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Authors: Irvine Welsh

Tags: #Humor

Col recalentada (24 page)

BOOK: Col recalentada
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Llevo toda la vida acostándome.

Levantó la vista y vio un crucero blanco aproximándose a la bahía. Parecía uno de los bloques del barrio de viviendas de protección oficial donde había enseñado. Imaginó que vistos desde dentro los camarotes serían bastante lujosos. Quizá la diferencia fundamental con la barriada, sin embargo, estuviera en su movilidad. Seguro que venía del Caribe. A Albert Black le resultaba difícil pensar en esas latitudes; nunca parecían suscitar imágenes vivas en su imaginación. El sitio que siempre había ejercido sobre ella un influjo exótico era Canadá. Había pensado en emigrar e irse a vivir allí muchísimo tiempo atrás, cuando Marion y él eran jóvenes. Pero se sentía moralmente obligado a trabajar en su propio país. Se alistó en los Scots Guards, cuerpo en el que sirvió durante tres años en el extranjero antes de volver a la capital escocesa y licenciarse en teología y filosofía por la Universidad de Edimburgo, tras lo cual eligió dedicarse a la enseñanza matriculándose en el Moray House Teacher Training College.

Entró en el sistema educativo con un fervor digno de John Knox, pues consideraba importante que un protestante escocés siguiese la gran tradición democrática de dar a los niños más pobres la mejor educación posible. Y llegó a aquel instituto de segunda enseñanza de barrio recién construido en la década de los sesenta con grandes esperanzas de formar a misioneros, pastores, ingenieros, científicos, médicos y educadores como él, y convertirlo en el bastión de una nueva Ilustración escocesa. Ahora bien, reflexionó bajo el sol implacable que se filtraba a través de las temblorosas palmeras, sus ambiciones eran de lunático. Mecanógrafas y peones: eso formaban a punta pala. Albañiles, dependientes de comercio y, últimamente, después de que se agotaran hasta esas fuentes de trabajo, gángsters de poca monta y traficantes. En la actualidad, aquel colegio ni siquiera era capaz de producir un futbolista decente. Nunca había podido presumir de un Smith, un Stanton, un Souness o un Strachan, aunque uno o dos habían conseguido vivir del fútbol. Pero ya no.

Por supuesto, Albert Black sabía con qué material estaba trabajando —pobreza, desventajas sociales, hogares destrozados y bajas expectativas—, pero de puertas para adentro se esforzó por ofrecer un marco de disciplina y ética que compensase la anárquica inmoralidad de la barriada y de la sociedad situada más allá de ella. Y se habían burlado de él por intentarlo. No sólo le habían convertido en objeto de irrisión ante sus alumnos, sino ante otros miembros de la plantilla y ante los marxistas que había en el comité de educación de la ciudad. Hasta sus colegas de la Asociación de Maestros Cristianos, avergonzados por su fervor, le traicionaron al negarse a apoyar sus protestas contra la jubilación anticipada que le impusieron.

¡Tener educación social y conocimientos de religión es fundamental!

2

Deseó haberle hecho caso y haber aceptado dejarle pagar el billete de primera clase que le había ofrecido. El vuelo de Sidney a Los Ángeles y de allí a Miami fue una pesadilla. La clase turista habría estado bien de no ser por el niño pequeño que la miraba desde el asiento de delante, sin quitarle la vista de encima en ningún momento a pesar de los esfuerzos que ella hacía por seguir enfrascada en su libro. Y a su lado, en brazos de su madre estaba su hermanito bebé. ¡Con qué ganas chillaba y cagaba, inundando la cabina con gritos ensordecedores y gases tóxicos!

Pese al alivio que le producía no estar en los zapatos de aquella mujer —la cual, tomó nota, no era mucho mayor que ella—, Helena no se ofreció a ayudar a la madre estresada. No quería tener nada que ver con los hijos de nadie más.

Recostándose y haciendo caso omiso del pequeño mientras se volvía hacia la ventanilla del avión, imitó al hombre que dormitaba a su lado y cerró los ojos, dejando que Miami impregnara sus pensamientos. Lo único en lo que podía pensar Helena Hulme era en qué iba a pasar con su amante. Era un hombre generoso, manirroto en su opinión, pero no habría estado bien dejar que le pagase un billete de primera. No teniendo en cuenta lo que tenía que contarle.

3

El sol ardía sin tregua sobre la bahía, sin que una sola nube profanase el cielo azul. Aunque prefería salir a caminar al caer la tarde, cuando hacía menos calor, Albert Black se levantó de debajo de la sombrilla y decidió ir a dar un paseo. Se fijó en el panamá que estaba en la mesa delante de él. Se sentía un tanto ridículo con él, pero tenía que protegerse la calva del sol y la alternativa, la gorra de béisbol que le había ofrecido Billy, era impensable e inadmisible. Dando por hecho que el sombrero era de William, lo cogió y se lo puso.

Satisfecho de poder salir de casa, Black deambuló por Miami Beach a un ritmo uniforme hasta llegar al distrito art déco que estaba en las inmediaciones de Ocean Drive. Su problemática rodilla derecha estaba entumecida y agarrotada; el paseo sólo podía acabar con ella de una vez o curarla. Recordó el susto que se había llevado unos cinco años atrás, cuando una buena tarde la rodilla cedió sin previo aviso y le mandó, horrorizado, de bruces contra el pavimento entre la marea humana de George Street, y su desconcierto y su temor de que algo de lo que había dependido durante tanto tiempo pudiera retirarle sus servicios en una fracción de segundo, hasta entonces insuficientemente valorados, y transformar como consecuencia toda su vida.

No obstante, la rodilla resistía. A pesar del intenso calor que sentía en la espalda y que hacía que la camisa se le pegara incómodamente a la piel, Black caminaba a un ritmo decente y avanzaba sin problemas. Cuando llegó a Ocean Drive, se abrió camino enseguida entre la multitud de turistas y de jóvenes que se hacían los interesantes, atravesó los bordillos de césped de Bermuda y se acercó al mar. Se fijó en el Atlántico, que lamía las arenas color vainilla. El mar estaba en calma, y las olas rompían sobre la costa bañada por el sol. Ya había allí unos cuantos bañistas esforzándose en ponerse morenos. Pero en cuanto Black experimentó una vaga sensación de satisfacción idílica, ésta se vio quebrada abruptamente, como si la hubiera aferrado dentro de su cuerpo un torno que aplastara algunos de sus órganos. Se dio cuenta de que se trataba de la sensación insistente, palpitante y penosa de que de algún modo, ¡Marion estaba allí esperándole! Intentó respirar mientras paseaba la vista con gesto boquiabierto sobre aquella pradera de color aguamarina y las palpitaciones se hacían más fuertes.

¿Qué hago aquí? Tengo que volver a casa…, puede que ella haya vuelto…, estará todo patas arriba…, la casa…, el jardín…

Dos chicas en bikini, tendidas sobre toallas en la arena, alcanzaron a ver aquella figura afligida, se volvieron la una hacia la otra y se rieron. Su instinto de maestro de escuela, que le llevaba a investigar cualquier fuente de conducta desordenada, pudo más que él cuando se dio cuenta de que el objeto de su irrisión era él. Con el rostro enrojecido, dio media vuelta, pateó con desaliento sobre la arena, abandonó la playa y regresó al bullicio de Ocean Drive. Al llegar a la altura del News Café, se metió en la tienda adyacente y cogió un ejemplar del
Daily Mail
de dos días de antigüedad.

Tras abonar el importe del periódico, siguió recorriendo la calle. Muy pronto se dio cuenta de que un poco más adelante se estaba produciendo un incidente: la gente se hacía apresuradamente a un lado ante una figura de mirada enloquecida que lanzando gruñidos avanzaba tambaleándose y empujando un carrito. A diferencia del resto de los peatones, Black no se movió y mantuvo la mirada firmemente clavada en los ojos de un hombre de raza negra flaco y de aspecto chiflado, mientras los autocomplacientes turistas y comensales que habían salido a cenar al fresco se apartaban. El hombre detuvo el carrito delante de Black y le miró de forma iracunda y hostil, gritándole «hijo de puta» tres veces seguidas.

Albert Black permaneció inmóvil, pero sintió cómo aquella terrible rabia volvía a convulsionarle por dentro, y se vio a sí mismo cogiendo un tenedor de la mesa más próxima y clavándoselo en el ojo a aquel hombre. Hasta llegarle al cerebro.

Que esta cosa esté viva e impune cuando mi Marion ha desaparecido…

En lugar de hacer tal cosa, Albert Black enfocó a su vez a su agresor con una mirada de aversión tan concentrada y letal que logró atravesar la capa de narcóticos y alcanzar el cerebro de aquel hombre. Articulando de forma pausada, Black pronunció la divisa latina de su antiguo regimiento, los Scots Guards:
«¡Nemo me impune lacessit!»
Al captar el significado del lenguaje corporal y el tono del viejo soldado el vagabundo agachó la cabeza:
Nadie me agrede impunemente.
Se apresuró a maniobrar el carrito alrededor de un inamovible Black, farfullando maldiciones ininteligibles mientras se marchaba.

Aquella criatura inmunda, situada más allá del pecado, caminando por la Tierra del Señor sumido en su dolor de ser mortal; seguro que librarle de aquel tormento habría sido el acto de un hombre justo…

Aterrorizado por sus reflexiones, Albert Black miró a su alrededor y dio media vuelta; volvió al News Café, donde se desplomó ante la mesa que estaba junto a la acera y paseó la vista por Ocean Drive. Un joven se aproximó con aire amanerado.

«¿Qué le apetece tomar?», recitó.

«Agua…», respondió Black con voz entrecortada, como un hombre abandonado en un desierto.

«Avec gas, sans gas?»

¡Aquel ser se le estaba insinuando! ¡País de monstruos!

«Sin gas», carraspeó Black, que seguía alterado por la violencia de sus reflexiones. Enjugándose la nuca empapada con un pañuelo, se puso a leer el periódico. Las noticias del Reino Unido eran que habían secuestrado a un niño en Sussex y que la policía sospechaba de un pederasta. Aquello asqueó a Black, pero, claro, todas las noticias le asqueaban. Daba la impresión de que la maldad, la desidia y las conductas degeneradas proliferaban por doquier. Recordó las históricas elecciones de 1979, cuando había votado por Thatcher pensando que el libre mercado sería la forma de disciplinar a una clase obrera irresponsable y destructiva. Después se dio cuenta de que, con el capitalismo consumista, ella y los de su ralea habían desencadenado una bola de demolición atea y amoral, un genio satánico que no había forma de volver a meter dentro de la botella. Lejos de liberar al proletariado británico de la miseria y la ignorancia, lo hundió en una desesperación y una inmoralidad sin precedentes. Las drogas fueron reemplazando a los empleos; Black había visto a la barriada y la escuela donde trabajaba abandonar poco a poco y morir.

Ahora que la influencia tranquilizadora y moderadora de Marion había desaparecido, la cabeza se le llenó de oscuras ideas de violencia que se había esforzado en reprimir toda su vida. Pensó en su familia, en la farsa que había sido todo.

Lo mejor sería que nos quitaran la vida: a mí, a William, a Darcy y al chico, para que pudiéramos unirnos a Marion y ahorrarnos más dolores terrenales y traiciones.

¡No! ¡Esa idea ha sido débil y pecaminosa! ¡La idea de un monstruo!

Perdóname.

Devuélveme al gozo de Tu salvación y sostenme con Tu espíritu libre.

Así podré enseñar Tus caminos a los transgresores y los pecadores se convertirán.

Sentado ante la mesa, ajeno a la multitud, las reflexiones de Black se remontaron a gran velocidad a sus años de docencia, a aquella desesperada guerra de desgaste con los demás profesores, con los comités de educación y, sobre todo, con los alumnos.

Qué batalla tan estéril e ingrata. Una vida echada a perder. Nadie que hubiera estudiado en aquel colegio había triunfado. Jamás.

Ni uno.

No, aquello no era del todo cierto. Uno de ellos sí lo había hecho. Black le había visto. En la televisión, en una ceremonia de entrega de premios de música pop que había sintonizado por error. Se había quedado levantado, perdido, en el antiguo hogar familiar, cuando Marion estaba en el hospital, viendo insulsamente la televisión. Estaba a punto de cambiar de canal, cuando reconoció instantáneamente a uno de sus antiguos alumnos, que subió tambaleándose al escenario, visiblemente borracho, para recibir su premio. Conservaba aquella blancura característica, casi albina. Farfulló una tontería ante un presentador nervioso, antes de abandonar la tribuna. Pocos días después Black volvió a ver su imagen, esta vez en la portada de una revista: bobas paparruchas de música pop para imbéciles; a pesar de todo decidió comprarla. El muchacho, ahora ya hecho un hombre, le contemplaba con la misma insolencia burlona de antaño. Y no obstante estaba tan orgulloso de su viejo colegio que Black se sintió más bien encantado. Se alegró de ver que a un ex alumno le estaba yendo bien. El artículo hablaba de un single que había grabado en compañía de una conocida cantante estadounidense, Kathryn Joyner, y que había llegado al número uno. Le sonaba ese nombre, y se acordó de que a Marion le gustaba. El artículo seguía diciendo que el ex alumno trabajaba ahora con algunos artistas consagrados, y había oído hablar de una de ellas en uno de los periódicos dominicales: una mujer superficial y manipuladora que había llevado una existencia egoísta, decadente y pecaminosa hasta que supuestamente «descubrió a Dios».

¡Qué blasfemos y embusteros eran los norteamericanos! ¡Ningún hombre o mujer que haya pecado puede renacer en esta vida! El pecado hay que sobrellevarlo, sufrirlo, combatirlo mediante la oración y entonces, el Día del Juicio, quizá nos encontremos con la bendita misericordia del Señor. ¡Ningún papa, sacerdote o profeta, ningún mortal puede absolvernos!

Pero Albert Black volvió no obstante al hospital aquella noche lo bastante entusiasmado como para estar ansioso por contarle a Marion la historia del ex alumno. Cuando llegó, se encontró con que habían apartado las cortinas de la cama. Una enfermera le vio. Su gesto le dijo todo lo que tenía que saber. Marion había fallecido y él ni siquiera estaba allí. La enfermera le explicó que habían intentado llamarle, pero que no tenía contestador. ¿No tenía teléfono móvil? Black no le hizo caso y, corriendo las cortinas, besó la frente todavía caliente de su esposa fallecida y rezó una breve oración. Luego abandonó el pabellón y se metió en un servicio del hospital, donde se sentó y lloró como un loco, con una rabia demencial y sufriendo abyectamente. Cuando un enfermero acudió a atenderle y llamó a la puerta, insistió en que se encontraba bien, se levantó y tiró de la cadena, se lavó las manos y abrió la puerta antes de presentarse delante del joven. Después firmó los documentos de rigor y volvió a casa para preparar el funeral.

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