Authors: Agatha Christie
—¿Entonces es serio?.
—Sí, lo es. No debimos consentir que Sandra se casara con ese hombre, Vicky.
—Eso fue lo que dije yo.
—Sí... sí... —reconoció él—. Tú tuviste razón y yo no. Pero ten en cuenta que se hubiera casado con él de todas formas. No hay quien pueda con ella cuando se le mete una idea en la cabeza. Su encuentro con Farraday fue un verdadero desastre, un hombre de cuyos antecedentes y antepasados no sabemos una palabra. Cuando llega una crisis, ¿cómo va uno a saber de qué forma reaccionará un hombre así?.
—Ya... —murmuró lady Kidderminster—. ¿Tú crees que hemos admitido a un asesino en la familia?.
—No lo sé. No quiero condenar al muchacho sin más ni más... pero eso es lo que cree la policía, y la policía es muy perspicaz. Tuvo relaciones amorosas con la Barton, eso está bien claro. O se suicidó ella por culpa de él o, de lo contrario... Bueno, ocurriera lo que ocurriera, Barton acabó averiguando la verdad y se disponía a hacer una declaración y dar un escándalo mayúsculo. Supongo que Stephen no se vio capaz de hacer frente a la situación y...
—¿Lo envenenó?.
—Sí.
Lady Kidderminster meneó la cabeza.
—No estoy de acuerdo contigo.
—Dios quiera que tengas razón. Pero alguien tiene que haberle envenenado.
—Si quieres que te dé mi opinión —dijo la dama—, Stephen no tendría valor para hacer una cosa así.
—Se ha tomado muy en serio su carrera. Tiene grandes dotes y facultades para convertirse en un gran estadista. Nunca se sabe lo que alguien es capaz de hacer cuando se ve acorralado.
La mujer siguió negando con la cabeza.
—Insisto en que carece del valor necesario. Para eso es preciso tener temperamento de jugador, ser capaz de ser temerario. Tengo miedo, William... un miedo horrible.
Él la miró con sorpresa.
—¿Estás sugiriendo que Sandra...
Sandra
...?.
—Detesto tener que insinuar siquiera semejante cosa. Pero es inútil ser cobarde y negarse a aceptar la posibilidad. Está loca por ese hombre, siempre lo ha estado, y Sandra tiene algo raro. Jamás la he comprendido del todo, pero siempre le he tenido miedo. Ella arriesgaría
cualquier
cosa, cualquier cosa por Stephen. Sin tener en cuenta el precio. Y si ha sido bastante loca y lo bastante malvada para cometer el asesinato, es necesario que se la proteja.
—¿Que se la proteja?. ¿Cómo quieres decir... que se la proteja?.
—Que la protejas tú. Tenemos que hacer algo por nuestra propia hija, ¿verdad?. Afortunadamente, tienes muchas influencias y puedes emplearlas.
Lord Kidderminster la estaba mirando con los ojos muy abiertos. Aunque habría creído conocer bien el carácter de su esposa, estaba asustado por la fuerza y el valor de su realismo, por su empeño en negarse a cerrar los ojos ante hechos tan desagradables y también por su falta de escrúpulos.
—Si mi hija es una asesina, ¿sugieres que debo usar mi posición oficial para salvarla de las consecuencias de sus actos?.
—Naturalmente —contestó lady Kidderminster.
—¡Mi querida Vicky!. ¡Tú no comprendes!. Uno no puede hacer una cosa así. Sería una traición, una deshonra...
—¡Bah! —exclamó la dama.
Se miraron, tan fríos y distanciados, que ninguno de los dos era capaz de comprender el punto de vista del otro. Igual, quizá, se hubieran mirado Agamenón y Clitemestra con el nombre de Ifigenia en los labios
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—Podrías conseguir que el gobierno ejerciera presión sobre la policía y le obligara a abandonar el asunto, declarando suicidio la muerte de Barton. No me digas que sería la primera vez que se hiciese una cosa así.
—Si se ha hecho alguna vez, sólo ha sido cuando se ha tratado de una cuestión de política nacional, en interés del Estado. Ahora se trata de un asunto personal y particular. Dudo mucho de que me fuera posible hacer semejante petición.
—Puedes hacerla si tienes la suficiente determinación.
Lord Kidderminster enrojeció de ira.
—¡No lo haría aunque pudiese!. Sería abusar de mi influencia.
—Si a Sandra la detuvieran y juzgaran, ¿no emplearías el mejor abogado y harías todo lo posible para salvarla, por culpable que fuese?.
—Naturalmente, naturalmente. Eso es completamente distinto. Vosotras, las mujeres, nunca queréis comprender esas cosas.
Lady Kidderminster guardó silencio, sin molestarse por lo que su marido había dicho. Sandra era, entre sus hijas, a la que menos quería. No obstante, en aquellos momentos era una madre dispuesta a defender a su hija por todos los medios, honrosos o deshonrosos. Lucharía con uñas y dientes por Sandra.
—Sea como fuere —añadió lord Kidderminster—, a Sandra no la acusarán a menos que tengan pruebas absolutamente convincentes contra ella. Y yo, por mi parte, me niego a creer que una hija mía pueda ser una asesina. Me sorprendes, Vicky. No sé cómo puedes pensar semejante cosa siquiera por un momento.
Su mujer no dijo nada, y lord Kidderminster salió con gran desasosiego del cuarto. ¡Pensar que Vicky —
Vicky
—, a quien durante años había conocido íntimamente, resultara tener ideas tan profundas, insospechadas y verdaderamente turbadoras...!.
Race encontró a Ruth Lessing sentada ante una mesa de despacho, muy ocupada con unos papeles. Vestía chaqueta negra, falda del mismo color y blusa blanca; su actividad le impresionó. Observó las grandes ojeras que tenía y el mohín de tristeza de su boca; pero dominaba su dolor, si es que era dolor, tan bien como sus demás emociones.
Race explicó el objeto de su visita y ella reaccionó inmediata y favorablemente.
—Le agradezco mucho que haya venido. Ya sé quién es usted, claro está. Mr. Barton esperaba que se reuniera con nosotros anoche, ¿verdad?. Recuerdo que lo dijo.
—¿Dijo eso antes de la fiesta?.
Ella reflexionó unos instantes.
—No. Fue cuando nos sentábamos a la mesa. Recuerdo que quedé un poco sorprendida... —Hizo una pausa y se puso levemente colorada—... no porque le hubiera invitado a usted, naturalmente. Sé que es un antiguo amigo. Quise decir que quedé sorprendida de que, si iba usted a venir, no hubiera invitado a otra mujer para completar las parejas. Pero claro está, si usted iba a llegar tarde y existía la posibilidad de que no viniera siquiera... —Se interrumpió—. ¡Qué estúpida soy!. ¿A qué hablar de esas pequeñeces que no importan?. ¡Sí que
estoy
estúpida esta mañana!.
—¡Pero... ha venido a trabajar como de costumbre!.
—Naturalmente. —Pareció sorprendida, casi escandalizada—. Es mi trabajo. ¡Hay tantas cosas por resolver y ordenar!.
—George me habló muchas veces de lo mucho que confiaba en usted —murmuró el coronel con dulzura.
Ella volvió la cabeza. Le vio tragar algo y parpadear. El hecho de que no diera muestras de emoción alguna casi le convenció de su inocencia. Casi, pero no del todo. Había conocido a más de una buena actriz, mujeres cuyos enrojecidos párpados y grandes ojeras obedecían a causas artificiales y no naturales.
Se reservó la opinión de momento, mientras pensaba: «Sea como fuere, es una mujer muy serena.»
Ruth volvió la cabeza de nuevo y, en contestación a su último comentario, dijo:
—He estado con él mucho tiempo, en abril se cumplirían los ocho años. Conocía muy bien sus costumbres y creo que él... tenía confianza en mí.
—Estoy seguro de ello. —Tras una pausa Race prosiguió—: Falta poco para la hora de comer. Esperaba que me haría usted el honor de acompañarme a comer a algún sitio tranquilo. Quisiera hablarle de otras cosas.
—Gracias. Aceptaré encantada su invitación.
La llevó a un pequeño restaurante que conocía, donde las mesitas estaban muy separadas unas de otras y era posible hablar con tranquilidad.
Pidió lo que deseaban y, una vez se hubo marchado el camarero, miró a su acompañante. «Es una muchacha muy bien parecida», decidió. La negra cabellera era hermosa. La boca y la barbilla indicaban voluntad.
Habló de todo un poco hasta que les sirvieron. Y ella siguió su ejemplo, mostrándose inteligente y sensata.
Al poco rato, tras una pausa, Ruth dijo:
—¿Quiere usted hablar conmigo sobre lo de anoche?. No vacile en hacerlo. Resulta todo tan increíble, que me gustaría hablar de ello. De no ser porque sucedió y yo lo vi, no lo hubiera creído posible.
—Habrá usted visto al inspector Kemp, ¿verdad?.
—Sí, anoche. Parece un hombre inteligente y de mucha experiencia. —Hizo una pausa—. ¿Ha sido de veras un
asesinato
, coronel Race?.
—¿Se lo dijo Kemp?.
—No me dio información alguna. Pero, por sus preguntas, comprendí perfectamente lo que estaba pensando.
—La opinión de usted sobre si fue un suicidio o no debiera de valer tanto como la de cualquier otra persona, miss Lessing. Conocía usted muy bien a Barton y estuvo usted con él casi todo el día de ayer. ¿Qué estado de ánimo tenía, en su opinión?. ¿Como de costumbre?. ¿Estaba turbado... excitado?.
Ella vaciló.
—Es difícil contestar. Estaba disgustado, inquieto... pero, después de todo, había motivos para ello.
Explicó la situación surgida por culpa de Víctor Drake y contó a grandes rasgos la vida y milagros del joven en cuestión.
—¡Hum! —dijo Race—. El inevitable bala perdida. Y... ¿Barton estaba disgustado por su culpa?.
—Es difícil de explicar —contestó Ruth muy despacio—. Yo conocía tan bien a Barton, ¿comprende?. Estaba molesto y preocupado por el asunto, y deduje de sus palabras que Mrs. Drake estaba disgustadísima y hecha un mar de lágrimas, como solía sucederle siempre en ocasiones semejantes... con que, claro, quería arreglarlo todo. Pero tuve la impresión...
—Diga, miss Lessing. Estoy seguro de que sus impresiones resultarán atinadas.
—Bueno, me pareció que su disgusto no era de los normales... si me es lícito expresarlo así. Porque ya habíamos tenido que enfrentarnos con lo mismo en otras ocasiones. El año pasado Víctor Drake estaba en este país y en un atolladero. Y tuvimos que embarcarlo para América del Sur. Durante el pasado junio, telegrafió pidiendo dinero. Así que, como usted comprenderá, estaba acostumbrada a ver cómo reaccionaba Mr. Barton en tales casos. Esta vez creí que su disgusto provenía más bien de que el telegrama hubiese llegado en el preciso instante en que se dedicaba por completo a ultimar los preparativos para la fiesta. Parecía tan absorto en ella, que le molestaba que surgiera ninguna otra preocupación.
—¿Le pareció que había algo raro en la fiesta que iba a dar, miss Lessing?.
—Sí, señor. Mr. Barton parecía muy afectado. Daba muestras de excitación... como le hubiera ocurrido a un chiquillo.
—¿Se le ocurrió pensar que la fiesta en cuestión pudiera tener un fin determinado?.
—¿Quiere usted decir porque era una reproducción exacta de la fiesta celebrada cuando Mrs. Barton se suicidó?.
—Sí.
—Con franqueza, me pareció una idea extraordinaria.
—Pero... ¿George no le brindó explicación alguna... no le confió ningún detalle que la justificara?.
Ella meneó con la cabeza.
—Dígame, miss Lessing, ¿ha dudado usted alguna vez de que Mrs. Barton se suicidara?.
Ella le miró con asombro.
—¡Oh, no! —respondió.
—¿George Barton no le dijo que creía que su mujer había muerto asesinada?.
Ruth le miró boquiabierta.
—¿George dijo
eso
?.
—Veo que es la primera noticia que tiene usted de ello. Sí, miss Lessing. George había recibido unos anónimos en los que se aseguraba que su mujer no se había suicidado, sino que había muerto asesinada.
—Así que... ¿por eso estuvo tan raro todo el verano?. No comprendía qué podía sucederle.
—¿No sabía usted nada de los anónimos?.
—Nada. ¿Fueron muchos?.
—A mí me enseñó dos.
—¡Y yo no sabía una palabra de ellos!.
Había un dejo de amargura y de dolor en su voz.
La contempló unos instantes. Luego preguntó:
—Bien, miss Lessing, ¿qué dice usted?. ¿Es posible, en su opinión, que George se suicidara?.
Ella meneó la cabeza.
—No... ¡oh, no!.
—Pero ¿dice usted que estaba excitado, disgustado?.
—Sí, pero llevaba así algún tiempo. Ahora comprendo por qué. Y comprendo por qué le excitaba tanto la fiesta de anoche. Debía tener una idea fija... la esperanza de que, si reproducía la fiesta del año pasado, lograría averiguar algo más... ¡Pobre George!. ¡Qué confusión reinaría en su cerebro!.
—Y... ¿qué me dice de Rosemary Barton, miss Lessing?. ¿Sigue creyendo que se trató de un suicidio?.
Ella frunció el entrecejo.
—Jamás he creído que pudiera tratarse de otra cosa. Parecía tan natural.
—¿Depresión tras una gripe?.
—Verá, algo más que eso, en realidad. No era feliz ni mucho menos. Eso se veía a la legua.
—Y... ¿se podía adivinar la causa?.
—Pues sí. Por lo menos yo sí. Claro está que puedo haberme equivocado. Pero las mujeres como Mrs. Barton son muy transparentes. No se molestan en ocultar sus sentimientos. Afortunadamente, no creo que Mr. Barton supiera nada. Oh, sí, no era nada feliz. Y sé que tenía un dolor de cabeza muy fuerte aquella noche además de estar deprimida.
—¿Cómo sabe usted que tenía dolor de cabeza?.
—Oí que se lo decía a lady Alexandra... en el guardarropa. Dijo que sentía no tener una aspirina, pero lady Alexandra le dio un comprimido Faivre.
El coronel Race, un poco ensimismado, detuvo su mano con el vaso en el aire.
—Y... ¿ella lo aceptó?.
—Sí.
Dejó el vaso sin probar su contenido y miró a la muchacha. Ésta tenía el rostro sereno y no parecía darse cuenta de que pudiera tener algún significado especial lo que acababa de decir. Pero era importantísimo. Significaba que Sandra, quien por su posición en la mesa le era prácticamente imposible echar nada en la copa de Rosemary, había tenido otra oportunidad de administrar el veneno. Podía habérselo dado a Rosemary en un comprimido. Normalmente, un comprimido de esta índole hubiera necesitado unos minutos para disolverse, pero aquél podía haber sido uno especial, forrado de gelatina o de cualquier otra sustancia. O tal vez no lo hubiese tomado Rosemary entonces sino más tarde.
—¿Le vio usted tomarlo? —le preguntó bruscamente.
—¿Perdón?.
Comprendió por su expresión ausente que se había distraído y pensaba en otra cosa.