Cincuenta sombras más oscuras (44 page)

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Authors: E. L. James

Tags: #Erótico, #Romántico

BOOK: Cincuenta sombras más oscuras
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Él se inclina sobre mí. En su boca se dibuja la ironía, pero sus ojos grises arden, quizá dolidos. Oh, no.

Usando los nudillos, me seca cuidadosamente una lágrima perdida.

—¿Mi proposición le hace gracia, señorita Steele?

¡Oh, Cincuenta! Alargo la mano y le acaricio la mejilla con cariño, deleitándome en el tacto de su barba incipiente bajo mis dedos. Dios, amo a este hombre.

—Señor Grey… Christian. Tu sentido de la oportunidad es sin duda…

Cuando me fallan las palabras, le miro.

Él sonríe, pero las arrugas en torno a sus ojos revelan su consternación. La situación se torna grave.

—Eso me ha dolido en el alma, Ana. ¿Te casarás conmigo?

Me siento, apoyo las manos en sus rodillas y me inclino sobre él. Miro fijamente su adorable rostro.

—Christian, me he encontrado a la loca de tu ex con una pistola, me han echado de mi propio apartamento, me ha caído encima la bomba Cincuenta…

Él abre la boca para hablar, pero yo levanto una mano. Y, obedientemente, la cierra.

—Acabas de revelarme una información sobre ti mismo que, francamente, resulta bastante impactante, y ahora me has pedido que me case contigo.

Él mueve la cabeza a un lado y a otro, como si analizara los hechos. Parece divertido. Gracias a Dios.

—Sí, creo que es un resumen bastante adecuado de la situación —dice con sequedad.

—¿Y qué pasó con lo de aplazar la gratificación?

—Lo he superado, y ahora soy un firme defensor de la gratificación inmediata.
Carpe diem
, Ana —susurra.

—Mira, Christian, hace muy poco que te conozco y necesito saber mucho más de ti. He bebido demasiado, estoy hambrienta y cansada y quiero irme a la cama. Tengo que considerar tu proposición, del mismo modo que consideré el contrato que me ofreciste. Y además —aprieto los labios para expresar contrariedad, pero también para aligerar la tensión en el ambiente—, no ha sido la propuesta más romántica del mundo.

Él inclina la cabeza a un lado y en sus labios se dibuja una sonrisa.

—Buena puntualización, como siempre, señorita Steele —afirma con un deje de alivio en la voz—. ¿O sea que esto es un no?

Suspiro.

—No, señor Grey, no es un no, pero tampoco es un sí. Haces esto únicamente porque estás asustado y no confías en mí.

—No, hago esto porque finalmente he conocido a alguien con quien quiero pasar el resto de mi vida.

Oh. Noto un pálpito en el corazón y siento que me derrito por dentro. ¿Cómo es capaz, en medio de las más extrañas situaciones, de decir cosas tan románticas? Abro la boca, sin dar crédito.

—Nunca creí que esto pudiera sucederme a mí —continúa, y su expresión irradia pura sinceridad.

Yo le miro boquiabierta, buscando las palabras apropiadas.

—¿Puedo pensármelo… por favor? ¿Y pensar en todo el resto de las cosas que han pasado hoy? ¿En lo que acabas de decirme? Tú me pediste paciencia y fe. Bien, pues yo te pido lo mismo, Grey. Ahora las necesito yo.

Sus ojos buscan los míos y, al cabo de un momento, se inclina y me recoge un mechón de pelo detrás de la oreja.

—Eso puedo soportarlo. —Me besa fugazmente en los labios—. No muy romántico, ¿eh? —Arquea las cejas, y yo hago un gesto admonitorio con la cabeza—. ¿Flores y corazones? —pregunta bajito.

Asiento y me sonríe vagamente.

—¿Tienes hambre?

—Sí.

—No has comido —dice con mirada gélida y la mandíbula tensa.

—No, no he comido. —Vuelvo a sentarme sobre los talones y le miro tranquilamente—. Que me echaran de mi apartamento, después de ver a mi novio interactuando íntimamente con una de sus antiguas sumisas, me quitó bastante el apetito.

Christian sacude la cabeza y se pone de pie ágilmente. Ah, por fin podemos levantarnos del suelo. Me tiende la mano.

—Deja que te prepare algo de comer —dice.

—¿No podemos irnos a la cama sin más? —musito con aire fatigado al darle la mano.

Él me ayuda a levantarme. Estoy entumecida. Baja la vista y me mira con dulzura.

—No, tienes que comer. Vamos. —El dominante Christian ha vuelto, lo cual resulta un alivio.

Me lleva a un taburete de la barra en la zona de la cocina, y luego se acerca a la nevera. Consulto el reloj: son casi las once y media, y tengo que levantarme pronto para ir a trabajar.

—Christian, la verdad es que no tengo hambre.

Él no hace caso y rebusca en el enorme frigorífico.

—¿Queso? —pregunta.

—A esta hora, no.

—¿Galletitas saladas?

—¿De la nevera? No —replico.

Él se da la vuelta y me sonríe.

—¿No te gustan las galletitas saladas?

—A las once y media no, Christian. Me voy a la cama. Tú si quieres puedes pasarte el resto de la noche rebuscando en la nevera. Yo estoy cansada, y he tenido un día de lo más intenso. Un día que me gustaría olvidar.

Bajo del taburete y él me pone mala cara, pero ahora mismo no me importa. Quiero irme a la cama; estoy exhausta.

—¿Macarrones con queso?

Levanta un bol pequeño tapado con papel de aluminio, con una expresión esperanzada que resulta entrañable.

—¿A ti te gustan los macarrones con queso? —pregunto.

Él asiente entusiasmado, y se me derrite el corazón. De pronto parece muy joven. ¿Quién lo habría dicho? A Christian Grey le gusta la comida de menú infantil.

—¿Quieres un poco? —pregunta esperanzado.

Soy incapaz de resistirme a él, y además tengo mucha hambre.

Asiento y le dedico una débil sonrisa. Su cara de satisfacción resulta fascinante. Retira el papel de aluminio del bol y lo mete en el microondas. Vuelvo a sentarme en el taburete y contemplo la hermosa estampa del señor Grey —el hombre que quiere casarse conmigo— moviéndose con elegante soltura por su cocina.

—¿Así que sabes utilizar el microondas? —le digo en un suave tono burlón.

—Suelo ser capaz de cocinar algo, siempre que venga envasado. Con lo que tengo problemas es con la comida de verdad.

No puedo creer que este sea el mismo hombre que estaba de rodillas ante mí hace menos de media hora. Es su carácter voluble habitual. Coloca platos, cubiertos y manteles individuales sobre la barra del desayuno.

—Es muy tarde —comento.

—No vayas a trabajar mañana.

—He de ir a trabajar mañana. Mi jefe se marcha a Nueva York.

Christian frunce el ceño.

—¿Quieres ir allí este fin de semana?

—He consultado la predicción del tiempo y parece que va a llover —digo negando con la cabeza.

—Ah. Entonces, ¿qué quieres hacer?

El timbre del microondas anuncia que nuestra cena ya está caliente.

—Ahora mismo lo único que quiero es vivir el día a día. Todas estas emociones son… agotadoras.

Levanto una ceja y le miro, cosa que él ignora prudentemente.

Christian deja el bol blanco entre nuestros platos y se sienta a mi lado. Parece absorto en sus pensamientos, distraído. Yo sirvo los macarrones para ambos. Huelen divinamente y se me hace la boca agua ante la expectativa. Estoy muerta de hambre.

—Siento lo de Leila —murmura.

—¿Por qué lo sientes?

Mmm, los macarrones saben tan bien como huelen. Y mi estómago lo agradece.

—Para ti debe de haber sido un impacto terrible encontrártela en tu apartamento. Taylor lo había registrado antes personalmente. Está muy disgustado.

—Yo no culpo a Taylor.

—Yo tampoco. Ha estado buscándote.

—¿Ah, sí? ¿Por qué?

—Yo no sabía dónde estabas. Te dejaste el bolso, el teléfono. Ni siquiera podía localizarte. ¿Dónde fuiste? —pregunta.

Habla con mucha suavidad, pero en sus palabras subyace una carga ominosa.

—Ethan y yo fuimos a un bar de la acera de enfrente. Para que yo pudiera ver lo que ocurría, simplemente.

—Ya.

La atmósfera entre los dos ha cambiado de forma muy sutil. Ya no es tan liviana.

Ah, muy bien, de acuerdo… yo también puedo jugar a este juego. Así que esta voy a devolvértela, Cincuenta. Y tratando de sonar despreocupada, queriendo satisfacer la curiosidad que me corroe pero temerosa de la respuesta, le pregunto:

—¿Y qué hiciste con Leila en el apartamento?

Levanto la vista, le miro, y él deja suspendido en el aire el tenedor con los macarrones. Oh, no, esto no presagia nada bueno.

—¿De verdad quieres saberlo?

Se me forma un nudo en el estómago y de golpe se me quita el apetito.

—Sí —susurro.

¿Eso quieres? ¿De verdad? Mi subconsciente ha tirado al suelo la botella de ginebra y se ha incorporado muy erguida en su butaca, mirándome horrorizada.

Christian vacila y su boca se convierte en una fina línea.

—Hablamos, y luego la bañé. —Su voz suena ronca, y, al ver que no reacciono, se apresura a continuar—: Y la vestí con ropa tuya. Espero que no te importe. Pero es que estaba mugrienta.

Por Dios santo. ¿La bañó?

Qué gesto tan extraño e inapropiado… La cabeza me da vueltas y miro fijamente los macarrones que no me he comido. Y ahora esa imagen me produce náuseas.

Intenta racionalizarlo, me aconseja mi subconsciente. Aunque la parte serena e intelectual de mi cerebro sabe que lo hizo simplemente porque estaba sucia, me resulta demasiado duro. Mi ser frágil y celoso no es capaz de soportarlo.

De pronto tengo ganas de llorar: no de sucumbir a ese llanto de damisela que surca con decoro mis mejillas, sino a ese otro que aúlla a la luna. Inspiro profundamente para reprimir el impulso, pero esas lágrimas y esos sollozos reprimidos me arden en la garganta.

—No podía hacer otra cosa, Ana —dice él en voz baja.

—¿Todavía sientes algo por ella?

—¡No! —contesta horrorizado, y cierra los ojos con expresión de angustia.

Yo aparto la mirada y la bajo otra vez a mi nauseabunda comida. No soy capaz de mirarle.

—Verla así… tan distinta, tan destrozada. La atendí, como habría hecho con cualquier otra persona.

Se encoge de hombros como para librarse de un recuerdo desagradable. Vaya, ¿y encima espera que le compadezca?

—Ana, mírame.

No puedo. Sé que si lo hago, me echaré a llorar. No puedo digerir todo esto. Soy como un depósito rebosante de gasolina, lleno, desbordado. Ya no hay espacio para más. Sencillamente no puedo soportar más toda esta angustia. Si lo intento, arderé y explotaré y será muy desagradable. ¡Dios!

La imagen aparece en mi mente: Christian ocupándose de un modo tan íntimo de su antigua sumisa. Bañándola, por Dios santo… desnuda. Un estremecimiento de dolor recorre mi cuerpo.

—Ana.

—¿Qué?

—No pienses en eso. No significa nada. Fue como cuidar de un niño, un niño herido, destrozado —musita.

¿Qué demonios sabrá él de cuidar niños? Esa era una mujer con la que tuvo una relación sexual devastadora y perversa.

Ay, esto duele… Respiro firme y profundamente. O tal vez se refiera a sí mismo. Él es el niño destrozado. Eso tiene más lógica… o quizá no tenga la menor lógica. Oh, todo esto es tan terriblemente complicado, y de pronto me siento exhausta. Necesito dormir.

—¿Ana?

Me levanto, llevo mi plato al fregadero y tiro los restos de comida a la basura.

—Ana, por favor.

Doy media vuelta y le miro.

—¡Basta ya, Christian! ¡Basta ya de «Ana, por favor»! —le grito, y las lágrimas empiezan a correr por mis mejillas—. Ya he tenido bastante de toda esa mierda por hoy. Me voy a la cama. Estoy cansada física y emocionalmente. Déjame.

Giro sobre mis talones y prácticamente echo a correr hacia el dormitorio, llevándome conmigo el recuerdo de sus ojos abiertos mirándome atónitos. Es agradable saber que yo también soy capaz de perturbarle. Me desvisto en un santiamén, y después de rebuscar en su cómoda, saco una de sus camisetas y me dirijo al baño.

Me observo en el espejo y apenas reconozco a la bruja demacrada de mejillas enrojecidas y ojos irritados que me devuelve la mirada, y esa imagen me supera. Me derrumbo en el suelo y sucumbo a esa abrumadora emoción que ya no puedo contener, estallando en tremendos sollozos que me desgarran el pecho, y dejando por fin que las lágrimas se desborden libremente.

15

Eh… —dice Christian con ternura, y me abraza—. Por favor, Ana, no llores, por favor —suplica.

Está en el suelo del baño, y yo en su regazo. Le rodeo con los brazos y lloro pegada a su cuello. Él susurra bajito junto a mi pelo y me acaricia suavemente la espalda, la cabeza.

—Lo siento, cariño —murmura.

Finalmente, cuando ya no me quedan lágrimas, Christian se levanta cogiéndome en brazos, me lleva a su habitación y me tumba sobre la cama. Al cabo de unos segundos le tengo a mi lado y las luces están apagadas. Me rodea entre sus brazos y me abraza fuerte, y por fin me sumo en un sueño oscuro y agitado.

* * *

Me despierto de golpe. Tengo la cabeza embotada y demasiado calor. Christian está aferrado a mí como la hiedra. Gruñe suavemente en sueños mientras me libero de sus brazos, pero no se despierta. Me incorporo y echo un vistazo al despertador. Son las tres de la madrugada. Necesito un analgésico y beber algo. Saco las piernas de la cama y me dirijo a la cocina.

Encuentro un envase de zumo de naranja en la nevera y me sirvo un vaso. Mmm… está delicioso, y el embotamiento mental desaparece al instante. Rebusco en los cajones algún calmante y al final doy con una caja de plástico llena de medicamentos. Me tomo dos analgésicos y me sirvo otro vaso de zumo de naranja.

Me acerco a la enorme pared acristalada y contemplo cómo duerme Seattle. Las luces brillan y parpadean a los pies del castillo de Christian en el cielo, ¿o debería decir fortaleza? Presiono la frente contra el frío cristal, y siento cierto alivio. Tengo tanto en lo que pensar después de todas las revelaciones de ayer. Apoyo la espalda en el vidrio y me deslizo hasta el suelo. El salón en penumbra se ve inmenso y tenebroso, con la única luz procedente de las tres lámparas suspendidas sobre la isla de la cocina.

¿Podría vivir aquí, casada con Christian? ¿Después de todo lo que él ha hecho entre estas paredes? ¿Con toda esa carga de su pasado que alberga este lugar?

Matrimonio… Resulta algo casi inconcebible y totalmente inesperado. Pero también es verdad que todo lo referido a Christian es inesperado. Y, ante esa evidencia, aparece en mis labios una sonrisa irónica. Christian Grey, esperar lo inesperado… las cincuenta sombras de una existencia destrozada.

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