Me termino la cerveza en un tiempo récord, y Ethan me pasa otra. No soy muy buena compañía esta noche, pero aun así él se queda conmigo charlando e intentando levantarme el ánimo, y me habla de Barbados y de las payasadas de Kate y Elliot, lo cual es una maravillosa distracción. Pero solo es eso… una distracción.
Mi mente, mi corazón, mi alma siguen todavía en ese apartamento con mi Cincuenta Sombras y la mujer que había sido su sumisa. Una mujer que cree que todavía le ama. Una mujer que se parece a mí.
Mientras nos bebemos la tercera cerveza, un enorme vehículo con los vidrios ahumados aparca junto al Audi delante del edificio. Reconozco al doctor Flynn, que baja acompañado de una mujer vestida con una especie de bata azul claro. Atisbo a Taylor, que les hace entrar por la puerta principal.
—¿Quién es ese? —pregunta Ethan.
—Es el doctor Flynn. Christian le conoce.
—¿Qué tipo de doctor es?
—Psiquiatra.
—Ah.
Ambos seguimos observando y, al cabo de unos minutos, vuelven a salir. Christian lleva a Leila, que va envuelta en una manta. ¿Qué? Veo con horror cómo suben al vehículo y se alejan a toda velocidad.
Ethan me mira con expresión compasiva, y yo me siento desolada, totalmente desolada.
—¿Puedo tomar algo más fuerte? —le pregunto a Ethan, sin voz apenas.
—Claro. ¿Qué te apetece?
—Un brandy. Por favor.
Ethan asiente y se acerca a la barra. Yo miro por la ventana hacia la puerta principal. Al cabo de un momento, Taylor sale, se sube al Audi y se dirige hacia el Escala… ¿siguiendo a Christian? No lo sé.
Ethan me planta delante una gran copa de brandy.
—Venga, Steele. Vamos a emborracharnos.
Me parece la mejor proposición que me han hecho últimamente. Brindamos, bebo un trago del líquido ardiente y ambarino, y agradezco esa intensa sensación de calor que me evade del espantoso dolor que brota en mi corazón.
* * *
Es tarde y me siento bastante aturdida. Ethan y yo no tenemos llaves para entrar en mi apartamento. Él insiste en acompañarme caminando hasta el Escala, aunque él no se quedará. Ha telefoneado al amigo al que se encontró antes y con el que se tomó una copa, y han quedado que dormirá en su casa.
—Así que es aquí donde vive el magnate.
Ethan silba, impresionado.
Asiento.
—¿Seguro que no quieres que me quede contigo? —pregunta.
—No, tengo que enfrentarme a esto… o simplemente acostarme.
—¿Nos vemos mañana?
—Sí. Gracias, Ethan.
Le doy un abrazo.
—Todo saldrá bien, Steele —me susurra al oído.
Me suelta y me observa mientras yo me dispongo a entrar en el edificio.
—Hasta luego —grita.
Yo le dedico una media sonrisa y le hago un gesto de despedida, y después pulso el botón para llamar al ascensor.
Salgo del ascensor y entro al piso de Christian. Taylor no me está esperando, lo cual es inusual. Abro la doble puerta y voy hacia el salón. Christian está al teléfono, caminando nervioso junto al piano.
—Ya está aquí —espeta. Se da la vuelta para mirarme y cuelga el teléfono—. ¿Dónde coño estabas? —gruñe, pero no se acerca.
¿Está enfadado conmigo? ¿Él es el que acaba de pasar Dios sabe cuánto tiempo con su ex novia lunática, y está enfadado conmigo?
—¿Has estado bebiendo? —pregunta, consternado.
—Un poco.
No creía que fuera tan obvio.
Gime y se pasa la mano por el pelo.
—Te dije que volvieras aquí —dice en voz baja, amenazante—. Son las diez y cuarto. Estaba preocupado por ti.
—Fui a tomar una copa, o tres, con Ethan, mientras tú atendías a tu ex —le digo entre dientes—. No sabía cuánto tiempo ibas a estar… con ella.
Entorna los ojos y da unos cuantos pasos hacia mí, pero se detiene.
—¿Por qué lo dices en ese tono?
Me encojo de hombros y me miro los dedos.
—Ana, ¿qué pasa?
Y por primera vez detecto en su voz algo distinto a la ira. ¿Qué es? ¿Miedo?
Trago saliva, intentando decidir qué decir.
—¿Dónde está Leila?
Alzo la mirada hacia él.
—En un hospital psiquiátrico de Fremont —dice con expresión escrutadora—. Ana, ¿qué pasa? —Se acerca hasta situarse justo delante de mí—. ¿Cuál es el problema? —musita.
Niego con la cabeza.
—Yo no soy buena para ti.
—¿Qué? —murmura, y abre los ojos, alarmado—. ¿Por qué piensas eso? ¿Cómo puedes pensar eso?
—Yo no puedo ser todo lo que tú necesitas.
—Tú eres todo lo que necesito.
—Solo verte con ella… —se me quiebra la voz.
—¿Por qué me haces esto? Esto no tiene que ver contigo, Ana. Sino con ella. —Inspira profundamente, y vuelve a pasarse la mano por el pelo—. Ahora mismo es una chica muy enferma.
—Pero yo lo sentí… lo que teníais juntos.
—¿Qué? No.
Intenta tocarme y yo retrocedo instintivamente. Deja caer la mano y se me queda mirando. Se le ve atenazado por el pánico.
—¿Vas a marcharte? —murmura con los ojos muy abiertos por el miedo.
Yo no digo nada mientras intento reordenar el caos de mi mente.
—No puedes hacerlo —suplica.
—Christian… yo…
Lucho por aclarar mis ideas. ¿Qué intento decir? Necesito tiempo, tiempo para asimilar todo esto. Dame tiempo.
—¡No, no! —dice él.
—Yo…
Mira con desenfreno alrededor de la estancia buscando… ¿qué? ¿Una inspiración? ¿Una intervención divina? No lo sé.
—No puedes irte, Ana. ¡Yo te quiero!
—Yo también te quiero, Christian, es solo que…
—¡No, no! —dice desesperado, y se lleva las manos a la cabeza.
—Christian…
—No —susurra, y en sus ojos muy abiertos brilla el pánico.
De repente cae de rodillas ante mí, con la cabeza gacha, y las manos extendidas sobre los muslos. Inspira profundamente y se queda muy quieto.
¿Qué?
—Christian, ¿qué estás haciendo?
Él sigue mirando al suelo, no a mí.
—¡Christian! ¿Qué estás haciendo? —repito con voz estridente. Él no se mueve—. ¡Christian, mírame! —ordeno aterrada.
Él levanta la cabeza sin dudarlo, y me mira pasivamente con sus fríos ojos grises: parece casi sereno… expectante.
Dios santo… Christian. El sumiso.
Christian postrado de rodillas a mis pies, reteniéndome con la firmeza de su mirada gris, es la visión más solemne y escalofriante que he contemplado jamás… más que Leila con su pistola. El leve aturdimiento producido por el alcohol se esfuma al instante, sustituido por una creciente sensación de fatalidad. Palidezco y se me eriza todo el vello.
Inspiro profundamente, conmocionada. No. No, esto es un error, un error muy grave y perturbador.
—Christian, por favor, no hagas esto. Esto no es lo que quiero.
Él sigue mirándome con total pasividad, sin moverse, sin decir nada.
Oh, Dios. Mi pobre Cincuenta. Se me encoge el corazón. ¿Qué demonios le he hecho? Las lágrimas que pugnan por brotar me escuecen en los ojos.
—¿Por qué haces esto? Háblame —musito.
Él parpadea una vez.
—¿Qué te gustaría que dijera? —dice en voz baja, inexpresiva, y el hecho de que hable me alivia momentáneamente, pero así no…
No. ¡No!
Las lágrimas empiezan a correr por mis mejillas, y de repente me resulta insoportable verle en la misma posición postrada que la de esa criatura patética que era Leila. La imagen de un hombre poderoso, que en realidad sigue siendo un muchacho, que sufrió terribles abusos y malos tratos, que se considera indigno del amor de su familia perfecta y de su mucho menos perfecta novia… mi chico perdido… La imagen es desgarradora.
Compasión, vacío, desesperación, todo eso inunda mi corazón, y siento una angustia asfixiante. Voy a tener que luchar para recuperarle, para recuperar a mi Cincuenta.
Pensar en que yo pueda ejercer la dominación sobre alguien me resulta atroz. Pensar en que yo ejerza la dominación sobre Christian es sencillamente repugnante. Eso me convertiría en alguien como ella: la mujer que le hizo esto a él.
Al pensar en eso, me estremezco y contengo la bilis que siento subir por mi garganta. Es inconcebible que yo haga eso. Es inconcebible que desee eso.
A medida que se me aclaran las ideas, veo cuál es el único camino: sin dejar de mirarle a los ojos, caigo de rodillas frente a él.
Siento la madera dura contra mis espinillas, y me seco las lágrimas con el dorso de la mano.
Así, ambos somos iguales. Estamos al mismo nivel. Este es el único modo de recuperarle.
Él abre los ojos imperceptiblemente cuando alzo la vista y le miro, pero, aparte de eso, ni su expresión ni su postura cambian.
—Christian, no tienes por qué hacer esto —suplico—. Yo no voy a dejarte. Te lo he dicho y te lo he repetido cientos de veces. No te dejaré. Todo esto que ha pasado… es abrumador. Lo único que necesito es tiempo para pensar… tiempo para mí. ¿Por qué siempre te pones en lo peor?
Se me encoge nuevamente el corazón, porque sé la razón: porque es inseguro, y está lleno de odio hacia sí mismo.
Las palabras de Elena vuelven a resonar en mi mente: «¿Sabe ella lo negativo que eres contigo mismo? ¿En todos los aspectos?».
Oh, Christian. El miedo atenaza de nuevo mi corazón y empiezo a balbucear:
—Iba a sugerir que esta noche volvería a mi apartamento. Nunca me dejas tiempo… tiempo para pensar las cosas. —Rompo a sollozar, y en su cara aparece la levísima sombra de un gesto de disgusto—. Simplemente tiempo para pensar. Nosotros apenas nos conocemos, y toda esa carga que tú llevas encima… yo necesito… necesito tiempo para analizarla. Y ahora que Leila está… bueno, lo que sea que esté… que ya no anda por ahí y ya no es un peligro… pensé… pensé…
Se me quiebra la voz y le miro fijamente. Él me observa intensamente y creo que me está escuchando.
—Verte con Leila… —cierro los ojos ante el doloroso recuerdo de verle interactuando con su antigua sumisa—… me ha impactado terriblemente. Por un momento he atisbado cómo había sido tu vida… y… —Bajo la vista hacia mis dedos entrelazados. Mis mejillas siguen inundadas de lágrimas—. Todo esto es porque siento que yo no soy suficiente para ti. He comprendido cómo era tu vida, y tengo mucho miedo de que termines aburriéndote de mí y entonces me dejes… y yo acabe siendo como Leila… una sombra. Porque yo te quiero, Christian, y si me dejas, será como si el mundo perdiera la luz. Y me quedaré a oscuras. Yo no quiero dejarte. Pero tengo tanto miedo de que tú me dejes…
Mientras le digo todo eso, con la esperanza de que me escuche, me doy cuenta de cuál es mi verdadero problema. Simplemente no entiendo por qué le gusto. Nunca he entendido por qué le gusto.
—No entiendo por qué te parezco atractiva —murmuro—. Tú eres… bueno, tú eres tú… y yo soy… —Me encojo de hombros y le miro—. Simplemente no lo entiendo. Tú eres hermoso y sexy y triunfador y bueno y amable y cariñoso… todas esas cosas… y yo no. Y yo no puedo hacer las cosas que a ti te gusta hacer. Yo no puedo darte lo que necesitas. ¿Cómo puedes ser feliz conmigo? —Mi voz se convierte en un susurro que expresa mis más oscuros miedos—. Nunca he entendido qué ves en mí. Y verte con ella no ha hecho más que confirmarlo.
Sollozo y me seco la nariz con el dorso de la mano, contemplando su expresión impasible.
Oh, es tan exasperante. ¡Habla conmigo, maldita sea!
—¿Vas a quedarte aquí arrodillado toda la noche? Porque yo haré lo mismo —le espeto con cierta dureza.
Creo que suaviza el gesto… incluso parece vagamente divertido. Pero es muy difícil saberlo.
Podría acercarme y tocarle, pero eso sería abusar de forma flagrante de la posición en la que él me ha colocado. Yo no quiero eso, pero no sé qué quiere él, o qué intenta decirme. Simplemente no lo entiendo.
—Christian, por favor, por favor… háblame —le ruego, mientras retuerzo las manos sobre el regazo.
Aunque estoy incómoda sobre mis rodillas, sigo postrada, mirando esos ojos grises, serios, preciosos, y espero.
Y espero.
Y espero.
—Por favor —suplico una vez más.
De pronto, su intensa mirada se oscurece y parpadea.
—Estaba tan asustado —murmura.
¡Oh, gracias a Dios! Mi subconsciente vuelve a recostarse en su butaca, suspirando de alivio, y se bebe un buen trago de ginebra.
¡Está hablando! La gratitud me invade y trago saliva intentando contener la emoción y las lágrimas que amenazan con volver a brotar.
Su voz es tenue y suave.
—Cuando vi llegar a Ethan, supe que otra persona te había dejado entrar en tu apartamento. Taylor y yo bajamos del coche de un salto. Sabíamos que se trataba de ella, y verla allí de ese modo, contigo… y armada. Creo que me sentí morir. Ana, alguien te estaba amenazando… era la confirmación de mis peores miedos. Estaba tan enfurecido con ella, contigo, con Taylor, conmigo mismo…
Menea la cabeza, expresando su angustia.
—No podía saber lo desequilibrada que estaba. No sabía qué hacer. No sabía cómo reaccionaría. —Se calla y frunce el ceño—. Y entonces me dio una pista: parecía muy arrepentida. Y así supe qué tenía que hacer.
Se detiene y me mira, intentando sopesar mi reacción.
—Sigue —susurro.
Él traga saliva.
—Verla en ese estado, saber que yo podía tener algo que ver con su crisis nerviosa… —Cierra los ojos otra vez—. Leila fue siempre tan traviesa y vivaz…
Tiembla e inspira con dificultad, como si sollozara. Es una tortura escuchar todo esto, pero permanezco de rodillas, atenta, embebida en su relato.
—Podría haberte hecho daño. Y habría sido culpa mía.
Sus ojos se apagan, paralizados por el horror, y se queda de nuevo en silencio.
—Pero no fue así —susurro—, y tú no eras responsable de que estuviera en ese estado, Christian.
Le miro fijamente, animándole a continuar.
Entonces caigo en la cuenta de que todo lo que hizo fue para protegerme, y quizá también a Leila, porque también se preocupa por ella. Pero ¿hasta qué punto se preocupa por ella? No dejo de plantearme esa incómoda pregunta. Él dice que me quiere, pero me echó de mi propio apartamento con mucha brusquedad.
—Yo solo quería que te fueras —murmura, con su extraordinaria capacidad para leer mis pensamientos—. Quería alejarte del peligro y… Tú… no… te ibas —sisea entre dientes, y su exasperación es palpable.