… Lo amo por instinto… Amo su valentía, tan simple y perfecta que se diría que no es siquiera consciente de ella… Empecé a discernir en mi sobrino una gracia perfecta. Se me reveló la grandeza de su alma… En suma, si él no es feliz no puedo serlo yo.
Aquí Stendhal va mucho más allá del escepticismo y la ironía, y nos lleva consigo.
Queremos
que Gina y Fabricio estén juntos y sean felices, pero sabemos que no es posible porque Fabricio, un muchacho de veintidós años, está enamorado de Clelia. A Stendhal sólo le interesan los amores desgraciados y
La cartuja de Parma
, alocada y humorística, acaba por volverse una tragedia. El hijo de Clelia y Fabricio muere y al cabo de unos meses expira también la doliente Clelia. Fabricio se retira a la enigmática cartuja del título y muere un año más tarde. Infeliz en un mundo sin Fabricio, Gina (que se ha casado con Mosca) muere poco después que él. Mosca sobrevive, y a nosotros nos parece estar en escena al final de Romeo y Julieta, cuando ha desaparecido todo ser humano vital.
En la reseña que hizo de
La cartuja
en 1840, Balzac saludó a Stendhal por haberse alzado por sobre el mero realismo y haber retratado solamente personajes de cualidades excepcionales. Esto parecería un resumen de la manera de escribir de Balzac, pero ambos novelistas merecen el elogio —diferentes como son. Leer a Stendhal (como a Balzac) es ampliar nuestra realidad mediante una obra que no cede a la fantasía.
Es más fácil adscribir fines sociales a las novelas que a los cuentos o los poemas. Pero el lector debería precaverse de quienes insisten en que, para sobrevivir, la novela debería convertirse en instrumento de reforma. Aunque en lengua inglesa no debe haber un novelista que sobrepase a Jane Austen, ¿qué se proponen reformar
Orgullo y prejuicio
,
Emma
,
Mansfield Park
o
Persuasión
? Sus heroínas requieren cierto reordenamiento del talante personal, cosa que Austen les proporciona, y maridos amables, que ellas se consiguen. Profunda ironista, que emplea su ironía en refinar aspectos de la invención shakesperiana de lo humano, Austen es demasiado pragmática para preocuparse por las equívocas fuentes de riqueza de dichos amables maridos. Veo en esto un pragmatismo encomiable, pues ¿qué diferencia habría si los fondos fueran más claros y limpios que, digamos, los de la explotación de esclavos en América? Austen no es ni profeta ni política. Es demasiado inteligente para ignorar que buena parte de la realidad social no resistiría un examen riguroso; pero para ella el orden social viene dado, y para poder contar sus historias tiene que aceptarlo. Henry James, que pertenece a la misma tradición, hace de la Isabel Archer de
Retrato de una dama
la «heredera de todas las edades», pero el elemento financiero de esa herencia sólo le preocupa en la medida en que lleva a la intriga de madame Merle contra Isabel.
Dickens era un reformador social: Austen y James no. No porque
Grandes esperanzas
prospere alimentándose de perplejidades económicas y legales hemos de imponer a la ficción una ley que la obligue a mejorar la sociedad. ¿Qué propósito social tenía Cervantes, padre de todos los novelistas? ¿Progresaría la moral española si todo el mundo dejaba de leer novelas de caballería? Aunque Stendhal, gran romántico, entregó el corazón al mito napoleónico,
La cartuja de Parma
tiene más vínculos con
Romeo y Julieta
que con la titánica carrera que terminó en Waterloo. Lo único que se puede transformar en literatura es la literatura, si bien en la mezcla entra a veces la vida, casi siempre más como proveedora que como forma.
Aunque mi novela preferida de Austen es
Persuasión
, sobre ella he escrito en mi libro
El canon occidental
; por eso aquí elijo
Emma
, que aprecio en segundo lugar apenas por encima de
Orgullo y prejuicio
y de
Mansfield Park
. No obstante, escribiré sobre
Emma
haciendo referencias explícitas a
Orgullo y prejuicio
, ya que tanto las semejanzas como las diferencias entre Emma Woodhouse y Elizabeth Bennet son sumamente útiles en el empeño de leer ambas novelas como merecen ser leídas.
Jane Austen murió a los cuarenta y un años, en 1817, tras una larga enfermedad. De haber vivido más tiempo, sin duda habríamos recibido otras novelas tan espléndidas como
Emma
y
Persuasión
, que escribió en sus años finales. Aunque Austen empezó a escribir ficción a los dieciocho, sus plenos poderes sólo se manifestaron a partir de 1811, cuando se puso a rehacer
Orgullo y prejuicio
con base en una versión muy anterior titulada
Primeras impresiones
. En lo esencial, compuso sus cuatro grandes novelas en apenas cinco años; por lo tanto nuestra pérdida es inmensa.
Es un lugar común señalar que Emma Woodhouse tiene una imaginación más poderosa que Elizabeth Bennet, pero que ésta la supera en ingenio. La imaginación de Emma no siempre es una virtud (otro lugar común), mientras que a veces el ingenio de Elizabeth la lleva a equivocarse. Ambas mujeres son de voluntad firme; sus caídas en el autoengaño son un defecto del cual llegarán a emanciparse.
Hay en las dos algo ineluctablemente shakesperiano, aunque Austen se apoye explícitamente en obras de sus precursores novelísticos:
Clarissa y Sir Charles Grandison
, de Richardson, y Evelina, de Fanny Burney. Lo cierto es que las impresionantes Clarisa Harlowe y
Evelina
carecen de la imaginación y el ingenio shakesperiano manifiestos en Elizabeth y Emma. Elizabeth puede recordarle al lector la Beatriz de
Mucho ruido y pocas nueces
, mientras que la chispa de Emma lo hará pensar en la Rosalinda de
Como les guste
. Como ironista, Austen no es particularmente shakesperiana; las ironías de Hamlet son más agresivas que defensivas. Sin embargo no hay después de Shakespeare ningún escritor de lengua inglesa tan capaz como Austen de darnos figuras —centrales y periféricas— del todo consistentes en forma de hablar y conciencia, y al mismo tiempo intensamente diferenciadas. Las fuertes identidades de sus heroínas están forjadas con una individualidad que da cuenta de las reservas de poder de la propia Austen. De no haber muerto tan pronto, bien habría podido crear una diversidad de personas digna de Shakespeare, y esto pese al estrecho y limitado arco social de representación que adoptó deliberadamente. Había aprendido la lección más difícil de Shakespeare: manifestar comprensión hacia todos los personajes, incluso los menos admirables, y a la vez distanciarse incluso de sus favoritos —como Emma. Austen temía que Emma sólo fuera a gustarle a ella, pero puede que ese miedo fuera en sí una ironía. No conozco ningún lector que no quiera de alma a la formidable pero ampliamente comprometedora Emma Woodhouse.
Es bueno preguntarse si las heroínas de Austen, como las de las comedias de Shakespeare, consiguen marido de condición inferior. El deslumbrante Darcy (
Orgullo y prejuicio
) y el benigno señor Knightley (
Emma
) sobrepasan al Orlando de Rosalinda y al Bendick de Beatriz, no digamos ya al canallesco Bertram de Helena (
Bien está lo que bien acaba
) o al loco duque Orsino de Viola (
Noche de Reyes
). Si es evidente que Austen está contenta con Darcy y el señor Knightley, ¿no debemos estar contentos nosotros? ¿O sería más apropiado, cediendo a las actuales modas académicas, juzgar que tanto en Austen como en Shakespeare hay heroínas brillantes sometidas por tiranías sociales que no representan sus intereses? Yo sugeriría que el lector cuidadoso, ése que no busca pruebas de humillación por todas partes, no subestimará a ninguno de los dos autores. Tampoco va a descubrir entre las novelistas vivas un genio comparable al de Austen o el de George Eliot. Tal vez se deba a una peculiaridad histórica, pero carecemos también de poetisas vivas que puedan rivalizar con Emily Dickinson o Elizabeth Bishop. El aliento ideológico de tribuna deportiva no necesariamente cría grandes escritores o lectores, ni siquiera buenos; al contrario, tiende a deformarlos.
Ni en Jane Austen, ni en George Eliot ni en Emily Dickinson hay misandría. No es preocupación de Elizabeth Bennet ni de Emma Woodhouse sostener o socavar el patriarcado. Como personas muy inteligentes que son, no piensan en términos ideológicos. Para leer bien sus historias es preciso adquirir una pizca de la sabiduría de Austen; porque Austen era tan sabia como el Dr. Samuel Johnson. Como Johnson, aunque de modo mucho más implícito, Austen nos urge a limpiarnos la mente de «jerga». En el sentido johnsoniano, «jerga» significa perogrulladas, expresiones piadosas, pensamiento sectario. Austen no tiene uso para la jerga, y tampoco deberíamos tenerlo nosotros. Los que hoy en día leen a Austen «políticamente» no la están leyendo en absoluto.
Como muchos grandes escritores, mujeres u hombres, Austen juzgaba implícitamente que en el plano imaginativo las mujeres son superiores a los hombres. Shakespeare, que nos dio a Hamlet, Falstaff y Yago, también nos dio a Rosalinda, Porcia y Cleopatra; puede decirse entonces, supongo, que dividió los honores. Aunque en
Emma
Austen nos da al admirable señor Woodhouse (a quien A. C. Bradley llamó el caballero más perfecto de la ficción, don Quijote aparte), la propia Emma y Jane Fairfax le importan mucho más y merecen la consideración imaginativa de todos los lectores.
Emma es el personaje más complejo de Austen. Sir Walter Scott, que en 1815 hizo una reseña de la novela, observó irónicamente que, «como un buen soberano», la heroína «antepone el bien de sus súbditos de Highbury a los intereses personales, y generosamente se aboca a encontrar pareja para las amigas sin pensar en su propio matrimonio». La actitud de Austen hacia Emma es de amor irónico; y se propone que Emma nos encante. En efecto, los lectores quedamos encantados —tanto con Emma como con Jane Fairfax—; pero Emma es la imaginista suprema y en últimas nos resulta mucho más encantadora, porque de hecho es más interesante. «Imaginista» es una palabra que emplea Austen, sin duda con ironía, y que hasta donde yo sé no ha empleado ningún otro autor. Imaginista es una conciencia con un discernimiento incompleto de la realidad de otros seres. Emma, que incesantemente comete errores cuando trata de conformar matrimonios, tiene que atravesar un desarrollo personal considerable para que su temperamento solipsista se cure en parte. Por el contrario, Elizabeth Bennet está desde el comienzo totalmente liberada del solipsismo.
Es evidente que Emma le gustaba a Austen más que Elizabeth, por razones que la lectora o el lector están obligados a explorar. La novela es de Emma; su perspectiva influye en Austen —la— narradora. Para Austen, los defectos de la heroína no son sino excesos de sus virtudes. Si Emma se limitara a las aspiraciones propias, imaginar con más intensidad la convertiría en una suerte de visionaria wordsworthiana. Pero su obsesión por formar parejas es un modo muy peculiar de imaginación; de hecho es una parodia del campo de juego de Austen como artista. Tal vez parezca peregrino ver a Austen como la Cervantes de la quijotesca Emma, pero los ridículos libretos que Emma idea para Harriet (Elton, Churchill y por fin la deliciosa perspectiva de Knightley) son análogos a las heroicas empresas de Quijano contra molinos de viento, leones y guardias de galeotes. Los apuros cómicos de Emma no son dolorosos para el lector, sin importar en qué posición la dejen a ella.
Cuando Emma teme que Knightley quiera casarse con Harriet, la consecuencia para el lector es una comedia feroz; para ella es un sufrimiento humillante. He aquí a Austen en el cénit de su genio, distanciándose de Emma bajo la exigencia de la Musa Cómica:
Una vez hubo reunido todas sus pruebas, apeló a la querida señorita Woodhouse para que le dijera si tenía o no fundamento para la esperanza.
—De no ser por usted, al principio nunca me habría atrevido a pensarlo. Usted me dijo que lo observara a él con cuidado, y que dejase que su conducta guiara: la mía; y eso he hecho. Pero ahora creo sentir que acaso lo merezca; y que si en verdad él me elige no habrá para mí maravilla igual.
Los amargos sentimientos causados por estas palabras, los muchos sentimientos amargos, propiciaron en Emma el extremo esfuerzo que necesitó para replicar.
—Harriet, sólo me arriesgaré a declarar que no hay en el mundo hombre menos dado que el señor Knightley a darle intencionalmente a una mujer idea de lo que siente si no lo siente de verdad.
Harriet parecía dispuesta a adorar a su amiga por haberle dicho algo tan satisfactorio; y de sus arrobadas muestras de afecto, que a la sazón habrían sido un horrendo castigo, sólo salvó a Emma el ruido de los pasos de su padre. Se acercaba por el pasillo. Harriet estaba demasiado agitada para hacerle frente. «No logrará componerse. El señor Woodhouse se va a alarmar. Es mejor que se vaya». Con el urgente aliento de su amiga, pues, Harriet salió por otra puerta; y en cuanto se hubo marchado, éste fue el espontáneo estallido de los sentimientos de Emma:
—¡Dios mío! ¡Ojalá no la hubiera visto nunca!
El resto del día y la noche siguiente apenas le alcanzaron para pensar. La confusión de todo lo que se había precipitado sobre ella en unas pocas horas la tenía estupefacta. Cada momento había traído una nueva sorpresa; y necesariamente cada sorpresa había significado una humillación. ¡Cómo comprenderlo todo! ¡Cómo comprender los engaños que había practicado sobre sí misma y bajo los cuales había vivido! ¡Los errores, la ceguera de la cabeza y el corazón! Ya permaneciera quieta o se paseara, ya recurriera a su habitación o a los arbustos, en cada lugar, en cada postura percibía que había actuado con una inmensa debilidad. Que había permitido que los demás abusaran de ella en un grado mortificante; que había abusado de sí misma a un extremo más mortificante aún; que era desdichada, y que probablemente recordaría ese día como el comienzo de la desdicha.
Esta comedia exquisita depende del contraste entre el desesperado grito de Emma («¡Dios mío! ¡Ojalá no la hubiera visto nunca!») y el maravilloso «Ya permaneciera quieta o se paseara, ya recurriera a su habitación o a los arbustos, en cada lugar, en cada postura percibía que había actuado con una inmensa debilidad». Su voluntad, que ella ha fundido con la imaginación, sufre la abnegación del delicioso toque de comedia implícito en «a su habitación o a los arbustos». Las palabras «en cada postura» parecen ahora una humillación del espíritu de Emma, cuyos proyectos se han reducido a meros engaños. Austen, que tendía a identificarse con Emma, rescata a la heroína del purgatorio con la colaboración del señor Knightley, que tiene la madurez necesaria para soportar la visión de Emma y por lo tanto acaba estando a su alcance.