Authors: Agatha Christie
Otorgaron su aprobación a Stephen Farraday. Era éste precisamente el tipo de muchacho que querían. Presentó su candidatura por un distrito electoral que gozaba fama de ser un feudo del laborismo, y sacó el acta por una mayoría muy pequeña. Stephen alcanzó su escaño en la Cámara de los Comunes con una sensación de triunfo. Había empezado su carrera y aquélla era la carrera en que mejor podía distinguirse. En ella podía poner toda su habilidad, toda su ambición. Sentía dentro de sí la capacidad de gobernar y hacerlo bien. Tenía la facultad de saber llevar a la gente, de conocer cuándo debía adular y cuándo mostrarse en desacuerdo. Un día llegaría, se lo prometió a sí mismo, en que formaría parte del Gobierno.
No obstante, en cuanto se hubo calmado la emoción que le había producido el verse miembro de la Cámara, experimentó una rápida desilusión. La reñida campaña electoral le había hecho figurar en primer término. Ahora se encontraba convertido en simple e insignificante unidad, sometido a jefes de partido que le obligaban a no salirse de su lugar. No era fácil allí salir de la oscuridad. Allí inspiraba desconfianza la juventud. Hacía falta algo más que habilidad. Era necesaria la influencia.
Existían ciertos intereses, ciertas familias... Uno necesitaba padrinos.
Pensó en el matrimonio. Hasta entonces se había preocupado muy poco de semejantes cosas. Había soñado vagamente con una mujer hermosa que compartiría su vida y sus ambiciones. Una mujer que le daría hijos y con la que podría desahogarse hablando de sus pensamientos y sus perplejidades. Una mujer que sintiera lo que él, que ansiara su triunfo y que estuviera orgullosa de él cuando lo alcanzara.
Hasta que un día asistió a una de las grandes recepciones dadas en Kidderminster House. La familia Kidderminster era la más poderosa de Inglaterra. Era, y siempre había sido, una familia de políticos. Lord Kidderminster, con su perilla y su porte distinguido, era conocido de vista en todas partes. La cara de caballo de lady Kidderminster se había visto en todos los entarimados y en todos los estrados públicos de Inglaterra. Tenían cinco hijas —tres de ellas muy hermosas—y un hijo todavía en Eton.
Los Kidderminster tenían la costumbre de animar a los miembros jóvenes del partido. De ahí que Farraday fuera invitado.
No conocía a mucha gente allí y se hallaba solo junto a una ventana unos veinte minutos después de su llegada. Estaba disminuyendo el grupo congregado junto a la mesa de té y pasaban a otros salones, cuando Stephen vio a una muchacha alta, vestida de negro, sola, que parecía algo desconcertada de momento.
Stephen Farraday era buen fisonomista. Aquella misma mañana había recogido en el metro una revista abandonada por una viajera y le echó una ojeada con cierto regocijo. Había una reproducción algo borrosa de lady Alexandra Hayle, hija tercera del conde Kidderminster. Y debajo, unas cuantas palabras acerca de ella: «...siempre ha sido tímida y retraída. Le gustan los animales... Lady Alexandra ha cursado estudios domésticos, porque lady Kidderminster es partidaria de que sus hijas conozcan bien todos los asuntos relacionados con el hogar.»
Aquella joven que estaba viendo era lady Alexandra y, con la certera percepción de la persona tímida, Stephen se dio cuenta de que ella era tímida también. Al ser la menos agraciada de las cinco hijas, Alexandra había sufrido siempre complejo de inferioridad. Aunque se había criado exactamente igual que sus hermanas jamás había alcanzado del todo su
savoir faire
, cosa que molestaba profundamente a su madre. Era preciso que Sandra hiciera un esfuerzo. Era absurdo que pareciera tan torpe, tan
gauche
.
Stephen no sabía eso, pero sí sabía que la muchacha se sentía fuera de su elemento e infeliz. De pronto, adquirió una convicción. ¡Aquélla era su oportunidad!. «¡Aprovéchala, imbécil, aprovéchala!. ¡Ahora o nunca!».
Cruzó la estancia. Se acercó a la muchacha y tomó un emparedado. Luego se volvió, hablando nervioso y con esfuerzo (no hacía comedia,
¡estaba nervioso!
), y le dijo:
—Perdone, ¿se molestaría si le hablo?. No conozco a mucha gente aquí y me doy cuenta de que usted tampoco. No me haga un desprecio. La verdad es que soy muy tí... tímido (el tartamudeo de años anteriores volvió en el momento más oportuno), y... y creo que usted es tí... tímida también. ¿Verdad que sí?.
La muchacha se puso algo colorada, abrió la boca. Pero, como Stephen había adivinado, fue incapaz de decirlo. Era demasiado difícil encontrar palabras para decir: «Soy hija de la casa.» En lugar de eso, admitió en voz baja:
—La verdad es que sí... sí que soy tímida. Siempre lo he sido.
—Es una sensación horrible —prosiguió Stephen apresuradamente—. No sé si llega uno a vencerla con el tiempo. A veces me siento completamente mudo, sin querer.
—Y yo también.
Siguió adelante, hablando bastante aprisa, tartamudeando un poco con aire aniñado muy atractivo. Era algo que había sido natural en él muchos años antes y ahora retenía y cultivaba deliberadamente. Era juvenil, ingenuo...
Encauzó la conversación hacia el teatro. Mencionó una obra que se estaba representando y que había despertado mucho interés. Sandra la había visto. La obra tocaba temas sociales y no tardaron en enfrascarse en una discusión sobre las medidas que se podían adoptar al respecto.
Stephen no exageró la nota. Vio entrar en el cuarto a lady Kidderminster y echar una mirada a su alrededor en busca de su hija. No formaba parte de su plan el que le presentaran en aquel momento. Se despidió.
—Me ha resultado muy agradable hablar con usted. Odiaba la fiesta hasta que la encontré. Gracias.
Salió de Kidderminster House con una sensación vigorizante. Había aprovechado la oportunidad. Ahora, a consolidar lo empezado.
Durante varios días rondó por los alrededores de Kidderminster House. Una vez salió Sandra con una de sus hermanas. Otra vez salió de casa sola, pero caminando apresuradamente. Sacudió la cabeza. Aquello no convenía. Iba, evidentemente, a una cita. Entonces, cosa de una semana después de la fiesta, vio recompensada su paciencia. Sandra salió una mañana con un perrito negro y echó a andar sin prisas en dirección al parque.
Cinco minutos más tarde, un joven que caminaba rápidamente en dirección opuesta se detuvo en seco delante de Sandra, y exclamó alegremente:
—¡Caramba!. ¡Qué suerte!. ¡Empezaba o preguntarme si volvería a verla algún día!.
Era tal el contento que respiraba su voz, que ella se ruborizó un poco.
Se agachó a acariciar el perro.
—¡Qué simpático es!. ¿Cómo se llama?.
—MacTavish.
—¡Eso sí que es un nombre escocés!.
Hablaron de perros un rato. Luego Stephen dijo, con cierto embarazo:
—No le dije mi nombre, el otro día. Me llamo Farraday. Stephen Farraday. Un miembro del Parlamento muy poco conocido.
La miró interrogador y vio cómo le salían los colores de nuevo al decir:
—Yo soy Alexandra Hayle.
El supo hacer muy bien su papel. Como cuando, siendo estudiante en Oxford, había pertenecido al elenco teatral. Sorpresa, reconocimiento, chasco, embarazo...
—¡Ah!. ¡Es... es usted Alexandra Hayle...!. Usted... ¡Santo Dios!. ¡Qué
imbécil
debió creerme usted el otro día!.
La respuesta de ella era inevitable. Su crianza y su bondad innata le exigían que hiciese todo lo que pudiera por desvanecer su embarazo, por tranquilizarlo.
—Debía habérselo dicho.
—Debería haberlo sabido. ¡Qué estúpido debió creerme!.
—¿Cómo podía usted saberlo?. Y, ¿qué importa después de todo?. Por favor, Mr. Farraday, no ponga esa cara de disgusto. Demos un paseo hasta el lago Serpentine
[3]
. MacTavish no deja de tirar.
Después de aquello, la vio varias veces en el parque. Le contó sus ambiciones. Discutieron tópicos políticos. La encontró inteligente, bien informada y comprensiva. Tenía buena cabeza y carecía de prejuicios. Ahora ya eran amigos.
Dio otro paso hacia delante cuando le invitaron a cenar a Kidderminster House y a un baile después. Les había fallado un invitado en el último instante. Cuando lady Kidderminster se devanaba los sesos para encontrarle sustituto, Sandra comentó discretamente:
—¿Y si invitáramos a Stephen Farraday?.
—¿Stephen Farraday?.
—Sí. Asistió a la fiesta del otro día y nos hemos visto dos o tres veces desde entonces.
Se consultó a lord Kidderminster y éste se mostró partidario de animar a los jóvenes, esperanza del mundo político.
—Un muchacho inteligente... brillante. No he oído hablar nunca de su familia; pero se hará famoso el día menos pensado.
Stephen aceptó la invitación y supo quedar a la altura de las circunstancias.
—Es un joven que puede ser interesante conocer —señaló lady Kidderminster con su arrogancia habitual.
Dos meses más tarde, Stephen puso su suerte a prueba. Estaban Sandra y él junto al lago Serpentine, y MacTavish, tumbado, apoyaba la cabeza en el pie de Sandra.
—Sandra... tú sabes, tú tienes que saber que te quiero.
Deseo que te cases conmigo. No te lo pediría si no creyese que iba a abrirme camino. Sí que lo creo. No te avergonzarás de haberme aceptado. Te lo juro.
—No me avergüenzo —le respondió ella.
—Así, pues, ¿me quieres?. ;
—¿No lo sabías?.
—Tenía esperanza pero no estaba seguro. Sabes que te he querido desde el primer momento en que te vi en tu casa, y, armándome de valor, me acerqué a hablar contigo. Jamás estuve más asustado en mi vida.
—Yo también creo que te quise desde entonces.
No todo el monte fue orégano. Cuando Sandra anunció tranquilamente que iba a casarse con Stephen Farraday, su familia protestó. ¿Quién era Stephen?. ¿Qué sabían de él?.
Stephen se mostró muy franco con lord Kidderminster al hablar de su familia y origen. Durante un fugaz instante, pensó que era una suerte para sus posibilidades que sus padres hubieran muerto ya.
A su esposa, lord Kidderminster le dijo: «¡Hura...! Hubiera podido ser peor»..
Conocía a su hija bastante bien, y sabía que bajo su aspecto de tranquilidad se ocultaba una voluntad inflexible. Si tenía la intención de casarse con aquel hombre, lo liaría. ¡Jamás cedería!.
«Ese muchacho tiene porvenir. Con un poco de apoyo llegará lejos. Bien sabe Dios que nos hace falta sangre joven. Además, parece una buena persona.».
Lady Kidderminster asintió aunque de mala gana. No era lo que ella consideraba un buen partido para su hija. No obstante, verdad era que Sandra resultaba la más difícil de colocar. Suzanne había sido una belleza y Esther tenía inteligencia. Diana, una muchacha lista, se había casado con el joven duque de Harwick, el partido de la temporada. Sandra, desde luego, tenía menos encanto, había que tener en cuenta su timidez, y si este joven tenía el porvenir que todos le auguraban...
Capituló ante las palabras de su esposo.
«Pero, claro está —murmuró—, habrá que usar las
influencias
...».
Así que Alexandra Catherine Hayle se casó con Stephen Leonard Farraday, vestida de raso blanco y encajes de Bruselas, con seis damas de honor y dos minúsculos pajes y todos los accesorios de una boda de sociedad. Fueron a pasar la luna de miel a Italia y regresaron a una encantadora casita de Westminster y, poco tiempo después, murió la madrina de Sandra y le legó un delicioso palacete estilo reina Ana, en el campo. Todo le marchó bien a la feliz pareja. Stephen se lanzó a la vida parlamentaria con renovado ardor. Sandra le ayudó en todo y por todo, identificándose en cuerpo y alma con sus ambiciones. A veces, Stephen pensaba, casi con incredulidad, en cómo le había favorecido la fortuna. Su alianza con la poderosa familia Kidderminster le aseguraba un rápido ascenso en su carrera. Su propia habilidad e inteligencia consolidaría la posición que la oportunidad le proporcionaba. Creía sinceramente en su propia fuerza y estaba dispuesto a trabajar sin descanso por el bien de su país.
Con frecuencia, al mirar a su esposa sentada al otro lado de la mesa, se decía con satisfacción que era la compañera perfecta, tan perfecta como él siempre se la había imaginado. Le gustaba el bello contorno de su cabeza y de su cuello, los ojos de avellana, de mirar directo, bajo las rectas cejas; la frente blanca, bastante ancha, y la leve arrogancia de su nariz aguileña. Parecía, pensó, algo así como un caballo de carreras, tan bien cuidada, tan llena de abolengo, tan orgullosa. La encontraba una compañera ideal. La mente de ambos funcionaba con celeridad y alcanzaba simultáneamente la misma rápida conclusión. Sí, pensó, Stephen Farraday, aquel niño desconsolado había sabido medrar o su vida estaba adoptando la forma que él había querido que adoptara. Pasaba un año o dos de los treinta y tenía el éxito en su mano.
Imbuido de aquel humor de triunfante satisfacción, se fue con su esposa a pasar quince días en Saint Moritz. Y, al mirar al otro lado del salón del hotel, vio a Rosemary Hartón.
Jamás comprendió lo que le ocurrió en aquel momento. Casi como en una venganza poética, las palabras que dijera a otra mujer se convirtieron en realidad. Se enamoró desde el otro lado del salón. Profunda, avasalladoramente; con locura. Era la clase de amor desesperado, reflexivo, juvenil, que debiera haber experimentado años antes y haber olvidado.
Siempre había supuesto que no era un hombre apasionado. Uno o dos asuntos efímeros, un flirteo sin consecuencias; eso, que él supiera, era todo lo que el amor significaba para él. Los placeres sensuales no le atraían. Se decía que era un fastidio soportar cosa semejante.
Si le hubieran preguntado si quería a su esposa, hubiera replicado: «Naturalmente.» Sin embargo, sabía sin vacilar que jamás hubiera soñado casarse con ella si hubiera sido, por ejemplo, la hija de un caballero rural sin fortuna. Le era simpática, la admiraba, le inspiraba un profundo afecto, así como un verdadero agradecimiento por lo que su posición social le había conseguido.
El hecho de que fuera capaz de enamorarse como un mozalbete imberbe, de experimentar las mismas angustias, obrar con la misma irreflexión, resultaba una revelación para él. No podía pensar en nada más que en Rosemary. El hermoso y risueño rostro, el color castaño de su cabellera, la figura que se contoneaba voluptuosa. No podía comer. No podía dormir. Fueron a esquiar juntos. Bailaron juntos. Y, al estrecharla entre sus brazos, comprendió que la deseaba más que a ninguna otra cosa del mundo. ¡Aquella angustia, aquel doloroso anhelo!. ¡Esto era amor!.