Read Buenos días, pereza Online
Authors: Corinne Maier
La atención individualizada a los clientes, el servicio personalizado, tiene como único objetivo introducir un valor real en una producción capitalista que lo ha eliminado por completo. Es el «detalle añadido», el «suplemento emocional» del que carece un mundo uniformizado. De este modo, la empresa finge una autenticidad que antes, con la apisonadora de la producción de masa, ha eliminado, y exige a los ejecutivos a los que emplea que se encarguen de estos simulacros.
Para eso servimos, Hay que asumirlo: si obtuvimos unos títulos determinados es porque se nos necesitaba para hacer de valedores de la empresa… y muy secundariamente por nuestra inteligencia, que en algunos casos existe, pero siempre por casualidad.
Cada vez hay menos conflictos laborales; el número de días de huelga se está reduciendo. En los lugares de trabajo, en las fábricas, en los espacios diáfanos de las oficinas o en los rascacielos de La Défense reina el orden, y no solo gracias a Nicolas Sarkozy. Pero, a estas alturas, ¿cómo podemos rebelarnos contra un discurso plano que no ofrece ningún asidero, contra la «modernidad», la «autonomía», la «transparencia» o la «convivencia»? ¿Qué se puede hacer frente a unos poderes e instituciones que repiten incesantemente que su único objetivo es «afrontar los cambios» y responder lo mejor posible a la «demanda social» y a las «necesidades individuales»?
En teoría, cualquiera puede expresarse. El despacho del director está abierto y todo el mundo puede ir a hablar con él; en la empresa reina el tuteo, y el jefe adopta el papel de animador amable, amiguete e incluso, por qué no, ¡terapeuta! Una o dos veces al año, el asalariado «hace un análisis de su situación» que conduce a una «valoración global». ¿Cómo pueden hacer frente común contra la jerarquía unos asalariados a los que se ha concedido el derecho de juzgarse a sí mismos y a los demás? La palabra es libre, cierto, pero ahí está la trampa, porque no conduce a resultado alguno; ya puedes hablar, que tus opiniones no tendrán ningún efecto. «Palabras, palabras, palabras», susurraba la cantante Dalida en los años setenta, en un dúo inolvidable con el guapo Alain Delon…
De hecho, en Francia no ha cambiado nada desde Luis XIV: la autoridad se sigue ejerciendo de forma absolutamente centralizada. Son muy pocas las decisiones que se toman colectivamente; la empresa teme los careos y rehuye los debates porque la participación de todas las partes en conflicto podría conducir a algún tipo de conciliación. Además, la jerga empresarial es un discurso de sentido único que confisca y desacredita el lenguaje normal y por eso mismo no admite réplica; la comunicación se corta y el asalariado se ve afectado de afasia, Y si de todo esto resultara una verdadera confesión pública, ¿no se tambalearían los valores franceses del buen gusto, la mesura y el equilibrio?
Por eso, cuando «aparece» una decisión, la estructura del poder es tan opaca que pocas veces puede identificarse su origen. De ahí que no sea fácil determinar a quién hay que expresar el posible desacuerdo. ¿Quién ha tomado la decisión? Nadie lo sabe. ¿Hay Otro inspirado y voluntarioso que toma las decisiones privilegiando el interés colectivo? No lo hay, aunque muchos así lo creen, y con ello le dan consistencia. ¡Y si renunciamos a las prerrogativas que nos corresponden como asalariados responsables es por culpa de este personaje hipotético! Hágase tu voluntad, Otro que estás en las alturas…
Como la palabra está exenta de consecuencias y responsabilidades, nos queda el placer bastante anodino de usar la lengua para hablar mal de los demás. A mucha gente que se alimenta de rivalidades insignificantes le encanta pitorrearse del vecino a sus espaldas y criticar disimuladamente a la empresa. Y es que la hosquedad y el malhumor, «la hargne, la rogne et la grogne» como decía el general De Gaulle, se apoderan fácilmente de los tristes asalariados, que se entregan a las delicias de una enfermedad muy francesa: el
tracassin
(‘humor inquieto’, neologismo gaulliano creado a partir de la palabra
tracas
, ‘desazón causada por preocupaciones de orden material’).
Frente a esta ineficacia de la palabra, ¿qué hacen los sindicatos, cuya razón de ser es precisamente poner remedio a esto? Los sindicatos, perfectamente implantados en las grandes empresas y sobre todo en el sector público, no están fuera de juego pero se soslaya su intervención. Y es normal, porque no saben qué hacer ante la nueva coyuntura celebrada por el
neomanagement
; no tienen demasiadas posibilidades de participar porque son considerados dinosaurios procedentes de un mundo jerárquico y burocrático a punto de caducar pero que aún perdura. Además, los dirigentes de las organizaciones sindicales son antiguos rebeldes de Mayo del 68, una gente que no logró cambiar nada, porque en ese caso lo habríamos notado. En consecuencia, el sindicalista suele ser un cincuentón desengañado que deplora la inercia y la falta de «combatividad» de los jóvenes.
Aunque los sindicatos sean un poco
has been
por culpa de la inexorable erosión de sus efectivos, a veces, cuando un conflicto se convierte en una prueba de fuerza, desempeñan un papel determinante. Así lo demuestran las inolvidables huelgas de 1995, que paralizaron las grandes ciudades durante varias semanas. Curiosamente, la mayoría de los parisinos guardan un recuerdo emocionado de aquel inmenso embotellamiento que convirtió cualquier tipo de desplazamiento en una tortura interminable. Algunos aprovecharon para dejar subir al coche a guapas autoestopistas que no podían coger el metro y otros aprovecharon para tomar la palabra, pero, en definitiva, todo el mundo se dedicó a hablar, en la calle, en los bares y en todas partes. Fue impresionante, la verdad. ¿Cuándo volveremos a hablar entre nosotros de ese modo?
La religión de la empresa es la novedad: el nuevo siempre tiene razón. El joven, que inyecta sangre nueva en la estructura, se convierte naturalmente en un objeto muy codiciado por unas empresas aterrorizadas por la posibilidad de quedarse anticuadas. De hecho, es la sociedad en su conjunto la que presenta continuamente como modelo la imagen de un individuo perpetuamente fresco y con inmejorable salud, capaz de rendir eficazmente en todos los ámbitos.
El «joven», con mérito de no tener lorzas ni michelines que le deformen el traje, accede con inocente confianza al mundo del trabajo. Cree que las palabras «proactivo» y «benchmarking» significa algo, está convencido de que la sacrosanta conminación «sé independiente» debe tomarse al pie de la letra, espera que sus méritos se vean reconocidos y espera… que lo quieran. ¡Ah, la juventud! El «joven» es especialmente valioso porque la casa espera de él cosas contrapuestas: que se calle y que proteste, que aprenda y que proponga, que se adapte al resto y que destaque… Es un poco lo que les sucede a los niños en las familias: los padres desean que su querido retoño los respete y se les parezca, pero al mismo tiempo esperan que triunfe allí donde su madre o su padre han fracasado, dos anhelos que a menudo son absolutamente incompatibles.
El «senior», en cambio, es otro cantar. Históricamente, la selección de los «empleables» (véase «Empleo y empleabilidad, saber venderse y hacerse valer») en el marco de planes sociales o despidos por razones económicas ha afectado con preferencia a los asalariados con más de cincuenta años. ¡Cincuentones, a la calle! La entrada en vigor, en las décadas de los setenta y los ochenta, de los sistemas de jubilación anticipada y los subsidios de cesantía financiados por los poderes públicos facilitó el golpe de gracia. Gracias, querido Estado: realmente, nos preguntamos si es legítimo pagar impuestos para subvencionar el alejamiento del mercado laboral de personas que aún están en la flor de la vida. Como resultado, hoy en día, en Francia, solo trabajan un tercio de los varones pertenecientes a la franja de edad entre cincuenta y cinco y sesenta y dos años: un récord mundial. Hay que decir que la exclusión de los trabajadores «maduros» es una hábil maniobra para desviar posibles fuentes de protesta: la persona de cincuenta años es menos flexible que el treintañero que estrena su primer empleo estable convencido de que ha tenido una enorme suerte al haber resultado elegido en el gran
casting
de la empresa.
En resumen, las personas que trabajan en el mundo empresarial están acabadas a una edad que, en política, le valdría la consideración de debutantes ambiciosos o de elementos renovadores del partido (aunque esto último no es especialmente apreciado en Francia). Acabadas a la edad que tenía Cézanne cuando pintaba sus admirables Sainte-Victoire o Dostoievski cuando escribía
Los hermanos Karamazov.
El «ciclo de vida» del ejecutivo, por emplear una terminología muy apreciada por los consultores y que generalmente se aplica a los productos, es breve: de la «ascensión» (hasta los treinta y a veces más) a la decadencia (a partir de los cuarenta y cinco años), no hay más que un paso. Se puede ir del Capitolio a la Roca Tarpeya de un plumazo, con una simple tachadura de los responsables de recursos humanos.
Pero esta rápida caducidad del trabajador no puede mantenerse eternamente, ya que los intereses combinados de la empresa y los individuos, ambos favorables a la jubilación anticipada, entran en absoluta contradicción con los de una sociedad envejecida que cada vez cuenta con menos jóvenes para financiar la jubilación de los mayores. Como la citación es un barril de pólvora, asistimos a curiosas explosiones locales, de siempre grata observación para el entomólogo o el ciudadano: las huelgas de mayo y junio de 2003 lo demuestran. Al menos está pasando algo, y Francia, agitada por conflictos apasionantes, parece de pronto… más joven.
Ejecutivos, empleados, os están mintiendo: no seáis ilusos. Las historias que os cuenta la empresa son puras trampas: vamos a ver si podemos desactivarlas. Las exigencias de flexibilidad, los continuos discursos sobre la movilidad, la ética o las Nuevas Tecnologías de la Información y la Comunicación no son más que patrañas.
«Muévete», se propone al ejecutivo medio: es el único verbo a su alcance. En un momento en que no se sabe muy bien hacia dónde se dirige la sociedad en su conjunto, al asalariado se le exige «proyectarse positivamente hacia el futuro». ¿Te sientes un mercenario en el mundo en el que evolucionas, solicitado para defender causas que no son las tuyas y destinado por su culpa a lugares en los que eres un extranjero? No importa: tal como te repiten machaconamente, tienes que ser el «protagonista de tu propio cambio». De hecho, moverse es el imperativo categórico de un capitalismo que tiene como finalidad convertir lo inútil en indispensable y adulterado a la vez, y hacerlo lo antes posible.
Francois, Salvaing, en su novela
La Boîte
, presenta un diálogo típico entre un asalariado y su empresario:
«¿Cuál es su idea de carrera profesional?», preguntó William Lévêque (era el nuevo director de recursos humanos, procedente del sector del automóvil).
«Tres años en cada puesto».
«¿Por qué?».
«Si estás más tiempo, te apalancas y llegas al fondo de las cosas, no conoces el mar, solo la playa».
¡Muévete! Tres años en la sede principal, dos años en Singapur dirigiendo una filial, tres años en Vernouillisles-Bâtards encargándose del control de gestión. La intendencia se resolverá por si sola; se sobreentiende que, en nombre de la sacrosanta movilidad, los hijos y la esposa (o el marido) se trasladarán entusiasmados y dóciles a la otra ciudad dejando atrás su vida cotidiana, sus amigos y su trabajo. Y si por casualidad la intendencia no se resuelve, cambia de esposa (o de marido), porque carece de la flexibilidad necesaria para seguir la trayectoria meteórica. El alto ejecutivo proporciona un ejemplo de lujo: un nómada
high-tech
que se traslada de multinacional en multinacional o de gran empresa en gran empresa y se queda solamente unos años en cada puesto, cobrando en cada salto primas de productividad e indemnizaciones por cese de varios millones de euros.
Está demostrado que todo es susceptible de trueque, incluido el capital humano; Sade, el escritor, ya imaginó una utopía sexual en la que todo el mundo tendría derecho a poseer a cualquier persona: los seres humanos, reducidos a sus órganos sexuales, serían rigurosamente anónimos e intercambiables. Donatien-Alphonse-Francois de Sade era un depravado aristócrata de fin de raza, por supuesto, pero hoy en día cada uno de nosotros nos hemos convertido en un objeto de cambio destinado a ser colocado y recolocado según las necesidades de la empresa. Porque para una compañía, la persona cuando está encorsetada por la experiencia, entorpecida por el aprendizaje, desgastada por la repetición o sobrecargada por la influencia de la cultura y el clima, se vuelve un lastre. ¡Cuánto pesa la masa humana! Es un obstáculo para el futuro de movilidad generalizada que intentan imponernos a todos.
Ciertamente, nuestro ejecutivo medio dificulta el proyecto: en el ámbito profesional no es nada flexible, por el miedo a perder su rango y verse obligado a asumir una tarea que no sea digna de él. Francia, impregnada todavía de un antiguo régimen feudal en el que los puestos de trabajo eran estables de por vida, es un país donde todo el mundo defiende con uñas y dientes su pequeño ámbito de influencia cuando tiene la suerte de contar con uno. Esta preocupación por la categoría que uno ocupa, con sus privilegios y prerrogativas, alienta muchas conductas corporativistas, muchas arrogancias de casta, muchas luchas interminables por la preeminencia. Todo lo cual son otros tantos obstáculos que hacen del asalariado un ser muy poco manejable…
En el ámbito geográfico, el ejecutivo de base tampoco es demasiado móvil. No sueña con trasladarse de casa cada tres años, sino más bien con comprarse un adosado en un barrio residencial de París, primero en Chaville y más tarde, gracias al ascensor social, en el Vésinet, que para él es el colmo del éxito. Una vez endeudado por los próximos veinte años para asegurarse una «calidad de vida», no le quedan muchas ganas de volver a trasladarse. Afortunadamente, su domicilio queda cerca de la Défense, el horrible e inhóspito barrio de negocios parisino, digno de
El mundo feliz
de Aldous Huxley: de este modo, nuestro esclavo del sector terciario puede ser «móvil» sin cambiarse de casa, ya que el barrio financiero procura innumerables »oportunidades» en cuestión de empleos. Si tiene suerte, podrá incluso limitar la movilidad a los cambios de edificio o planta: empezará su carrera en el séptimo piso de la Torre Gan y después pasará al piso 25 del mismo rascacielos, antes de ser trasladado a la Torre Ariane, piso 32; luego volverá a la sede central, en el piso 25, antes de recibir la merecida jubilación. ¡Qué cansado es moverse!