Ciudad de los ángeles caídos (4 page)

BOOK: Ciudad de los ángeles caídos
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—¿Y durante todo este tiempo ha dicho que hacía las veces de jefe sólo hasta que tú regresaras?

Ella hizo una mueca.

—Santiago es un mentiroso redomado. Desea mi regreso, seguro... para asesinarme y hacerse de verdad con el poder del clan.

Simon no estaba muy seguro de lo que Camille deseaba oír. No estaba acostumbrado a ver a mujeres adultas mirándolo con los ojos llenos de lágrimas y contándole la historia de su vida.

—Lo siento —dijo por fin.

Ella se encogió de hombros, un gesto muy expresivo que lo llevó a preguntarse si quizá su acento era francés.

—Eso pertenece al pasado —dijo Camille—. He permanecido escondida en Londres todo este tiempo, buscando aliados, esperando el momento oportuno. Hasta que oí hablar de ti. —Levantó la mano—. No puedo explicarte cómo fue, juré guardar el secreto. Pero desde aquel momento supe que tú eras lo que había estado esperando.

—¿Qué es lo que yo era? ¿Qué soy, vamos?

Se inclinó hacia adelante y le acarició la mano.

—Raphael te teme, Simon, y así tiene que ser. Eres uno de los suyos, un vampiro, pero no puede hacerte daño ni matarte; no puede levantar un dedo contra ti sin que la ira de Dios caiga sobre su cabeza.

Se produjo un silencio. Simon oía sobre sus cabezas el zumbido eléctrico de las luces de Navidad, el agua salpicando en la fuente de piedra del centro del patio, el murmullo del sonido de la ciudad. Cuando habló, lo hizo en voz baja.

—Lo has dicho.

—¿El qué, Simon?

—Esa palabra. «La ira de...» —La palabra mordía y quemaba su boca, como siempre sucedía.

—Sí. «Dios.» —Retiró la mano, pero continuó mirándolo con calidez—. Nuestra especie tiene muchos secretos, y podría contarte y enseñarte muchos de ellos. Descubrirás que no estás condenado.

—Señora...

—Camille. Debes llamarme Camille.

—Sigo sin comprender qué quieres de mí.

—¿No lo ves? —Negó con la cabeza y su brillante melena bailó alrededor de su rostro—. Quiero que te unas a mí, Simon. Que te unas a mí contra Santiago. Irrumpiremos juntos en ese hotel plagado de ratas. En cuanto sus seguidores vean que estás conmigo, lo abandonarán y volverán a mí. Estoy segura de que debajo de ese miedo que él les inspira, siguen siéndome fieles. En cuanto nos vean juntos, su miedo desaparecerá y volverán a nuestro lado. El hombre no puede luchar contra lo divino.

—No sé —dijo Simon—. En la Biblia, Jacob luchó contra un ángel y venció.

Camille lo miró levantando las cejas.

Simon se encogió de hombros.

—Soy de escuela hebrea.

—«Y Jacob le puso a aquel lugar el nombre de Peniel: porque he visto a Dios cara a cara.» Ya ves que no eres el único que conoce las Escrituras. —La seriedad de su mirada había desaparecido y estaba sonriéndole—. Tal vez no seas consciente de ello, vampiro diurno, pero mientras luzcas esa Marca, eres el brazo vengador del Cielo. Nadie puede plantarte cara. Y, a buen seguro, ningún vampiro.

—¿Me tienes miedo? —preguntó Simon.

Se arrepintió casi al instante de su pregunta. Los ojos verdes de Camille se oscurecieron como nubarrones.

—¿Yo? ¿Miedo de ti? —Pero recobró en seguida la calma, su rostro se tranquilizó, su expresión se aplacó—. Por supuesto que no —dijo—. Eres un hombre inteligente. Estoy convencida de que entenderás la sabiduría de mi propuesta y te unirás a mí.

—¿Y en qué consiste exactamente tu propuesta? Me refiero a que entiendo la parte en la que nos toca enfrentarnos a Raphael. Y después de eso, ¿qué? Porque la verdad es que no odio a Raphael, ni quiero quitármelo de encima por el mero hecho de quitármelo de encima. Me deja tranquilo. Es lo que siempre he querido.

Camille unió las manos por delante de ella. En el dedo medio, por encima del tejido del guante, llevaba un anillo de plata con una piedra azul.

—Te parece que eso es lo que quieres, Simon. Crees que Raphael está haciéndote un favor dejándote tranquilo, como dices tú. Pero en realidad está exiliándote. En este momento crees que no necesitas a ninguno de los de tu especie. Te sientes satisfecho con tus amigos, humanos y cazadores de sombras. Te sientes satisfecho escondiendo botellas de sangre en tu habitación y mintiéndole a tu madre respecto a tu verdadera identidad.

—¿Cómo sabes...?

Continuó hablando, ignorándolo por completo.

—Pero ¿qué pasará de aquí a diez años, cuando supuestamente deberías tener veintiséis? ¿Y de aquí a veinte años? ¿O treinta? ¿Crees que nadie se dará cuenta de que ellos envejecen y cambian y tú no?

Simon no dijo nada. No quería reconocer que no había pensado en un futuro tan lejano. Que no quería pensar en un futuro tan lejano.

—Raphael te ha convencido de que los demás vampiros son como veneno para ti. Pero no tiene por qué ser así. La eternidad es demasiado larga como para pasarla solo, sin otros de tu misma especie. Sin otros que te comprendan. Eres amigo de los cazadores de sombras, pero nunca serás uno de ellos. Siempre serás distinto, un intruso. Pero puedes ser uno más de los nuestros. —Y cuando se inclinó otra vez hacia adelante, su anillo proyectó una luz blanca que taladró los ojos de Simon—. Poseemos miles de años de sabiduría que podríamos compartir contigo, Simon. Podrías aprender a guardar tu secreto; a comer y a beber, a pronunciar el nombre de Dios. Raphael te ha ocultado cruelmente esta información, te ha inducido incluso a creer que no existe. Pero existe. Y yo puedo ayudarte.

—Si yo te ayudo a ti antes —dijo Simon.

Camille sonrió, mostrando sus blancos y afilados dientes.

—Nos ayudaremos mutuamente.

Simon se echó hacia atrás. La silla de hierro era dura e incómoda y de pronto se sintió cansado. Bajó la vista hacia sus manos y vio que sus venas se habían oscurecido, que se abrían como arañas por encima de los nudillos. Necesitaba sangre. Necesitaba hablar con Clary. Necesitaba tiempo para pensar.

—Estás conmocionado —dijo ella—. Lo sé. Son muchas cosas que digerir. Te concederé todo el tiempo que necesites para tomar una decisión a este respecto, y respecto a mí. Pero no disponemos de mucho tiempo, Simon. Mientras yo siga en esta ciudad, soy un peligro para Raphael y sus secuaces.

—¿Secuaces? —A pesar de todo, Simon esbozó una leve sonrisa.

Camille se quedó perpleja.

—¿Sí?

—Es sólo que... «Secuaces» es como decir «malhechores» o «acólitos». —Ella siguió mirándolo sin entender nada. Simon suspiró—. Lo siento. Seguramente no has visto tantas películas malas como yo.

Camille frunció el ceño y apareció en él una finísima arruga.

—Me dijeron que eras un poco peculiar. Tal vez sea simplemente porque no conozco a muchos vampiros de tu generación. Pero me da la sensación de que estar con alguien tan... tan joven, será bueno para mí.

—Sangre nueva —dijo Simon.

Y al oír aquello, Camille sonrió.

—¿Estás dispuesto, entonces? ¿A aceptar mi oferta? ¿A empezar a trabajar juntos?

Simon levantó la vista hacia el cielo. Las ristras de luces blancas anulaban las estrellas.

—Mira —dijo—. Aprecio mucho tu oferta, de verdad. —«Mierda», pensó. Tenía que existir alguna manera de decir aquello sin parecer que estaba rechazando acompañar a una chica al baile de fin de curso. «En serio, me siento, muy adulado por tu propuesta, pero...» Camille, igual que sucedía con Raphael, hablaba con rigidez, con formalidad, como si fuera la protagonista de un cuento de hadas. Tal vez estaría bien intentar hacer lo mismo. De modo que dijo—: Necesito algo de tiempo para tomar mi decisión. Estoy seguro de que lo entiendes.

Ella le sonrió con delicadeza, mostrándole tan sólo la punta de los colmillos.

—Cinco días —dijo—. No más. —Extendió hacia él su mano enguantada. Algo brillaba en su interior. Era un pequeño vial de cristal, del tamaño de una muestra de perfume, aunque contenía un polvo de un color marrón indefinido—. Tierra de cementerio —le explicó—. Rompe esto y sabré con ello que me convocas. Si no me convocas en cinco días, enviaré a Walker para que le des tu respuesta.

—¿Y si la respuesta es no? —preguntó Simon.

—Me sentiré defraudada. Pero nos separaremos como amigos. —Apartó la copa de vino—. Adiós, Simon.

Simon se levantó. La silla emitió un chirriante sonido metálico al ser arrastrada por el suelo, un sonido excesivo. Tenía la impresión de que debía decir alguna cosa más, pero no sabía qué. Parecía, de todas maneras, que aquello era una despedida. Y decidió que prefería quedar como uno de esos siniestros vampiros modernos con malos modales que correr el riesgo de verse arrastrado de nuevo hacia la conversación. Por lo tanto, se marchó sin decir nada más.

Cuando cruzó el restaurante, pasó junto a Walker y Archer, que estaban apoyados en la barra de madera, con los hombros encorvados debajo de los largos abrigos grises. Sintió la fuerza de sus miradas sobre él y se despidió de ellos moviendo los dedos de la mano, un gesto que oscilaba entre un saludo amistoso y una despedida vulgar. Archer le enseñó los dientes —dientes humanos normales y corrientes— y emprendió camino hacia el jardín, con Walker pisándole los talones. Simon observó que ocupaban dos sillas enfrente de Camille, que no levantó la vista hasta que estuvieron instalados. Las luces blancas que hasta aquel momento iluminaban el jardín se apagaron de repente —no de una en una, sino todas a la vez— y Simon se encontró mirando un desorientador espacio oscuro, como si alguien hubiese desconectado las estrellas. Cuando los camareros se dieron cuenta y salieron corriendo a solucionar el problema, inundando de nuevo el jardín con aquella luz clara, Camille y sus subyugados humanos habían desaparecido.

Simon abrió la puerta de su casa —una más de la larga hilera de casas idénticas con fachada de ladrillo que flanqueaban su manzana en Brooklyn— y la empujó un poco, forzando el oído.

Le había dicho a su madre que iba a ensayar con Eric y sus compañeros de grupo para un bolo que tenían el sábado. En otra época, su madre se habría limitado a creerlo y allí habría terminado la cosa; Elaine Lewis siempre había sido una madre permisiva y jamás había impuesto toques de queda ni a Simon ni a su hermana, ni había insistido en que llegaran pronto a casa al salir del colegio. Simon estaba acostumbrado a estar rondando por ahí hasta las tantas con Clary, a entrar en casa con su propia llave y a desplomarse en la cama a las dos de la mañana, una conducta que no había despertado excesivos comentarios por parte de su madre.

Pero la situación había cambiado. Había estado casi dos semanas en Idris, el país de origen de los cazadores de sombras. Se había esfumado de casa sin ofrecer excusas ni explicaciones. Había sido necesaria la intervención del brujo Magnus Bane para realizarle a la madre de Simon un hechizo de memoria, de tal modo que ella no recordaba en absoluto aquellos días de ausencia. O, como mínimo, no los recordaba de forma consciente. Porque su comportamiento había cambiado. Se mostraba recelosa, revoloteaba a su alrededor, lo observaba en todo momento, insistía en que estuviera de vuelta a casa a una determinada hora. La última vez que había regresado a casa después de estar con Maia, Simon había encontrado a Elaine en el recibidor, sentada en una silla de cara a la puerta, cruzada de brazos y con una expresión de rabia contenida.

Aquella noche oyó su respiración incluso antes de verla. Pero ahora sólo oía el débil sonido de la televisión del salón. Debía de haber estado esperándolo levantada, viendo seguramente un maratón de aquellos dramas hospitalarios que tanto le gustaban. Simon cerró la puerta a sus espaldas y se apoyó en ella, intentando reunir la energía necesaria para mentir.

Resultaba muy duro no comer con la familia. Por suerte, su madre se iba temprano a trabajar y volvía tarde, y Rebecca, que estudiaba en la Universidad de Nueva Jersey y sólo aparecía de vez en cuando por casa para hacer la colada, no andaba por allí lo suficiente como para haberse podido percatar de nada extraño. Cuando él se levantaba por la mañana, su madre ya se había marchado, dejando en el mostrador de la cocina el desayuno y la comida que con tanto cariño le preparaba. Simon la tiraba luego en cualquier papelera que encontrara de camino al colegio. Lo de la cena era más complicado. Las noches en las que coincidía con su madre, daba vueltas a la comida en el plato y después fingía que no tenía hambre o que quería llevarse la cena a su habitación para comer mientras estudiaba. Un par de veces se había obligado a comer para contentar a su madre, y después había pasado horas en el baño, sudando y vomitando hasta eliminarlo todo por completo de su organismo.

Odiaba tener que mentirle. Siempre había sentido un poco de lástima por Clary, por la tensa relación que mantenía con Jocelyn, la madre más sobreprotectora que había conocido. Pero ahora se habían cambiado las tornas. Desde la muerte de Valentine, Jocelyn había relajado su control sobre Clary hasta el punto de convertirse en una madre casi normal. Sin embargo ahora, cuando Simon estaba en casa, sentía en todo momento el peso de la mirada de su madre, como una acusación que la seguía a dondequiera que fuese.

Se enderezó, dejó caer el macuto de tela junto a la puerta y se encaminó al salón dispuesto a enfrentarse a lo que fuera. El televisor estaba encendido, el telediario bramando. Michael Garza, el presentador del canal local, informaba sobre una historia de interés humano: un bebé que habían encontrado abandonado en un callejón junto a un hospital del centro de la ciudad. Simon se quedó sorprendido; su madre odiaba los telediarios. Los encontraba deprimentes. Miró de reojo el sofá y la sorpresa se esfumó. Su madre se había quedado dormida, las gafas sobre la mesita, un vaso medio vacío en el suelo. Simon podía oler el contenido incluso desde aquella distancia, seguramente era whisky. Sintió una punzada de dolor. Su madre casi nunca bebía.

Simon entró en el dormitorio de su madre y regresó con una colcha de ganchillo. Su madre continuó durmiendo, con la respiración lenta y regular. Elaine Lewis era una mujer menuda como un pajarito, con una aureola de pelo rizado negro, pincelado de gris, que se negaba a teñir. Trabajaba durante el día para una organización medioambiental sin ánimo de lucro y casi siempre vestía prendas con motivos animales. Llevaba en aquel momento un vestido con un estampado de delfines y olas y un broche que en su día había sido un pez de verdad, bañado en resina. Mientras cubría a su madre con la colcha, a Simon le dio la impresión de que su ojo lacado le lanzaba una mirada acusadora.

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