Authors: Agatha Christie
Desde luego, Rosemary
había parecido
bastante feliz.
Hasta aquel día, una semana antes de que ocurriese.
Ella, Iris, jamás olvidaría aquel día. Resaltaba diáfano como un cristal, cada detalle, cada palabra. La brillante mesa de caoba, la silla retirada de la mesa, la escritura característica y precipitada...
Iris cerró los ojos y evocó la escena.
Su propia entrada en la salita, su brusca parada.
¡La había sobresaltado tanto lo que vio!. Rosemary sentada ante su secreter, la cabeza apoyada en los brazos, Rosemary llorando con desesperación. Nunca había visto llorar a su hermana hasta entonces. Y aquel llanto amargo y violento la asustó.
Cierto que Rosemary había tenido una fuerte gripe. Se había levantado un día o dos antes. Y todo el mundo sabe que la gripe le deja a una deprimida. No obstante...
Iris había exclamado, llena de sobresalto, con su voz infantil:
—¡Oh, Rosemary!. ¿Qué te ocurre?.
Rosemary se irguió y apartó el cabello de su desfigurado semblante. Luchó por recobrar su aplomo. Dijo apresuradamente:
—¡No es nada... nada... No me mires así!.
Se puso en pie, pasó junto a su hermana y salió corriendo de la habitación.
Extrañada, intranquila. Iris se internó más en el cuarto. Su mirada, atraída hacia el secreter, vio su propio nombre escrito de puño y letra de su hermana. ¿Había estado Rosemary escribiéndole a ella?.
Se acercó más, contempló la hoja azul y la escritura grande, ancha, característica, más desparramada que de costumbre, debido a las prisas y a la agitación de la mano que había guiado la pluma:
Queridísima Iris:
Es innecesario hacer testamento puesto que heredarás mi dinero de todas formas; pero me gustaría que algunas de mis cosas fueran para determinadas personas.
Para George, las joyas que él me regaló y la arquilla esmaltada que compramos juntos cuando nos prometimos.
A Gloria Kings, mi pitillera de platino.
A Margaret, mi caballo de porcelana china que siempre ha admir...
Terminaba allí con un garabato, trazado sin duda por la pluma al soltarla Rosemary y romper a llorar. Iris se quedó de piedra.
¿Qué significaba?. Rosemary no iría a morirse, ¿verdad?. Había estado muy enferma, pero ya se encontraba bien. Además, nadie se moría por una gripe. Es decir, a veces sí se morían; pero Rosemary no se había muerto. Se encontraba perfectamente, sólo que un poco débil y alicaída.
La mirada de Iris volvió a recorrer las líneas y esta vez una frase destacó con estremecedor efecto:
«... heredarás mi dinero de todas formas.»
Era la primera noticia que tenía acerca de las condiciones del testamento de Paul Bennett. Sabía desde niña que Rosemary había heredado la fortuna de tío Paul, que Rosemary era rica mientras que ella era relativamente pobre. Pero hasta aquel instante nunca se le había ocurrido preguntar qué sería de aquel dinero al morir su hermana.
Si se lo hubieran preguntado, hubiera respondido que suponía que iría a parar a manos de George, puesto que era su marido. Pero hubiese agregado que resultaba absurdo pensar que Rosemary pudiera morirse antes que George.
Ahí estaba, sin embargo, claramente escrito de puño y letra de Rosemary. A la muerte de su hermana, ella, Iris, heredaría el dinero. Pero, ¿era posible que eso fuese legal?. El marido o la mujer heredaban lo que hubiese, no una
hermana
; a menos, naturalmente, que tío Paul lo hubiese dispuesto así en su testamento. Sí; eso debía de ser. Tío Paul había dicho que, de morir Rosemary, el dinero pasaría a sus manos. Así resultaba la cosa algo menos injusta.
¿Injusta?
. Tuvo un sobresalto al surgir la palabra en sus pensamientos. ¿Acaso había pensado que era injusto que Rosemary heredara todo el dinero de tío Paul?. Supuso que, en su subconsciente, era eso lo que había estado pensando. Sí que era injusto. ¿Por qué había de dárselo tío Paul todo a Rosemary?.
¡Rosemary siempre lo tenía todo!.
Fiestas, vestidos, admiradores y un marido que la adoraba.
¡La única cosa poco agradable que a Rosemary le había ocurrido en su vida era el haber pillado una gripe!. Y aun eso no le había durado más de una semana.
Iris vaciló de pie junto al secreter. Aquella hoja de papel... ¿quería Rosemary que se quedara allí para que la viese toda la servidumbre?.
Después de un leve titubeo, la recogió, la dobló y la metió en uno de los cajones de la mesa.
La encontraron allí después de la fatal fiesta de cumpleaños, y había sido una prueba adicional —si es que era necesaria alguna prueba— de que Rosemary se había encontrado deprimida y turbada después de su enfermedad y de que posiblemente ya había estado pensando en suicidarse en aquel momento.
Depresión tras una gripe
. Tal fue el dictamen emitido al celebrarse la encuesta judicial, motivo que la declaración de la propia Iris contribuyó a establecer. Motivo inadecuado quizá, pero el único posible y, por consiguiente, fue aceptado. La gripe había sido bastante maligna aquel año.
Ni Iris ni George Barton hubieran podido sugerir ningún otro motivo...
por entonces
.
Ahora, al recordar el incidente de la buhardilla, Iris se preguntó cómo podría haber sido tan ciega.
¡Todo el asunto debió de haberse gestado en sus propias narices!. ¡Y ella no había visto nada, no había notado nada!.
Su mente saltó por encima de la tragedia de la fiesta de cumpleaños. ¡No había necesidad de pensar en eso!.
Ya había pasado. Era preciso desterrar el horror de todo aquello y de la encuesta y del contraído rostro de George y de sus ojos inyectados en sangre. Mejor sería repasar el incidente del baúl de la buhardilla.
Aquello había ocurrido seis meses después de la muerte de Rosemary.
Iris había continuado viviendo en la casa de Elvaston Square. Después del entierro, el abogado de la familia Marle —un anciano todo cortesía, de brillante calva y ojos inesperadamente perspicaces— se había entrevistado con Iris. Había explicado con admirable claridad que, según el testamento otorgado por Paul Bennett, Rosemary había heredado su fortuna en usufructo para legarla a su muerte a los hijos que pudiera tener. De morir Rosemary sin sucesión, los bienes habrían de pasar a Iris, sin trabas de ninguna especie. Era —explicó el abogado— una fortuna cuantiosa que le pertenecería por completo en cuanto cumpliera los veintiún años o se casase.
Entretanto, lo primero que había de decidir era su lugar de residencia. George Barton se había mostrado ansioso de que continuara viviendo con él, y había propuesto que la hermana del padre de Iris, Mrs. Drake, que se hallaba en difíciles circunstancias por culpa de las exigencias económicas de un hijo —el bala perdida de la familia Marle—, fuese a vivir con ellos y acompañara a Iris en los actos de sociedad. ¿Estaba de acuerdo con aquel plan?.
Iris se había mostrado completamente conforme, encantada de no tener que hacer planes nuevos. Tía Lucilla, según la recordaba, era una señora de cierta edad, muy amable y una ovejita sin voluntad propia.
Conque así había quedado acordado. George Barton había dado muestras de emoción y de contento al saber que su cuñada iba a seguir viviendo en su casa y la había tratado afectuosamente, como a una hermana menor. Mrs. Drake, si bien no era una compañera muy estimulante, se mostraba completamente sumisa a los deseos de Iris. El ambiente del hogar era amistoso.
Fue cosa de seis meses más tarde cuando Iris hizo su descubrimiento en la buhardilla.
La buhardilla de la casa de Elvaston Square se usaba sólo para almacenar trastos de todas clases, baúles y maletas.
Iris había subido cierto día después de buscar infructuosamente un jersey rojo al que tenía cariño. George le había suplicado que no vistiera de luto por Rosemary. «Rosemary siempre fue contraria a que se llevara luto», aseguró. Iris sabía que eso era cierto, conque accedió y siguió usando ropa corriente, algo no muy bien visto por parte de Lucilla Drake, que era mujer educada a la antigua y a quien gustaba que se observaran las «costumbres decentes», como ella las llamaba. Ella seguía fielmente la tradición de llevar crespones por su esposo, muerto hacía veinte años.
No ignoraba Iris que se habían guardado en un baúl algunas ropas anticuadas. Comenzó a buscar el jersey, y encontró, mientras lo hacía, varias cosas suyas ya olvidadas: una chaqueta y una falda gris, un montón de medias, su equipo de esquiar y algunos trajes de baño.
Fue entonces cuando descubrió una bata de Rosemary que, por casualidad, no había sido regalada con las demás prendas de su propiedad. Era una bata de seda con lunares, de corte masculino, y tenía bolsillos muy grandes.
Iris la desdobló y vio que se hallaba en muy buen estado. Luego volvió a doblarla cuidadosamente y la metió en el baúl. Al hacerlo, algo crujió en uno de los bolsillos. Metió la mano y sacó un papel arrugado, escrito de puño y letra de Rosemary. Lo alisó y leyó:
Mi querido leopardo, no es posible que hables en serio... No puedes... no puedes... ¡Nos queremos!. ¡Nos pertenecemos!. ¡Eso lo debes saber tú tan bien como yo!. No podemos decirnos adiós sin más ni más y seguir viviendo como si tal cosa. Tú sabes que eso es imposible, querido... completamente1 imposible. Tú y yo estamos destinados a vivir juntos... para siempre jamás. Yo no soy una mujer convencional y me tiene sin cuidado lo que diga la gente. El amor me importa mucho más que ninguna otra cosa. Nos iremos juntos y seremos felices. Yo te haré feliz. Me dijiste una vez que la vida sin mí no sería más que polvo y cenizas para ti... ¿Te acuerdas, querido?. Y ahora me escribes tranquilamente que es mejor que todo esto termine... que es injusto para mí que continúe. ¿Injusto para mí?. Pero, ¡si no puedo vivir sin ti!. Lo siento por George. Siempre ha sido muy bueno conmigo; pero él comprenderá. Querrá dejarme en libertad. No está bien que dos personas sigan viviendo juntas si no se quieren ya. Dios nos hizo el uno para el otro, querido... Estoy segura de ello. Vamos a ser maravillosamente felices... pero hemos de tener valor. Se lo diré a George enseguida, quiero ser completamente sincera en esta cuestión. Se lo diré después de mi cumpleaños.
Sé que estoy obrando bien, leopardo querido... y no puedo vivir sin ti... no puedo, no puedo... ¡NO PUEDO!. ¡Qué estúpida soy por escribir esto!. Hubiera bastado con dos líneas simplemente: «Te quiero. No pienso permitirte que me abandones.» ¡Oh querido!.
La carta terminaba así.
Iris se quedó inmóvil, contemplándola.
¡Cuan poco sabía de su propia hermana!.
Así que Rosemary había tenido un amante y le había escrito apasionadas cartas de amor. ¿Había hecho planes para fugarse con él?.
¿Qué había sucedido?. Rosemary no había llegado a mandar la carta después de todo. ¿Qué carta había mandado?. ¿Qué habían decidido finalmente Rosemary y el desconocido?.
¡Leopardo!. ¡Qué ocurrencias más extrañas tenía la gente cuando se enamoraba!. Era tan estúpido aquello...
¡Leopardo!
¡Vaya!.
¿Quién era aquel hombre?. ¿Amaba a Rosemary tanto como ella le amaba a él?. La habría amado a no dudar. ¡Rosemary era tan increíblemente hermosa...!. Y, sin embargo, según la carta de Rosemary, había propuesto que «todo aquello terminara». Ello sugería... ¿qué?. ¿Cautela?. Le había dicho a Rosemary, evidentemente, que la ruptura era por su propio bien. Que debía llevarse a cabo, porque lo contrario sería injusto para ella. Sí, pero, ¿no decían los hombres cosas así, nada más que por cubrir las apariencias?. ¿No significaría, en realidad, que el hombre, fuera quien fuese, se había cansado ya?. Tal vez hubiera sido para él una simple distracción pasajera. Quizá no la hubiese querido nunca de verdad. Sin saber por qué, a Iris se le metió en la cabeza que el desconocido había tenido el firme propósito de romper finalmente con Rosemary.
Pero Rosemary había opinado de distinta forma. Rosemary tenía la intención de no pararse a pensar en las consecuencias. También Rosemary estaba decidida...
Iris sintió un escalofrío.
¡Y ella, Iris, no se había enterado de una palabra!. ¡Ni siquiera lo había adivinado!. Había dado por sentado que Rosemary era feliz y estaba satisfecha, y que George y ella estaban completamente satisfechos el uno del otro. ¡Ciega!. Tenía que haberlo estado para no darse cuenta de una cosa así en su propia hermana.
Pero, ¿quién era el hombre?.
Trató de pensar, de recordar... ¡Habían sido tantos los hombres que rodearon a Rosemary, que la amaron, que salieron con ella, que la telefonearon...!. No había habido ninguno en particular. Pero uno había de haber, el único que importaba. Los demás eran una simple pantalla para encubrirlo. Iris frunció el entrecejo, perpleja, ordenando sus recuerdos.
Dos hombres se destacaban entre ellos. Tenía que ser —sí, forzosamente— el uno o el otro. ¿Stephen Farraday? Debía de ser Stephen Farraday. ¿Qué podía haber visto Rosemary en él?. Un joven pomposo y envarado, y no tan joven, por cierto. Claro que la gente decía que poseía una inteligencia poco común. Un político en auge— se le auguraba la subdirección de un Ministerio en el próximo futuro— que contaba con todo el apoyo del influyente Kidderminster. ¡Un futuro primer ministro!. ¿Era eso lo que le había rodeado de una aureola ante los ojos de Rosemary?. No era posible que hubiese amado tan desesperadamente al hombre en sí, a un hombre tan frío y egocéntrico. Pero decían que su propia mujer estaba locamente enamorada de él... que, en contra de la voluntad de su poderosa familia, se había casado con él, un don Nadie con ambiciones políticas. Si era capaz de despertar tales sentimientos en una mujer, ¿por qué no había de poder hacer lo propio en otra?. Sí, tenía que ser Stephen Farraday.
Porque si no era Stephen Farraday, tenía que ser Anthony Browne.
E Iris no quería que fuese Anthony Browne.
Cierto que había sido un verdadero esclavo de Rosemary, siempre atento a su menor deseo, obedeciendo todas sus órdenes con una humorística desesperación reflejada en su moreno y bien parecido rostro. Pero, ¿no había sido acaso demasiado abierta, demasiado libremente declarada su adoración para que pudiera tener raíces profundas?.
Era curioso cómo había desaparecido a la muerte de Rosemary. Nadie le había vuelto a ver desde entonces.
Sin embargo, no tan curioso, después de todo. Era hombre que viajaba mucho. Había hablado de Argentina, de Canadá, de Uganda y de Estados Unidos. Es más, tenía la idea de que Anthony era norteamericano o canadiense, aun cuando apenas se le notaba acento alguno. No, en realidad no era curioso que no hubieran vuelto a verle desde entonces.