Ky se ha ido. Está entre los árboles y yo estoy en el río. Y ya no hay tiempo.
—¡Haz lo que yo diga! —me ordena Indie después de ponerme un remo en las manos. Grita para que el ruido del agua no ahogue sus palabras—. ¡Si digo izquierda, rema por tu izquierda! ¡Si digo derecha, rema por tu derecha! ¡Si digo que te inclines, hazlo!
El rayo de su linterna frontal me ciega y me siento aliviada cuando se vuelve para mirar al frente. Me corren lágrimas por las mejillas a causa de la despedida y la luz.
—¡Ahora! —dice, y nos separamos de la orilla. Nos quedamos flotando un momento antes de que el río nos encuentre y nos lleve con él.
—¡Derecha! —grita Indie.
Copos de nieve dispersos nos adornan la cara conforme avanzamos, pequeñas pinceladas blancas en el haz de nuestras linternas frontales.
—¡Si volcamos, agárrate a la barca! —grita Indie.
Solo ve por delante de ella lo suficiente para dar una sola orden, tomar una sola decisión; está clasificando de un modo que yo sería incapaz, mientras el agua plateada le salpica la cara y ramas negras nos azotan desde las orillas, con árboles caídos en mitad del río.
La imito, la sigo, intento repetir sus remadas. Y me extraño de que la Sociedad la descubriera en el mar aquel día. Es un buen Piloto, en este río, esta noche.
No sé si han pasado horas o minutos. Solo estoy atenta a los cambios de la corriente y los recodos del río, a los gritos de Indie y los remos que cortan el agua a sendos lados de la barca.
Miro arriba, una vez, consciente de que algo sucede por encima de mí: el final de la noche, la primera parte de la madrugada que aún es negra, pero de un negro que parece estar difuminándose por los bordes. No reacciono cuando Indie me grita que reme por la derecha, volcamos y caemos al río.
Agua fría y oscura, envenenada por las esferas de la Sociedad, fluye por encima de mí. No veo nada y lo siento todo: agua helada, maderas que me azotan. Es el momento de mi propia muerte, y entonces algo me golpea en el brazo.
«Agárrate a la barca.»
Palpo el costado con los dedos, encuentro una de las asas, me agarro y trato de salir a la superficie. El agua sabe amarga. La escupo y me aferro bien a la barca. Estoy dentro de ella, debajo, atrapada y salvada por una burbuja de aire. Algo me hiere la pierna. He perdido la linterna frontal.
Es igual que en la Caverna: estoy atrapada, pero viva.
«Lo conseguirás», me dijo Ky en esa ocasión, pero ahora no está.
De pronto, recuerdo el día que lo conocí, el día de la límpida piscina azul en la que él y Xander se hundieron pero volvieron a salir.
«¿Dónde está Indie?»
La barca vira bruscamente a un lado y el agua se calma.
Veo una luz. Es Indie, levantando la barca. Estaba agarrada a la barca por fuera y, de algún modo, aún tiene la linterna frontal.
—Estamos en un remanso —dice, con vehemencia—. No va a durar. Sal y ayúdame a empujar.
Salgo de debajo de la barca. El agua está negra y vidriosa, momentáneamente encharcada en un ancho tramo del río, represada por algún dique natural.
—¿Aún tienes el remo? —pregunta Indie y, para mi sorpresa, descubro que sí—. A la de tres —dice.
Cuenta, damos la vuelta a la barca y nos agarramos a los lados. Ella salta al interior con la rapidez de un pez y coge mi remo para ayudarme a subir.
—Has conseguido agarrarte a la barca —dice—. Pensaba que por fin me había librado de ti. —Se ríe y también lo hago yo.
Seguimos riéndonos hasta que una ola del río nos azota e Indie grita, exaltada y triunfal. Yo la acompaño.
—El verdadero peligro empieza ahora —dice Indie cuando sale el sol, y sé que tiene razón. Aún hay mucha corriente; vemos mejor, pero también pueden vernos, y estamos agotadas. Los álamos de Virginia de este tramo del río han crecido poco porque compiten con unos enclenques árboles de color verde grisáceo mucho menos frondosos—. Debemos navegar cerca de la orilla para que no nos vean —añade—, pero, si vamos demasiado rápido y chocamos contra esas espinas, destrozarán la barca.
Pasamos por delante de un álamo de Virginia muerto con la corteza pardusca y escamosa que ha caído al río, agotado después de aferrarse a la orilla durante años. «Espero que Hunter y Eli hayan llegado a las montañas —pienso—, y que Ky esté protegido entre los árboles.»
Entonces lo oímos. Un ruido, en el cielo.
Sin decir una palabra, nos aproximamos más a la orilla. Indie trata de alcanzar las ramas espinosas con el remo para detener el avance de la barca, pero este resbala y no se queda trabado. Cuando volvemos a separarnos, clavo mi remo en el agua para frenar la barca.
La aeronave se acerca.
Indie alarga la mano y se agarra a una rama llena de espinas. Yo grito, sorprendida. Cuando ella no la suelta, salto de la barca y la acerco a la orilla. Oigo que las espinas arañan el plástico y pienso: «Por favor, no te rompas». Cuando Indie deja la rama, tiene la mano ensangrentada. Contenemos la respiración.
La aeronave pasa de largo. No nos ha visto.
—Ahora mismo, me tomaría una pastilla verde —dice Indie, y yo me pongo a reír, aliviada.
Pero no tenemos las pastillas, ni ninguna otra cosa. El agua se lo ha llevado todo cuando hemos volcado. Indie había atado nuestras mochilas a un asa de la barca, pero el agua las ha arrancado pese a sus concienzudos nudos; alguna rama o árbol ha cortado la cuerda y deberíamos estar agradecidas de que no haya sido nuestra carne o el plástico de la barca.
Vuelvo a subirme a la barca, y ya no nos separamos de la orilla. El sol alcanza su cénit. No vemos ninguna otra aeronave.
Pienso en mi segunda brújula perdida, hundida en el fondo del río como la piedra que era antes de que Ky la transformara.
Anochece. Los juncos de la ribera susurran mecidos por el viento y, en los vestigios del crepúsculo en un cielo hermoso y despejado, veo la primera estrella de la noche.
Luego, la veo brillar también en el suelo. O no en el suelo, sino en el oscuro espejo de agua que se extiende ante nosotras.
—Esto —dice Indie— no es el mar.
La estrella se apaga. Algo ha pasado por delante de ella, en el cielo o en el agua.
—Pero es enorme —digo—. ¿Qué más puede ser?
—Un lago —responde.
Un extraño zumbido surca el agua.
Se trata de un barco que se aproxima a toda velocidad. Es imposible dejarlo atrás, y estamos tan cansadas que ni lo intentamos. Aguardamos juntas, hambrientas, doloridas, flotando a la deriva.
—Espero que sea el Alzamiento —susurra Indie.
—Tiene que serlo —digo.
De pronto, mientras el zumbido se acerca, Indie me agarra del brazo.
—Yo habría elegido el azul para mi vestido —dice—. Lo habría mirado a los ojos, a quienquiera que fuera. No habría tenido miedo.
—Lo sé —afirmo.
Indie asiente y se vuelve para mirar al frente. Está muy erguida. Imagino la seda azul, del mismo color que el vestido de mi madre, ondeando alrededor de su cuerpo. La imagino de pie junto al mar.
Es hermosa.
Todas las personas poseen una cierta belleza. En mi caso, fue en los ojos de Ky en lo que me fijé primero, y los sigo adorando. Pero amar nos permite mirar, y mirar, y volver a mirar. Nos fijamos en el dorso de una mano, el ademán de una cabeza al volverse, un modo de andar. Cuando amamos por primera vez, el amor nos ciega y vemos al ser amado como un todo soberbio o como una hermosa suma de partes hermosas. Pero, cuando lo vemos por partes, cuando comenzamos a cuestionarlo («por qué nada así, por qué cierra los ojos así»), también podemos amar eso de él, y se trata de un amor más complicado y a la vez más completo.
El barco sigue acercándose y veo que sus tripulantes llevan ropas impermeables. ¿Lo hacen para no mojarse? ¿O saben que el río está envenenado? Me abrazo el cuerpo porque, de golpe, me siento contaminada, aunque la piel no se nos haya caído a tiras y hayamos resistido la tentación de beber agua del río.
—Levanta las manos —dice Indie—. Así verán que no tenemos nada. —Deja el remo en su regazo y alza las manos. El gesto es tan vulnerable, tan impropio de ella, que tardo un momento en imitarla.
Indie no espera a que ellos hablen primero.
—¡Nos hemos escapado! —grita—. ¡Queremos unirnos a vosotros!
El barco se aproxima más. Miro a sus tripulantes. Me fijo en sus lustrosas ropas negras y los cuento. Son nueve. Nosotras, dos. Ellos también nos miran. ¿Se han fijado en nuestros abrigos de la Sociedad, en nuestra estropeada barca, en nuestras manos vacías?
—¿Uniros a quién? —pregunta uno.
Indie no vacila.
—Al Alzamiento —responde.
Ky
Corro. Duermo. Como un poco. Bebo de una de las cantimploras. Cuando se vacía, la tiro. No tiene sentido rellenarla con agua envenenada.
Vuelvo a correr. Sin pausa. Por la orilla del río, bajo los árboles cuando es posible. Corro por ella. Por ellos. Por mí.
El sol baña el río. Ya no llueve, pero las charcas vuelven a estar intercomunicadas.
Mi padre me enseñó a nadar un verano en el que llovió más que de costumbre y algunos de los hoyos de los alrededores se transformaron en charcas durante una semana o dos. Me enseñó a contener la respiración, mantenerme a flote y abrir los ojos bajo el agua azul verdosa.
La piscina de Oria era distinta. Estaba hecha de cemento blanco en vez de roca roja. A menos que el sol me cegara, veía el fondo desde casi todos los ángulos. Los bordes eran rectos y lisos. Había niños saltando del trampolín. Parecía que todo el distrito estuviera en la piscina ese día, pero fue en Cassia en quien yo me fijé.
Me llamó la atención por su modo de estar sentada en el bordillo, tan quieta. Casi parecía una imagen congelada mientras el resto de bañistas gritaba y corría. Por un instante, el primero desde mi llegada a la Sociedad, me sentí tranquilo, descansado. Cuando la vi, empecé a sentirme bien por dentro otra vez.
Cassia se levantó y supe, por la rigidez de su espalda, que estaba preocupada. Miraba una parte de la piscina en la que había un niño buceando. Me acerqué rápidamente a ella y le pregunté:
—¿Se está ahogando?
—No lo sé —respondió.
De modo que salté a la piscina para tratar de ayudar a Xander.
El cloro me irritó los ojos y tuve que cerrarlos un momento. Al principio, el escozor y el color rojo que veía a través de los párpados me hicieron creer que los ojos me sangraban e iba a quedarme ciego. Me los toqué, pero solo noté agua, no sangre. Mi pánico me avergonzó. Pese al dolor, volví a abrirlos para mirar alrededor.
Vi piernas, cuerpos, personas que nadaban, y entonces dejé de buscar a Xander. Solo fui capaz de pensar...
... «aquí no hay nada».
Ya sabía que la piscina estaba impoluta, pero me resultó muy extraño verla desde abajo. Incluso en las efímeras charcas de agua de lluvia, la vida arraigó. Creció musgo. Insectos acuáticos saltaron por su soleada superficie hasta que se secaron. Pero en el fondo de aquella piscina no había nada aparte de cemento.
Olvidé dónde estaba y traté de respirar.
Cuando salí atragantándome, supe que ella reparaba en mis diferencias. Su mirada se detuvo en el rasguño de la cara que me hice en las provincias exteriores. Pero me pareció que era bastante similar a mí. Captaba las diferencias y luego decidía cuáles importaban y cuáles no. Cuando se rió conmigo, me encantó cómo se le iluminaron los ojos verdes y se le formaron arrugas en las comisuras.
Yo era un niño. Supe que la amaba, pero aún no sabía qué significaba. Con los años, todo cambió. Ella cambió. Y también lo hice yo.
He escondido los tubos y los escritos en dos lugares distintos. Es imposible saber si los tubos todavía son viables fuera de las cajas de la Caverna, pero Eli y Cassia han confiado en mí. Los he dejado muy arriba, en el nudo de un viejo álamo de Virginia, por si hay una crecida.
Los escritos no van a tener que pasar mucho tiempo escondidos, de modo que los entierro a poca profundidad y señalo el lugar con una piedra que labro. Me gusta el dibujo. Podría representar las olas del mar. Las corrientes de un río. Las ondulaciones de la arena.
Las escamas de un pez.
Cierro los ojos y me permito recordar a las personas que ya no están.
Una trucha arcoíris centelleó en el río. Una maraña de hierba dorada tapizaba la orilla por la que Vick corrió y pensó en la chica que amaba. Sus botas dejaron huellas sin muescas en el suelo.
El sol se puso en una tierra que mi madre encontraba hermosa. Su hijo pintaba junto a ella con las manos mojadas de agua. Su marido la besó en el cuello.
Mi padre salió de un cañón. Mientras estuvo dentro, vio personas que sembraban y cosechaban sus propios cultivos. Sabían escribir. Quiso llevar todo aquello a sus seres queridos.
El lago solo está a unos centenares de metros. Abandono el refugio de los árboles.
Cassia
Después de ver tantos muertos en la Talla, tantos tubos inertes en la cueva, el corazón me palpita de alegría al ver el campamento rebosante de vida que tengo ante mí. Todas estas personas, viviendo, moviéndose. En la Talla, casi llegué a creer que éramos los últimos seres humanos de la Tierra. Mientras los tripulantes del barco nos remolcan a la orilla del lago, miro a Indie y ella también sonríe. El cabello nos ondea al viento y tenemos los remos en el regazo. «Lo hemos conseguido —pienso—. Por fin.»
—¡Dos más! —grita uno de los hombres del barco y, pese a mi felicidad por haber encontrado el Alzamiento, lamento que no haya podido gritar «tres». «Pronto —me digo—. Ky llegará pronto.»
Nuestra barca toca fondo en la orilla y reparo en que ya no es nuestra barca; ahora pertenece al Alzamiento.
—Habéis llegado justo a tiempo —dice uno de los hombres que nos ha remolcado. Nos ofrece su mano enfundada en un guante negro—. Estamos a punto de trasladarnos. Esto ya no es seguro. La Sociedad conoce nuestro paradero.
¡Ky! ¿Llegará a tiempo?
—¿Cuándo? —pregunto.
—Lo antes posible —responde—. Venid conmigo.
Se dirige a un edificio de hormigón próximo a la orilla del lago. La puerta metálica está cerrada, pero se abre de inmediato cuando él la golpea.
—Hemos encontrado a dos en el lago —dice, y las tres personas que hay dentro del edificio se ponen de pie. Sus sillas metálicas, un modelo antiguo fabricado por la Sociedad, chirrían cuando las separan de una mesa repleta de mapas y miniterminales. Llevan ropa verde de diario y la cara tapada, pero les veo los ojos.