Authors: Agatha Christie
Los galanteos con este o aquel joven no tenían importancia, pero cuando olfateó por primera vez la existencia de un asunto amoroso serio...
Se había dado cuenta enseguida, notó el cambio operado en ella. La creciente excitación, el aumento de su belleza, el radiante conjunto. Luego, lo que el instinto le decía se vio confirmado por hechos concretos y desagradables.
Recordó el día en que, al entrar en su salita, ella había tapado instintivamente la página de la carta que estaba escribiendo. Entonces lo había sabido: Rosemary le escribía a su amante.
Más tarde, cuando ella salió de la salita, llevándose consigo la carta, miró el papel secante. Estaba casi sin usar. Lo acercó al espejo y vio escritas de puño y letra de Rosemary las palabras «Mi amadísimo y querido...».
La sangre le había zumbado en los oídos. Comprendió en aquel instante los sentimientos de Otelo. ¿Propósitos prudentes?. ¡Bah!. Sólo el hombre primitivo importaba. ¡De buena gana la hubiese estrangulado!. ¡De buena gana hubiera asesinado a su amante a sangre fría!. ¿Quién era?. ¿Aquel tipo de Browne...?. ¿O sería Stephen Farraday?. Los dos la habían estado mirando con ojos de carnero degollado.
Se vio el rostro en el espejo. Tenía los ojos inyectados en sangre. Parecía como si fuera a ser víctima de un ataque de apoplejía.
Al recordar aquel instante, George Barton dejó escapar la copa de entre sus dedos. Volvió a experimentar la sensación de ahogo, el zumbido de la sangre en sus oídos. Aún ahora...
Con un esfuerzo apartó el recuerdo. Nada de revivir la escena. Pertenecía al pasado, a un pasado muerto. Nunca más sufriría así. Rosemary había muerto. Estaba muerta y descansaba en paz. Y él disfrutaba de tranquilidad... y de paz también. No más sufrimientos.
Resultaba curioso pensar que era eso lo que para él había representado su muerte: Paz.
Nunca se lo había dicho a Ruth. Buena chica, Ruth. Tenía una cabeza excepcional. La verdad, no hubiera sabido qué hacer sin ella. ¡Cómo le ayudaba!. ¡Cómo le comprendía y simpatizaba con él!. Sin la menor insinuación sexual. Los hombres no la traían loca como a Rosemary.
Rosemary... Rosemary sentada a la mesa redonda del Luxemburgo. Algo demacrada después de la gripe. Un poco deprimida, pero hermosa... ¡Tan hermosa!. Y una hora más tarde...
No. No pensaría en eso. No en aquel momento. Su plan. Pensaría en el plan.
Hablaría con Race primero. Le enseñaría las cartas. ¿Qué sacaría Race en limpio de las cartas?. Iris se había quedado estupefacta. Evidentemente no había tenido la menor idea de ello.
Bueno, ahora él se había hecho cargo de la situación. Lo tenía todo arreglado.
El plan. Trazado hasta en su más mínimo detalle. La fecha. El lugar.
El 2 de noviembre.
Día de los Difuntos
. Era un acierto. El Luxemburgo, naturalmente. Intentaría conseguir la misma mesa.
Y los mismos invitados. Anthony Browne, Stephen Farraday, Sandra Farraday. Luego, claro, Ruth, Iris y él mismo. Y, como séptimo invitado, Race, que según el plan original debía de haber asistido a la fiesta.
Y habría un lugar vacante. ¡Resultaría magnífico!. Una repetición del crimen.
Una repetición precisamente no... Pensó en el pasado... En el cumpleaños de Rosemary... Rosemary, caída hacia delante sobre aquella mesa. Muerta.
DÍA DE LOS DIFUNTOS
Rosemary es símbolo de recuerdos
Lucilla Drake gorjeaba. Éste era el término que siempre utilizaba la familia y resultaba, en efecto, una descripción bastante exacta de los sonidos que emitían los bondadosos labios de Lucilla.
Muchas cosas le preocupaban aquella mañana; tantas, que le costaba trabajo concentrar su atención en una concreta. Estaban a punto de regresar a la ciudad, con los consiguientes problemas domésticos que semejante cosa representaba. Servidumbre, disposición de la casa para el invierno, un millar de detalles de menor importancia, complicados con su preocupación por el aspecto de Iris.
—La verdad, querida, me causas gran ansiedad... ¡Estás tan pálida y tienes una cara...!. Como si no hubieras dormido. ¿Has dormido?. En caso contrario, hay un preparado muy bueno del doctor Wylie para inducir el sueño... ¿O es del doctor Gaskell...?. Y eso me recuerda una cosa: tendré que ir yo
misma
a hablar con el tendero. O las doncellas han estado pidiendo cosas por su cuenta, o se trata de un timo a conciencia. Paquetes y más paquetes de escamas de jabón... y yo nunca autorizo más de tres a la semana. Pero... ¿quizá resultará mejor un tónico?. Jarabe de Easton era lo que solían dar cuando yo era niña. Y espinacas, claro está. Le diré a la cocinera que hoy haga espinacas para comer.
Iris sentía demasiada languidez y estaba demasiado acostumbrada al estilo discursivo de Mrs. Drake para preguntar por qué la mención del doctor Gaskell le había recordado a su tía la tienda de ultramarinos. Aunque de haberlo hecho hubiera recibido la inmediata respuesta: «Porque el dueño de la tienda se llama Cranford, querida».
Los razonamientos de tía Lucilla resultaban siempre diáfanos como el cristal, para ella por lo menos.
Iris se limitó a decir con la energía que pudo concentrar:
—Me encuentro perfectamente bien, tía Lucilla.
—Tienes ojeras. Has estado haciendo demasiadas cosas.
—No he hecho absolutamente nada desde hace semanas.
—Eso crees tú, querida. Pero el jugar demasiado al tenis fatiga mucho a los jóvenes. Y se me antoja que la atmósfera por aquí es algo enervante. Este lugar se encuentra en una hondonada. Si George me hubiera consultado a mí en lugar de consultar a esa muchacha...
—¿Muchacha?.
—Esa miss Lessing a la que pone por las nubes. Estará muy bien en la oficina, no lo dudo... pero es un gran error sacarla de su esfera y animarla a que se crea de la familia. Aunque no creo que necesite que la animen mucho...
—Vaya, tía Lucilla... si Ruth es, como quien dice, de la familia.
Mrs. Drake frunció la nariz.
—Tiene la intención de serlo... eso se ve bien claro. ¡Pobre George!. En realidad, es un simple niño de pecho en cuanto de mujeres se trata. Pero eso no puede ser, Iris. Hay que proteger a George de sí mismo, y yo en tu lugar diría bien claro que, a pesar de lo simpática que es miss Lessing, no tiene que pensar en un matrimonio.
La sorpresa hizo despertar a Iris durante un momento de su apatía.
—Jamás se me ocurrió pensar en que George pudiera casarse con Ruth.
—Tú no ves lo que ocurre delante de tus narices, criatura. Claro que no tienes experiencia de la vida como yo. —Iris sonrió a pesar suyo. Tía Lucilla a veces tenía mucha gracia—. Esa joven busca casarse.
—¿Importaría mucho que lo lograra? —preguntó Iris. —¿Importar?. ¡Claro que importaría! —¿No crees tú que estaría bien? —La tía la miró con sorpresa—. Para George, quiero decir. Creo que tienes razón. Ella le tiene afecto. Sería una esposa muy buena para él y lo cuidaría mucho.
Mrs. Drake soltó otro resoplido y en su rostro afable apareció un gesto de indignación.
—George está muy bien cuidado actualmente. ¿Qué más puede desear?. ¡Eso quisiera yo saber!. Comidas excelentes y la ropa planchada. Es muy agradable para él tener en casa a una muchacha tan bonita como tú y, cuando llegues a casarte, espero que aún seré capaz de encargarme de que goce de todas las comodidades, y de cuidarle tan bien o mejor que una joven oficinista... ¿Qué sabrá ella de llevar una casa?. Números, libros de contabilidad, taquigrafía, mecanografía... ¿De qué sirve eso en casa de un hombre?.
Iris sonrió y meneó la cabeza, pero no quiso discutir. Estaba pensando en el moreno de la cabellera de Ruth, en el cutis claro y en su figura tan bien realzada por los trajes sastre que solía llevar. «¡Pobre tía Lucilla! —pensó—. Tan preocupada por las comodidades y la atención de la casa que ha olvidado lo que significa el romanticismo, si es que ha significado algo para ella alguna vez», se dijo al recordar a su tío político.
Lucilla Drake era hermanastra de Héctor Marle, hija de un primer matrimonio. Había hecho de madrecita de un hermano mucho más joven al morir la madre de éste. Convertida en ama de llaves de su padre, iba camino de ser una solterona. Tenía cerca de cuarenta años cuando conoció al reverendo Caleb Drake, que contaba más de cincuenta. Su matrimonio había sido corto: dos años nada más. Luego había quedado viuda con un niño. La maternidad, tan tardía e inesperada, había sido la suprema experiencia de la vida de Lucilla Drake. El hijo se había convertido en motivo de ansiedad, manantial de dolor y sangría económica constante, pero jamás en una desilusión. Mrs. Drake se negaba a reconocer en su hijo Víctor nada más que una simpática debilidad de carácter. Víctor era demasiado confiado; le hacían descarriarse con demasiada facilidad los malos amigos, porque tenía demasiada fe en ellos. Víctor tenía mala suerte. A Víctor le engañaban. A Víctor le timaban. Era instrumento de hombres malvados que explotaban su inocencia. El rostro agradable, muy parecido al de un carnero estúpido, adoptaba una expresión dura, testaruda, cuando se le criticaba. Ella conocía a su hijo. Era un muchacho muy bueno, lleno de vivacidad, y sus fingidos amigos se aprovechaban de él. Ella sabía, y nadie mejor que ella, cuánto odiaba Víctor tener que pedirle dinero. Pero cuando el querido muchacho se encontraba en una situación tan horrible, ¿qué otra cosa podía hacer?. No si hubiese tenido a alguna otra persona a quien dirigirse aparte de ella. No obstante, confesaba que la invitación de George a que fuera a vivir a la casa y cuidar de Iris había sido para ella un verdadero don del cielo, en un momento en que se hallaba en una situación desesperada. Había sido muy feliz y se había encontrado muy a gusto durante el pasado año, y era muy humano no ver con agrado la posibilidad de que la desplazara una joven advenediza, toda eficacia moderna y capacidad, que, en el mejor de los casos —en su opinión—, sólo se casaría con George por su dinero. ¡Claro!. ¡Eso era lo que andaba buscando!. Un buen hogar y un marido rico e indulgente. A tía Lucilla, a su edad, no había quien la convenciera de que a ninguna joven le gustaba ganarse el pan con el sudor de su frente. Las muchachas eran ahora como habían sido siempre: si conseguían cazar a un hombre que pudiera mantenerlas con comodidades, miel sobre hojuelas. Ruth Lessing era lista. Había sabido maniobrar hasta colocarse en una posición de confianza. Había aconsejado a George en la cuestión de amueblar la casa; se había hecho indispensable, ¡pero a Dios gracias, había una persona, por lo menos, que se daba cuenta de sus planes!.
Lucilla Drake asintió varias veces, temblándole la papada con el movimiento. Enarcó las cejas con soberbia sapiencia humana y abandonó el tema, abordando otro igualmente interesante y quizá mucho más urgente.
—En lo que no acabo de decidirme, querida, es en la cuestión de las mantas. No puedo conseguir saber concretamente si no volveremos aquí hasta la primavera, o si George tiene la intención de venir aquí los fines de semana. No quiere decírmelo.
—Supongo que en realidad tampoco lo sabe él.
Iris intentó fijar su atención en un detalle que a ella le parecía totalmente desprovisto de importancia: «Si hiciera buen tiempo, podría ser divertido venir aquí de vez en cuando. Aunque tampoco me entusiasme mucho. En cualquier caso, la casa estará aquí si nos entran ganas de venir.»
—Sí, querida, pero a una le gustaría saber. Porque si no hemos de volver hasta el año que viene, deberíamos guardarlas mantas con naftalina, ¿comprendes?. Pero si fuéramos a venir, eso no sería necesario, puesto que las volveríamos usar... ¡Y es tan desagradable el olor a naftalina!.
—Pues no la uses.
—Sí, pero ha hecho tanto calor este verano, que hay mucha polilla por ahí. Todo el mundo dice que es un año de polillas. Y de avispas, claro está. Hawkins me dijo ayer que había encontrado treinta nidos de avispas este verano, ¡Treinta, imagínate...!.
Iris pensó en Hawkins, en sus salidas al anochecer, cianuro en mano...
Cianuro... Rosemary...
¿Por qué todo conducía a recordar el momento aquél?.
El hilillo de sonido que era la voz de tía Lucilla no se había apagado. Ahora atacaba otro tema.
—... y si hay que mandar la vajilla de plata al banco o no. Lady Alexandra dijo que hay muchos robos... Aunque, claro, tenemos persianas muy fuertes. No me gusta la forma en que se peina... ¡le da a su cara una expresión tan dura...!. Pero, después de todo, se me antoja que es una mujer muy adusta. Y nerviosa, por añadidura. Todo el mundo es nervioso hoy en día. Cuando yo era niña, la gente no sabía ni lo que eran nervios. Lo que me recuerda que no me gusta el aspecto de George últimamente. ¿Habrá pillado una gripe?. Me he preguntado más de una vez si no tendrá fiebre... Pero quizá se trate de preocupaciones de negocios. A mí me parece como si algo le estuviese preocupando.
Iris se estremeció y Lucilla Drake exclamó con aire de triunfo:
—¡Vaya!. ¡Ya decía yo que estabas resfriada!.
¡Ojalá no hubiesen venido nunca aquí!
Sandra Farraday pronunció estas palabras con una amargura, tan inesperada, que su esposo se volvió a mirarla con sorpresa. Era como si hubiese dado voz a sus propios pensamientos, los pensamientos que tantos esfuerzos había estado haciendo por ocultar. ¿Así que Sandra sentía lo mismo que él?. También ella había experimentado la sensación de que aquellos vecinos del otro lado del parque habían estropeado Fairhaven, habían turbado su paz.
—No sabía yo que a ti también te producían ese efecto —dijo impulsivamente, dando voz a su sorpresa.
Inmediatamente, o así le pareció a él, Sandra se refugió en su caparazón como un caracol.
—¡Son tan importantes los vecinos en el campo!. No hay más remedio que mostrarse grosero o amistoso. Aquí no se pueden tener simples conocidos como se hace en Londres.
—No —asintió Stephen—, no puede hacerse eso.
—Y ahora nos hemos comprometido a asistir a esa extraordinaria reunión.
Ambos guardaron silencio, repasando mentalmente la escena de la comida. George Barton se había mostrado amistoso y hasta exuberante, pero los dos se habían dado cuenta de que en el fondo estaba muy excitado. George Barton estaba, en verdad, muy raro últimamente. Stephen no se había fijado mucho en él antes de la muerte de Rosemary. George, el marido bondadoso y aburrido de una mujer joven y hermosa, había existido en segundo término. No había experimentado jamás el menor remordimiento por la traición de que le estaban haciendo víctima. George era la clase de marido que nace para que le engañen. Mayor, desprovisto de los atractivos necesarios para conservar a una mujer bella y caprichosa. ¿Había vivido engañado?. Stephen no lo creía. En su opinión, George conocía muy bien a Rosemary. La amaba, y era de aquellos que no se hacen ilusiones acerca de sus facultades para conservar el interés de una esposa.