Una niña sintió curiosidad y, un buen día, subió a la colina. Cuando se halló más cerca, le sorprendió ver que la piedra tenía grabados nombres, fechas y lugares.
—¿Qué son esas palabras? —preguntó.
—Las penas del mundo —respondió el hombre—. Las cargo hasta la cima, una y otra vez.
—Las utilizas para desgastar la colina —dijo la niña al ver el hondo surco que había abierto la piedra.
—Construyo una cosa —respondió el hombre—. Cuando termine, tú ocuparás mi lugar.
La niña no tuvo miedo.
—¿Qué construyes?
—Un río —respondió el hombre.
La niña bajó de la colina, extrañada de que alguien pudiera construir un río. Pero no mucho después, cuando llegaron las lluvias y el agua inundó el largo surco y se llevó al hombre a algún lugar lejano, vio que él tenía razón y ocupó su lugar: empujó la piedra y cargó con las penas del mundo.
Así es cómo nació el Piloto.
El Piloto es un hombre que empujó una piedra y el agua se lo llevó. Es una mujer que atravesó el río y miró el cielo. El Piloto es viejo y joven y tiene los ojos de todos los colores y el pelo de todos los tonos; vive en desiertos, islas, bosques, montañas y llanuras.
El Piloto encabeza el Alzamiento, la rebelión contra la Sociedad, y no muere nunca. Cuando el tiempo de un Piloto se agota, otro ocupa su lugar.
Y así sucesivamente, una y otra vez, igual que una piedra cuando rueda.
En la cabaña, una chica se da la vuelta en la cama y yo me quedo petrificada mientras espero a que su respiración recobre la regularidad del sueño. Cuando vuelve a quedarse dormida, leo el último renglón de la hoja:
En un lugar que no sale en los mapas de la Sociedad, el Piloto vivirá y gobernará siempre.
De pronto, la llama de la esperanza me quema por dentro cuando comprendo qué significa este relato, qué me ha dado el archivista.
Hay una rebelión. Algo real, organizado y establecido, con un líder.
«¡Ky y yo no estamos solos!»
La palabra «Piloto» era el nexo. ¿Sabía eso mi abuelo? ¿Por eso me dio el papel antes de morir? ¿Me he decantado desde el principio por el poema equivocado?
No puedo estarme quieta.
—¡Despertad! —susurro tan quedo que apenas me oigo—. No estamos solas.
Saco un pie de la cama. Podría bajar de la litera y despertar a mis compañeras para hablarles del Alzamiento. Es posible que ya lo sepan. No lo creo. Parecen tan desesperanzadas... Excepto Indie. Pero, aunque su fuego arde con más fuerza, ella también carece de un propósito. Creo que tampoco lo sabe.
Debería contárselo.
Por un momento, creo que lo haré. Bajo de la litera sin hacer ruido. Abro la boca, pero oigo los pasos de la militar de guardia al otro lado de la puerta y me quedo petrificada, con el peligroso papel en la mano como si fuera una banderita blanca.
En ese instante sé que no se lo contaré a nadie. Haré lo que siempre hago cuando alguien me confía palabras peligrosas: las destruiré.
—¿Qué haces? —me pregunta Indie en voz baja.
No la he oído acercarse por detrás y casi doy un respingo, pero me refreno a tiempo.
—Lavarme otra vez las manos —susurro mientras combato el impulso de darme la vuelta. El agua helada corre entre mis dedos y suena como un río en la oscuridad de la cabaña—. No me han quedado limpias. Ya sabes cómo se ponen los militares si ensuciamos la cama de tierra.
—Despertarás a las demás —observa Indie—. Les ha costado mucho dormirse.
—Lo siento —digo, y es cierto. Pero no se me ha ocurrido otro modo de ahogar las palabras.
El tiempo que he tardado en hacer trizas el papel se me ha hecho eterno. Primero, me lo he pegado a los labios y he respirado en él para que hiciera menos ruido al romperse. Espero que los trozos sean lo bastante pequeños para no taponar el lavabo.
Indie alarga la mano y cierra el grifo. Por un instante, creo que sabe algo. Tal vez no esté al corriente del Alzamiento, pero tengo la extraña sensación de que sabe algo de mí.
Toc. Toc. Los tacones de la militar que hace la ronda en el cemento. Indie y yo corremos a nuestras literas. Yo me encaramo rápidamente a la mía y miro por la ventana.
La militar se detiene delante de nuestra cabaña, escucha y sigue su camino.
Me quedo mirando por la ventana y la veo alejarse por el sendero. Se detiene en la puerta de otra cabaña.
Una rebelión. Un Piloto.
¿Quién podría ser?
¿Sabe Ky algo de esto?
Tal vez. El hombre del relato que empuja la piedra parece Sísifo, y Ky me habló de él en el distrito. Y también recuerdo cómo Ky me dio su propia historia en fragmentos. Siempre he sabido que no la conozco toda.
Encontrarlo ha sido mi único objetivo durante todo este tiempo. Incluso sin mapa, incluso sin la brújula, sé que puedo hacerlo. No dejo de imaginarme el momento en que nos encontraremos; cómo me estrechará entre sus brazos, cómo le susurraré un poema. El único fallo de mi sueño es que aún no he terminado de escribirle nada; jamás logro pasar del primer renglón. He escrito y reescrito muchos principios en los meses que llevo aquí, pero aún no conozco ni el desarrollo ni el desenlace de nuestra historia de amor.
Me coloco la bolsa contra la cadera y me tumbo con la mayor suavidad posible, célula a célula, parece, hasta que la cama sustenta todo mi peso, desde las livianas puntas de mis cabellos hasta la pesadez de mis piernas, mis pies. Esta noche no voy a dormir.
Llegan de madrugada, igual que cuando se llevaron a Ky.
No oigo gritos, pero me alerta otra cosa. Una cierta pesadez en el ambiente, quizá; un cierto cambio en el canto de los pájaros que anuncian la mañana al posarse en los árboles de camino al sur.
Me siento en la cama y miro por la ventana. Los militares están sacando a chicas de otras cabañas, algunas de las cuales lloran e intentan soltarse. Pego la cara al cristal para ver más, con el corazón acelerado, convencida de que conozco el destino de las chicas.
«¿Cómo puedo ir con ellas?» Barajo mentalmente las cifras. Cuántos kilómetros, cuántas variables vuelvo a tener en contra para acercarme a él. Parece que no he logrado ir a las provincias exteriores sin ayuda, pero es posible que ahora me lleve la Sociedad.
Dos militares abren la puerta.
—Necesitamos dos chicas de esta cabaña —dice uno—. Las literas ocho y tres. —La chica de la litera ocho se incorpora. Parece asustada y cansada.
La litera tres, la de Indie, está vacía.
Los militares exclaman y yo miro por la ventana. Hay una persona al borde de los árboles próximos al sendero. Es Indie. Aunque apenas ha amanecido, sé que es ella por su cabellera pelirroja, por su postura. También debe de haber oído ruidos y ha logrado escabullirse. No la he visto salir.
Va a huir.
Mientras los militares están distraídos llevándose a la chica de la litera ocho e informando sobre Indie por sus miniterminales, yo actúo con rapidez. Vacío mi pastillero y meto las tres pastillas, la verde, la azul y la roja, en el paquete de mis pastillas azules. Lo escondo en la bolsa, debajo de los mensajes, y rezo para que nadie me cachee tan a fondo. Meto el pastillero debajo del colchón. Tengo que deshacerme de todo lo que demuestra que soy una ciudadana.
Y entonces me doy cuenta.
En mi bolsa falta algo.
La caja plateada de mi banquete de emparejamiento.
Hurgo una vez más entre los mensajes; palpo las mantas de la cama; miro el suelo. No se me ha caído ni la he perdido; ha desaparecido.
Tendría que haberme deshecho de ella igualmente; era lo que planeaba hacer; pero su falta me inquieta.
«¿Dónde puede estar?»
Ahora no tengo tiempo para preocuparme de eso. Bajo de mi litera y sigo a los militares y a la chica llorosa. El resto finge dormir, igual que mis vecinos la mañana que se llevaron a Ky del distrito.
—¡Escapa, Indie! —susurro entre dientes. Espero que las dos lo consigamos.
Si amas a una persona, si ella te ama, si te ha enseñado a escribir y ha conseguido que puedas hablar, ¿cómo puedes quedarte de brazos cruzados? Más vale que rescates sus palabras de la tierra e intentes arrancárselas al viento.
Porque, una vez que amas, es para siempre. Amas, y no puedes volver atrás.
Ky me ocupa la mente, me colma el corazón, sus cálidas palmas calientan mis manos vacías. Tengo que tratar de encontrarlo. Amarlo me dio alas y todo este esfuerzo me ha dado la fortaleza para batirlas.
Una aeronave aterriza en el centro del campo. Los militares, algunos de las cuales no he visto hasta ahora, parecen nerviosos, preocupados. El que lleva un uniforme de piloto hace un comentario brusco y mira el cielo. El sol no tardará en salir.
—Nos falta una —le oigo decir en voz baja, y me pongo en la cola.
—¿Estás seguro? —pregunta su compañera mientras nos cuenta. Pone cara de alivio. Tiene una bonita melena castaña y parece amable, para ser militar—. No —añade—. Tenemos suficientes.
—Ah, ¿sí? —pregunta el piloto. También nos cuenta. Me parece que sus ojos se demoran en mi cara porque recuerda que antes no estaba. No por primera vez, me pregunto cuánto sabe y cuánto ha predicho mi funcionaria de todo lo que hago. ¿Me sigue observando? ¿Lo hace la Sociedad?
Otro militar obliga a Indie a subir cuando el resto ya estamos a bordo. El hombre tiene arañazos en la cara. Hay regueros marrones en su uniforme y en la ropa de diario de Indie, como heridas que rezuman tierra.
—Ha intentado escapar —dice el militar al sentarla a mi lado.
Le coloca unas esposas. Indie no se inmuta cuando las cierra, pero yo me estremezco al oír el chasquido.
—Ahora sobra una —dice la militar.
—Son aberrantes —espeta su compañero—. ¿Acaso importa? Tenemos que irnos.
—¿Las cacheamos ahora? —pregunta la militar.
«¡No!» Encontrarán las pastillas en mi bolsa.
—Lo haremos en ruta. Vamos.
Indie se vuelve y nos miramos a los ojos. Por primera vez desde que la conozco, percibo una extraña afinidad con ella, una familiaridad casi rayana en la amistad. Nos hemos conocido en el campo de trabajo. Ahora, partimos juntas a una nueva experiencia.
Este traslado no se parece a los demás: es precipitado, desorganizado, impropio de la Sociedad. Aunque agradezco la oportunidad de colarme por una grieta del sistema, aún siento que sus paredes me oprimen desde todos los costados, y su presencia, aunque me aplasta, también me reconforta.
Un funcionario sube a bordo.
—¿Todo listo? —pregunta, y los militares asienten.
Espero que suban más funcionarios (casi siempre van de tres en tres), pero la puerta se cierra. Solo un funcionario y tres militares, uno de ellos el piloto. Por la reacción de los militares, sé que el funcionario es el que tiene más categoría del grupo.
La aeronave despega. Es la primera vez que viajo así (hasta ahora, solo lo había hecho en automóviles o trenes aéreos) y la decepción me encoge el estómago cuando advierto que no hay ventanillas.
No es así como pensaba que sería volar alto. Sin ver lo que hay abajo ni dónde pueden estar las estrellas cuando caiga la noche. El piloto ve el exterior desde la cabina de la aeronave; pero la Sociedad no permite que el resto veamos la trayectoria de nuestro vuelo.
Ky
—Todos te miran —me dice Vick.
No le hago caso. Algunos de los proyectiles que el enemigo lanzó anoche sobre nosotros no han explotado del todo. Aún contienen pólvora. Introduzco un puñado en el cañón de una pistola. El enemigo me desconcierta: conforme pasa el tiempo, su munición parece volverse más primitiva e ineficaz. A lo mejor es cierto que está perdiendo la guerra.
—¿Qué haces? —pregunta Vick.
No respondo. Estoy concentrado en recordar cómo se hace esto. La pólvora me ennegrece las manos mientras la froto entre los dedos.
Vick me agarra el brazo.
—Para —susurra—. Todos los señuelos te miran.
—¿Qué importa lo que piensen?
—Que alguien como tú se vuelva loco baja la moral.
—Tú mismo has dicho que no somos sus líderes —objeto.
Me vuelvo hacia a los señuelos. Todos apartan los ojos salvo Eli, que me mira fijamente. Le sonrío para hacerle saber que no estoy loco.
—Ky —dice Vick, y entonces cae en la cuenta—. ¿Intentas volver a utilizarla como munición?
—No servirá de mucho —explico—. Solo explotará una vez, y habrá que usar las pistolas a modo de granadas. Lanzarlas y luego echar a correr.
A Vick le gusta la idea.
—Podríamos meter piedras y otras cosas. ¿Sabes cómo hacerlas estallar?
—Todavía no —respondo—. Es lo más difícil.
—¿Por qué? —pregunta, en voz baja, para que el resto no le oiga—. Desde luego, es buena idea, pero no vamos a poder hacerlas estallar mientras corremos.
—No son para nosotros —digo, y miro otra vez a los señuelos—. Les enseñaremos cómo se hace antes de escapar. Pero el tiempo corre. Propongo que hoy les dejemos los muertos a ellos.
Vick se levanta y se dirige al grupo.
—Ky y yo vamos a tomarnos el día libre —dice—. El resto podéis turnaros para enterrar los cadáveres. Algunos de los nuevos ni siquiera lo habéis hecho aún.
Mientras los señuelos se alejan, me miro las manos, cenicientas y cubiertas del mortífero material que anoche llovió sobre nosotros, y recuerdo cómo en mi pueblo solíamos salir a buscar restos después de un ataque. La Sociedad y el enemigo creían que eran los únicos que conocían el fuego, pero nosotros sabíamos utilizar el suyo. Y encender el nuestro. Empleábamos una piedra llamada pedernal para encender fogatas cuando las necesitábamos.
—Sigo pensando que deberíamos escapar una noche en la que el enemigo no ataque —dice Vick—. Si somos convincentes, a lo mejor suponen que hemos saltado por los aires con esto. —Señala la pólvora diseminada alrededor.
Tiene parte de razón. Estoy tan seguro de que nos perseguirán que no he contemplado otras posibilidades. Aun así, es más probable que otros señuelos traten de seguirnos sin un ataque que los distraiga ni muertos que borren nuestro rastro. Si escapamos más de unos pocos señuelos, la Sociedad se dará cuenta y es más probable que decida perseguirnos.
Y no tengo la menor idea de qué vamos a encontrar en la Talla. No trato de ser un líder. Solo quiero sobrevivir.
—¿Qué te parece esto? —pregunto—. Nos iremos esta noche. Haya o no ataque.