciertamente en un poema de «imaginación pura», de modo que todo el viaje es visionario. Pero, ¿
por qué
el Viejo Marinero mata al humanizado albatros? Se mantiene siempre en una pasividad desconcertante, no menor cuando comete el crimen. Sólo lleva a cabo dos actos más: beber su propia sangre para exclamar que ha visto una nave y, más adelante, proferir una única bendición. El Marinero nos trae a la mente el Lemuel Gulliver de Swift y el Robinson Crusoe de Defoe; como ellos, parece un observador muy preciso pero carente de afecto y sensibilidad. En una época yo creía que el crimen gratuito del protagonista de Coleridge era un intento desesperado por establecer un yo, pero ya no encuentro pruebas para un enfoque tan «modernista». A fin de cuentas, al final del poema el hombre no ha amplificado su sentido de identidad. Es una máquina de dictar siempre la misma historia.

Como observó más tarde Coleridge, no hay en el poema moraleja alguna y no debería haberla. Por eso tampoco se aclaran los motivos del asesinato del albatros. Por mi parte, insto al lector a no bautizar el poema: no trata del Pecado Original ni de la Caída del Hombre. Esas figuras implican las nociones de desobediencia y depravación; pero la
Rima del Viejo Marinero
no es
El Paraíso perdido
. En el tono distante que mantiene, el poema de Coleridge es muy shakesperiano, mientras que el lenguaje visionario guarda ciertas afinidades con la balada de Tom O’Bedlam:

La errante Luna subía al cielo

sin encontrar morada alguna:

suavemente iba subiendo

con una estrella al lado o dos.

Sus rayos se burlaban del sopor

como escarcha de abril derramada;

pero en la sombra inmensa del barco

el agua hechizada ardía siempre

en un rojo quieto y atroz.

Más allá de la sombra del barco

veía moverse las serpientes marinas:

dejaban estelas de un blanco brillante,

y cuando se erguían, dejaban caer

escamas vetustas de mágica luz.

¡Afortunados seres! No hay lengua

que pueda describir su belleza:

un torrente de amor me desbordó

y sin darme cuenta las bendije:

mi ángel de la guarda debió apiadarse

y sin más proferí la bendición.

En el mismo momento pude rezar;

y de mi cuello liberado

cayó el Albatros, para hundirse

como si fuera plomo en el mar.

Las estrofas precedentes no son sólo la resolución de la
Rima del Viejo Marinero
(en la medida en que la tiene) sino el efecto poético más fuerte que alcanzó Coleridge. Hasta entonces inepto hasta la desesperación, el Marinero se siente tan conmovido por la belleza y la aparente felicidad de las serpientes marinas, que las bendice, y en el acto se libera cuanto él puede de la maldición que le pesa. Cuando haya disfrutado de la intrincada suma de rareza y hermosura que ofrece la Rima, el lector comprensivo emergerá de este oscuro viaje con una sensación mayor de libertad, otra de las razones por las cuales debemos leer.

9. SHELLEY Y KEATS

Si bien Shelley y Keats fueron poetas muy diferentes, y no del todo amigos (Keats sospechaba de la riqueza y la exuberante carrera de su colega), ambos han quedado unidos para siempre por el
Adonais
, la elegía que el primero escribió en honor al segundo. Son los últimos poetas de los cuales me ocuparé aquí con cierto detenimiento, pues de aquéllos que más admiro en el siglo veinte —W. B. Yeats, D. H. Lawrence, Wallace Stevens y Hart Grane— me conformaré con algunas observaciones breves.

De Shelley, voy a limitarme a unos pocos pasajes de su soberbio e inacabado poema de muerte,
El triunfo de la vida
, que me parece el mejor logrado esfuerzo por persuadirnos de cómo sonaría
La Divina Comedia
si Dante la hubiera escrito en inglés. Es una visión infernal, un fragmento de unas 550 líneas escrito en terza rima dantesca, y en mi opinión es el poema de verdadero fuste más desesperado que existe en nuestra lengua. En sus días finales, aunque sólo tuviera veintinueve años, Shelley nos da su visión de la naturaleza humana y su destino antes de zarpar en el viaje que lo llevará a morir ahogado, aún no sabemos con certeza si accidentalmente o no. Supremo romántico entre todos los poetas, nos legó El triunfo de la vida como testamento; un testamento que nos dejaría perplejos y deprimidos de no ser por su gigantesco poder poético.

Creí encontrarme junto a un camino público

cubierto de espeso polvo de verano y gran caudal

de gentes que corrían de un lado para otro

como un sinfín de mosquitos en el fulgor del ocaso,

y aunque todos se afanaban, nadie parecía saber

adonde iba, ni de dónde venía, ni por qué

formaba parte de la muchedumbre, y así

era arrastrado por el tumulto, como por el cielo

una entre un millón de hojas del ataúd del verano.

Vejez y juventud, madurez e infancia,

aparecían mezcladas en un torrente poderoso;

algunos escapaban de aquello que temían, y algunos

buscaban el objeto del temor de otro,

y otros como quien marcha hacia la tumba,

miraban los pisoteados gusanos que se arrastraban abajo,

y otros más andaban doloridos en la penumbra

de su propia sombra, a la cual llamaban muerte…

Y otros huían de ella como si fuera un fantasma,

desmayando casi en la aflicción de un vano aliento.

Pero muchos más con ademanes contagiados

perseguían o evitaban las sombras que las nubes

o las pájaros perdidos en el aire del mediodía

arrojaban en aquel camino donde no crecían flores;

y fatigados de ajetreo vano y una débil sed,

en vez de oír las fuentes de cuyas células musgosas

brota eternamente un rocío melodioso

u oír a la brisa que viene de los bosques

hablar de sendas de hierba y claros que se alternan

con entrelazados olmos y cavernas frías

y márgenes violetas donde rumian dulces sueños,

iban detrás, como de antiguo, de su seria locura…

La Danza de la Muerte es la «seria locura» de nuestra vida competitiva: «con ademanes contagiados». El título del poema es de una amarga ironía, ya que la «Vida» que en este poema triunfa sobre todos nosotros es en realidad una muerte —en— vida aniquiladora de toda individualidad e integridad.

Y mientras miraba, me pareció que en el camino

el tropel se encrespaba, como los bosques en junio

cuando el viento del sur agita el día extinto;

y un frío resplandor, más intenso que el mediodía,

pero helado, oscureció de luz

el sol y las estrellas. Como la luna nueva,

cuando en las lindes soleadas de la noche

pone a temblar su blanca concha en el aire carmesí

y, mientras la tempestad dormida junta fuerzas,

transporta, como heraldo de su arribo,

el fantasma de su madre muerta, cuya tenue forma

se inclina hacia el oscuro éter desde la silla de su hija,

así vino un carruaje en la tormenta silenciosa

de su propio brillo arrasador, y así una Forma

iba sentada en él como quien, deformado por los años,

bajo una lúgubre capucha y una doble capa

se agacha a la sombra de una tumba, y sobre

lo que parecía la cabeza, se cernía, cual crespón,

una nube, y con pardo, débil y etéreo resplandor

amortiguaba la luz; en el rayo del carruaje

una Sombra con los rostros de Jano asumía

la conducción del prodigioso carro alado.

Las Figuras que lo arrastraban entre densos relámpagos

se perdieron: en el suave fluir del aire sólo se oía ya

la música de las alas incesantes.

Las cuatro caras del auriga

tenían los ojos vendados… De poco sirve

que un carro sea veloz si lo guía la ceguera,

ni vale entonces que los rayos eclipsen el sol

o que los vendados ojos puedan penetrar la esfera

de todo lo que es, ha sido o será hecho.

Pero, por mal que el carruaje fuera conducido,

pasó majestuosamente con solemne rapidez…

Anunciado por la imagen de la luna vieja en brazos de la luna nueva (de la balada «Sir Patrick Spence», citada por Coleridge como epígrafe a su oda «Abatimiento»), el carro de la Vida irrumpe y viene hacia nosotros. Con suma audacia Shelley parodia el Carro Divino del Libro de Ezequiel, la Revelación, Dante y Milton, mientras a la Forma llamada Vida la Conquistadora la conduce un cochero horrendo que es la parodia de los cuatro querubines o ángeles del Carro. Con sus rostros que miran hacia delante y hacia atrás como el dios romano Jano, ese cochero infernal no ve nada, y el fulgor glacial que irradia su vehículo nos ciega también a nosotros. Poco a poco el lector llega a comprender que Shelley distingue tres dominios de la luz: las estrellas (la poesía), el sol (la naturaleza) y el resplandor del carruaje (la vida). La naturaleza eclipsa a la imaginación, para nuestro perjuicio, y luego el esplendor destructivo del carro eclipsa a la naturaleza, para nuestra ruina.

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