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Authors: E. L. James

Tags: #Erótico, #Romántico

Cincuenta sombras más oscuras (50 page)

BOOK: Cincuenta sombras más oscuras
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—¿Y, exactamente, sobre qué le entró la curiosidad, señorita Steele? Quizá yo pueda informarle.

—La puerta estaba abierta… Yo…

Miro a Christian y contengo la respiración, insegura como siempre de cuál será su reacción o qué debo decir. Tiene la mirada oscura. Creo que se está divirtiendo, pero es difícil decirlo. Apoya los codos en la cómoda, con la barbilla entre las manos.

—Hace un rato estaba aquí preguntándome qué hacer con todo esto. Debí de olvidarme de cerrar.

Frunce el ceño un segundo, como si no echar la llave fuera un error terrible. Yo arrugo la frente: no es propio de él ser olvidadizo.

—¿Ah?

—Pero ahora tú estás aquí, curiosa como siempre —dice con voz suave, desconcertado.

—¿No estás enfadado? —musito, prácticamente sin aliento.

Él ladea la cabeza y sus labios se curvan en una mueca divertida.

—¿Por qué iba a enfadarme?

—Me siento como si hubiera invadido una propiedad privada… y tú siempre te enfadas conmigo —añado bajando la voz, aunque me siento aliviada.

Christian vuelve a fruncir el ceño.

—Sí, la has invadido, pero no estoy enfadado. Espero que un día vivas aquí conmigo, y todo esto —hace un gesto vago con la mano alrededor de la habitación— será tuyo también.

¿Mi cuarto de juegos…? Le miro con la boca abierta: la idea cuesta mucho de digerir.

—Por eso entré aquí antes. Intentaba decidir qué hacer. —Se da golpecitos en los labios con el dedo índice—. ¿Así que siempre me enfado contigo? Esta mañana no estaba enfadado.

Oh, eso es verdad. Sonrío al recordar a Christian cuando nos despertamos, y eso hace que deje de pensar en qué pasará con el cuarto de juegos. Esta mañana Cincuenta estuvo muy juguetón.

—Tenías ganas de diversión. Me gusta el Christian juguetón.

—¿Te gusta, eh?

Arquea una ceja, y en su encantadora boca se dibuja una sonrisa, un tímida sonrisa. ¡Uau!

—¿Qué es esto? —pregunto, sosteniendo esa especie de bala de plata.

—Siempre ávida por saber, señorita Steele. Eso es un dilatador anal —dice con delicadeza.

—Ah…

—Lo compré para ti.

¿Qué?

—¿Para mí?

Asiente despacio, con expresión seria y cautelosa.

Frunzo el ceño.

—¿Compras, eh… juguetes nuevos para cada sumisa?

—Algunas cosas. Sí.

—¿Dilatadores anales?

—Sí.

Muy bien… Trago saliva. Dilatador anal. Es de metal duro… seguramente resulte bastante incómodo. Recuerdo la conversación que tuvimos después de mi graduación sobre juguetes sexuales y límites infranqueables. Creo recordar que dije que los probaría. Ahora, al ver uno de verdad, no sé si es algo que quiera hacer. Lo examino una vez más y vuelvo a dejarlo en el cajón.

—¿Y esto?

Cojo un objeto de goma, negro y largo. Consiste en una serie de esferas que van disminuyendo de tamaño, la primera muy voluminosa y la última muy pequeña. Ocho en total.

—Un rosario anal —dice Christian observándome atentamente.

¡Oh! Las examino con horror y fascinación. Todas esas esferas, dentro de mí… ¡ahí! No tenía ni idea.

—Causan un gran efecto si las sacas en mitad de un orgasmo —añade con total naturalidad.

—¿Esto es para mí? —susurro.

—Para ti.

Asiente despacio.

—¿Este es el cajón de los juguetes anales?

Sonríe.

—Si quieres llamarlo así…

Lo cierro enseguida, en cuanto noto que me arden las mejillas.

—¿No te gusta el cajón de los juguetes anales? —pregunta divertido, con aire inocente.

Le miro fijamente y me encojo de hombros, tratando de disimular con descaro mi incomodidad.

—No estaría entre mis regalos de Navidad favoritos —comento con indiferencia, y abro vacilante el segundo cajón.

Él sonríe satisfecho.

—En el siguiente cajón hay una selección de vibradores.

Lo cierro inmediatamente.

—¿Y en el siguiente? —musito.

Vuelvo a estar pálida, pero esta vez es de vergüenza.

—Ese es más interesante.

¡Oh! Abro el cajón titubeante, sin apartar los ojos de su hermoso rostro, que muestra ahora cierta arrogancia. Dentro hay un surtido de objetos de metal y algunas pinzas de ropa. ¡Pinzas de ropa! Cojo un instrumento grande de metal, como una especie de clip.

—Pinzas genitales —dice Christian.

Se endereza y se acerca con total naturalidad hasta colocarse a mi lado. Yo las guardo enseguida y escojo algo más delicado: dos clips pequeños encadenados.

—Algunas son para provocar dolor, pero la mayoría son para dar placer —murmura.

—¿Qué es esto?

—Pinzas para pezones… para los dos.

—¿Para los dos? ¿Pechos?

Christian me sonríe.

—Bueno hay dos pinzas, nena. Sí, para los dos pechos. Pero no me refería a eso. Me refería a que son tanto para el placer como para el dolor.

Ah. Me coge las pinzas de las manos.

—Levanta el meñique.

Hago lo que me dice, y me pone un clip en la punta del dedo. No duele mucho.

—La sensación es muy intensa, pero cuando resulta más doloroso y placentero es cuando las retiras.

Me quita el clip. Mmm, puede ser agradable. Me estremezco de pensarlo.

—Esto tiene buena pinta —murmuro, y Christian sonríe.

—¿No me diga, señorita Steele? Creo que se nota.

Asiento tímidamente y vuelvo a guardar las pinzas en el cajón. Christian se inclina y saca otras dos.

—Estas son ajustables.

Las levanta para que las examine.

—¿Ajustables?

—Puedes llevarlas muy apretadas… o no. Depende del estado de ánimo.

¿Cómo consigue que suene tan erótico? Trago saliva, y para desviar su atención saco un artefacto que parece un cortapizzas de dientes muy puntiagudos.

—¿Y esto?

Frunzo el ceño. No creo que en el cuarto de juegos haya nada que hornear.

—Esto es un molinete Wartenberg.

—¿Para…?

Lo coge.

—Dame la mano. Pon la palma hacia arriba.

Le tiendo la mano izquierda, me la sostiene con cuidado y me roza los nudillos con su pulgar. Me estremezco por dentro. Su piel contra la mía siempre consigue ese efecto. Luego pasa la ruedecita por encima de la palma.

—¡Ay!

Los dientes me pellizcan la piel: es algo más que dolor. De hecho, me hace cosquillas.

—Imagínalo sobre tus pechos —murmura Christian lascivamente.

¡Oh! Me ruborizo y aparto la mano. Mi respiración y los latidos de mi corazón se aceleran.

—La frontera entre el dolor y el placer es muy fina, Anastasia —dice en voz baja, y se inclina para volver a meter el artilugio en el cajón.

—¿Pinzas de ropa? —susurro.

—Se pueden hacer muchas cosas con pinzas de ropa.

Sus ojos arden.

Me inclino sobre el cajón y lo cierro.

—¿Eso es todo?

Christian parece divertido.

—No.

Abro el cuarto cajón y descubro un amasijo de cuero y correas. Tiro de una de las correas… y compruebo que lleva una bola atada.

—Una mordaza de bola. Para que estés callada —dice Christian, que sigue divirtiéndose.

—Límite tolerable —musito.

—Lo recuerdo —dice—. Pero puedes respirar. Los dientes se clavan en la bola.

Me quita la mordaza y simula con los dedos una boca mordiendo la bola.

—¿Tú has usado alguna de estas? —pregunto.

Se queda muy quieto y me mira.

—Sí.

—¿Para acallar tus gritos?

Cierra los ojos, creo que con gesto exasperado.

—No, no son para eso.

¿Ah?

—Es un tema de control, Anastasia. ¿Sabes lo indefensa que te sentirías si estuvieras atada y no pudieras hablar? ¿El grado de confianza que deberías mostrar, sabiendo que yo tengo todo ese poder sobre ti? ¿Que yo debería interpretar tu cuerpo y tu reacción, en lugar de oír tus palabras? Eso te hace más dependiente, y me da a mí el control absoluto.

Trago saliva.

—Suena como si lo echaras de menos.

—Es lo que conozco —murmura.

Tiene los ojos muy abiertos y serios, y la atmósfera entre los dos ha cambiado, como si ahora se estuviera confesando.

—Tú tienes poder sobre mí. Ya lo sabes —susurro.

—¿Lo tengo? Tú me haces sentir… vulnerable.

—¡No! —Oh, Cincuenta…—. ¿Por qué?

—Porque tú eres la única persona que conozco que puede realmente hacerme daño.

Alarga la mano y me recoge un mechón de pelo por detrás de la oreja.

—Oh, Christian… esto es así tanto para ti como para mí. Si tú no me quisieras…

Me estremezco, y bajo la vista hacia mis dedos entrelazados. Ahí radica mi otra gran duda sobre nosotros. Si él no estuviera tan… destrozado, ¿me querría? Sacudo la cabeza. Debo intentar no pensar en eso.

—Lo último que quiero es hacerte daño. Yo te amo —murmuro, y alargo las manos para pasarle los dedos sobre las patillas y acariciarle con dulzura las mejillas. Él inclina la cara para acoger esa caricia. Arroja la mordaza en el cajón y, rodeándome por la cintura, me atrae hacia él.

—¿Hemos terminado ya con la exposición teórica? —pregunta con voz suave y seductora.

Sube la mano por mi espalda hasta la nuca.

—¿Por qué? ¿Qué querías hacer?

Se inclina y me besa tiernamente, y yo, aferrada a sus brazos, siento que me derrito.

—Ana, hoy han estado a punto de agredirte.

Su tono de voz es dulce, pero cauteloso.

—¿Y? —pregunto, gozando de su proximidad y del tacto de su mano en mi espalda.

Él echa la cabeza hacia atrás y me mira con el ceño fruncido.

—¿Qué quieres decir con «Y»? —replica.

Contemplo su rostro encantador y malhumorado.

—Christian, estoy bien.

Me rodea entre sus brazos aún más fuerte.

—Cuando pienso en lo que podría haber pasado —murmura, y hunde la cara en mi pelo.

—¿Cuándo aprenderás que soy más fuerte de lo que aparento? —susurro para tranquilizarle, pegada a su cuello, inhalando su delicioso aroma.

No hay nada en este mundo como estar entre los brazos de Christian.

—Sé que eres fuerte —musita en tono pensativo.

Me besa el pelo, pero entonces, para mi gran decepción, me suelta. ¿Ah?

Me inclino y saco otro artilugio del cajón abierto: varias esposas sujetas a una barra. Lo levanto.

—Esto —dice Christian, y se le oscurece la mirada— es una barra separadora, con sujeciones para los tobillos y las muñecas.

—¿Cómo funciona? —pregunto, realmente intrigada.

—¿Quieres que te lo enseñe? —musita sorprendido, y cierra los ojos un momento.

Le miro. Cuando abre los ojos, centellean.

—Sí. Quiero una demostración. Me gusta estar atada —susurro, mientras la diosa que llevo dentro salta con pértiga desde el búnker a su
chaise longue
.

—Oh, Ana —murmura.

De repente parece afligido.

—¿Qué?

—Aquí no.

—¿Qué quieres decir?

—Te quiero en mi cama, no aquí.

Coge la barra, me toma de la mano y me hace salir rápidamente del cuarto.

¿Por qué nos vamos? Echo un vistazo a mi espalda al salir.

—¿Por qué no aquí?

Christian se para en la escalera y me mira fijamente con expresión grave.

—Ana, puede que tú estés preparada para volver ahí dentro, pero yo no. La última vez que estuvimos ahí, tú me abandonaste. Te lo he repetido muchas veces, ¿cuándo lo entenderás?

Frunce el ceño y me suelta para poder gesticular con la mano libre.

—Mi actitud ha cambiado totalmente a consecuencia de aquello. Mi forma de ver la vida se ha modificado radicalmente. Ya te lo he dicho. Lo que no te he dicho es… —Se para y se pasa la mano por el pelo, buscando las palabras adecuadas—. Yo soy como un alcohólico rehabilitado, ¿vale? Es la única comparación que se me ocurre. La compulsión ha desaparecido, pero no quiero enfrentarme a la tentación. No quiero hacerte daño.

Parece tan lleno de remordimiento, que en ese momento me invade un dolor agudo y persistente. ¿Qué le he hecho a este hombre? ¿He mejorado su vida? Él era feliz antes de conocerme, ¿no es cierto?

—No puedo soportar hacerte daño, porque te quiero —añade, mirándome fijamente con expresión de absoluta sinceridad, como un niño pequeño que dice una verdad muy simple.

Muestra un aire completamente inocente, que me deja sin aliento. Le adoro más que a nada ni a nadie. Amo a este hombre incondicionalmente.

Me lanzo a sus brazos con tanta fuerza que tiene que soltar lo que lleva para cogerme, y le empujo contra la pared. Le sujeto la cara entre las manos, acerco sus labios a los míos y saboreo su sorpresa cuando le meto la lengua en la boca. Estoy en un escalón por encima del suyo: ahora estamos al mismo nivel, y me siento eufórica de poder. Le beso apasionadamente, enredando los dedos en su cabello, y quiero tocarle, por todas partes, pero me reprimo consciente de su temor. A pesar de todo, mi deseo brota, ardoroso y contundente, floreciendo desde lo más profundo. Él gime y me sujeta por los hombros para apartarme.

—¿Quieres que te folle en las escaleras? —murmura con la respiración entrecortada—. Porque lo haré ahora mismo.

—Sí —musito, y estoy segura de que mi oscura mirada de deseo es igual a la suya.

Me fulmina con sus ojos, entreabiertos e impetuosos.

—No. Te quiero en mi cama.

De pronto me carga sobre sus hombros y yo reacciono con un chillido estridente, y él me da un cachete fuerte en el trasero, y yo chillo otra vez. Se dispone a bajar las escaleras, pero antes se agacha para recoger del suelo la barra separadora.

La señora Jones sale del cuarto de servicio cuando atravesamos el pasillo. Nos sonríe, y yo la saludo boca abajo, con expresión de disculpa. No creo que Christian se haya percatado siquiera de su presencia.

Al llegar al dormitorio, me deja de pie en el suelo y tira la barra sobre la cama.

—Yo no creo que vayas a hacerme daño —susurro.

—Yo tampoco creo que vaya a hacerte daño —dice.

Me coge la cabeza entre las manos y me besa larga e intensamente, encendiéndome la sangre ya inflamada.

—Te deseo tanto —murmura jadeando junto a mi boca—. ¿Estás segura de esto… después de lo de hoy?

—Sí. Yo también te deseo. Quiero desnudarte.

Estoy impaciente por tocarle… mis dedos se mueren por acariciarle.

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