Col recalentada (31 page)

Read Col recalentada Online

Authors: Irvine Welsh

Tags: #Humor

BOOK: Col recalentada
12.01Mb size Format: txt, pdf, ePub

Black se movió con desasosiego. «Sí… Bueno, creo que debería marcharme.»

«No, Albert, por favor quédate un rato», suplicó Helena antes de volverse con gesto apremiante hacia Carl. «¡Díselo!»

Carl Ewart logró mantener cierta elegancia en su tono de voz. «Tengo que volver a tocar en los Everglades. Venga, por favor.»

«Pero no puedo…», protestó tímidamente Black. «Es muy tarde y…»

«Sí que puedes», le dijo Helena, sonriéndole con dulzura y cogiéndole del brazo. Brandi le flanqueó, y Black dejó que le acompañaran hasta la calle. Se sentía como si se hubiera derretido su mismo yo, como si nada le sostuviera; ya no le quedaban facultades que le permitieran tomar ni siquiera las decisiones más triviales.

Mientras los veía marcharse, Carl agarró a Terry de la manga de la camisa. «¿Desde cuándo se llama “señor Black” ese sádico cabrón de Blackie?» Se fijó en las pupilas de Terry, que estaban del tamaño de platillos. «Vale, ya capto. ¡Pues hará falta algo más que un éxtasis de los fuertes para que yo considere a ese cabrón otra cosa que un maldito hijo de puta!»

La sonrisa de Terry se ensanchó alegremente. «Hay que dejar atrás el pasado y parar de librar viejas batallas, Carl. ¿No es eso lo que tú me dices siempre a mí?»

Carl Ewart le pasó una caja de discos a Terry Lawson. «Coge esto y calla.»

«¿También quieres que limpie el puto baño antes de que nos marchemos?», preguntó Terry, poniendo mala cara, pero obedeció y se dirigieron a la salida, siguiendo a Albert Black y a las chicas.

18

Cuando los juerguistas salieron del Cameo en Washington Avenue y se dispersaron en la insulsa noche del sur de Florida, el aire estaba espeso y oscuro. ¡Billy Black no podía creerlo del todo cuando él y Valda vieron a su abuelo, flanqueado por un par de tías buenas, subirse a un utilitario todoterreno seguido por el DJ, N-Sign, y algunas otras personas de su entorno! Billy y Valda se quedaron boquiabiertos y se miraron el uno al otro.

¿Serán prostitutas esas con las que se marcha el abuelo? ¿Adónde le llevan?

Lester se sentó en el asiento del conductor y saludó a Albert Black, Helena Hulme, Brandi, Carl; cogió la caja de manos de Terry Lawson y la dejó en el asiento de delante.

«¿Adónde vamos?», preguntó Albert Black.

«A una fiesta en los Everglades. Hay un pequeño equipo de sonido yendo para allá y Ewart quiere mantener los pies en la tierra con este rollito de volver a las raíces.»

«De verdad que debería volver a casa», dijo Black, incluso mientras se acomodaba en el vehículo; por algún motivo no quería marcharse, pues ahora estaba desesperado por estar en compañía de los demás.

«No, no deberías. Ahora eres uno más de la pandilla; el mandamás de la banda», dijo Helena con una sonrisa.

«Si molesto…»

«Ni hablar. Carl, díselo.»

Black miró al frente, donde estaba sentado Carl Ewart. Helena le masajeaba el cuello y los hombros. El DJ lanzó una mirada fugaz a su antigua némesis, dejando claro que se oponía a la presencia de Black.

«El señor Black puede hacer lo que quiera. A mí me da igual.»

Helena enarcó las cejas mientras Lester arrancaba el SUV y Terry refunfuñaba, «¡Relájate, Ewart! ¡Cualquiera diría que fue ayer cuando te dio de putos latigazos! ¡Olvídalo, joder! A mí me dio de latigazos más veces que a ti y no pongo esa cara tan larga. Eso sí», dijo volviéndose hacia Black, «dolía a tope.»

Black se sintió desconcertado al hincharse de orgullo oyendo aquello.

«Es cierto, cuando dabas latigazos, dabas latigazos, no sé si me explico», insistió Terry.

«Estabas en el top tres», admitió Carl con una sonrisa compungida, «puede que a la par con Masterson, pero bastante por debajo de Bruce.»

«Sí, Bruce, el de FP.» Terry hizo una mueca al recordarlo. «¡Vaya hijo de puta!»

Black tenía los ánimos por los suelos. Bruce. Aquel cerdo patán y alcohólico, incapaz de hilar dos frases seguidas. Era una vergüenza que semejante hombre diese clases en un instituto. Bruce disfrutaba infligiendo castigos por el simple placer de hacerlo. Pero, bien mirado, ¿acaso él, Albert Black, no había liberado estrés gracias a ese mismo ejercicio de violencia?

No…, seguro que no…, yo odiaba el pecado, no al pecador. Siempre seguí el camino de la rectitud y compadecí al pecador… pero… golpear a un enemigo con una mácula vengadora de ira en la boca, ver cómo se derrumbaba ante tu poder, seguro que era un mecanismo instalado en nosotros por el Creador para que los hombres buenos pudieran llevar a cabo la justa retribución…

¿O sería Satanás, con sus astutas artimañas, insinuándose en nosotros incluso bajo el manto de la rectitud? ¿Era posible que, incluso cuando el soldado cristiano blandía la espada en su justa cruzada, estuviese, al borde de la victoria, siendo seducido y subvertido por el mismo demonio?

«Para aquí», ordenó Carl. «Sólo tardaré un minuto.»

Black se fijó en que habían parado a las puertas del hotel hasta el que les había seguido el día anterior. Ewart salió y desapareció rápidamente por la puerta.

Helena estaba hablando con el tal Lester, y Black no pudo evitar oír a Lawson hacerle las mismas proposiciones lascivas y desvergonzadas a la americana que les hacía a las chicas vacuas y de risa tonta del colegio casi treinta años antes.

«Entonces, ¿vamos a ser amantes?»

«Puede.»

«¿Eso quiere decir “puede”, “podría muy bien ser” o “puede y nada más”, preciosa?»

«No paras nunca, ¿verdad?»

«No.»

Black vio al sórdido conductor volverse y pasarle un paquete de polvo blanco a Lawson y su acompañante. Evidentemente, se trataba de alguna clase de droga. Se fijó en que Helena tuvo la sensatez de rehusar aquel veneno. Era una joven verdaderamente encantadora. Esperar que Lawson y aquella guarra americana mostrasen la misma contención habría sido demasiado pedir, y muy pronto se pusieron a inhalar montoncitos de aquel polvo, utilizando la parte de atrás de lo que parecía una llave. Albert Black giró la vista hacia la ventanilla.

Terry estuvo a punto de ofrecerle un poco a su viejo maestro antes de pensarlo mejor. Se lo pasó de vuelta a Lester.

«Fantástico, socio. ¡Comienza el partido!»

Lawson pareció emocionarse al ver a Carl Ewart regresar con una tetera eléctrica, un tarro de miel y unos vasos de poliestireno.

«¡Métete algo de esa farlopa, Ewart!», bramó Terry Lawson.

«Ni hablar. Lo mío es el té», dijo Carl Ewart con una sonrisa.

Black notó cómo el bálsamo embriagador de su propia magnanimidad se le subía a la cabeza al exonerar a Carl Ewart mientras el vehículo arrancaba y salía disparado por el paso elevado rumbo al centro de Miami. Había subestimado a Ewart o, cosa más probable, los efectos de la influencia de Helena.
Quizá fuera digno de su amor y puede que yo fuera digno del de Marion.

El utilitario todoterreno, con profusión de bajos retumbando en el estéreo, parecía formar parte de un convoy nocturno que serpenteaba por Miami. Black miró al exterior mientras las luces de la ciudad se disolvían de golpe. Se dio cuenta de que Lawson, evidentemente ebrio, le estaba recitando obscenidades al oído.

Con gran sorpresa por su parte, aquello no enojó a Albert Black, que simplemente estaba cansado y confundido. Y el ritmo, si no el contenido, del discurso de aquel barriobajero de Edimburgo, resultaba extraña y adustamente reconfortante.

«Se me ocurrió una idea para un producto nuevo, así que les escribí a los de Guinness a Dublín. Los muy cabrones ni siquiera me contestaron; qué falta de visión, joder. La idea era una Guinness efervescente para satisfacer a la nueva generación
alcopop,
¿sabes?, porque les encantan las burbujas. A fin de cuentas, existe el
black velvet:
Guiness con champán. La cerveza negra es una bebida de viejos, así que todo es cuestión de darle una nueva imagen. Acuérdate; fue aquí donde lo oíste por primera vez», asintió Lawson con gesto cómplice. «Una nueva imagen es importante.» Bajó la voz. «Hasta yo tengo una nueva imagen. Para serte sincero, me había abandonado un poco. Había engordado y me conformaba con tirarme a las mismas guarrindongas de siempre de la barriada.»

Black se acordó de su boda, de Marion vestida de blanco. De su padre, borracho, preguntando a su hijo dónde estaba su amigo Allister Main. El vicio siempre estaba cerca. Por todas partes. Pero Lawson era incesante en su depravación. De repente, Black pensó en El Bardo, en cómo sus versos siempre le reconfortaban en los momentos de estrés.

And sic a night he taks the road in,

As ne’er poor sinner was abroad in.
[38]

«Entonces se me ocurrió una idea; fue como uno de esos momentos camino-de-Damasco, que dirías tú», seguía delirando Lawson, «si me quitaba unos michelines y empezaba a hidratarme y entrenar, podría volver a ir detrás de los chochitos de primera. Joder que sí. Un tipo de mediana edad tiene activos que nunca tendrá un tío joven. Hay cantidad de pibas jóvenes que buscan a un tío mayor que sepa qué hacer con el cuerpo de una chica. Algunas no quieren saber nada de la mentalidad sábadosabadete-si-te-he-visto-no-me-acuerdo de los tíos jóvenes. Tengo que agradecerle esa perspectiva tan avanzada a Pelopaja; a ver, si te digo la verdad, yo siempre fui un follador sudoroso, en lo de follar siempre tuve la actitud de los tíos jóvenes. Agarrarlas y aporrearlas hasta someterlas con mi amigo el manubrio.» Se frotó la entrepierna y se relamió los labios, con una ceja inclinada hacia arriba. Black apretó los dientes.

¿Por qué presumes de tu maldad, oh poderoso? La bondad de Dios es constante.

Sólo piensas en hacer el mal; tu lengua es traicionera como un cuchillo afilado.

Prefieres el mal al bien; prefieres la mentira a la verdad.

«Así es; ¡cuando aquí el menda les sacude, saben que es la hora de todos a cubierta, anda que no, joder! No hay ninguna posibilidad de que una piba se distraiga y se ponga a pensar en la lista de la compra, ¡al menos no mientras mi amigo el manubrio le está atornillando el culo al colchón! Pero una vez Carl me dijo: para mí es una regla dorada que la chavala tenga al menos dos orgasmos clitoridianos y dos vaginales antes de que yo vacíe la tubería, por así decirlo. De manera que tomé buena nota del consejo y así fue como resucitó Lawson el Magro: nada de fritangas ni pintas de rubia, esa mierda pertenece al pasado. Así que el viejo
Coral Reef
[39]
desapareció volando. En fin, que empezaron a guiñarme el ojo las jovencitas y aquí me tienes: ¡la de chavalas que me estoy cepillando ahora, igual que cuando me tiraba a sus madres en los ochenta, cuando trabajaba repartiendo refrescos! Hasta metí a algunas en lo del porno casero. No hay nada mejor. Pero eso es lo que de verdad hace que vigiles los michelines, ¿eh? ¿Sabes eso que dicen los actores de que la cámara engorda? No es broma. Pero cuando empiezas a darle al Ian McLagan
[40]
en la pantalla, tienes un incentivo para asegurarte de que no vuelvan. No se puede negar: es la sal de la vida.

La muchacha, la camarera americana: mientras farfullaba sin parar, Lawson la miraba y la sobaba con lasciva obscenidad. Menos mal que seguramente no entendía ni una palabra de lo que decía. O, cosa más probable, era igual de depravada que él. Aquel hilillo de sudor que chorreaba desde su fino cuello hasta el escote. Pecado. Estaba por todas partes. No debemos ceder. No cedas jamás. ¡No dejes que Satanás te convierta en un animal!

Dejaron la autopista y se metieron por una vía de salida, rodeados de oscuridad por todos lados. Al cabo de un rato, entraron en un parking situado junto a la carretera y los vehículos se pusieron en fila detrás de un camión, cuya parte de atrás, al abrirse, desveló un equipo de sonido y una cabina de DJ. Black dio por supuesto que también contendría un generador, porque cuando salieron del coche empezaron a latir unas luces estroboscópicas ásperas e intermitentes, colocadas alrededor del camión, seguidas por unos altavoces que retumbaban como las tuberías de un sistema de fontanería antiguo, y la siniestra música trance se derramó sobre la noche. Daba la impresión de que hacía estremecerse las grandes palmeras y los eucaliptos que les rodeaban, pero seguramente se debía al viento, cada vez más fuerte; mientras tanto, unos jóvenes se afanaban en montar dos carpas verdes y mohosas sobre unos mástiles de aluminio en una parcela de terreno compacto. La vegetación que crecía en los alrededores azotaba el emplazamiento, que mostraba señales evidentes de haber sido utilizado anteriormente para este propósito, y Black vio las luces de la autopista estremeciéndose a lo lejos, detrás de ellos. Muy pronto la fiesta estuvo en pleno auge. Jovencitos de aire arrogante con sonrisas femeninas de reptil bailaban con chicas uniformemente hermosas.

«¡Vamos a estar de fiesta hasta el amanecer!», le gritó a Black una joven desquiciada con el rostro desencajado sin duda por el mismo obsequio corrupto de Satanás que Lawson había ingerido con tanto entusiasmo.

Black echó una mirada en torno a la cenagosa oscuridad. Aquello eran los Everglades. Parecía un lugar salvaje y peligroso. Había una cadencia inminente en el aire, como si la noche les acechara y estuviera cerrándose sobre aquel grupo de danzantes y contorsionados adoradores de Satanás. Hacía calor y rebosaba corrupción.

Su país es una desolación, sus ciudades presa del fuego; su suelo, delante de ustedes, lo devoran extranjeros…

Junto al utilitario todoterreno vio a Carl Ewart haciendo algo con una tetera eléctrica, al parecer preparando té o café. Las miradas de los dos hombres se cruzaron e intercambiaron inclinaciones de cabeza cortantes y tensas. Black miró a su alrededor y vio a Helena, sola y apoyada contra el capó de un coche; se acercó a ella.

«¿Te encuentras bien?», le preguntó ella.

«Sí. Nunca había estado en algo así.»

«No te preocupes, habla conmigo. He decidido no ponerme el gorro de fiesta, empiezo a acusar el jet-lag», dijo con un bostezo.

Black se sorprendió contándole de nuevo lo mucho que echaba de menos a su esposa, lo que llevó a Helena a pensar en la vida que Carl y ella esperaban compartir, pero le produjo una tristeza terrible pensar que todo acabaría en dolor y sufrimiento. Entonces se apoderó de ella una epifanía; no estaba bien sentirse así. Se dio cuenta de que no sólo estaba de bajón, sino que padecía una depresión. Desde la muerte de su padre, en lugar de seguir con su vida, se había dedicado a pensar en panoramas negativos. La vida era para vivirla, no para pasarla sumida en reflexiones obsesivas, contraproducentes, morbosas y banales. Decidió que iría a ver a un médico, y quizá hasta se sometería a una terapia de pérdida.

Other books

Men of Snow by John R Burns
Wicked, My Love by Susanna Ives
The Whitefire Crossing by Courtney Schafer
Atop an Underwood by Jack Kerouac
Spin Control by Niki Burnham
Alone in the Classroom by Elizabeth Hay
Lennox by Craig Russell