Col recalentada (17 page)

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Authors: Irvine Welsh

Tags: #Humor

BOOK: Col recalentada
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Ahora Boaby no estaba haciéndose el muerto y en la mierda estaban todos ellos.

«Ya no aguanto más… ¡QUE ES BOABY!…, joder…», gimió Calum, antes de parar en seco otra vez, cuando un coche se detuvo a su altura. Quedaron todos paralizados de terror al darse cuenta de que era un coche de policía. Las reflexiones de Calum se apartaron rápidamente de Boaby y se centraron en él. Tenía la sensación de que su vida se desintegraba ante sus ojos, ni más ni menos que la de Boaby cuando, en silencio, sentado en la silla, la sobredosis se la llevó y él estaba demasiado colgado como para saber que estaba muriendo lentamente. Calum se preguntó por su novia, Helen, y si alguna vez volvería a verla.

Uno de los polis bajó del coche, dejando a su compañero al volante. «¿Todo bien, amigos?» Miró a Boaby y luego a Crooky. «Parece que vuestro amigo se ha pasado tres pueblos.»

Crooky y Calum se limitaron a mirarle. El policía tenía una nariz chafada con dos grandes agujeros. Su piel era de ese tono rosa asqueroso de las salchichas de cerdo crudas y tenía los ojos apagados, almendrados y dispuestos muy al fondo de una cabeza grande y protuberante. Debe de ser el ácido, no paraba de pensar Crooky, tiene que ser el puto tripi.

Calum y Crooky se cruzaron miradas de temor, por encima del fláccido cuello de Boaby. «Sí», dijo Crooky en voz baja.

«No habréis visto nada raro por aquí esta noche, ¿verdad? Un grupo de chalados ha estado rompiendo escaparates.»

«No, no hemos visto nada», dijo Michelle.

«Pues vuestro amigo tampoco parece haber visto nada», dijo el policía, mirando con desdén el cadáver de Boaby. «Yo que vosotros le llevaba a su casa.»

Meneando un voluminoso puño un par de veces, el poli gruñó con gesto asqueado antes de marcharse.

Se sintieron aliviados cuando vieron al coche irse a toda prisa por la calle. «Hostia puta…, la hemos cagao, tío…, cagao del todo», gimoteó Calum.

«Es una idea de todas formas; lo que dijo el poli y tal», meditó Crooky.

«¿Eh?», preguntó Michelle mientras Calum miraba a Crooky con incredulidad.

«Escucha», empezó a explicarle Crooky, «si nos paran con el cuerpo, estamos jodidos. Pero si pudiéramos llevarle a su casa…»

«Chorradas», dijo Calum, sacudiendo la cabeza. «Es mejor dejarlo en cualquier parte.»

«No, no», dijo Crooky, «entonces seguro que hay una investigación policial, ¿entiendes?»

«No puedo pensar con claridad, joder, es el ácido…», dijo Calum con voz entrecortada.

«Hay que estar loco para meterse ácido», dijo Gillian mascando chicle.

Crooky se fijó en cómo se hinchaba el perfil de Gillian mientras mascaba.

«Ya sé lo que tenemos que hacer. Llevarle al hospital. A urgencias. Y decir que perdió el conocimiento», dijo Calum, súbitamente animado.

«Nah, se darían cuenta. Hora de la muerte», le dijo Crooky.

«Hora de la muerte», repitió Calum con un eco fantasmal, «… a ver, que en realidad yo ni siquiera le conozco, bueno, no muy bien. A ver, fuimos amigos hace siglos pero nos fuimos alejando, ¿sabes? Era la primera vez que le veía en años, ¿eh? Se había hecho yonqui, ¿sabes?»

Gillian tiró de la cabeza de Boaby hacia atrás. El tono de la piel era enfermizo y tenía los ojos cerrados. Le abrió los párpados con los dedos.

«¡Aggfff… aggfff… aggfff…», dijo Michelle, a medio camino entre el gemido y la burla.

«¡Vete a la mierda!», saltó Calum.

«Está muerto, joder», dijo Gillian para desautorizarle, mientras le cerraba a Boaby los ojos. Sacó una polvera del bolso y empezó a darles unos toques en la cara a Boaby. «Así no tendrá una pinta tan repulsiva. Si vuelvan a pararnos y tal.»

«Qué idea tan buena», asintió Crooky con adusta aprobación.

Calum volvió a mirar al otro lado del cielo azul oscuro, donde había bloques de pisos apagados. Las farolas encendidas no hacían sino subrayar el aire mortecino de la ciudad fantasma que les rodeaba. Sin embargo, un poco más adelante se veía la luz de un local que brillaba sin cesar. Era el kebab de veinticuatro horas.

«Me muero de hambre», se aventuró a decir Michelle.

«Yo también», dijo Gillian.

Depositaron a Boaby en un banco municipal que se encontraba debajo de algunos árboles frente la entrada de un pequeño parque. «Dejaremos a Boaby aquí contigo, Calum. Vamos a ir a por unos kebabs», sugirió Crooky.

«Un momento», empezó a decir Calum, pero ya habían empezado a atravesar la calle para acercarse al puesto, «¿cómo es que siempre soy yo el que tiene que…?»

«Tranqui, Cally, no te me mosquees. Volvemos en un minuto», le explicó Crooky.

Hijos de puta, pensó Calum. Era una mala jugada, dejarle a su bola. Se volvió hacia Boaby, al que mantenía erguido rodeándole con un brazo. «Oye, Boab, siento muchísimo todo esto, tío…, ya sé que no me oyes…, es como que Ian y toda la vieja panda…, nadie sabía lo del VIH y tal, todo dios pensaba que sólo se podía pillarlo follando, ¿te acuerdas? Era como sólo cosa de maricones y sólo en Londres, según los anuncios aquellos, no los yonquis de aquí arriba. Algunos chavales como Ian sólo estuvieron enganchados unos meses, Boab… Yo me hice las pruebas después de Ian, ¿sabes? Limpio», comentó Calum, cavilando en torno a las consecuencias con un rostro carente de expresión. Por primera vez, se dio cuenta, ya no parecía tener importancia.

Un borracho envuelto en un abrigo viejo que olía a alcohol rancio y pis se acercó al banco. Se quedó mirándoles un rato, como clavado al sitio. Después se sentó al otro lado de Boaby. «Lo que se lleva ahora es el VAT»,
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caviló, «el VAT, amigo», agregó mientras le guiñaba un ojo a Calum.

«¿Eh?», profirió Calum, malhumorado.

«Dan unas patatas asadas buenísimas en esa tienda de Cockburn Street, hijo, unas patatas asadas buenísimas. Ahí es donde voy yo siempre. A la tienda esa de Cockburn Street. La gente que trabaja ahí es maja, ¿sabes? Jóvenes como tú. Eso: estudiantes. Estudiantes, ¿sabes?»

«Sí», dijo Calum, poniendo los ojos en blanco de exasperación. Hacía frío. El cuello de Boaby estaba frío.

«Filadelfia…, la ciudad del amor fraterno. Los Kennedy. J. F. Kennedy», dijo el borracho con presunción. «Filadelfia. Amor fraterno», repitió resollando.

«Eran de Boston», dijo Calum.

«Sí… Filadelfia», graznó el borracho.

«No…, los Kennedy eran de Boston. Ésa era su ciudad natal.»

«¡ESO YA LO SÉ, JODER! ¡A MÍ NO ME DES LECCIONES DE HISTORIA!», rugió el viejo borracho entre la oscuridad. Calum vio cómo sus babas iban a parar a la cara de Boaby. Entonces, el borracho le dio un empujón: «¡Tú lo sabrás! ¡Díselo a tu puto amigo!» Boaby se desplomó sobre Calum, que volvió a enderezarlo empujando, y luego tiró del cuerpo para impedir que se rozara continuamente con el borracho.

«Deja al chaval en paz, está jodido», dijo Calum.

«Yo te puedo contar dónde estaba cuando asesinaron a John Lennon…», dijo el hombre resollando, «… te puedo contar el sitio exacto, joder.» Señaló bruscamente el suelo con el dedo.

Calum sacudió la cabeza con un gesto de irrisión. «¡Estamos hablando de los putos Kennedy, chalao!»

«ESO YA LO SÉ, HIJO, PERO YO ESTOY HABLANDO DEL PUTO JOHN LENNON!» El borracho se puso en pie y empezó a cantar:
«End so this is Cris-mehhss and what have we done… a veh-ray meh-ray Cris-mehhss end a hah-pee new yeh-ur…
»
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Se marchó tambaleándose por la calle. Calum le vio esfumarse en la noche, y su voz siguió oyéndose mucho después de que hubiera desaparecido de su vista.

Los demás regresaron con los kebabs. Crooky le dio uno a Calum. Aún le quedaba otro en la mano. «¡Joder!», escupió con rabia. «¡Me olvidé de que este cabrón estaba muerto!» Y miró con gesto grave el kebab sobrante.

«Huy, sí, hay que ser de lo más egoísta para morirse así y desperdiciar un puto kebab!» maldijo irónicamente Calum mientras fulminaba con la mirada a Crooky. «¡Fíjate en lo que dices, Crooky, cabrón! ¡Boaby está muerto, joder!»

Crooky se quedó unos instantes con la boca abierta. «Perdona, tío, sé que era tu colega.»

Gillian miró a Boaby. «Si era un yonqui, no le habría apetecido de todos modos. Ésos no comen nunca.»

Crooky meditó un poco sobre aquello. «Eso es cierto, pero no siempre. ¿Te acuerdas de Phil “El Gordo” Cameron? ¿Eh, Cal?»

«Sí, Phil el Gordo», asintió Calum.

«El único cabrón que yo haya visto nunca que le pegara al jaco y engordara», dijo Crooky con una sonrisa.

«Chorradas», se mofó Gillian.

«No, es verdad, ¿eh, Cal?», dijo Crooky, solicitando apoyo.

Calum se encogió de hombros y luego asintió. «Phil el Gordo solía meterse un chute y después volverse loco por una dosis de azúcar. Se iba al Bronx Café y se compraba una bolsa enorme de donuts. No podías ni acercarte a los putos donuts aquellos. Antes habrías conseguido que te diera el jaco que llevaba encima que uno de aquellos donuts. Pero se desenganchó y se rehabilitó…, no como el pobre Boaby.» Calum echó una mirada triste al cadáver de su amigo, cada vez más gris.

Terminaron sus kebabs poco a poco y en silencio. Crooky le dio un bocado al que había sobrado y luego lo tiró por encima de un seto. Al contemplar el cuerpo de Boaby, Gillian pareció entristecerse por un instante, y luego aplicó un poco de carmín a sus labios azulados.

«Siendo como era él, nunca tuvo una oportunidad», dijo Calum. «El tipo se metió demasiado a fondo, ¿sabes? Eran un montón de chavales, unos tíos majos que te cagas, además, bueno, algunos, pero igual que cualquier otra peña; hay gente buena y gente mala en todas partes, ¿sabes…?»

«A lo mejor fue así como pilló el sida ese», especuló Gillian.

«Aggfff…», dijo Michelle haciendo una mueca, y añadiendo a continuación, con gesto meditabundo: «Qué pena. Imagínate cómo se sentirá su madre.»

Las deliberaciones se vieron interrumpidas por unos ruidos procedentes de un poco más adelante. Calum y Crooky se tensaron. No había tiempo para correr ni para maniobrar. Se dieron cuenta instantáneamente de que los propietarios de las voces, que recitaban a voz en cuello y como maniacos un popurrí de canciones furboleras, sólo estaban ensayando para el momento en que pudieran dar rienda suelta a su agresividad contra alguna fuerza externa.

«Más vale que nos piremos, eh», dijo Calum. Veía a los demonios oscuros cada vez más nítidamente, iluminados por la luz de la luna y el brillo de las farolas. No podía estar seguro de cuántos eran, pero sabía que ya le tenían en su punto de mira.

«¡EH, VOSOTROS!», gritó uno de ellos.

«¿Tú a quién coño le gritas?», preguntó con aire despectivo y demasiado enérgico Gillian.

«¡Chisst!», emitió Calum entre dientes. «Esto déjanoslo a nosotros», le rogó. El pánico empezó a apoderarse de él. Putas guarras imbéciles, pensó, no son ellas las que se van a llevar la puta paliza. Somos nosotros. Soy yo.

«¡EH! ¿ALGUNO DE VOSOTROS HA VISTO A LA PUTA POLI, CABRONES?», gritó uno de los tíos. Era alto y estaba fuerte, y tenía una melena grasienta que le llegaba hasta los hombros y unos ojos ardientes desprovistos de racionalidad.

«Eh, no…», dijo Crooky.

«¿DÓNDE COÑO HABÉIS ESTADO?», gritó el tío del pelo grasiento.

«Eh, en una fiesta», le informó Crooky con nerviosismo. «En el piso de un colega y tal, eh.»

«¿Ése es tu novio, guapa?», dijo otro tío que llevaba un sombrero de copa baja a la vez que miraba a Calum de arriba abajo.

Gillian guardó silencio por un instante. Su mirada no abandonó en ningún momento el rostro de su interrogador. Con un tono áspero y cargado de desprecio, dijo: «Puede. ¿A ti qué te importa?»

Calum sintió una erupción simultánea de orgullo y de temor. Magnificada por el ácido, era casi abrumadora. Notó cómo uno de los músculos de su cara temblaba de forma espasmódica.

El tipo del sombrero de copa baja se puso con las manos en jarras. Echó la cabeza hacia delante y la sacudió lentamente. Luego miró a Calum. «Oye, amigo», dijo, en un esfuerzo por parecer razonable a pesar de su evidente ira, «si ésa es tu piba yo que tú le diría que tuviera cuidadito con la puta boca, ¿vale?»

Calum asintió tímidamente. La faz del joven se había distorsionado hasta convertirse en una cruel faz de gárgola. Había visto aquella imagen en otra ocasión: en una postal de la catedral de Notre Dame de París. El demonio miraba la ciudad desde lo alto, agazapado sobre una cornisa; ahora había descendido a la Tierra.

«¿Y este capullo qué tiene que decir?», preguntó el tipo de la melena grasienta mirando a Crooky y señalando el cuerpo de Boaby. «¡Lleva lápiz de labios, joder! ¡ERES UN PUTO MARICÓN, COLEGA!»

«Eh, el chaval está…», empezó a decir Crooky.

«¡DÉJALE HABLAR A ÉL! ¡EH, AMIGO! ¿DE DÓNDE ERES?», le preguntó a Boaby el de los cabellos grasientos.

No hubo respuesta alguna.

«¡SOBRAO!», exclamó aquél, estrellando su voluminoso puño en la cara de Boaby. Crooky y Calum aflojaron su presa por completo y el cuerpo cayó ruidosamente al suelo.

«¡ESTÁ MUERTO! ¡ESTÁ MUERTO, JODER!», chilló Michelle.

«Dentro de un minuto sí que va a estar muerto», dijo el tío de los pelos grasientos señalando el cuerpo con el dedo. «¡VENGA, CABRÓN! ¡TÚ Y YO EN UNA PELEA LIMPIA! ¡LEVÁNTATE, ZUMBAO!», exclamó mientras pateaba el cadáver. «¡ESTE CABRÓN ESTA JODIDO! ¿HABÉIS VISTO ESO, CABRONES?», exclamó mientras se volvía con expresión triunfal hacia sus amigos.

El tipo del sombrero de copa baja volvió las palmas hacia el cielo y luego tendió una de ellas hacia su amigo del pelo grasiento. «Un solo golpe, Doogie, más no se puede pedir.» Frunció el labio y entrecerró los ojos. «Lo has dejado seco de un solo golpe.»

El que se llamaba Doogie, henchido de orgullo beligerante, miró a Crooky y a Calum.

«¿Quién quiere ser el siguiente?»

Calum escaneó disimuladamente en busca de objetos que utilizar como armas. No vio nada.

«Eh…, no queremos líos y tal…», dijo Crooky con voz débil y entrecortada.

El que se llamaba Doogie permaneció inmóvil por un instante, con el rostro contraído, como si intentase asimilar un concepto que apenas alcanzaba a digerir.

«¡Vete a tomar por culo, zumbao! ¡Eres un puto gilipollas, niño!», saltó Gillian.

«¿A QUIÉN COÑO LE ESTÁS HABLANDO?», rugió él.

«No lo sé, se te ha caído la etiqueta», le respondió Gillian sin inmutarse, sin dejar de mascar chicle y mirándole de arriba abajo con cara de desprecio.

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