Read Buenos días, pereza Online
Authors: Corinne Maier
A ti, que no tienes padrinos y no cuentas con nadie que dé cuerda al motor que podría impulsar tu carrera, no te queda más remedio que fingir, representar un papel. De ahí la importancia que adquiere la vestimenta en las empresas. Sirve para poner de manifiesto lo que se espera de un ejecutivo (que, no hace falta decirlo, es una persona sana, deportista, comunicativa, con espíritu de iniciativa, ambiciosa y optimista): un aire de desenvoltura y profesionalidad, de masculinidad (o feminidad) emancipada y conservadurismo clásico. El «dress code» es estricto: el traje chaqueta para las mujeres y la combinación de americana y corbata para los hombres son de rigor en muchos sectores económicos. Salvo los viernes, momento en que se acepta el «friday look», es decir el atuendo de viernes; ese día, uno tiene «derecho» a ponerse un tipo de ropa distinto al que ha llevado los primeros cuatro días de la semana. Pero estas prendas solo se admiten entonces y, para colmo, tampoco son (sería demasiado sencillo) las que uno se pondría para estar cómodo. La única libertad que queda es la de elegir la corbata o los calcetines, y con reparos.
¿Cuándo se aceptarán el monday look o el thursday look, para complicar más las cosas? ¿Cuándo volveremos a la corte de Luis XIV, donde una horda de nobles ociosos se reunía a las faldas del Rey Sol, no para cumplir una tarea determinada sino simplemente para mostrarse?
En el pulso entre la empresa y tú, es ella la que gana, al igual que en la selva es el león el que vence normalmente al antílope. Esto da la impresión de caer por su propio peso, pero el discurso establecido es muy distinto y refleja la utopía de una sociedad donde todo se podría resolver a través de la argumentación racional, la negociación y un contrato estrictamente igualitario con el que todo el mundo saldría ganando. Este angelismo no engaña a nadie, especialmente por lo que respecta a los salarios: la determinación de las remuneraciones tiene mucho que ver con la relación de fuerzas desequilibradas propia de un mercado que coloca frente al asalariado, que es una persona aislada y con necesidad de trabajar, a una empresa sólidamente estructurada y dispuesta a aprovechar las oportunidades que le ofrece el derecho laboral.
Porque la empresa utiliza el derecho laboral… para saltárselo. Ha adoptado de buena gana todas las posibilidades de contrato temporal, de mano de obra interina y de flexibilidad de horarios que han ido surgiendo desde hace tiempo en el conjunto de los países de la OCDE, reduciendo los dispositivos de seguridad instaurados a lo largo de un siglo de luchas sociales. Así «tiene las manos libres» y no necesita comprometerse a largo plazo con un asalariado. Por eso se ha creado un doble mercado de trabajo: por un lado una mano de obra estable, cualificada, que disfruta de un nivel de salarios bastante elevado, una relativa seguridad en el empleo, con una auténtica protección social y diversas «ventajas» (bonos de compra, colonias de vacaciones, tarifas preferentes, ayudas de vivienda, etc.). Son los enchufados, categoría a la que tengo la suerte de pertenecer, como probablemente también tú, amigo lector, porque si no, imagino que no estarías leyendo este libro sino haciendo otra cosa. Por otro lado, están los precarios, los suplentes, los interinos, que constituyen una mano de obra menos cualificada que la de la primera categoría, subpagada y poco protegida. A los machacados con contrato intermitente, la empresa no les debe ni vacaciones pagadas, ni seguros sociales, ni cursillos de formación. Oficialmente se ocupan de las tareas auxiliares pero, de hecho, muchas veces absorben todo el trabajo que la primera categoría, la de los privilegiados, no quiere hacer. ¡Para que haya enchufados, tiene que haber currantes! Ha sido así desde tiempos inmemoriales, y no cambiará en un abrir y cerrar de ojos. Quizá sea esta la única ley verdadera del mundo: para que haya amos, tiene que haber pobres, etc. Por eso, en cuanto se presenta la ocasión, el fuerte sigue aplastando al débil y el superior sigue dominando al inferior. Que quede claro, repetidlo conmigo: las cosas son así, y en cualquier caso, »no existe ninguna alternativa», al menos eso es los que nos hacen creer.
En el seno de la empresa, la injusticia puede adoptar la forma del acoso moral, recogido en el Código de Trabajo francés desde el año 2002. Tiene como principio una palabra que no se puede expresar, la de la secretaria que es menospreciada o la del pequeño ejecutivo que se ve tratado como una mierda y sometido a presiones por un/a hábil manipulador/a que confía en el silencio y la aceptación del más débil. Todo esto es cierto y falso a la vez, porque hagamos lo que hagamos, sea cual sea el aparato jurídico desplegado y los derechos que se les concedan, la mayoría de las personas son incapaces de ver respetada su dignidad: habrá que creer que nuestro mal-estar en el mundo tiene un carácter fundamental… Cada vez más derechos y cada vez menos satisfacción: los Rolling Stones ya lo cantaron cuando nuestros padres eran jóvenes, no es una idea tan novedosa.
¿De dónde viene la violencia que se manifiesta en la empresa cuando ésta elige a una ascensión a una víctima propiciatoria? Como la mayoría de los ejecutivos medios desean lo mismo (un coche de empresa, una ascensión jerárquica, entrar en un comité de reflexión y decisión superimportante…), la rivalidad sube como la espuma, se exacerba y termina por amenazar la cohesión del grupo en su conjunto; la competencia engendra un conflicto que solo se resuelve cuando se escoge a un chivo expiatorio entre el grupo. Es la teoría del filósofo René Girard, según el cual muchas veces se prefiere sacrificar a una víctima en aras de la coherencia del conjunto.
Como lo importante es reforzar el espíritu de equipo de los asalariados, haré un propuesta iconoclasta que me obsesiona cada vez que participo en una de esas aburridas reuniones que se prolongan en exceso (lo cual sucede a menudo): ¿por qué no vamos a por el presidente del Consejo de Administración? Sería la primera vez que unos empleados secuestran a su jefe y le cortan la cabeza, pero ¿quién habría imaginado, antes de 1789, que un rey podría morir en la guillotina
[8]
? Francia tiene una historia bella e inspirada: ¡hagámosle un guiño organizando un
remake
de sus mejores momentos! ¡Vamos a cortar cabezas! El sacrificio de un presidente de Consejo de Administración permitiría sentar nuevos fundamentos para el pacto en el que se apoya la empresa, pensar de otro modo las relaciones entre los directivos y los cuadros medios, entre la jerarquía y la base, y reflexionar sobre el reparto del trabajo, los despachos, la masa salarial, etc.
Además, después de todo, organizar esta especie de Camel Trophy para empleados con ansias de aventura colectiva sería un remedio definitivo para que la empresa mejorara y anularía la triste equivalencia: «A jefe granuja, asalariado de usar y tirar».
Un exceso de titulados anula los títulos. Cuantos más hay, menos valen; según el INSEE (Instituto Nacional de Estadística y Estudios Económicos), un tercio de los asalariados tienen una titulación superior a la necesaria para el puesto que ocupan. Y esta desvalorización de los diplomas y las competencias no afecta solamente a los puestos de cartero, cajero de banco o revisor del ferrocarril, donde en general se requiere un título universitario, ¡un papel que hace solo cincuenta años bastaba para convertirlo a uno en un intelectual!
¿Quieres una prueba de que tus títulos apenas valen ya? Da igual el papel tras el que te escudes, la empresa se limita a tolerar tu presencia. Por eso, en la fértil década de los ochenta, ideó el concepto de los «despachos móviles». Este sistema consiste en atribuir un despacho a los empleados según van llegando al trabajo por la mañana. De este modo, el miembro del personal directivo, que no ocupa un puesto permanente, tiene constantemente «un pie en la calle»; hay que evitar que eche raíces. Este estado de cosas ha dado lugar a una maravillosa inversión: el empleado ya no es el hombre o la mujer que está «al servicio de los demás», sino que es la empresa la que se pone a su servicio al permitirle trabajar, regalándole ese bien precioso que es el trabajo.
Ya lo advirtió la filósofa Hannah Arendt: el capitalismo engendra bienes superfluos, y lo primero que se puede considerar superfluo somos nosotros mismos. Lo cierto es que vivimos en el mundo del exceso: hay demasiados cafés, demasiadas revistas, demasiados tipos de pan, demasiadas grabaciones digitales de la Novena de Beethoven, demasiados modelos de retrovisor en el último Renault. Llega un momento en que uno se dice: ya basta, realmente es demasiado…
Sin embargo, no te apresures a tirar tus títulos. Aunque estos documentos no miden ni la inteligencia ni la competencia, no dejan de ser la prueba de que el asalariado, el pequeño ejecutivo, sabrá adaptarse. Sólo el alumno que ha sido capaz de soportar durante cierto número de cursos la estupidez de sus maestros y el instinto gregario y espíritu de imitación de sus compañeros, será capaz de vivir durante unos treinta años más o menos en un entorno empresarial, con su jerigonza y sus tareas repetitivas. Porque eso es lo que se espera de ti, ahora que la mayoría de las profesiones ya no exigen un elevado nivel de cualificación técnica o intelectual. Son básicamente una rutina y requieren tan poca iniciativa y espíritu de innovación que cualquier persona con los estudios apropiados se encuentra ya de entrada sobradamente preparada para la mayoría de los puestos de trabajo disponibles.
Así pues, basta con ser mediocre. «En el seno de un equipo de especialistas, no tendrás una actividad de relación determinante, ni un papel funcional en los proyectos de reestructuración y desarrollo. Sin una sólida cultura económica y financiera, y sin una experiencia significativa en especialidades de las que nunca has oído hablar, como la inversión de capitales y la fusión-adquisición, tampoco necesitas unas excelentes motivaciones personales para desarrollar una colaboración duradera», se burla Laurent Laurent en su irónico
Six mois au fond d’un bureau.
De este modo, los trepas y los falsos tienen su oportunidad en el universo civilizado de las grandes organizaciones: la empresa es democrática.
¿Nos está mintiendo la empresa cuando repite: «Las personas son nuestra principal riqueza»? Es una frase inquietante, que Stalin usó también en su momento. ¿Significa esto que, cuanto más idealizamos a la persona, más la menospreciamos en la práctica? Porque la empresa escoge y descarta, en función de sus necesidades. Y el paro afecta al conjunto de las clases sociales: a los jóvenes y los obreros no cualificados que antes constituían la masa de parados, se les suman hoy los obreros cualificados, los oficiales, los técnicos y los ejecutivos. Los franceses, que tenían la esperanza de que la movilidad social ascendente de la época de los «Trente Glorieuses» se mantuviera, se enfrentan hoy a una movilidad descendente generalizada… La única ventaja, de momento, es que las cosas se mueven (véase «Moverse: viaje al fin de la carrera»), aunque no en la dirección adecuada. Moraleja de esta historia: si trabajas en una empresa, aunque no tengas nada que esperar, tendrás en cualquier caso algo que temer.
Las empresas exigen mucho, pero se cuidan de hacer promesas y no garantizan nada a largo plazo. ¿De qué serviría? Como se sabe, las promesas solo comprometen a quien las escucha. Además, en un ámbito donde se supone que las oportunidades se reparten de forma equitativa, es inevitable pensar que el parado ha hecho algo para merecer su situación: si está sin trabajo, es porque es peor que otros que sí trabajan. Si se elimina tu puesto en la empresa, es porque no has sabido demostrar su utilidad, no has sabido hacer valer tus funciones, interesar a un cliente, etc. ¡Es culpa tuya, por supuesto! Y eres tanto más culpable cuanto que trabajar es un imperativo categórico en un mundo donde, según nos han hecho creer, el trabajo es la principal esfera sobre la que se construye la identidad individual. «Trabaja, trabaja», nos ordenan: pero como aún nos queda cierta capacidad de juicio y libre albedrío, tenemos derecho a preguntarnos «¿Para qué?».
Para no caer en el paro, tienes que cuidar tu «empleabilidad». El asalariado no tiene más remedio que pertrecharse de esta cualidad indispensable pero indefinida, en un momento en que hasta la tostada del desayuno, objeto cotidiano y totalmente banal, se disfraza de «untabilidad», «refrigerabilidad» y, por qué no, «mantequillabilidad» para visar la empleabilidad de la palabra «empleabilidad»… En realidad, no significa más que la aptitud de convencer a los demás de que uno puede y debe ser contratado. Y si hay necesidad de convencerlos es porque, ahora que todo el mundo se ha vuelto intercambiable, el ejecutivo medio se esfuerza en desmarcarse de los demás. ¿Cómo? Con su personalidad. La regla de oro de los procesos de selección del personal directivo se resume en una sola frase: hoy en día, a la gente se la contrata por lo que es y no por lo que sabe hacer. Las «capacidades de relación» y las «aptitudes comunicativas» son decisivas y la experiencia y los títulos son accesorios. Dentro de nada, lo único que necesitaremos saber es cómo seducir al seleccionador. Trabajador sin cualidades, bienvenido seas.
Por todo ello, no tienes más remedio que convertirte en tu propio agente comercial. Tienes que saber «venderte», como si tu personalidad fuera un producto al que se pudiera asignar un valor de mercado. Para Tom Peters
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, grandilocuente gurú de la nueva economía, triunfar consiste en hacer de uno mismo una sociedad comercial: la marca
Tú
. El objetivo es comunicar que sabes comunicar, y ya habrá tiempo más tarde de comprobar si realmente sabes hacer algo. Un intento más y acabarás pareciéndote al protagonista de la película
Jerry Maguire
, en la que Tom Cruise se queda hasta la madrugada trabajando, redactando notas y folletos sobre la necesidad de abrazar la novedad, de hacerse presente en Internet para no quedarse fuera de juego y de remontar campañas publicitarias antiguas con un aire más
fashion
.
La imagen es más importante que la mercancía, y la seducción, más que la producción. El pequeño ejecutivo, contratado por su flexibilidad y capacidad de adaptación, servirá para ayudar a vender. ¿A vender qué? En primer lugar, bienes homogeneizados por la producción en masa, a menudo fabricados en el Tercer Mundo; cualquier obrera china pude hacerlos, y además, cuanto menos valor añadido incluye el artículo, más persuasión se necesita para convencer al consumidor de que le interesa. Hay otros productos un poco más difíciles de confeccionar; para ellos se inventó el
marketing
, esa etología barata que sirve para saber qué es lo que uno no necesita y cómo se le puede vender de todos modos. Por último, y de forma destacada, tenemos los servicios, que, para muchos, están lejos de ser indispensables: por eso el vendedor tiene que hacer bien su trabajo, para que el comprador no se dé cuenta de que está comprando air…