Cianuro espumoso (12 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: Cianuro espumoso
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—No —dijo Iris. Se alarmó un poco, pero Anthony siguió fumando tranquilamente.

—¿Sabes lo que más me llama la atención de los Farraday? — preguntó él.

—¿Qué?.

—Eso precisamente: que sean los Farraday. Siempre pienso en ellos así. No como Sandra y Stephen, dos personas unidas por el Estado y por la Iglesia, sino en una entidad dual: los Farraday. Eso es mucho menos corriente de lo que tú te imaginas. Son dos personas que tienen un objetivo común, siguen el mismo camino, comparten iguales esperanzas, temores y creencias. Y lo singular del caso es que, en realidad, son de temperamento completamente distinto. Stephen Farraday es, en mi opinión, un hombre de gran capacidad intelectual, extremadamente sensible a la opinión ajena, bastante creído de sí mismo y algo falto de valores morales. Sandra, por su parte, tiene una mentalidad estrecha, medieval, capaz de profesar un amor fanático y es valerosa hasta el extremo de ser temeraria.

—A mí —dijo Iris—, él siempre me ha parecido bastante pomposo y estúpido.

—No tiene nada de estúpido. Pertenece simplemente a la categoría de triunfadores desgraciados.

—¿Desgraciados?.

—La mayoría de los triunfadores son desgraciados. Por eso triunfan. Necesitan reafirmarse, para lo cual les es preciso hacer algo que llame la atención del mundo.

—¡Qué ideas más extraordinarias tienes, Anthony!.

—Descubrirás que son ciertas si las examinas un poco. La gente feliz fracasa porque se encuentra en tan buenas relaciones consigo misma, que le tiene sin cuidado todo lo demás. Como me ocurre a mí. También resulta gente de trato bastante agradable por regla general... como me ocurre a mí.

—Tienes muy buen concepto de ti mismo.

—No hago más que señalar mis buenas cualidades, por si no te has fijado en ellas.

Iris se echó a reír. Se había animado. La depresión y el temor que la poseyeran se habían desvanecido. Consultó su reloj.

—Ven a casa a tomar el té y así los demás disfrutarán también de tu agradable compañía.

Anthony meneó la cabeza.

—Hoy no. Tengo que regresar.

Iris se volvió vivamente hacia él.

—¿Por qué te niegas siempre a venir a casa?. Alguna razón debe de haber.

Anthony se encogió de hombros.

—Digamos que soy un poco raro en mis ideas sobre eso de aceptar hospitalidad. No soy santo de la devoción de tu cuñado, eso lo ha dado a entender claramente.

—Oh, no te preocupes por George, si tía Lucilla y yo le invitamos. Mi tía es un encanto. Te gustará.

—Estoy convencido de ello, pero sigue en pie mi objeción.

—Solías venir en tiempo de Rosemary.

—Eso era algo distinto.

Iris sintió como el leve contacto de una mano helada en el corazón.

—¿Qué te hizo venir aquí hoy? —preguntó—. ¿Tenías asuntos que atender en esta parte del mundo?.

—Asuntos de gran importancia que atender... contigo. Vine aquí a hacerte una pregunta, Iris.

El contacto de la mano fría desapareció. En lugar de eso, experimentó un leve revoloteo, esa emoción que las mujeres han experimentado desde tiempo inmemorial. Y con ello el rostro de Iris adoptó la misma expresión interrogadora que su propia bisabuela hubiera podido tener unos minutos antes de escuchar una declaración amorosa y de exclamar: «¡Oh! ¡Es tan inesperado todo esto...!»

—¿El qué? —inquirió al tiempo que miraba a Anthony con una expresión de inocencia muy poco creíble.

Él la miraba con los ojos muy serios, casi severos.

—Respóndeme la verdad, Iris. Mi pregunta es ésta: ¿Tienes confianza en mí?.

La dejó parada. No era lo que ella había esperado. Él se dio cuenta de ello.

—¿No creías que era eso lo que iba a decir?. Pues es una pregunta muy importante, Iris. La pregunta más importante del mundo para mí. Vuelvo a hacértela: ¿Tienes confianza en mí?.

Ella vaciló un segundo. Luego, con la mirada baja, respondió:

—Sí.

—En tal caso, voy a preguntarte otra cosa. ¿Estás dispuesta a volver a Londres, casarte conmigo, y no decirle una palabra a nadie?.

Ella le miró boquiabierta.

—Pero... ¡no podría hacer eso!. ¡Es completamente imposible!.

—¿No podrías casarte conmigo?.

—Así no.

—Y, sin embargo, me quieres. Porque tú me quieres, ¿verdad?.

Se oyó a sí misma contestar:

—Si, te quiero, Anthony.

—Pero no quieres ir a Londres a casarte conmigo en la iglesia de Santa Elfrida, en Bloomsbury, en cuya parroquia llevo residiendo desde hace algunas semanas y donde, por consiguiente, puedo obtener una licencia matrimonial en cualquier momento.

—¿Cómo quieres que pueda hacer una cosa así?. A George le dolería muchísimo y tía Lucilla no me perdonaría jamás. Además, soy menor de edad. Tengo dieciocho años.

—Tendrás que mentir en cuanto a tu edad se refiere. No sé en qué pena incurriría por casarme con una menor sin el consentimiento de su tutor. Y, a propósito, ¿quién es tu tutor?.

—George. Y es mi fideicomisario también.

—Como estaba diciendo, fueran cuales fueran las penas en que incurriese, no podrían descasarnos, y eso es lo único que me importa en realidad.

—No podría hacerlo. No podría ser tan cruel. Y de todas formas, ¿
por qué
habría de hacerlo?. ¿Qué sentido tiene?.

—Por eso te pregunté primero si tenías confianza en mí. Tendrías que hacerlo a ciegas. Digamos que es la mejor salida. Pero no importa.

—Si George llegara a conocerte un poco mejor... —dijo Iris con timidez—. Vuelve ahora conmigo. Sólo están él y tía Lucilla.

—¿Estás segura?. Yo creía... —hizo una pausa—. Al subir la colina, vi a un hombre caminar en dirección a tu casa. Y lo curioso del caso es que creí reconocer en él a un hombre a quien... —vaciló— había conocido.

—Es verdad, lo había olvidado. George me dijo que esperaba visita.

—El hombre a quien creí ver era un tal Race, coronel Race.

—Es muy posible —asintió Iris—. George conoce, en efecto, a un tal coronel Race. Estaba invitado a asistir a la fiesta la noche en que Rosemary...

Calló, temblorosa. Anthony le cogió la mano.

—No sigas recordando eso, querida. Fue horrible. Lo sé.

Ella sacudió la cabeza.

—No puedo remediarlo, Anthony...

—¿Qué?.

—¿Pensaste alguna vez que... que Rosemary pudiera no haberse suicidado?. ¿Que pudieran haberla asesinado?.

—¡Santo Dios, Iris!. ¿Quién te metió esa idea en la cabeza?.

Ella no replicó. Se limitó a insistir:—¿Jamás se te ocurrió esa posibilidad?.

—Claro que no. Rosemary se suicidó, sin el menor género de duda.

Iris permaneció en silencio.

—¿Quién te ha insinuado esas cosas?.

Durante un instante estuvo tentada en contarle toda la increíble historia de George, pero se abstuvo.

—Era sólo una idea —declaró muy despacio.

—Olvídala, querida boba. —La puso en pie de un tirón y le dio un beso en la mejilla—. Querida morbosilla. Olvida a Rosemary. No pienses más que en mí.

Capítulo IV

El coronel Race dio una chupada a su pipa y miró pensativo a George Barton. Conocía a George desde que era pequeño. El tío de Barton había sido vecino de los Race en el campo. Existía una diferencia de cerca de veinte años en la edad de los dos hombres. Race tenía más de sesenta, era alto, erguido, de porte marcial, rostro atezado, el pelo canoso cortado muy corto y ojos oscuros y perspicaces.

No podía decirse que jamás hubiera existido verdadera intimidad entre los dos hombres. Pero, para Race, Barton continuaba siendo «el pequeño George», una de las muchas vagas figuras asociadas al pasado.

Estaba pensando en este instante que, en realidad, no tenía idea de cómo era George. En las raras ocasiones en que se habían visto durante los últimos años, no habían encontrado gran cosa en común. Race era hombre amante de los espacios abiertos y se había pasado la mayor parte de su vida en el extranjero. George, por su parte, era el ejemplo del caballero urbano. Les interesaban cosas completamente distintas y, cuando se veían, se limitaban a hablar de los tiempos pasados y, agotado este tema, solía haber una pausa embarazosa. El coronel Race no sabía hablar por hablar. Es más, era el prototipo del hombre fuerte y silencioso, tan amado de los novelistas de antaño.

Silencioso en este instante, se preguntaba por qué habría insistido tanto «el pequeño George», en que se entrevistaran. Se estaba diciendo también que se había operado un sutil cambio en el hombre desde que le viera un año antes. George Barton siempre le había parecido la quinta esencia de la solidez, cauteloso, práctico, sin imaginación.

Era obvio que le ocurría algo grave, pensó. Tenía los nervios de punta. Había encendido ya tres veces el puro, cosa inusitada en él.

Se quitó la pipa de la boca.

—Bien, George, ¿qué ocurre?.

—Tienes razón, Race, algo ocurre. Necesito con urgencia que me aconsejes y ayudes.

El coronel asintió y aguardó.

—Hace cerca de un año ibas a comer un día con nosotros en Londres, en el Luxemburgo, y tuviste que marcharte al extranjero en el último instante.

Race volvió a asentir.

—A África del Sur.

—Durante aquella cena, mi esposa murió.

Race se agitó inquieto en su asiento.

—Ya lo sé. Lo leí. No he hablado de ello ni te he dado el pésame ahora porque no quería recordarte el pasado. Pero lo siento, eso ya lo sabes.

—Sí, sí. No se trata de eso. Se dio por hecho que mi mujer se había suicidado.

Race se agarró a las palabras claves. Enarcó las cejas.

—¿Se
dio por hecho
?.

—Lee esto.

Le metió las dos cartas en la mano. Race enarcó las cejas aún más.

—¿Anónimos?.

—Sí. Y los creo.

Race meneó la cabeza lentamente.

—Es peligroso hacer eso. Te sorprendería saber el número de cartas maliciosas que se escriben después de todo suceso al que se haya dado publicidad.

—Ya lo sé. Pero estos anónimos no se escribieron entonces, se escribieron seis meses después.

—Eso es otra cosa —manifestó Race—. ¿Quién crees tú que los ha escrito?.

—No lo sé. Y no me importa. Lo importante es que creo lo que dicen. Mi mujer murió asesinada.

Race soltó la pipa. Se irguió un poco más en su asiento.

—¿Por qué lo crees?. ¿Tenías alguna sospecha cuando ocurrió el hecho?. ¿La tuvo la policía?.

—Yo estaba demasiado aturdido cuando ocurrió, abrumado. Acepté el veredicto en la encuesta. Mi mujer había estado en cama con gripe, estaba deprimida. No se sospechó que pudiera ser otra cosa que un suicidio. Encontraron el veneno en su bolso, ¿comprendes?.

—¿Qué veneno era?.

—Cianuro.

—Ahora recuerdo. Lo tomó con el champán.

—Sí. Por entonces todo parecía bastante claro.

—¿Había amenazado alguna vez con suicidarse?.

—No, nunca —declaró Barton—. Rosemary estaba enamorada de la vida.

Race asintió. Sólo había visto a la mujer de George una vez. Le había parecido una mujer sin seso, singularmente hermosa, pero no de tipo melancólico.

—¿Y las declaraciones médicas acerca de su estado de ánimo y todo lo demás?.

—El médico de Rosemary, un anciano que ha asistido a la familia Marle desde siempre, se hallaba ausente, haciendo un crucero por el mar. Su sustituto, un joven, asistió a Rosemary cuando pilló la gripe. Recuerdo que lo único que dijo fue que aquella gripe solía ir seguida de una profunda depresión.

George hizo una pausa.

—No hablé con su médico hasta haber recibido los anónimos. No dije una palabra de las cartas, claro está. Me limité a discutir lo ocurrido. Me dijo entonces que le había sorprendido mucho el suceso. Jamás lo hubiera creído posible, me aseguró. Rosemary no era, ni con mucho, de las que se suicidan. Lo cual demostraba en su opinión que, hasta un paciente a quien se cree conocer bien, puede obrar de pronto de una manera completamente reñida con el carácter que se le supone.

Tras una nueva pausa continuó:

—Fue después de hablar con él cuando me di cuenta de lo poco convincente que resultaba
para mí
el suicidio de Rosemary. Después de todo, yo la conocía muy bien. Era una mujer capaz de accesos violentos de tristeza. Se excitaba mucho, a veces por nimiedades y, en ocasiones, hacía cosas intempestivas y poco consideradas. Pero nunca la he conocido en un estado de ánimo en que quisiera «acabar con todo de una vez».

—¿Pudo haber tenido algún otro motivo para querer suicidarse además de una simple depresión? —preguntó Race con cierto embarazo—. ¿Se sentía desgraciada por alguna cosa?.

—Yo... no... Quizá tuviera los nervios un poco exaltados.

—¿Era melodramática? —Race procuró no mirar a su amigo—. Yo sólo la vi una vez. Pero existe un tipo de mujer que, bueno, parece hallar cierto placer morboso en suicidarse... generalmente cuando ha regañado con alguien. Es el caso infantil de: «¡Yo haré que les pese!»

—Rosemary y yo no habíamos discutido.

—No. El hecho de que se empleara cianuro excluye esa posibilidad. No es una de esas cosas con las que se puede jugar sin peligro. Y eso lo sabe todo el mundo.

—Éste es el detalle. Si por una increíble casualidad Rosemary hubiera llegado, en efecto, a pensar en suicidarse, ¿crees tú que lo hubiese hecho de esa manera?. Dolorosa... y atroz. Lo más probable es que hubiera escogido tomar una sobredosis de cualquier hipnótico.

—Estoy de acuerdo. ¿Hubo alguna prueba testifical de que hubiera comprado o conseguido el cianuro?.

—No, pero había estado unos días con unos amigos en el campo, y un día destruyeron un nido de avispas. Se aceptó la hipótesis de que hubiera podido coger entonces un poco de cianuro.

—Sí. No es tan difícil de conseguir. La mayoría de los jardineros suelen tener.—Tras una pausa prosiguió—: Hagamos un breve resumen de la situación. No existían pruebas definitivas de una tendencia al suicidio, ni de que hubiese hecho preparativos para cometerlo. Todas las pruebas fueron negativas. Pero tampoco hubo prueba alguna que indicara asesinato porque, de lo contrario, la policía la hubiera encontrado.

—La mera idea de un asesinato hubiera parecido fantástica.

—Pero no te parece fantástica seis meses más tarde.

—En el fondo creo —dijo George despacio— que nunca estuve satisfecho con la explicación. Es posible que estuviera preparándome de forma subconsciente, de suerte que, cuando lo vi escrito, lo acepté sin el menor género de duda.

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