Ciudad de los ángeles caídos (3 page)

BOOK: Ciudad de los ángeles caídos
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Isabelle le dio unos golpecitos cariñosos en la mano y se recostó en su asiento.

—Avísame en cuanto regreses. Llámame a mí antes que a nadie.

—Lo haré. —Simon se levantó y cerró la cremallera de su chaqueta—. Y hazme un favor, ¿quieres? Dos favores, de hecho.

Isabelle lo miró con reserva.

—¿Cuáles?

—Clary mencionó que esta noche iría al Instituto. Si por casualidad te tropiezas con ella, no le digas adónde he ido. Se preocuparía sin motivo.

Isabelle puso los ojos en blanco.

—Muy bien, de acuerdo. ¿Y el segundo favor?

Simon se inclinó y le dio un beso en la mejilla.

—Prueba la sopa de remolacha antes de irte. Es estupenda.

Walker y Archer no eran precisamente los compañeros más habladores del mundo. Guiaron a Simon en silencio por las calles del Lower East Side, manteniéndose en todo momento varios pasos por delante de él con su curioso andar deslizante. Empezaba a ser tarde, pero las aceras de la ciudad seguían llenas de gente que salía del trabajo y corría hacia su casa para cenar, cabizbajos, con el cuello del abrigo levantado para protegerse del gélido aire. En St. Mark’s Place había tenderetes donde vendían de todo, desde calcetines baratos hasta bocetos a carboncillo de Nueva York, pasando por barritas de incienso. Las hojas crujían en el suelo como huesos secos. El ambiente olía al humo que desprendían los tubos de escape mezclado con el aroma de la madera de sándalo y, por debajo de eso, a humanidad: piel y sangre.

A Simon se le encogió el estómago. Solía guardar en su habitación unas cuantas botellas de sangre animal —había instalado una neverita en el fondo del armario, en un lugar donde su madre no podía verla— por si en algún momento sentía hambre. La sangre era asquerosa. Creía que acabaría acostumbrándose a ella, incluso que llegaría a apetecerle, pero a pesar de que le servía para aplacar sus ataques de hambre, no tenía nada que ver con lo mucho que en su día había disfrutado del chocolate, los burritos vegetarianos o el helado de café. Aquello no dejaba de ser sangre.

Pero tener hambre era peor. Tener hambre significaba oler cosas que no deseaba oler: la sal de la piel, el aroma dulce y maduro de la sangre exudando de los poros de desconocidos. Todo aquello le hacía sentirse hambriento y tremendamente mal consigo mismo. Se encorvó, hundió los puños en los bolsillos de la chaqueta e intentó respirar por la boca.

Al llegar a la Tercera Avenida giraron a la derecha y se detuvieron delante de un restaurante cuyo cartel rezaba: «CAFÉ DEL CLAUSTRO. JARDÍN ABIERTO TODO EL AÑO». Simon pestañeó al ver el cartel.

—¿Qué estamos haciendo aquí?

—Es el lugar de reunión que ha elegido nuestro amo —respondió Walker, sin alterarse.

—Vaya. —Simon estaba perplejo—. Creía que el estilo de Raphael era más bien de concertar reuniones en lo alto de una catedral no consagrada o en el interior de una cripta repleta de huesos. Nunca me lo imaginé como un tipo aficionado a frecuentar restaurantes de moda.

Los dos subyugados se quedaron mirándolo.

—¿Algún problema con eso, vampiro diurno? —preguntó Archer finalmente.

Simon tuvo la sensación de que acababa de recibir una oscura reprimenda.

—No, ningún problema.

El interior del restaurante era oscuro y una barra con encimera de mármol recorría una pared de un extremo al otro. Ni camareros ni personal de ningún tipo se acercó a ellos cuando atravesaron la sala en dirección a la puerta que había al fondo, ni cuando cruzaron dicha puerta para salir al jardín.

Muchos restaurantes de Nueva York tenían jardín, pero pocos permanecían abiertos a aquellas alturas del año. En este caso, se trataba de un patio de manzana rodeado de edificios. Las paredes estaban decoradas con pinturas murales de efecto
trompe l’oeil
que evocaban floridos jardines italianos. Los árboles, con el follaje otoñal rico en matices dorados y cobrizos, estaban adornados con ristras de luces blancas, mientras que las estufas de exterior repartidas entre las mesas desprendían un resplandor rojizo. Una pequeña fuente situada en el centro del patio salpicaba melodiosamente su agua.

Había una única mesa ocupada, y no por Raphael. En la mesa, pegada al muro, había una mujer delgada tocada con un sombrero de ala ancha. Mientras Simon la observaba con perplejidad, la mujer levantó una mano para saludarlo. Simon se volvió para mirar a sus espaldas y, naturalmente, no vio a nadie más. Walker y Archer se habían puesto de nuevo en movimiento; confuso, Simon los siguió, atravesaron el patio y se detuvieron a escasa distancia de donde estaba sentada la mujer.

Walker la saludó con una profunda reverencia.

—Ama —dijo.

La mujer sonrió.

—Walker —dijo—. Y Archer. Muy bien. Gracias por traerme a Simon.

—Un momento —dijo Simon, mirando una y otra vez a la mujer y a los dos subyugados—. Tú no eres Raphael.

—Pues claro que no. —La mujer se quitó el sombrero. Se derramó sobre sus hombros una abundante melena de cabello rubio plateado, brillante bajo el resplandor de las luces de Navidad. Su rostro era pálido y ovalado, precioso, dominado por unos enormes ojos verde claro. Llevaba guantes largos de color negro, blusa negra de seda, falda de tubo y un pañuelo negro anudado al cuello. Resultaba imposible adivinar su edad... o la edad que debía de tener cuando se había convertido en vampira—. Soy Camille Belcourt. Encantada de conocerte.

Le tendió una mano enguantada.

—Me habían dicho que iba a reunirme con Raphael —dijo Simon, sin aceptar el saludo—. ¿Trabajas para él?

Camille Belcourt se echó a reír, una risa cantarina como la fuente.

—¡Naturalmente que no! Aunque hubo un tiempo en que él sí trabajaba para mí.

Y Simon recordó entonces. «Creía que el vampiro jefe era otro», le había dicho a Raphael en una ocasión, en Idris, hacía ya una eternidad.

«Camille no ha regresado aún con nosotros —le había replicado Raphael—. Yo ejerzo sus funciones en su lugar.»

—Eres el vampiro jefe —dijo Simon—. Del clan de Manhattan. —Se volvió hacia los subyugados—. Me habéis engañado. Me dijisteis que iba a reunirme con Raphael.

—Te dijimos que ibas a reunirte con nuestro amo —dijo Walker. Tenía los ojos enormes y vacíos, tan vacíos que Simon se preguntó si de verdad aquellos dos tipos habían pretendido engañarlo o simplemente estaban programados como robots para decir lo que su ama les había dicho que dijeran y eran incapaces de salirse del guión—. Y aquí la tienes.

—Así es. —Camille obsequió a sus subyugados con una resplandeciente sonrisa—. Y ahora marchaos, Walker, Archer. Tengo que hablar a solas con Simon. —Algo había en su forma de pronunciar aquellas palabras, tanto su nombre como la expresión «a solas», que fue para Simon como recibir una caricia furtiva.

Los subyugados se retiraron después de hacer una reverencia. Cuando Walker se volvió para marcharse, Simon vio de refilón una marca oscura en su cuello, con dos puntos más oscuros en su interior. Los puntos más oscuros eran pinchazos, rodeados por un pingajo de carne seca. Sintió un escalofrío.

—Por favor —dijo Camille, indicándole una silla a su lado—. Siéntate. ¿Te apetece un poco de vino?

Incómodo, Simon tomó asiento en el borde de la dura silla metálica.

—La verdad es que no bebo.

—Claro —dijo ella, toda simpatía—. Eres un novato, ¿no? No te preocupes. Con el tiempo aprenderás a consumir vino y otras bebidas. Hay incluso algunos, entre los más ancianos de nuestra especie, capaces de consumir comida humana con escasos efectos adversos.

¿Escasos efectos adversos? La expresión no le gustó lo más mínimo a Simon.

—¿Va a llevarnos mucho tiempo este asunto? —preguntó, echándole un vistazo a su teléfono móvil, que le decía que eran ya más de las diez y media—. Tengo que volver a casa.

«Porque mi madre está esperándome.» Aunque, a decir verdad, aquella mujer no tenía por qué enterarse de ese detalle.

—Has interrumpido mi cita con mi chica —dijo Simon—. Me pregunto de qué va esto tan importante.

—Sigues viviendo con tu madre, ¿verdad? —dijo ella, dejando la copa en la mesa—. ¿No te parece curioso que un vampiro tan poderoso como tú se niegue a abandonar el hogar para sumarse a un clan?

—De modo que has interrumpido mi cita para burlarte de mí porque sigo viviendo en casa. ¿No podrías haber hecho eso una noche que no hubiese quedado con nadie? O sea, la mayoría de las noches.

—No me río de ti, Simon. —Se pasó la lengua por el labio inferior, como si saboreara el vino que acababa de beber—. Quiero saber por qué no has entrado a formar parte del clan de Raphael.

«Que es como decir tu clan, ¿no es eso?»

—Tuve la fuerte sensación de que Raphael no quería que entrase —replicó Simon—. Básicamente vino a decirme que me dejaría tranquilo si yo lo dejaba tranquilo. De modo que decidí dejarlo tranquilo.

—Lo has hecho. —Sus ojos verdes relucían.

—Nunca quise ser vampiro —dijo Simon, preguntándose por qué estaría contándole todo aquello a esa desconocida—. Quería llevar una vida normal. Cuando descubrí que me había convertido en un vampiro diurno, creí que podría seguir con la misma vida. O como mínimo, algo que se le asemejase. Puedo ir a la escuela, vivir en casa, ver a mi madre y a mi hermana...

—Siempre y cuando no comas delante de ellas —dijo Camille—. Siempre y cuando ocultes tu necesidad de sangre. Nunca te has alimentado de un humano, ¿verdad? Sólo consumes sangre de bolsa. Rancia. De animal. —Arrugó la nariz.

Simon pensó en Jace y alejó la idea de su cabeza.

—No, no lo he hecho nunca.

—Lo harás. Y en cuanto lo hagas, ya no podrás olvidarlo. —Se inclinó hacia adelante y su claro cabello le acarició la mano—. No puedes ocultarte esta verdad eternamente.

—¿Dime qué adolescente no miente a sus padres? —dijo Simon—. De todos modos, no entiendo qué te importa a ti todo eso. De hecho, sigo sin comprender qué hago aquí.

Camille volvió a inclinarse hacia adelante. Y al hacerlo, se abrió el escote de su blusa de seda negra. De haber seguido siendo humano, Simon se habría sonrojado.

—¿Me dejarás verla?

Simon notó que los ojos se le salían literalmente de las órbitas.

—¿Ver el qué?

Camille sonrió.

—La Marca, niño estúpido. La Marca del Errante.

Simon abrió la boca y la cerró acto seguido. «¿Cómo lo sabe?» Eran muy pocos los que conocían la existencia de la Marca que Clary le había hecho en Idris. Raphael le había indicado que era una cuestión de máximo secreto y como tal la había considerado Simon.

Pero la mirada de Camille era tremendamente verde y fija, y por algún motivo desconocido, Simon deseaba hacer lo que ella quería que hiciese. Su forma de mirarlo tenía algo que ver con ello, la musicalidad de su voz. Levantó la mano y se retiró el pelo para que pudiese examinarle la frente.

Camille abrió los ojos de par en par, separó los labios. Se acarició levemente el cuello, como queriendo verificar con ese gesto la cadencia de un pulso inexistente.

—Oh —dijo—. Eres afortunado, Simon. Muy afortunado.

—Es un maleficio —dijo él—. No una bendición. Lo sabes, ¿no es verdad?

Los ojos de ella centellearon.

—«Y Caín le dijo al Señor: mi culpa es demasiado grande para soportarla.» ¿Es más de lo que puedes soportar, Simon?

Simon se recostó en su asiento, dejando que el flequillo volviera a su lugar.

—Puedo soportarlo.

—Pero no quieres. —Recorrió el borde de la copa con un dedo enguantado sin despegar los ojos de Simon—. ¿Y si yo pudiera ofrecerte un modo de sacar provecho de lo que tú consideras un maleficio?

«Diría que por fin estás llegando al motivo por el que me has hecho venir aquí, lo cual ya es algo.»

Y Simon dijo en voz alta:

—Te escucho.

—Has reconocido mi nombre en cuanto lo has oído, ¿verdad? —dijo Camille—. Raphael me mencionó en alguna ocasión, ¿no es así? —Tenía un acento muy débil, que Simon no conseguía ubicar.

—Dijo que eras la jefa del clan y que él ejercía tus funciones durante tu ausencia. Que actuaba en tu nombre... a modo de vicepresidente o algo por el estilo.

—Ah. —Se mordió con delicadeza el labio inferior—. Aunque, de hecho, eso no es del todo cierto. Me gustaría contarte la verdad, Simon. Me gustaría hacerte una oferta. Pero primero tienes que darme tu palabra con respecto a una cosa.

—¿Con respecto a qué?

—Con respecto a que todo lo que suceda aquí esta noche permanecerá en secreto. Nadie puede saberlo. Ni siquiera Clary, tu amiguita pelirroja. Ni ninguna de tus otras amigas. Ninguno de los Lightwood. Nadie.

Simon se recostó de nuevo en su asiento.

—¿Y si no quiero prometértelo?

—Entonces puedes irte, si así lo deseas —dijo ella—. Pero de hacerlo, nunca sabrás lo que deseo contarte. Y será una pérdida de la que te arrepentirás.

—Siento curiosidad —dijo Simon—. Pero no estoy seguro de que mi curiosidad sea realmente tan grande.

Una chispa de sorpresa y simpatía iluminó los ojos de Camille y tal vez incluso, pensó Simon, también de cierto respeto.

—Nada de lo que tengo que decirte los atañe a ellos. No afectará ni a su seguridad ni a su bienestar. El secretismo es para mi propia protección.

Simon la miró con recelo. ¿Estaría hablando en serio? Los vampiros no eran como las hadas, que no podían mentir. Pero tenía que reconocer que sentía curiosidad.

—De acuerdo. Te guardaré el secreto, a menos que piense que algo de lo que me cuentas podría poner en peligro a mis amigos. En ese caso, la cosa cambia, no habría trato.

La sonrisa de Camille era gélida; era evidente que no le gustaba que desconfiasen de ella.

—Muy bien —dijo—. Me imagino que, necesitando tu ayuda como la necesito, pocas alternativas me quedan. —Se inclinó hacia adelante, su esbelta mano jugueteaba con el pie de la copa de vino—. He estado liderando el clan de Manhattan, sin problema alguno, hasta hace muy poco. Teníamos unos cuarteles generales preciosos en un viejo edificio del Upper East Side anterior a la guerra, nada que ver con ese hotel que parece un nido de ratas donde Santiago tiene ahora encerrada a mi gente. Santiago (o Raphael, como tú lo llamas) era mi subcomandante. Mi compañero más fiel, o eso creía. Una noche descubrí que estaba asesinando humanos, que los conducía hasta un viejo hotel de la zona latina de Harlem y bebía su sangre por puro divertimento. Dejaba sus huesos en el contenedor de la basura de fuera. Corría riesgos estúpidos, quebrantaba la Ley del Acuerdo. —Tomó un sorbo de vino—. Cuando decidí ponerle las cosas claras, comprendí que Santiago ya le había contado a todo el clan que yo era la asesina, que la transgresora era yo. Me había tendido una emboscada. Quería asesinarme para hacerse con el poder. Huí, acompañada únicamente por Walker y Archer a modo de guardaespaldas.

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