Cianuro espumoso (26 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: Cianuro espumoso
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—Discutamos esa posibilidad. No faltaría más —dijo—. ¿Por qué Iris Marle?. Y, en tal caso, ¿por qué había ella de contarme espontáneamente lo de haber dejado caer el paquetito de cianuro debajo de la mesa?.

—Porque —dijo Race— sabía que Ruth Lessing le había visto hacerlo.

Anthony meditó sobre la respuesta. Por fin hizo un gesto de asentimiento.

—¡Vale! —dijo—. Prosiga. ¿Por qué sospechó de ella?.

—El móvil. A Rosemary le habían legado una fortuna en la que Iris no había de participar. Hasta es posible que durante muchos años la consumiera lo que ella consideraría una injusticia. Sabía que si Rosemary moría sin hijos, todo aquel dinero iría a parar a sus manos. Y Rosemary estaba deprimida, era desgraciada, acababa de pasar una gripe que la había dejado una depresión. Se hallaba precisamente en un estado en que fácilmente se admitiría la teoría de un suicidio sin vacilar.

—¡Adelante! —exclamó Anthony—. ¡Pinte a la muchacha como un monstruo!.

—No como un monstruo —dijo Race—. Había otra razón para que yo sospechara de ella... una razón que les parecerá un poco cogida por los pelos: Víctor Drake.

—¿Víctor Drake? —exclamó Anthony boquiabierto.

—Un mal bicho. Herencia. No en balde escuché a Lucilla Drake. Conozco la historia de la familia Marle. Víctor Drake, más que débil, es un verdadero malvado. La madre, de intelecto débil e incapaz de reflexionar. Héctor Marle, débil, vicioso y borracho. Rosemary, inestable desde el punto de vista emocional. Una historia de debilidad, vicio e inestabilidad. Causas que predisponen.

Anthony encendió un cigarrillo. Le temblaban las manos.

—¿No cree usted posible que de una planta débil... mala incluso, pueda salir una flor sana?.

—Claro que es posible. Pero no estoy muy seguro de que Iris Marle
sea
una flor sana.

—Y mi palabra de nada sirve —dijo Anthony muy despacio—, porque estoy enamorado de Iris. ¿George le enseñó las cartas y ella se asustó y lo mató?. Ésa es una idea, ¿no le parece?.

—Sí.
Cabría
la posibilidad del pánico en su caso.

—¿Cómo consiguió echar el veneno en la copa de George Barton?.

—Confieso que no lo sé.

—Me alegro de que haya algo que usted no sepa. —Anthony echó su silla hacia atrás y luego hacia delante. Sus ojos lanzaban destellos de ira y estaba de un humor peligroso—. ¡Hace falta valor para decírmelo a mí!.

—Lo sé —replicó Race serenamente—. Pero consideré que era preciso decirlo.

Kemp observó a los dos con interés pero no habló. Revolvió el té con la cucharilla, distraído.

—Está bien. —Anthony se irguió en su asiento—. Las cosas han cambiado. Ya no es cuestión de permanecer sentados bebiendo estas asquerosas infusiones y exponiendo teorías académicas. Éste caso
tiene
que resolverse.
Tenemos
que superar todas las dificultades y descubrir la verdad. Éste será mi trabajo, y lo haré de una manera o de otra. He de meditar sobre las cosas que no sabemos... porque, al saberlas, quedará todo aclarado.

«Volveré a plantear el problema. ¿Quién sabía que Rosemary había muerto asesinada?. ¿Quién escribió a George y se lo dijo?. ¿Por qué le escribieron?.» Y ahora los asesinatos en sí. Eliminemos el primero. Hace demasiado tiempo que se cometió y no sabemos exactamente lo ocurrido. Pero el segundo asesinato se cometió ante mis propios ojos.
Yo lo vi
. Por consiguiente, debiera saber
cómo
se llevó a cabo. El momento ideal para echarle cianuro en la copa a George fue durante el espectáculo... pero no es posible que lo pusieran entonces, porque bebió de la copa inmediatamente después. Yo le vi beber. Después de beber él, nadie puso nada en la copa, pero estaba llena de
cianuro
. No es posible que lo envenenaran,
pero
lo envenenaron. Había cianuro en su copa...
¡pero nadie pudo haberlo echado dentro!
. ¿Hacemos progresos?.

—No —dijo Kemp.

—Sí —lo contradijo—. El asunto ha entrado ahora en el campo de la prestidigitación. O en el terreno de una manifestación espiritista. Ahora voy a dar un breve resumen de mi teoría psíquica. Mientras bailábamos, el fantasma de Rosemary se cernió sobre la copa de George y dejó caer dentro una materialización de cianuro. Cualquier espíritu es capaz de fabricar cianuro con ectoplasma. George regresó y bebió a su salud y...
¡qué caramba!
.

Los otros dos le miraron con curiosidad. Anthony se había llevado las manos a la cabeza. Se mecía de un lado para otro, víctima, al parecer, de una gran angustia mental.

—Eso es... eso es —decía—, el bolso... el camarero...

—¿El camarero? —Kemp aguzó las orejas.

Anthony sacudió la cabeza.

—No, no. No quiero decir lo que usted quiere decir. Sí que creí antes que lo que necesitábamos era un camarero que no fuese camarero, sino un prestidigitador... un camarero que hubiera sido contratado el día anterior. En lugar de eso, tuvimos un camarero que siempre había sido camarero, un camarero que pertenecía a la dinastía real de camareros, un camarero seráfico, un camarero por encima de toda sospecha. Y sigue estando por encima de toda sospecha, pero ¡desempeñó su papel!. ¡Dios Santo, sí!. ¡Ya lo creo que desempeñó su papel...! Y un papel estelar, por añadidura.

Les miró fijamente.

—¿No se dan cuenta?. Un camarero hubiera podido envenenar el champán; pero
el camarero
no lo hizo. Nadie tocó la copa de George, pero George murió envenenado. Un artículo indeterminado. El artículo determinado. ¡La copa de George!. ¡George!. Dos cosas distintas. Y el dinero... ¡dinero a espuertas!. ¿Y quién sabe...?, quizás amor también. Me miran como si me creyeran loco. Vengan. Les enseñaré.

Echó la silla hacia atrás y se puso en pie de un brinco. Asió a Kemp de un brazo.

—Venga conmigo.

Kemp dirigió una mirada llena de sentimiento a su taza a medio beber.

—Hay que pagar —dijo.

—No, no. Volveremos en seguida. Vamos. He de enseñarle algo ahí fuera. ¡Vamos, Race!.

Apartó la mesa de un empujón y les llevó al vestíbulo.

—¿Ven ustedes esa cabina telefónica?.

—Sí.

Anthony se registró los bolsillos.

—Maldita sea, no tengo dos peniques sueltos. No importa. Ahora que lo pienso mejor, prefiero no hacerlo así. Volvamos.

Regresaron al café. Kemp entró primero, seguido de Race, y Anthony con la mano posada en el brazo del coronel.

Kemp tenía una expresión preocupada cuando se sentó y cogió la pipa. Sopló por ella y empezó luego a hurgarla con una horquilla que se sacó del bolsillo del chaleco.

Race miraba a Anthony intrigado. Tomó la taza y la apuró de un trago.

—¡Maldición! —exclamó con violencia—. ¡Tiene azúcar!.

Miró por encima de la mesa y vio aparecer en el rostro de Anthony una sonrisa de satisfacción.

—¡Vaya! —dijo Kemp al probar el contenido de su taza—. ¿Qué diablos es esto?.

—Café —dijo Anthony—. Y no creo que le guste. A mí no me ha gustado.

Capítulo XIII

Anthony tuvo la satisfacción de leer en los ojos de sus dos compañeros que ambos habían comprendido instantáneamente.

¡Le duró muy poco la satisfacción, sin embargo, porque le asaltó otro pensamiento con la fuerza de un golpe físico.

—¡Dios Santo...! —gritó—. ¡El coche!. ¡Qué imbécil fui!. ¡Qué idiota!. Me dijo que por poco la había atropellado un automóvil y apenas le hice caso. —Se puso en pie de un brinco—. ¡Vamos!. ¡Aprisa!.

—Aseguró que se iba directamente a su casa cuando salió de Scotland Yard —dijo Kemp.

—Sí. ¿Por qué no la acompañaría yo?.

—¿Quién está en la casa? —inquirió Race.

—Ruth Lessing estaba allí, aguardando a Mrs. Drake. ¡Es posible que las dos estén discutiendo los detalles del entierro aún!.

—Y discutiendo todo lo demás también, o no conozco a Mrs. Drake —dijo Race, y agregó bruscamente—: ¿Tiene Iris Marle algún otro pariente?.

—Que yo sepa, no.

—Creo comprender en qué dirección le llevan sus ideas y pensamientos. Pero... ¿es físicamente posible?.

—Creo que sí. Considere usted mismo lo mucho que se ha dado por sentado, basándose
en la palabra de una sola persona
.

Kemp estaba pagando la consumición. Los tres hombres salieron apresuradamente.

—¿Usted cree que miss Marle corre peligro inmediato? —preguntó Kemp.

—Sí que lo creo.

Anthony masculló una maldición y paró un taxi. Los tres subieron al coche y el conductor recibió la orden de dirigirse a Elvaston Square lo más a prisa posible.

—Aún no he hecho más que formarme una idea general —dijo Kemp lentamente—. ¿Elimina esto por completo a los Farraday?.

—Me alegro de eso por lo menos. Pero ¿es posible que haya otro atentado tan pronto?.

—Cuanto antes mejor —manifestó Race—. Antes de que hayamos tenido tiempo de empezar a pensar con la cabeza. A la tercera va la vencida. Iris Marle me dijo, delante de Mrs. Drake, que se casaría con usted tan pronto como usted quisiera.

Hablaba espasmódicamente, porque el conductor estaba siguiendo al pie de la letra sus instrucciones y doblaba esquinas y serpenteaba por entre el tráfico con verdadero entusiasmo.

Al llegar a Elvaston Square, se detuvo con una violenta sacudida delante de la casa.

Jamás había parecido más apacible aquella plaza.

Anthony se esforzó por recobrar su serenidad habitual.

—Como en las películas —murmuró—. Se siente uno como si estuviera haciendo el ridículo.

Pero se hallaba en el último escalón tocando el timbre cuando Kemp empezaba a subir el primero y Race pagaba el taxi.

La doncella abrió la puerta.

—¿Ha regresado miss Marle? —le preguntó con brusquedad.

Evans pareció sorprenderse.

—Oh, sí, señor. Llegó hace cosa de media hora.

Anthony exhaló un suspiro de alivio. Había tal tranquilidad en la casa y todo parecía tan normal, que se avergonzó de sus recientes y melodramáticos temores.

—¿Dónde está?.

—Supongo que en la sala, con Mrs. Drake.

Anthony asintió y subió rápidamente la escalera. Race y Kemp le siguieron.

En la placidez de la sala a media luz, Lucilla Drake registraba las gavetas de la mesa escritorio tan absorta y esperanzada como un perro perdiguero, sin dejar de murmurar: «¡Caramba, caramba!. ¿
Dónde
puse la cartera de Mrs. Marsham?. Vamos a ver...

—¿Dónde está Iris? —preguntó Anthony bruscamente.

Lucilla se volvió y se quedó mirándolo fijamente.

—¿Iris? Ella... ¡Usted perdone! —Se irguió—. ¿Me es lícito preguntarle
quién
es usted?.

Race se asomó por detrás del joven y el rostro de Lucilla se despejó. No vio al inspector Kemp, que fue el tercero en entrar en la sala.

—¡Oh, mi querido coronel Race!. ¡Cuánto le agradezco que haya venido!. Pero lástima que no hubiese estado aquí un poco antes. Me
hubiera gustado
consultarle algunos pormenores del entierro. ¡Es tan importante el consejo de un hombre!. Y la verdad, me sentí tan disgustada, como le dije a miss Lessing, que ni siquiera podía pensar... y he de reconocer que miss Lessing se mostró muy simpática y comprensiva por una vez y ofreció hacer todo lo que le fuera posible por quitarme esa carga de encima... Sólo que, como ella misma dijo muy razonablemente,
yo
era la persona más indicada para saber cuáles eran los himnos favoritos de George... aunque no es que lo supiera
en realidad
, porque me temo que George no iba con frecuencia a la iglesia... pero, claro está, como esposa de un clérigo... como viuda, quiero decir... sí que sé cuáles son los más
apropiados
...

—¿Dónde está miss Marle?.

—¿Iris? Entró hace rato. Dijo que tenía dolor de cabeza y que se iba a su cuarto. Los jóvenes no parecen tener mucha resistencia hoy en día... ¿sabe usted?. No comen suficientes espinacas y parece disgustarles hablar de los detalles del entierro, aunque, después de todo,
alguien
ha de cuidarse de esas cosas. A una le gusta tener la seguridad de que se ha hecho todo lo mejor posible, y que se ha mostrado el debido respeto a los muertos. Y no es que me hayan parecido a mí nunca verdaderamente
respetuosas
las carrozas automóviles que hoy se estilan, no es como usar caballos de cola negra larga, entiéndame usted... pero, claro está, dije enseguida que no había inconveniente y Ruth... la llamo Ruth y no miss Lessing... y yo lo estábamos resolviendo todo magníficamente, con que le dijimos que podía dejarlo todo en nuestras manos.

Kemp se impacientaba.

—¿Se ha ido miss Lessing?.

—Sí. Lo resolvimos todo y se fue hace cosa de diez minutos. Se llevó las notas que ha de publicar la prensa. Nada de flores, dadas las circunstancias, y el canónigo Westbury se encargará personalmente del servicio...

A medida que la mujer hablaba, Anthony se fue acercando a la puerta. Había salido ya de la sala cuando Lucilla interrumpió de pronto su narración para preguntar:

—¿Quién
era
ese joven que vino con usted?. No me di cuenta al principio de que era usted quien lo había traído. Creí que a lo mejor sería uno de esos terribles periodistas. Nos han dado
tanto que hacer
ya...

Anthony subía los peldaños de la escalera de dos en dos. Oyó pasos detrás de él, volvió la cabeza y dirigió una sonrisa al inspector Kemp.

—¿También usted ha desertado?. ¡Pobre Race!.

—El sabe hacer las cosas bien —murmuró Kemp—. Yo no soy admitido ahí abajo.

Se hallaban en el primer piso y se disponían a subir al segundo, cuando Anthony oyó pasos que bajaban. Tiró de Kemp y ambos se metieron en un cuarto de baño vecino.

Los pasos continuaron escalera abajo.

Anthony volvió a salir y subió el último tramo a toda prisa. Sabía que el cuarto de Iris era el pequeño que había en la parte de atrás. Llamó con los nudillos en la puerta.

—¡Eh, Iris!.

No obtuvo contestación. Llamó y habló otra vez. Luego probó la puerta y la encontró cerrada con llave.

Empezó a golpearla con verdadera urgencia.

—¡Iris...! ¡Iris...!.

Al cabo de un par de segundos se interrumpió y miró hacia abajo. Se hallaba de pie sobre una de esas viejas esteras peludas hechas para que encajen por la parte de fuera de las puertas y no dejen pasar corrientes de aire. Aquélla estaba muy pegada a la puerta. La apartó de un puntapié. El espacio de debajo de la puerta era muy grande. Dedujo que en algún tiempo lo rebajarían para dar cabida a una alfombra que ya no se usaba.

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